Francisco Tario y el aforismo (algunas hipótesis)
 
*José María Espinasa 
Y por hablar y no poder callar nunca,
existen hombres que hablan solos.
 
Francisco Tario, Equinoccio


Se ha dicho en innumerables ocasiones que los escritores mexicanos no han practicado con frecuencia el aforismo, y que, cuando lo han hecho, no han conseguido encontrar el tono, atinarle a su ritmo, instalarse en su fulgurante inmediatez. Esta verdad ha sido tan repetida que tal vez valdría la pena revisarla, sobre todo ahora que un buen número de escritores tratan de revertir su contenido en la práctica. En efecto, varios autores lo practican hoy con bastante buena fortuna. Cito de memoria, en desorden y sin querer ser exhaustivo: Jaime Moreno Villarreal, Francisco León González, Carmen Leñero, Gabriel Bernal, Héctor Subirats y Juan Carvajal. En una tradición que se ha configurado como lista de excepciones, de Díaz Duffo a Arreola, una de las excepciones más excepcionales es Francisco Tario, ya que si su obra narrativa se presenta como especial en el contexto de la tradición mexicana a su vez su práctica del aforismo se presenta como excepción dentro de esa excepción.

No cabe la menor duda que Tario es ante todo un cuentista, sin embargo escribió dos novelas —por lo menos una de ellas excepcional—, algunas obras de teatro y dos libros que se pueden englobar en eso que llamaremos escritura fragmentaria, esfera que incluye a la forma que llamamos aforismo. Esta forma, tan formal como es, sin embargo está poco definida, es más una actitud que una "métrica" de la prosa o una "acentuación" del pensamiento. En cierta forma el aforismo, que nos viene de los griegos, encuentra en el siglo xviii francés su momento histórico, un siglo después en Nietzsche su registro sublime, y en pensadores como Cioran o Bufalino alcanza su modernidad absoluta frente a las futuras reliquias de la posmodernidad. La moral, consecuente consigo misma, ha dejado el lugar a una, no por paradójica menos fascinante, mezcla entre vitalidad y pesimismo. Y resulta que en un libro publicado sin pie de imprenta, seguramente edición de autor, Tario escribe una obra maestra del aforismo en México: Equinoccio.

Desde el principio y en todos sus libros Tario mostró que su escritura buscaba un grado de concentración inmediata y permanente que tenía poco que ver con la arquitectura de la novela, del teatro o del cuento, ya que en cada frase se sentía la tensión del arranque a la vez que la furia del final. Pero a Tario le quedaba muy lejos el temperamento lírico, de haberlo hecho habría escrito algún tipo extraño de antipoesía. Así que hay que abordar Equinoccio sin mucho apoyo: históricamente no se comprende muy bien su significado, aunque tiene fuertes puntos en contacto con algunas de las cosas que Octavio Paz y Juan José Arreola, sus contemporáneos y amigos, escribieron después.

 
Oralia Domínguez  

La escritura fragmentaria tiene dos rostros contrapuestos: por un lado, es una escritura abierta y no conclusiva, por otra, es cerrada y dogmática, propia de las consignas políticas o de los refranes populares. Ninguno de los dos aspectos quiere renunciar a las peculiaridades del otro, incluso si se contraponen a su sentido más profundo. Unos años después de Equinoccio el escritor transterrado Max Aub escribía un fascinante volumen de aforismos policiacos bastante cercanos en espíritu a los de Tario, sólo que en Aub lo negro era una actitud, mientras que en Tario fue el alma del asunto, esto se traducía en una facilidad en el español y una tortura en el mexicano. A Tario le costaba mucho escribir (por eso tenía grandes periodos de silencio) y esto se notaba en sus libros, especialmente en Equinoccio.

Esos fragmentos, aforismos los llamamos al empezar sin estar convencidos del todo de que lo sean, son las huellas de una escritura que experimenta de forma muy aguda la soledad. Por eso su violencia, siempre latente, acaba siendo auto inflingida y sin ningún resultado catártico, incapaz de reconocerse en su explosión lúdica, inesperada en la grisura propuesta. Tario no intenta usar el aforismo para conceptualizar ni para crear máximas, sino para contar cuentos instantáneos, iluminaciones, revelaciones, apariciones, que pasan por la escritura y ya se han ido, dejan en la frase, en el adjetivo, algo como una comezón, una inquietud y una angustia que no se sabe definir. Como una imposibilidad potencia en su descripción como posible: "Correr de un lado para otro, tratando de investigar cuál de todas las gotas es la última gota de un aguacero".


Los fragmentos de Equinoccio parecen estar escritos siempre en el fin del mundo, pero no son apocalípticos, ya que a Tario, tan estridente en el fondo, le molestaba la estridencia. Tanto en sus aforismos como en sus cuentos y novelas uno puede sentir que es la belleza lo que cualifica al fin del mundo. Ese último instante es siempre una apuesta lírica: "—Hemos de morirnos, ven. Déjame que te desnude". A veces describe sin juicio alguno una situación que considera de privilegio y que es tan excepcional como cotidiana: "Cortar violetas durante un eclipse..." y de inmediato "Tocar el piano en un balcón...", pero salvo la inmediatez física en el orden del libro, el espacio entre ambos fragmentos es un abismo insondable, no se comunican entre sí.

En otras ocasiones, como en el cuento "Diario de un amor", Tario aprovechó ese elemento conciso y abierto del fragmento para narrar una historia con una atmósfera peculiar, recipiente de esa sensación de encierro, de esa angustia de inminencia siempre postergada que tienen los aforismos, pero sólo en otro libro volvió a utilizar esa fragmentación del texto en esquirlas que quieren contenerlo todo, a la vez que mantienen su condición nebulosa, etérea, en la que se enrarece el sentido al hacerse evidente. Se trata de un libro de fotos titulado Acapulco en el sueño.

Las fotos del volumen son de Lola Álvarez Bravo, y permiten hacer un nexo entre el arte fotográfico y el estilo de Tario: los fragmentos allí incluidos suelen ser deliberadamente fotográficos, quieren reproducir por escrito lo instantáneo de la fotografía, lo conmovedoramente inmediato de la imagen sin tiempo. Y al decir sin tiempo se quiere decir sin juicio. Los aforismos de Tario, si bien tienen mucho que ver con la posición moral de la escritura, lo tiene poco o nada con un juicio moral, ya que éste es, por definición, la injusticia en acto.

¿Cómo escribir sin juzgar? Sería la pregunta que subyace en la literatura de Tario, pregunta que, además, tiene que ver siempre con el juicio a uno mismo como primer e inmediato elemento de incapacidad o imperfección en la escritura. Como si ésta estuviera siempre por debajo de su intención, y que esta distancia de lo escrito con su sentido tuviera que disfrazarse de cinismo. Es evidente que en los aforismos de Equinoccio hay la semilla de cuentos posteriores —por ejemplo "Ragú de ternera" nace directamente de "Y el cadáver de tan exquisito sabor si está bien condimentado".
 

A la publicación de Equinoccio Tario tenía treinta y cinco años. En la foto de Acapulco en el sueño se le ve con ese cráneo al rape que se le volverá una especie de símbolo de carácter, de gran personalidad, como personaje de sus cuentos, pero también contaminado por la melancolía que se haría presente cada vez más en textos posteriores. Los silencios de Tario tienen que ver, según mi hipótesis, con la resistencia a la blasfemia: él evolucionó de un registro a lo Dostoievski en libros como La noche y Aquí abajo hacia un tono de un escepticismo enorme, al que le molestaba el elemento sublime (eso que antes llamamos la estridencia), para después evolucionar hacia una ironía a la inglesa, un poco a la Henry James.

Tario no podía, sin embargo, limitarse a describir las notables fotos de Lola Álvarez Bravo, sino que tenía que adherirse a ellas, volverse parte de la imagen, y por eso es sintomático que el libro sea tildado en las palabras iniciales de "poema". A veces resulta increíble cómo acumula colores en la escritura que corresponde a una foto en blanco y negro, no tanto porque buscara paliar una imperfección, sino porque en los espléndidos grises de las fotos están los colores, como después estarán las acciones, la historia acumulada en esas playas referidas por Humboldt y los viajeros a Manila, Malespina y compañía. Acapulco en el sueño es tal vez el libro más reposado de Tario, el que menos angustia refleja, como si transfiriera esa angustia a la imagen —hay alguna en que el mar es un desierto— y su nostalgia se explayara de manera transparente, sin sobresaltos.

Esa paz tiene su precio: en Equinoccio Tario buscaba a veces el diálogo, realizaba pequeños sketchs teatrales de suma brevedad, pero interpelaba y hablaba con otros, mientras que aquí ya no lo hace, apunta a una cierta contemplación autista, como la de la foto. Sin paternaire, la foto es autosuficiencia pura. Veámoslo de la siguiente manera: el cuento —género preferido por Tario— implica una duración, pero distinta de la novela, más ceñida, con un proceso de fulguración, mientras que el aforismo representa una ausencia de duración, incluso cuando se desarrolla en diálogos o en breves anécdotas. Es la pura iluminación, el destello del instante. Ese pesimismo vital del que hablé antes, y que —como han señalado algunos de los críticos que se han ocupado de Tario— lo hermana con Cioran, va encontrando su lugar en la escritura como lo encuentra el devenir privado de transcurso en una fotografía. Lo cual permite hacer una violenta traslación de caracteres y señalar que es la fotografía el vehículo ideal del pesimismo, y aún más, es su carácter fragmentario respecto de la duración lo que le da una carga moral a cada foto.


La fotografía es en sí misma una descripción de la función del icono: contiene —sintetiza— en sí muchos significados, específicamente todos aquellos que el ir hacia adelante de la narrativa deja de lado. En el origen se creyó que la foto era testimonio fiel de la realidad, y por eso el fetichismo implícito en la veracidad de su apariencia, mientras que los años transcurridos desde su invención nos han mostrado su falibilidad, debida al hecho de que en la foto está lo que ya no es fuera de ella, como en el aforismo, que sitúa su contenido en la ausencia de relato tanto como de la ausencia de contenido lírico. El aforismo no es, no puede ser, poema, tampoco puede ser —aunque a veces parezca— relato. Vincularlo con el ensayo es ya un poco más difícil, pero por lo menos en el caso de Tario poco necesario, ya que no es ve-hículo de ideas sino de estados de ánimo, y el estado de ánimo en Acapulco en el sueño es en la obra de Tario el más susceptible a la iluminación, al proceso epifánico que implica todo texto.

A lo largo de Equinoccio hay una ardua lucha entre esa voluntad de revelación que llamamos epifanía, si bien no tiene un contenido religioso, y una tristeza que se quiere resolver en amargura. En Acapulco en el sueño ya no hay ese elemento, la lucha está resuelta, la amargura parece haberse ido con la brisa del mar. Y, sin embargo, la escritura no encuentra el tono que le permita volverse un oficio —en Tario no lo encontró nunca— y sigue siendo arena de lucha entre esa inminencia siempre postergada de la muerte, expresada en sus cuentos para fantasmas, en sus piezas teatrales, en su novela póstuma e inacabada, Jardín secreto.

Es evidente que en los textos que escribió posteriores a Equinoccio y Acapulco en el sueño Tario tuvo una enorme preocupación por aquello que podemos llamar en términos rupestres el terminado de una obra. Libros como Una violeta de más, el último que publicó en vida, una colección de relatos sin desperdicio, lo muestra, y también lo hace el que su ambiciosa novela permaneciera inédita, inacabada y al menos, según se sabe por testimonios de familia, en tres versiones distintas. Las razones anteriores pueden concretarse en una primera hipótesis de trabajo: Tario fue un gran practicante de lo que llamamos escritura fragmentaria, que reúne brevedad y concisión, pero que permanece como no conclusivo, mientras que el cuento y el aforismo son esencialmente conclusivos, cerrados, reacios a la fragmentación. Esta contradicción se resuelve en la capacidad de la novela de ser a la vez abierta y cerrada. Pero ese diálogo aún está por desarrollarse en la obra de un autor que permanece oculto en sus propias contradicciones.

   
Paisaje 9, 1963, óleo sobre tela, 39.5 x 100 cm, Fotografía de Rafael Doniz.
 
Posdata editorial: La obra de Francisco Tario ha tenido una suerte editorial extraña. A finales de la década de los ochenta la publicación de Entre tus dedos helados y otros cuentos, antología preparada por Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo, prologada por Esther Seligson, llamó de nuevo la atención sobre este autor que desde su muerte había caído en el olvido. Nacido en 1911 y muerto en 1977, Tario (Peláez era su apellido real, hermano del notable pintor Antonio Peláez) era apenas considerado una curiosidad literaria. Esa antología provocó el rescate de tres obras de teatro que habían permanecido inéditas (El caballo asesinado, uam, 1989), una de ellas llevada a escena, y la reedición de Equinoccio en ese mismo año, un número de Casa del Tiempo con un dossier dedicado a este autor, y unos años después la reedición de Una violeta de más en Lecturas Mexicanas (cnca) y la reedición facsimilar de Acapulco en el sueño por la Fundación Cultural Televisa, así como

—tal vez lo más importante— la publicación de Jardín secreto, la novela inédita. Todo esto podría hacer pensar que las cosas habían cambiado, pero no es así. Es cierto que ya se le incluye en las antologías del cuento mexicano del siglo xx, que se escriben tesis sobre él y ya no es una simple curiosidad (críticos como los mencionados González Dueñas y Alejandro Toledo, Vicente Francisco Torres y quien esto escribe, entre otros, se han ocupado de él), pero la reedición de Equinoccio se remata en las librerías de viejo, Acapulco en el sueño es inencontrable y se dice que la edición de Jardín secreto se fue al molino casi entera, a dos años de haber sido publicada. Mientras que las cifras editoriales abundan en novedades y en descubrimientos que duran un día, una tarea pendiente sigue siendo la publicación de las obras completas de este autor.

*José María Espinasa (ciudad de México, 1957) estudió comunicación en el CUEC. Ha dirigido revistas literarias y sido director o jefe de redacción de diversos suplementos culturales. De su obra poética destacan Son de cartón (1979) y Piélago (1990).