¿Se puede justificar la guerra?*

* Teresa Santiago

Cuando el cordero rompió el segundo sello, oí al segundo Viviente que decía: Ven. Y salió otro caballo color de fuego y sangre. Al jinete le dieron poder para quitar la paz de la tierra y hacer que los hombres se degüellen unos a otros y le dieron una gran espada.

San Juan, Apocalipsis

* Prólogo a Teresa Santiago, Justificar la guerra, que será coeditado en breve por el Departamento de Filosofía de la UAM-I y Miguel Ángel Porrúa Editor.

 

La revelación apocalíptica de San Juan presenta algo de sobra conocido por los seres humanos, una constante desde los tiempos más remotos, un hecho fácilmente constatable y, para cientos de personas, trágicamente cotidiano: la guerra. Un elemento tan presente en la historia humana que hace toda proyección de un futuro sin guerras utópico, fantasioso e increíble.

En la práctica de la guerra se han desarrollado civilizaciones; muchas, por ella, han desaparecido. Se han construido murallas, fortalezas, monumentos, símbolos, mitos, leyendas y héroes. Siendo tan variadas las formas culturales desarrolladas por los hombres, en la mayoría de ellas la guerra se revela como un elemento común. La guerra es entonces una actividad que nos hermana en el espacio y en el tiempo: los polinesios, los zulúes de África del sur, los mexicas, los chinos, argelinos, croatas y germanos, son pueblos que han librado guerras en varios momentos de su historia. Y quizás aquello que primero viene a nuestra mente, cuando pensamos en la guerra, sea el aspecto nocivo y ominoso que acarrea.

La guerra trae consigo pérdidas humanas y materiales, la vida en su totalidad se trastoca y las personas se ven dominadas por el miedo y la desprotección, sin contar con que se suprimen muchos de los derechos que habían sido considerados como vitales. Para el guerrero o el soldado que participa en ella, tampoco se trata de una tarea fácil ni agradable, aun cuando forme parte del bando vencedor.

Todo esto es innegable y hasta obvio. Pero, por fuerza, la guerra beneficia también a un buen número de personas. "Las lecciones de la historia nos recuerdan que los Estados en que vivimos, sus instituciones y hasta sus leyes los debemos a conflictos, muchas veces de lo más sanguinarios".1 Esto es así porque, en realidad, resultaría muy extraño que las conquistas humanas, en términos de patrimonio territorial, instituciones, cultura, conocimiento, etcétera, se hubieran obtenido siempre de manera pacífica. El propio intercambio comercial entre los pueblos, tan antiguo como el hombre mismo, es una de las condiciones principales para el surgimiento de conflictos que, en un momento dado, obligan al recurso de las armas.

Pero, además, la guerra tiene un sentido trágico en virtud del cual se da la manifestación de acciones extraordinarias por su valor y solidaridad con el género humano, que quizá no emergieran de no darse este tipo de confrontación humana. De allí que la guerra provoque en nosotros emociones y sentimientos encontrados, cuyos cauces de expresión más claros han sido el arte y la literatura. En efecto, en este polifacético prisma que es la guerra hay una cara, la más humana de todas, en donde podemos reconocer la expresión de nuestros instintos más ocultos y primarios y, a la vez, las emociones más sublimes. En la guerra el hombre se desconoce y se encuentra, se denigra y se enaltece.

Tan importante es la presencia de la guerra en el panorama humano como los intentos por dar cuenta de ella. Es así que Heródoto escribió Las historias con el fin de explicar la larga enemistad entre griegos y persas y con ella inauguró esa forma de reconstrucción de los hechos humanos que llamamos "la historia". Y dado que la historia es una fuente inagotable para la reflexión filosófica, también lo es la guerra, sobre la cual se han pronunciado ilustres filósofos desde los tiempos de Heráclito. Sin embargo, al intentar caracterizar esta forma de actividad humana los filósofos se han topado con una enorme cantidad de preguntas para las cuales no han encontrado respuestas sencillas ni, mucho menos, inmediatas. Cabe preguntar e.g. si la guerra es producto de la naturaleza humana o, más bien, es el resultado de la cultura y, por ende, podemos preguntarnos qué tanto cambian las guerras, tanto en su aspecto exterior, como en su lógica interna y, por supuesto, si las guerras pueden ser justas.

 
Radiación, 1960, óleo sobre tela,
150 x 86 cm
Fotografía de Rafael Doniz.
 
Si bien es cierto que el fantasma de la guerra nuclear generalizada ha ido perdiendo fuerza a partir del fin de la guerra fría, por otro lado el siglo "corto"2 ha terminado con centenares de conflictos a distintas escalas, mismos que evidencian que estamos muy lejos de poder alcanzar una paz perpetua como el filósofo de Konigsberg alguna vez lo proyectara. Varios de estos conflictos han defendido una causa justa de manera abierta. Todos han sido iniciados en la convicción de la legitimidad de su lucha. Pero ¿en verdad hay guerras justas?, ¿justas para quién? La pregunta no es ociosa ni trivial. Tampoco es nueva. Desde los primeros siglos de nuestra era los filósofos han intentado responderla ofreciendo para ello razones de distintos tipos.

En efecto, la propia formulación de la pregunta sugiere una especie de paradoja o contrasentido. La guerra parece ir asociada a algo que no obedece a un límite o control, aquello que se sale del cauce "normal" de los acontecimientos humanos y que ocasiona grandes males y penurias. La justicia, en cambio, implica el equilibrio y la equidad3 de obras y acciones, nunca logrado de manera plena, pero presente en cuanto modelo al cual se aspira. ¿Cómo conciliar, entonces, estas dos nociones, estos dos ámbitos de la realidad?

Una posible solución estriba en hacer de la guerra un aspecto más de un orden superior bajo el cual los males ocasionados por ella encuentran una justificación moral y racional: se puede matar, destruir, violentar y demás porque hay una especie de racionalidad oculta que pone en equilibrio lo que de por sí se juzga como esencialmente malo. Pero justificar moralmente la guerra no es una tarea sencilla. De ello da cuenta una larga tradición en el pensamiento occidental, que arranca con San Agustín, dirigida a formular los principios y condiciones de una guerra justa. El problema central al que intenta dar respuesta la filosofía agustiniana, y más tarde la de otros ilustres teólogos, consiste en hacer coincidir la moral cristiana basada en el amor a Dios y al prójimo con la empresa de guerra, en donde el prójimo se convierte en el enemigo a vencer, lo que implica matarlo, destruir sus propiedades o apropiarse de ellas y, en el mejor de los casos, someterlo a la voluntad del vencedor. En efecto, tanto la doctrina cristiana como la institución eclesiástica han mantenido respecto de la guerra relaciones complejas y conflictivas a lo largo de más de dos mil años. Es un hecho innegable que la Iglesia del amor ha impuesto sus mandatos, en muchas ocasiones, a fuerza de sangre y fuego, pero también ha sido el símbolo de la concordia y la paz.

Siendo San Agustín uno de los primeros grandes teóricos del cristianismo, para él el problema de la guerra adquiere una importancia que no tuvo para filósofos anteriores, en la medida en que en el modo de darle solución queda comprometida la salvación del alma del creyente. Es a través de la noción de pecado y de redención del mismo que San Agustín encuentra la manera de reconciliar el mal de la guerra con el mandato divino del amor. Sin haberlos formulado de manera sistemática, los principios que forman el núcleo de su doctrina y que se refieren a la causa justa de guerra, la intención correcta para emprenderla y la autoridad competente, son los mismos que la escolástica reivindica diez siglos después y que, a su vez, hereda a la filosofía moderna y contemporánea.

Cada uno de ellos apunta a uno o más aspectos de la multifacética actividad que es la guerra. Por ejemplo, el principio de causa justa, tomado de la cultura latina, hace referencia a los antecedentes (acciones punibles, injurias, pecados, etcétera) que llevan a la decisión de emprender una guerra. La intención correcta tiene un carácter más subjetivo y se refiere a las intenciones de quienes deciden ir a la guerra; éstas deben estar siempre encaminadas a la redención del mal, es decir, del pecado. De modo que la guerra que sirve para castigar a pecadores y culpables no puede juzgarse al mismo nivel que el pecado o la injuria que intenta reparar. Y la autoridad competente emerge como un criterio básico de la guerra justa, tanto por cuestiones filosóficas como políticas. Por un lado, no deben prevalecer los propósitos egoístas para decidir el recurso de guerra, pero además debe respetarse la jerarquía de quien es el encargado de mantener el orden y la ley, se trate de Dios mismo o del soberano en turno.

 
Sin título (proyecto para tapiz), 1972, mixta sobre papel, 60 x 48 cm. Fotografía de Rafael Doniz.  
Es así como la tradición iniciada por Agustín y continuada por formidables teólogos como Graciano, Santo Tomás y Francisco de Vitoria, determinó en gran medida el tipo de problemas y la perspectiva desde la cual se han debatido la mayoría de las cuestiones referentes a la justificación moral de la guerra. En realidad se trata de una doble perspectiva: la correspondiente al derecho de guerra o ius ad bellum y la concerniente a los medios y conducta de guerra o ius in bello. A esta última pertenecen los principios de contención como el de inmunidad para no-combatientes y el de proporcionalidad entre medios y objetivos militares. De manera que muchos de los puntos que aparecen en las agendas de los acuerdos internacionales que han conducido a la caracterización de crímenes de guerra, crímenes contra la paz y crímenes contra la humanidad, de uso corriente el día de hoy, tienen su origen en las reflexiones de los teólogos anteriores a la modernidad.


Empero, dicha tradición ha tenido que competir con otros intentos por justificar la guerra más allá del ámbito de la moral. La concepción política de la guerra, que quizás arranca con Platón, constituye también una poderosa corriente de pensa miento conformada por autores como Maquiavelo y Hobbes, para quienes el derecho de guerra se define en términos del poder o de la soberanía. En efecto, la conexión conceptual entre el recurso de guerra y el poder político que se cristaliza en la noción de derecho soberano, desdibuja la noción de justicia, por lo menos en su dimensión abstracta y universal: no hay una justicia divina a la cual sea necesario recurrir para hacer la guerra. En todo caso, como diría Carl Schmitt, lo que hay son "enemigos justos". Es el eco de las palabras de Trasímaco el que resuena en las tesis de Maquiavelo, y más tarde en la aguda observación del prusiano Von Clausewitz de que la guerra es "la continuación de la política por otros medios".

Así, pues, concebir la guerra como un derecho soberano o como un "acto político" confiere a ésta una dimensión objetiva y "terrena" en la cual es posible descubrir tanto una lógica interna como una racionalidad histórica. En efecto, la concepción política de la guerra abre el espacio para que puedan ser formuladas preguntas e inquietudes que o bien no son respondidas satisfactoriamente, o no tienen cabida en la tradición agustiniana de la causa justa. En este sentido, Clausewitz, por ejemplo, encuentra que la guerra es, fundamentalmente, combate. Se trata del enfrentamiento de dos voluntades cada una dispuesta a emplear los medios a su alcance para derrotar al contrario. ¿Qué se requiere para doblegar al enemigo? Más que fuerza física, fuerza moral e inteligencia. Pero la fuerza moral está vinculada estrechamente con la convicción a favor de la causa por la cual se combate. El mismo Clausewitz, soldado prusiano que combatió al ejército napoleónico, admiró y reconoció la fuerza moral con que luchaban los franceses. De esta manera el autor de De la guerra pone el énfasis en un aspecto inadvertido por la tradición agustiniana: tanto el que emprende la guerra como el que ejerce su derecho a defenderse, están convencidos de la legitimidad de su lucha.

Y si la guerra tiene una lógica interna que al ser puesta al descubierto nos permite replantear algunas cuestiones importantes en torno de su posible justificación, es evidente que también tiene una dimensión y una racionalidad histórica. A este respecto es el marxismo el que, como en muchas otras cuestiones, viene a arrojar luz sobre un aspecto tan complejo. El que las contribuciones de Marx, Engels y Lenin al tema de la guerra se consideren, por lo menos en este trabajo, como parte de la tradición política de la misma, no significa que compartan la visión de la guerra de autores como Hobbes o Maquiavelo. Excepción hecha de Clausewitz, con quien se sentían identificados en algunos aspectos, la concepción marxista de la guerra es el resultado de una crítica más amplia al modo clásico de concebir el Estado y las relaciones sociales en su interior. Sin embargo, es posible colocar a estos autores en la misma tradición de Hobbes y Maquiavelo, porque hay en ellos el afán de situar a la guerra como parte de una realidad política y social sujeta a las condiciones materiales y objetivas de la historia.

 
María Asúnsolo  
Puesto que la historia es concebida por Marx como un desarrollo no lineal en el cual son las contradicciones de clase las que funcionan como el motor de la misma, podemos asumir que la guerra es una manifestación más de dichas contradicciones llevadas al extremo. La guerra, empero, ha tenido significados distintos en diversas épocas del desarrollo económico, tecnológico y cultural. De igual manera, sus consecuencias han sido muy diferentes en cada época y situación. De algunos pasajes de las obras de Marx y Engels parece desprenderse la idea de que el desarrollo militar de los pueblos ha estado subordinado a los aspectos productivos de cada sociedad en concreto. La guerra surge, entonces, a partir de las necesidades más básicas de la sociedad, aunque no queda explicada totalmente por éstas. Podemos explicar la guerra entre los pueblos antiguos con base en su condición de sociedades esclavistas, pero dicha explicación no puede convertirse en una fórmula que impida ver otros elementos que intervienen en la formación de las sociedades guerreras.

Una de las aportaciones más valiosas del marxismo acerca de la guerra estriba en que nos permite enfocarla de manera tal que se aprecie su "naturaleza" material y, por ende, el hecho de que su papel no siempre es el mismo. Pero, además, Marx y Engels reconocen, al igual que Clausewitz, que la guerra tiene su propia dinámica, de manera que no podemos hacer generalizaciones acerca de su legitimidad sin haber considerado sus resultados y consecuencias. Es así como el marxismo nos acerca a una comprensión más genuina del fenómeno de la guerra: habiendo hecho a un lado las valoraciones morales, es posible reconocer las condiciones y elementos que definen a muy distintos tipos de guerra como libertarias, imperialistas, de exclusión, etcétera.

¿Lo anterior implica que los intentos por justificar moralmente la guerra son infructuosos? No podemos responder con un no rotundo a tal pregunta. Y quizá tampoco sea lo más deseable. La valoración moral respecto de las guerras ha sido una permanente necesidad del ser humano. Algunas han sido satanizadas, mientras que otras fueron reivindicadas y hasta bendecidas. No podemos renunciar a manifestarnos moralmente respecto de las guerras fratricidas en África, auspiciadas y promovidas por oscuros agentes que buscan incrementar grandes capitales. Es casi imposible manifestar nuestra opinión sobre la guerra silenciosa que se libra en Chiapas, sin dejar de asumir una postura moral al respecto. Y lo mismo sucede para las guerras del pasado reciente y remoto.

Más allá de la obviedad de estas consideraciones, el trabajo del filósofo que intenta acercarse al problema de la justificación de la guerra es mucho más complejo. Su tarea le exige valorar la pertinencia de los argumentos a favor del derecho de guerra y de la necesidad de contención, las relaciones entre ambos aspectos, así como sus consecuencias. En este sentido, en el presente trabajo he considerado que los principios de la guerra justa deben ser retomados sólo después de haber revisado la tradición política de la guerra, porque a través de las tesis comprendidas en ella pueden encontrarse las herramientas necesarias para arribar a una comprensión más amplia del fenómeno. Esto significa, entre otras cosas, que los conceptos desarrollados en ellas permiten detectar y formular muchas de las dificultades con las cuales se ha topado la tradición agustiniana.

Por ejemplo, una dificultad importante con la que se topa la teoría de la guerra justa tiene que ver con la distinción entre guerras defensivas —a las que se considera, en principio, justas— y las de agresión, usualmente injustas. La distinción resulta un tanto ambigua: una guerra de agresión tiende a convertirse, en un momento dado, en defensiva, y viceversa. En realidad, ambos conceptos no son absolutos; más que distinguir entre dos clases, con ellos se marcarían dos momentos de una guerra, como muy claramente lo señala Clausewitz a través de la imagen de los duelistas con que abre su afamada obra De la guerra.

 
Titina Calles  
   
El color de la arena, 1966,
óleo sobre tela, 185 x 140 cm.
Fotografía de Rafael Doniz.
Una segunda dificultad es la siguiente: la justicia de la guerra parece descansar fundamentalmente en la reparación de daños o de las injurias recibidas. En este sentido, el pensamiento marxista aporta una perspectiva de gran utilidad teórica: la diversidad de las guerras mostraría el grado de complejidad en los propósitos y objetivos, misma que no logra recuperar el principio de causa justa ya mencionado.

Y algo similar ocurre con el principio de proporcionalidad, según el cual nunca deben excederse los males de la guerra respecto de los beneficios que se pretenden conseguir con ella. Sin embargo, para que éste sea un principio realmente efectivo, tendrían que conocerse las consecuencias de la empresa de guerra. Ciertamente algunas de ellas pueden ser proyectadas o calculadas y, en esta medida, el principio funciona como medida de contención o límite. Pero difícilmente puede tener la misma fuerza en el ámbito de lo que se puede llamar la "teoría de la agresión "(ius ad bellum), puesto que las verdaderas consecuencias de la guerra sólo pueden ser ponderadas después de lapsos muy largos. Por ende, sólo después de mucho tiempo podrían ponerse en la balanza los costos y beneficios.

Éstas y otras dificultades surgidas del intento por justificar moralmente la guerra llevan a pensar que la parte más vulnerable de la doctrina agustiniana es la que se refiere a los principios del ius ad bellum, en los que descansa el derecho de guerra. Una propuesta que me gustaría defender en este trabajo es la siguiente: las naciones emprenden guerras movidas por intereses muy variados en los cuales la consideración de la causa justa casi nunca se dirime en términos morales. En todo caso, éstos resultan relevantes en la parte que corresponde a los límites o contención (ius in bello) para la guerra. Es, finalmente, en este ámbito en donde se ha logrado avanzar, aunque de manera incipiente, en la lucha por limitar y regular los conflictos bélicos. En la actualidad, una buena parte de los filósofos interesados en el problema de la guerra ha seguido esta línea de reflexión, porque consideran que resulta más prometedora en cuanto a la posibilidad de aportar nuevos y mejores argumentos. Me parece que en esta postura hay una especie de intuición que no debe ser descartada: podemos mantener la idea de contención o límite para la guerra y, al mismo tiempo, hacer una crítica a los principios o condiciones que justifican el derecho de guerra, de manera de ir reduciendo cada vez más la posibilidad de la guerra como recurso.


Sin título, s.f.,
tinta sobre papel,
23 x 30 cm.
Fotografía de Rafael Doniz.

 

 

 

* Teresa Santiago estudió la licenciatura y la maestría en filosofía en la UNAM. Es candidata a doctora en la misma disciplina por la Universidad Autónoma Metropolitana. En la actualidad es profesora-investigadora en el Departamento de Filosofía de la UAM-Iztapalapa. Compiló el libro Alcances y límites de la racionalidad en el conocimiento y la sociedad (UAM-Plaza y Valdés, 2000).
Notas

1 John Keegan, Historia de la guerra, p. 22.

2 Así bautizó Eric Hobsbawm al siglo XX.

3 Tomo el significado más común de "justicia", atribuible a Aristóteles. •