La tierra*
*Ramón Xirau
I

Toda creación artística es un acto de culto, un acto de re-torno, un movimiento hacia los orígenes (y hacia los destinos) de los hombres. Del arte prehistórico al arte de Braque o de Picasso, del arte africano o de Oceanía al arte de Venecia, de Monet o de Tamayo, la actitud del artista es la de quien busca los orígenes, los fundamentos, las leyendas que no son solamente sueños —meros sueños— sino revelaciones acerca de la naturaleza humana y, más radicalmente, acerca del sentido de la vida: del nacer, del vivir, del desvivirse, del morir y del sobrevivir: sobre-vivir tanto en esta vida (también fama, también gloria) y sobre-vivir en otra historia, ahistórica, intemporal, prometida y deseada: luminosamente eterna.

* Tomado de Antonio Peláez, pintor, México, sep, 1975 (SepSetentas, 185), pp. 17-21.

Esta relación entre el arte y lo sagrado se pone de manifiesto en todo artista, en toda obra de arte. Pero su manifestarse no es idéntico de un pintor a otro, de uno a otro poeta, de un compositor a otro. Cada quien —acaso sin saberlo del todo ni con toda claridad— vuelve a preguntarse una misma pregunta: la respuesta está forzosamente matizada por la personalidad de quien hace la pregunta y por la personalidad de quien percibe la obra de aquel que se ha hecho la pregunta. Cada obra pictórica —y me limito aquí a la pintura— responde por lo menos a un acto doble de percepción; el del artista y el del que ve, mira y admira la obra del artista. Acto de hecho múltiple y renovado si nos damos cuenta de que los perceptores-contempladores no son nunca una sola persona sino hombres plurales, hombres de diverso temple, acaso diversas culturas, siempre de distintas sensibilidades. La pregunta es la misma para todos los hombres (pregunta acerca del significado de la vida); las respuestas son varias aun cuando esta variedad más que remitirnos a actos y reacciones absolutamente diferentes nos remita a matizaciones más o menos similares. El mundo que vemos es uno; es también vario. Diversa y enriquecida percepción de lo Mismo. Unidad y Otredad. Movilidad y Reposo.

II

Quien vea la actual exposición de Antonio Peláez tendrá que verla con sus propios ojos; cada observador podrá percibir en ella variaciones y novedades. Me atengo aquí a lo que es constancia; a lo que para mí es mismidad o, por lo menos, a lo que veo en esta pintura como intención profunda, como intención fundamental y fundadora. No lo hago con la intención de decir que lo que yo percibo en esta obra sea lo que deban percibir en ella los demás. Mi intento está en decir lo que yo —mirador y admirador al mismo tiempo— veo en ella de esencial.

La obra de Antonio Peláez se inicia (años de 40) con una serie de retratos a cuyo estilo no son ajenas la presencia de Rodríguez Lozano y acaso, en algunos de ellos, de Juan Soriano. Retratos que revelan a un pintor completo, preciso, capaz de captar rasgos definitorios para re-crearlos en la tela. Pero entre todos estos retratos uno me parece especialmente revelador: el retrato de Antonio Peláez por Antonio Peláez, este hombre que desde su cuadro nos mira con fijeza, con una mirada al mismo tiempo obsesiva, sensible, contemplativa. Obsesión y contemplación —modos de sensibilidad— que obedeciendo al paso de tiempo vivido, varían y cambian sin alterarse nunca del todo; sin ser nunca, a pesar de las variaciones, otras que ellas mismas.
 

 
 
III

Durante los años de 50, Antonio Peláez abandona poco a poco la figuración humana o, por lo menos, su representación directa. Enamorado de la materia —de la vida y del color de la materia— descubre arenas y areniscas, descubre rocas y rocosidades, descubre soles y ciclos lunares, descubre ocres, amarillos, blancos —el blanco transformado en color esencial—, descubre, para él, para nosotros, rotundas esferas quietas, curvaturas frutales. Esferas y curvaturas que nos rodean con sus cualidades plásticas, es decir, en el sentido original y originario de la palabra, cualidades modeladas y modelables.

Pintura para la mirada, la pintura de Antonio Peláez es también pintura del tacto y para el tacto, pintura para ser gustada como son gustados los sabores del gusto. Modelada por sus manos esta pintura requiere que, imaginativamente, puedan y sepan remodelarla las manos nuestras.

IV

Si un elemento parece predominar en la obra de Peláez —y sobre todo en su obra de hace diez, doce años— este elemento es la tierra. Pero una tierra que anuncia soles, que anuncia astros. Rupestre, rocallosa, hecha de la porosidad de una materia casi biológica, la pintura de Peláez —su pintura reciente— se abre cada vez más a nuevos espacios. Espacios, por lo menos, en dos sentidos de la palabra espacio. En cuanto cada cuadro de Peláez crea un ámbito, un ambiente preciso, rico que, amarilladamente, azuladamente, delinea y precisa los lugares y los terruños de cada espacio dentro del cuadro. Pero espacio también, y tal vez primordialmente en cuanto la pintura de Peláez no es solamente pintura de tal o cual espacio sino del más espacio.

No es por puro azar que los cuadros de Peláez tiendan, acrecentadamente, a desplegar las velas de espacios acrecentadamente amplios, generosos, abiertos, ricos. Al aumentar el tamaño del cuadro aumenta la capacidad de respiración de estos mundos —tierra, soles, ocre-azul-blancos— a la vez arquetípicos y habitables, inmensamente abiertos y también —acaso sobre todo— visibles.

Los colores de Peláez, antes más densos pero no menos hermosos, se aclaran, se perfilan, acentúan la precisión de sus aristas. El universo que crea Peláez (universo en el mismo sentido en que los músicos hablan de universo sonoro) es un universo tan exacto como frutal, tan medido y ponderado como sensual, sensible y contenidamente explosivo. Todo en él nos recuerda a la tierra, la tierra de sus tierras vividas (España, México) y la tierra elemental, la granulación precisa de su tierra hollada e imaginada.

 
 
Zona prohibida, 1979
   
Límite de piedra, 1960, óleo sobre tela, 83.5 x 200 cm. Fotografía de Rafael Doniz.
V

De unos ojos a un mundo a través de una voluntad modesta y firme de decir al mundo; de unos ojos fijos —aquellos ojos fijos y sensibles y contemplativos del autorretrato— a unos ojos asombrados ante el asombro del mundo (su mundo comunicable y comunicado), Antonio Peláez pone de manifiesto una larguísima disciplina, una ya larga ascesis que, poco a poco, va mostrando nuevas revelaciones, nuevas maneras de ver y mirar.

Elemento Tierra; Tierra que es un lugar, un lugar fuera del tiempo cotidiano, un centro y eje del mundo que es, localizadamente, un solar. Pero si la pintura de Antonio Peláez es pintura de este suelo, de esta tierra, no es menos solar en otro sentido de la palabra: pintura del sol.

Nacida de un acto de pertinaz y rico en sus modos de ver, nacida de un trabajo arduo, laborioso, disciplinado, rigurosísimo, nacida de una imaginación libre y ordenada, la obra de Antonio Peláez —excelente entre las excelentes— logra que pacten y se alíen el solar de la tierra (piedra, arenisca, arena, esferas, esferas-roca) con el solar órfico de los soles: esferas claras y lúcidas de las iluminaciones, iluminaciones que dan sentido a nuestras vidas.
 
 

México, 15 de juio de 1973
* Ramón Xirau (Barcelona, 1924) es filósofo, ensayista, traductor y poeta. Realizó estudios de filosofía en México, España, Francia y Estados Unidos. Su amplia obra le ha valido diversos reconocimientos, como becas, premios y distinciones de distintos gobiernos. Es profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.