Nietzsche.
Ojos de niño emergiendo al erotismo adolescente
 
*Gerardo de la Fuente Lora
Si Federico Nietzsche hubiera sido pintor español, tal vez habría sido Joan Miró. Sí, sé que la decisión sobre este punto no es fácil. Ahí están, por ejemplo, aquellos trazos nietzscheanos de los toros de Picasso, o, desde luego, esa fuerza y violencia, incluso esa locura, combinadas con la maestría en la pincelada y el manejo del color de Goya, donde el sueño de la razón engendró sus monstruos. No se me escapa que en la obra de Miró hay cierto carácter elemental, cierta carencia de filo, a pesar de todas sus profundidades, que se avienen mal al sentimiento de huracán, de remolino que nos asalta cuando leemos al creador de Zaratustra. Pero basta echar un ojo al trabajo desarrollado por el pintor catalán sobre su propia imagen, para comprender que en él se plasma el retorno eterno que va del nacimiento de la tragedia a la voluntad de poderío.

Primero, en el autorretrato de 1937-38, el detenimiento preciosista, filológico, académico incluso, en las líneas del rostro. No sólo en las epidérmicas, sino en las etimológicas, en las intrincadas reminiscencias de otras caras y de todos los gestos posibles. Trazos finos y seguros, descubridores, emergentes, concentrados y serios que en su profusión misma dejan entrever, sin embargo, algo de un humor auroral, en gestación, a través de una plétora de fantasmas y presencias que se insinúan en el fondo. Hay algo de ígneo en el cuadro, de sutil, que anuncia la sencillez que vendrá en las telas del pintor maduro. Más que el nacimiento de la tragedia, habría que rastrear en este Joan Miró de los años treinta, que sería Nietzsche, el alumbramiento de la alegría, de la ligereza. Y he allí el otro autorretrato, el de 1960, pintado sobre el primero, ocupando su mismo espacio, releyéndolo, recontándolo, volviendo a relatarlo, siendo el anterior y no, como en la cura del análisis. Si Nietzsche hubiera sido el psicólogo que fue, habría sido Freud. Y son ahora grandes los ojos y pequeñas las orejas, y el goce de ser que recorre las pinceladas redondas, juguetonas, fluidas y gozosas. La evolución, la autoconstrucción del artista, su formación, su bildung hegeliana, llevada a la perfección del retornar. Y no sabemos ya, podríamos dudarlo, cuál de los dos cuadros se pintó primero, cuál es el futuro o el pasado de cuál, quién de ellos es el que vendrá y cuál el que se fue. ¿A la espera de cuál de los dos nos quedamos? "Madurar es reencontrar la seriedad con que juega un niño", dijo Nietzsche en su momento, dando lugar así, con esa enunciación mágica, performativa, a toda la pintura de Joan Miró.

Sí, la decisión es difícil. Pero creo que si Nietzsche hubiera sido precisamente este pintor español y no otro, a pesar de todo, habría sido por la ternura. Pues es este amor, esta filia específicamente infantil, no un erotismo desenfrenado, ni un deseo de posesión devorador, ni un desgarramiento trágico y romántico, lo que otorga su tonalidad específica a la obra nietzscheana. Es la ternura la que da cuenta de su violencia particular, es ella la modulación de su fuerza. Por eso Nietzsche no sería exactamente Picasso, porque lo que no hay en su obra, jamás, en ninguna línea, es arbitrariedad o machismo, cerrazón torera, burla hacia los animales, desprecio por la vida. Es lo tierno de su decir lo que lo aleja de los engendros de Goya, de su oscuridad. Y no que Nietzsche no sea terrorífico o violento, devastador, implacable incluso. Pero lo es sin afán persecutorio, sin obsecación ni alevosía. Lo es en la concentración total del juego, en el gesto discontinuo de quien impacta un clavo, destroza algo precioso y luego se dedica a otra cosa. Lo es con esa especie de carencia de alma con que los niños se deshebran entre sí, se critican, se desnudan, chocan aparatosamente. Temibles pero inocentes, deconstructores sonrientes.
 

 
 

Debemos detenernos en la ternura de Nietzsche, como en su momento lo hizo Juan García Ponce en la de Georges Bataille en un ensayo extraordinario. Ya que es la delicadeza gatuna del autor del Zaratustra lo que nos puede ofrecer la clave para comprender la textura peculiar de su filosofar con el martillo. Pues, en efecto, si no aprehendiéramos el cuidado, la calidez nietzscheana, acaso cayéramos en la tentación de ubicar a nuestro autor como el fundador de cierto tono apocalíptico recientemente adoptado en filosofía. Un tono cuya deriva se dirige tal vez a Cioran, pero más seguramente a algunos nuevos filósofos light, publicistas, cultivadores del efecto. El martillo filosófico, si no se acompaña de la ternura, no sólo de la ironía y del humor, sino específicamente del cuidado por lo frágil, de una cierta debilidad en el golpe, acaba siendo una suerte de malheus a la caza de herejías. Filosofar con el martillo es algo sólo accesible a hombres superiores, de ninguna manera a pensadores rústicos cubiertos con amplias y firmes seguridades. Por eso la filosofía de Nietzsche, a pesar de ser demoledora, no puede vincularse a partido o Estado alguno. Por eso no es, no puede ser, desde luego, un filosofar con el martillo y con la hoz. En todo caso, habría que pensar en el pequeño mazo empleado por el cortador de diamantes, con ese golpe preciso, severo, pero nunca excedido. El instrumento filosófico nietzscheano no es enarbolable, empuñable, sino bisturí fino que se toma con los dedos. No es, ciertamente, un arma para la revolución, y como tal no se le puede exhibir en las demostraciones de los ejércitos.

Aunque a veces parecería que sí. Es tal la agudeza del genealogista, su vehemencia, tal su goce en la propia mirada, en sus orejas y bigote, que nos da la impresión de que sí, que es posible hacer de él emblema o fusil y dirigirlo contra todo tipo de castillos culturales. Un anticristo militante, deconstructor de sentidos, herramienta a la mano en el éxtasis del ser ahí. No es así, no puede serlo, y no lo es por la ternura. Un Nietzsche carente del cuidado de sí y del otro, un Nietzsche desprovisto de fragilidad y entrega, sería sin duda Heidegger. Si Nietzsche no hubiera sido tierno habría sido Martin Heidegger. Pero el autor de Ser y tiempo, no lo olvidemos, fue representante prominente del nacional socialismo. Una enorme crueldad, una vanidad añeja y rural tiene que haberse puesto en juego para producir un sujeto así, sin arrepentimiento, sin un solo comentario al menos dubitativo durante décadas. Heidegger, sí, es cierto, filosofa con el martillo. Pero se trata ahí de un adulto que empuña un hierro aplastante hasta abrir un claro en todo lo que es. No sé si, en efecto, en el dominio del ser existía un claro de lo abierto. Lo seguro es que si no lo había antes, después

de Sendas perdidas el ser ha quedado agujerado, perforado, traspasado por el martillar heideggeriano. Y sin duda está ahí toda la riqueza crítica, la maravilla y la seducción de Heidegger, su capacidad iluminadora inigualable que en su desenvolvimiento cruel lleva a la filosofía hasta el límite mismo de su posibilidad, o de su imposibilidad. Porque si el que seguramente es el filósofo más importante del siglo xx resulta que fue nazi, ¿entonces qué hay con un discurrir que se pretende baluarte de la racionalidad, cuidado del ser, vocación última de los hombres? ¿Se puede todavía filosofar después de Heidegger?

 
 

El martillo de Nietzsche es generoso. Derrumba ídolos pero deja subsistir su sombra. Jamás hay ahí odio. Pero, atención, tampoco Nietzsche es un pastel, un humanista, y probablemente no haya mayor insulto para él que formarlo en las filas de los promotores de nuevas éticas para la redención del hombre. En una reciente reunión de un grupo de jóvenes filósofos de la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, comentábamos con extrañeza cómo fue posible que en nuestra escuela nunca se hubiera discutido abiertamente, en voz alta, el tema del fascismo de Heidegger. Nuestra conclusión fue que por esas aulas se difundió la tentación, deliberada o no, de hacer del autor de Ser y tiempo un pensador humanista para defender, al mismo tiempo, el carácter valioso o incluso sublime de la filosofía. Para esta operación humanizante-obnubilante de la crueldad heideggeriana, sin duda se recurrió a una lectura igualmente humanista de la obra nietzscheana. Y así se hizo sistema de su obra, y se inventó la continuidad de los vocabularios de El origen de la tragedia hasta en las palabras danzantes de Zaratustra. Un Nietzsche con mensaje, portador de buenas nuevas, promotor deuna novedosa ética, de una reconciliación. Una especiede antecesor del segundo Sartre, el de la Crítica de la razón dialéctica, en adelante.

¿Habrá algún crítico más acerbo del humanismo que Nietzsche? Si él hubiera sido filósofo francés podría haber escrito La náusea, o quizás habría redactado esas páginas desgarradoras de "El suplicio" o de La experiencia interior. Sí, es muy probable que Nietzsche hubiera sido Georges Bataille. Si no fuera porque el erotismo de este último, aunque tierno, es extremadamente carnal, fuerte, adulto, penetrante. No es el eros naciente, explorador, tímido a veces que podría rastrearse en Ecce homo, donde hay algo de adolescencia, donde el dandy en lugar de sumergirse en el centro del prostíbulo, se regodea en su imagen en el espejo, examinando sus orejas y bigote, soñando en las conquistas que realizará esa noche. El erotismo nietzscheano no se parece al de Madame Edwarda, sino al del Boris Vian de la Espuma de los días. Más que Bataille, si Nietzsche hubiera sido filósofo francés habría sido Gilles Deleuze, para quien el vínculo con los otros es algo así como poserótico, un encuentro de pliegues, de cargas eléctricas, de diferencias de potencial. Nietzsche habría podido decir con el Henry Miller del Trópico de cáncer, "ya no miro a los ojos de la mujer que amo; la atravieso a nado".

Por eso, porque mira con esos ojos de niño emergiendo al erotismo adolescente (¿Nietzsche podría haber sido Vladimir Nabokov?), porque su maduración supone la seriedad con que juega un niño, Friedrich Nietzsche no es humanista. Sabe de la mala fe que se juega en ello. ¿Ser humanista, apologista de este ser pequeño sometido a la moral de esclavos? Lo humano, demasiado humano, incluye la bajeza infinita, el odio, el dolor, la negación de la vida por infinitos caminos. Y si no, lo humano es ascetismo, moralismo, carne de rebaño, sumisión sacerdotal. El martillo devastador del niño no es humanista: es violento, cruel e incluso desalmado. No hacen mella en él las admoniciones ascéticas, ni detiene su juego la consideración del porvenir. El hombre superior no milita en el bando de los buenos (ni de los malos, pues está más allá de ambas categorías), ni el superhombre traerá consigo ningunas Tablas de la Ley. El eterno retorno es la vacuna contra El Hombre-que-hace-la-historia, y contra el Espíritu que se agazapa a sus espaldas. Ni trascendencia ni culminación, ni telos, el que martilla danza, con ligereza, deja en el camino moral y ética, pero no propone nada, ni busca nada, ni nos convoca a ninguna comunión final, extática, redentora. No a nosotros, al menos, que somos aún humanos. Tal vez sí, quizá, a los chapulines y a los conejos, a las ranas y a los sapos con grandes penes. No sé, quizá si Nietzsche hubiera sido pintor mexicano habría sido Francisco Toledo.

 
 
   

Gracias a su ternura, pues, a la madurez que alcanza la seriedad con que juega un niño, el autor de La gaya ciencia no es ni apocalíptico ni humanista. No militaría ni con el ejército nazi ni con el de Salvación. Podría ser Joan Miró, decía yo, si fuera pintor español. ¿Y si fuera filósofo mexicano? No lo sé. Acaso Dios esté aún muy vivo en estas tierras como para que Nietzsche nos visitara. Tal vez esta academia tempranamente imbuida de espíritu de seriedad le hubiera permitido desarrollar algunas partes de El origen de la tragedia, pero no es seguro que El ocaso de los ídolos hubiera sido aceptado por las revistas especializadas. Y es que Nietzsche, con su ternura, nos propone una interrogación constante sobre la profesionalización de la filosofía; sobre su desenvolvimiento escolar y sistemático, disciplinar y disciplinado. Nuevamente, lo mismo que a Michel Foucault, por ejemplo, no se le puede invocar sin más para acabar con las escuelas, ni para hacer apología de la imaginación y la creatividad por encima del trabajo arduo de investigación. Porque cada aforismo fue pensado y repensado, corregido, sopesado, evaluado; cada genealogía perseguida, recreada y pospuesta con gran paciencia. Nietzsche, si hubiera sido novelista, podría haber sido el Albert Camus que decía que escribir es corregir y que tardó diez años en dejar inconclusa esa versión moderna de Ecce homo: El primer hombre. Pero tampoco podría recurrirse a Nietzsche para avalar el acartonamiento, la reiteración de los géneros y temas, la voluntad de verdad, la verdad a toda costa, que a veces sienta su reino sobre estas aulas. No sé, tal vez su clase estaría vacía, y si acaso lo invitaran a participar en un homenaje a Nietzsche, no sabría con qué tono intervenir, si hablar de la ternura, si hablar de la pintura, o de plano, si abordar la cuestión de la tragedia.

El eterno retorno es selectivo, opera por medio de una voluntad de suerte. ¿Cómo conocer sus designios? ¿Adivinar sus reincidencias, sus inflexiones? Nietzsche podría ser Miró, es cierto, porque hay en él una gran ternura. Pero puedo convenir con ustedes en que las líneas definidas del pintor catalán, la claridad de su decir, su falta de tormenta, de borrasca, no aprehenderían del todo el retorno de Zaratustra. Hay en esas telas una compleja simplicidad en la que, aunque quizá pudiera estar latente, no se percibe esa locura que forma parte también de lo nietzscheano, de su temor, de su misterio. ¿Volverá Nietzsche alguna vez en algún pintor, escritor, filósofo, danzarín, músico? ¿Volverá él mismo con sus pequeñas orejas? ¿Regresará el más inteligente y guapo? ¿O es que acaso la ternura nietzscheana, infantil, desdramatizada y loca, habrá muerto para siempre?

Lo que le faltaría a Joan Miró para que fuera Nietzsche son los bigotes.•

*Gerardo de la Fuente Lora (Pachuca, 1960) es doctor en filosofía por la Universidad Nacional Autónoma de México. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores. Publicó el libro Amar en el extranjero. Un ensayo sobre la seducción de la economía en las sociedades modernas.