ALBERTO BELTRÁN: un legado por descubrir

 
*Catalina Durán

Hace poco más de dos meses el gremio de artistas gráficos sufrió un revés por la pérdida de uno de sus más estimados miembros: Alberto Beltrán murió a la edad de 79 años. Pocas referencias tenía yo de él, que no iban más allá del conocimiento de algunos de sus grabados hechos en el Taller de Gráfica Popular, allá por los años cuarenta, así como una vaga idea sobre su trabajo como ilustrador. No obstante, sabía que era alguien perteneciente a la generación de artistas de la gráfica mexicana del siglo XX, de la cual han desaparecido casi todos. Se trataba entonces de alguien importante del cual había que leer. 

Grande fue mi sorpresa cuando empecé a reunir el material que salió publicado a raíz de su muerte, donde daban cuenta de una enorme cantidad de actividades, proyectos y premios otorgados durante su carrera. Asimismo conseguí una buena muestra de sus ilustraciones y grabados, los cuales me dejaron cada vez más impresionada. Aquél artista que yo tenía en una nebulosa y al cual nunca había prestado demasiada atención, comenzó a salir de la bruma y se fue delineando poco a poco como un gran monumento artístico, digno de compararse con muchos de los grandes artistas mexicanos de su época y que recibieron las luces de los reflectores. 

La primera parte de la sorpresa consistió en la enumeración de su trabajo gráfico y de los reconocimientos públicos recibidos durante décadas; la segunda parte me la llevé cuando conocí a amigos suyos, que me contaron detalles de su vida personal, anécdotas deliciosas, que le dieron alma a esa gran figura monumental que me había formado y que lo terminaron de construir como un personaje sumamente interesante, humano y contradictorio, como todos nosotros. 

A través de las notas publicadas en los periódicos supe que nació en el barrio de Tepito en 1923 y que no pudo estudiar más allá de la primaria. Con poca educación formal, se desarrolló de manera autodidacta, destacando por su facilidad para dibujar. A los 16 años pudo ingresar a la Escuela Libre de Arte y Publicidad y después a la Escuela Nacional de Artes Plásticas, donde aprendió a grabar en el taller del maestro Carlos Alvarado Lang, y en el de Alfredo Zalce conoció la litografía. Este último lo vinculó al Taller de Gráfica Popular, donde participó durante catorce años, creando lazos muy estrechos con Leopoldo Méndez, Pablo O'Higgins, Mariana Yampolsky y otros artistas; nada menos que los más activos y contestatarios de su época. Su paso por este taller lo marcaría en un estilo muy propio en toda su creación artística. Tuvo una producción numerosísima de grabados, dibujos y caricaturas con un corte nacionalista.  Además de grabador fue periodista, caricaturista, ilustrador de libros y muralista. A lo largo de su carrera recibió numerosos galardones, como el Premio Nacional de Grabado en 1956; el primer premio de grabado en la Bienal Interamericana de Pintura y Grabado en 1968; el Premio Nacional de Periodismo en la modalidad Cartones en 1976, y el Premio Nacional de Ciencias y Artes en 1985. Desde 1962 fue presidente honorario del Consejo Editorial del periódico El Día, del cual fue fundador, y en 1968 ingresó como miembro de la Academia de Artes. Dibujó toda su vida, sin cesar, hasta hace un año, cuando realizó sus últimos cartones periodísticos, debilitado por un precario estado de salud, aunque no dejó de participar en las reuniones de trabajo en el Consejo Editorial del periódico. Tuvo a su cargo el Seminario Cultural durante muchos años, en el cual dirigía visitas guiadas a diferentes talleres y lugares relacionados con el arte mexicano.

 
 

Todo esto habla de una persona muy productiva, creativa y comprometida con su trabajo; pero leyendo más a fondo, encontramos que éste estaba siempre impregnado de una actitud solidaria y profundamente humana. Alberto Beltrán era un agudo observador de la vida del pueblo y se preocupó por hacer un retrato fiel de la realidad mexicana. Fue un gran conocedor de los personajes populares y las tradiciones de nuestro país. Atento a los problemas sociales, viajó por muchos rincones de la República, adentrándose en pueblos y barriadas, conociendo los trabajos de los artesanos, relacionándose con la gente y dibujando lo que veía. Era una especie de reportero gráfico de México. No pretendía ensalzar un modo ideal de vida, sino presentar una imagen real de lo que pasaba en el país. 

En el libro Los mexicanos se pintan solos, con textos de Ricardo Cortés Tamayo e ilustrado por él, tomó nota de las más variadas situaciones populares mexicanas, escenas de todos los días de los años cincuenta y sesenta y que se encuentran en la memoria colectiva: la actitud del que sube al camión de cuarenta centavos, el gesto del chofer, el golpecito que el bolero da al zapato al finalizar su trabajo, el vendedor de telas en abonos, el que mueve la calaverita en las calles del Centro, la secretaria que habla a hurtadillas por teléfono con el novio mientras los compañeros de trabajo chismorrean en la oficina, el vendedor de dulces típicos en la esquina y la niña que viene corriendo a comprar, el fotógrafo de la Alameda, el merolico, la gente que lo escucha, etcétera. Cientos de imágenes que hablan de situaciones por todos conocidas, cotidianas, dibujadas con una línea juguetona, sugestiva, cargada de sentido realista. 

Beltrán logra con la gestualidad corporal y facial de sus personajes comunicar toda una situación, al grado que el espectador puede imaginar hasta los diálogos de los retratados. Y describe con precisión miles de detalles característicos de una época, de un México que ya se fue: los adornos del camión, la ropa, los juguetes artesanales, las herramientas de trabajo, los objetos de uso cotidiano, de arreglo personal, etc. Y como este caso, muchos más. No hay mexicano que no conozca la Picardía mexicana, de Armando Jiménez, ilustrado por Beltrán, y que tantas ediciones ha tenido. Lo mismo decimos de Juan Pérez Jolote, de Ricardo Pozas, de La visión de los vencidos, de Miguel León Portilla, o La ruta de Hernán Cortés, de Fernando Benítez, por nombrar unos cuantos libros, pero en realidad son muchísimos los títulos ilustrados por él. "Gutierre Tibón, filólogo, al que le ilustró varios de sus trabajos antropológicos, lo consideraba como un `verdadero genio, el mejor grabador, al lado de Posada [y] Méndez´..."1

En su trabajo periodístico fue fundador de El Día en 1962 y creador del suplemento cultural de este diario, El Gallo Ilustrado, mismo que dirigió. Participó además en campañas de alfabetización en diferentes entidades del país, donde ilustró las cartillas de alfabetización en lengua indígena. Trabajo que, como todo lo de su generación, pertenece al universo de símbolos logrados a partir de la codificación de ideales revolucionarios y matices nacionalistas llevados a iconos como el nopal, el maguey, el huarache, el machete, etcétera. Este interés por trabajar con tantas comunidades lo llevó también a vincularse durante varios años al Instituto Nacional Indigenista y a la Dirección General de Arte Popular de la sep, de la cual fue director en el régimen de Echeverría. 

Veracruzano de corazón, como se decía él mismo, aunque nacido en México, se sintió muy identificado con ese estado y trabajó muchos proyectos en Jalapa, en Veracruz y en San Andrés Tuxtla. En esta entidad dejó varios murales hechos con base en mosaico, un vitral monumental en el edificio del Registro Civil en el puerto de Veracruz y fue director de la Escuela Libre de Artes Plásticas de la Universidad Veracruzana. Asimismo colaboró con ilustraciones en el periódico Punto y Aparte, de Jalapa, durante varios años. 

De Beltrán hay mil anécdotas que nos permiten formarnos una idea de su persona y de la situación en la que vivió como artista. Silvia Izunza, directora de la División Cultural Torre de Papel, misma que tiene varias librerías y una revista con ese mismo nombre, nos cuenta que durante años se exhibió en la estación del Metro Zócalo, con el crédito de "autor anónimo del siglo pasado", una reproducción mural de un grabado de Alberto Beltrán, conocido como Entrada de Benito Juárez a la ciudad de México el 15 de julio de 1867. Ante esta situación el artista sólo se reía y decía "ojalá fuera yo un artista del siglo pasado, pero no, soy de este siglo". Tal parecía que no le importaba mucho la desinformación sobre su obra. 

 
 

Pero la citada fundación cultural logró presionar a las autoridades del Metro para que cambiaran dicho crédito y restituyeran la autoría a Beltrán con una placa al lado del mural. En otra ocasión, el artista decidió donar su obra, que eran numerosísima: grabados, dibujos, caricaturas, etcétera, al Archivo General de la Nación para que la resguardaran como patrimonio artístico y pudiera ser consultada por cualquier ciudadano; ante el ofrecimiento, la dirección del Archivo respondió con una serie de argumentos burocráticos que dificultaban la donación y le rechazaron la obra. Tal parecía que no conocían al artista ni se interesaron en averiguar de quién se trataba. Indignado, Alberto Beltrán se dirigió a la Dirección de Bibliotecas de la unam, quienes sí se mostraron interesados y aceptaron gustosos el ofrecimiento, pero, una vez más, las trabas burocráticas obstaculizaron el trámite y pasó mucho tiempo antes de que recogieran el material. De nueva cuenta la directora de Torre de Papel presionó para agilizar el trámite y se cumplió el transporte de la obra a los archivos de la Universidad, donde se encuentra actualmente. 

De su vida social, sabemos que hizo amistad con muchísima gente, entre la cual se encuentran varias personas con las que formó el Club de los Macacos, en honor a una revista infantil que se publicaba por los años cuarenta y que estimulaba a los niños a enviar dibujos para publicarlos. Dio la casualidad que varios de sus amigos de la niñez salieron publicados en un mismo número de la revista, y que años más tarde, ya en edad adulta, encontraron dicho ejemplar en poder de uno de ellos, por lo que ante la emoción de volver a ver la revista decidieron formar el grupo de amistad con ese nombre. Al Club de los Macacos pertenecían Alberto Beltrán, Susana Neve (pintora y maestra, primera directora del primer taller infantil de artes plásticas de Bellas Artes), el doctor Luis Izunza, poseedor del ejemplar en cuestión, Héctor Manuel Romero, cronista de la ciudad de México en los años setenta, y a veces se unían a ellos la escritora Guadalupe Appendini y Gabriel Vargas, el autor de La Familia Burrón, aunque estos últimos no eran considerados Macacos, sino amigos del club. 

Este grupo hacía reuniones amistosas para divertirse y hablar de anécdotas, de arte, de historia, etcétera. Mantuvieron el vínculo durante años hasta que fueron desapareciendo uno a uno. Actualmente la única Macaca que queda es la pintora Susana Neve. A través de amigos cercanos, como el doctor Héctor Peralta, quien además de amigo fue su médico de cabecera por cerca de cincuenta años, nos enteramos de algunos aspectos de la vida personal de Beltrán. Sabemos que se casó varias veces, aunque el tema de su vida íntima siempre lo mantuvo con mucha discreción. Beltrán era un hombre atractivo, que se relacionaba con mujeres guapas, liberales, artistas e intelectuales, pero nunca aparecía con ellas en público. Era un hombre liberal con una visión de izquierda en lo tocante a su trabajo, y conservador y discreto en su vida personal: contradictorio y humano. De hecho no le gustaba hablar de su vida amorosa. "Yo estoy casado con mi obra", decía, "mi vida matrimonial no importa, lo importante es mi trabajo, lo que puedo hacer por mi país". 

No tuvo hijos y más bien fue una persona solitaria, que acudía siempre solo a los eventos sociales, que no le gustaba figurar demasiado. Tímido, sencillo o prudente, no sabemos, pero Beltrán no gustaba de ser el centro de atracción. Era más bien discreto, no se sentía cómodo cuando lo apuntaban los reflectores, huía del estrellato en público y, por tanto, era difícil hacerle un homenaje o celebrarle un evento. En una ocasión debieron engañarlo para que asistiera a la inauguración que hicieron del auditorio del periódico Punto y Aparte en Jalapa. No lo supo sino hasta el momento de develar la placa, cuando se dio cuenta de que el auditorio que estaba inaugurando llevaba su nombre. La situación lo tomó por sorpresa, porque de otra manera hubiera declinado la invitación. 

A la vez, aunque era muy discreto para las apariciones en público, era congruente consigo mismo y no permitía que le dictaran normas que fueran en contra de sus convicciones. Cuando le otorgaron el Premio Nacional de Artes le llamaron para invitarlo a la ceremonia de entrega, el cual recibiría de manos del presidente de la república, motivo por el cual le indicaban cómo debía ir vestido. Ante esto, Beltrán, indignado, les contestó que él vestía comúnmente de guayabera y que así iría vestido, y que si no le permitían ir así prefería no recibir el premio, pues no tenía por qué vestirse de una manera con la cual no estaba de acuerdo. Las autoridades de Bellas Artes le ofrecieron una disculpa y aceptaron que acudiera al evento en guayabera para recibir el premio. 

Beltrán realizó trabajos de muy diversa índole y no siempre fue reconocido. En ocasiones tuvo disgustos por el mal trato a su trabajo, como aquel mural que se encuentra en el Instituto de Cardiología del Centro Médico Siglo XXI, titulado El aire es vida, realizado en aluminio y para el cual entregó muchos dibujos, mismos que por causas desconocidas se extraviaron. El Centro Médico le pagó una cantidad casi simbólica y le ofreció disculpas por el extravío de sus dibujos, aunque no tuvieron la delicadeza de ponerle crédito al mural. 

 
 

Situación totalmente opuesta encontramos en Jalapa, donde realizó en 1967 el mural Quetzalcóatl y el hombre de hoy, hecho con base en mosaico, piedras y conchas de mar. Este mural, ubicado en principio en el exterior del Museo de Antropología de esa ciudad, fue trasladado al Paseo de los Lagos, una de las avenidas más tradicionales de Jalapa, casi en frente del Águila de Rectoría de la Universidad Veracruzana. Sin embargo, al paso de los años ha sufrido deterioro por la humedad y los graffitis que le han pintado encima, por lo que el gobierno del estado y la Secretaría de Educación y Cultura, a través del Instituto Veracruzano de Cultura, financiaron el proyecto de restauración para rescatar la obra de Beltrán, ya que se trata de un artista muy querido por ese estado. La restauración está casi terminada, y en cuanto concluya se realizará un acto de inauguración del mural, aunque el artista ya no esté para presenciarlo. 

Sí estuvo presente, en cambio, en una exposición que se le hizo en la Casa de la Cultura de la Universidad del Estado de México, en Tlalpan, en noviembre pasado. Se trató de una exposición que mostraba el trabajo de dos grabadores: Alberto Beltrán y Rafael Zepeda. Dos generaciones distintas, maestro y alumno expusieron juntos. Y se exhibieron tanto grabados como dibujos e ilustraciones de libros del maestro. Por cierto que a esta exposición acudió la fotógrafa Mariana Yampolsky, de edad muy avanzada, quien murió quince días después. 

En el aspecto económico, fiel a las convicciones formadas desde el Taller de Gráfica Popular, nunca vendió un solo grabado, y de los libros que ilustraba no siempre cobraba por su trabajo. Cierto es que muchos trabajos oficiales, como son los libros de texto, las cartillas de alfabetización, los libros que tuvieron una circulación comercial, etcétera, o las actividades que desempeñó en cargos públicos, todos fueron retribuidos, pero en muchísimas ocasiones realizó proyectos para amigos o para causas nobles los cuales no cobró. No se consideraba un artista que viviera del arte, sino que como grabador le interesaba retratar y difundir la realidad social de su país, denunciarla, y en ese rubro no entraba la idea de comerciar con su obra. 

Sin embargo, la larga trayectoria de Beltrán le trajo varios reconocimientos y premios nacionales que le redituaron monetariamente. Hombre austero, quizá por sus principios de izquierda llevó siempre una vida sumamente sencilla, sin gastos excesivos y las cantidades recibidas por los premios nacionales así como la mayor parte de sus percepciones por sueldo o pago de honorarios las ahorró casi íntegramente, con lo que pudo acumular una suma considerable de la que nunca dispuso. 

Preocupado siempre por los jóvenes, el maestro gustaba de hablar con ellos, asesorarlos, aconsejarlos en su formación artística. La idea de fomentar la educación artística con más fuerza para formar artistas mexicanos estuvo presente en su relación con los jóvenes e identificado profundamente con el estado de Veracruz, acarició durante años la idea de formar un fideicomiso que apoyara a los niños con aptitudes artísticas en San Andrés Tuxtla, para otorgarles becas que les permitieran desarrollarse; idea que le llevó a vivir con los mínimos gastos, sin hacer uso de su patrimonio que conservaba en el banco. Muy reservado para gastar en sí mismo, sabemos que en la última etapa de su vida se acogió a la protección que recibió por parte de amigos que aportaban recursos para solventar sus gastos médicos, como el de la operación de corazón que tuvo hace dos años y su posterior estancia en un hotel en las cercanías de Teotihuacan, donde el maestro se quedó durante un mes para recuperarse tras la operación. 

Aquí hay que mencionar que esta estancia fue de suma importancia para Beltrán, pues el lugar y el contacto con el mundo prehispánico —pudo ver de cerca muchas partes poco conocidas de Teotihuacan, así como las actividades de los artesanos— le influyeron sobremanera para inyectarle vida nuevamente. El maestro recuperó energía y ganas de vivir, que le sirvieron para seguir adelante un par de años más. De otra manera quizá no se hubiera podido recuperar de la experiencia de la operación. 

Posteriormente Beltrán se hospedó en el Club de Periodistas, en la Posada que tienen en la planta alta de su edificio sede para albergar a aquellos periodistas de edad mayor que lo requieran. Terminó sus días en otro espacio otorgado por el periódico El Día, donde trabajó durante años y al cual consideraba su casa. Este apoyo económico fue muy importante para continuar con su proyecto de crear el fondo para el apoyo de artistas; sin embargo, al final, debilitado y confundido, mal asesorado por el banco en el que tenía su inversión, dudó del procedimiento a seguir en la formación legal del fideicomiso y ya no realizó los trámites necesarios, por lo que el proyecto no se pudo llevar a cabo. No obstante, se sabe que dejó un patrimonio considerable que deberá seguir su curso legal para tomar la forma de herencia para sus familiares más cercanos. 
 

 
 
   

En ese sentido, tanto sus amigos, que siempre conocieron el proyecto del fideicomiso, como los habitantes de San Andrés Tuxtla, esperan que la gestión de la herencia de Alberto Beltrán tome los cauces correctos y puedan llegar a concretarse los deseos del artista. El último aspecto trata de la incertidumbre sobre la ubicación de la obra de Alberto Beltrán. En el último año de su vida se hicieron dos o tres exposiciones en honor al maestro, pero fue difícil reunir material en buenas condiciones para su exhibición; tal es el caso de la exposición que se hizo en la Casa de la Cultura de la Universidad del Estado de México, en Tlalpan, que mencionamos más arriba, donde muchas obras tuvieron que ser expuestas en fotocopia, pues los originales se han perdido. Lo mismo sucedió para una exposición en el Metro y otra en el Instituto de Geografía e Historia, donde se exhibieron obras en mal estado y mal enmarcadas. 

No se sabe a ciencia cierta cuánta obra dejó ni dónde está. Una parte la donó a la unam, pero no se tiene la certeza del número y las características de cada una de las obras; otra parte importante debe de estar en los archivos del Taller de Gráfica Popular, así como las placas de sus grabados; hay quien tiene colección de sus libros ilustrados, pero probablemente no se tienen todos. Habrá que hacer una relación precisa de todas sus obras y su localización; tarea ardua, compleja y dedicada, que deberá hacer quien esté interesado en rescatar para el bien de la comunidad la obra de Beltrán. 

Lo que sí sabemos es que en sus convicciones estaba no comerciar con su obra y en ese tenor habría que dirigir la investigación. Es importantísimo localizar la totalidad de las obras, hacer una relación de ellas, reunirlas y establecer un lugar donde ubicarlas, de preferencia en una institución pública, para que el legado del maestro Beltrán pueda ser consultado por cualquier interesado en la materia y se conserve a salvo del comercio y de la especulación, tal y como fue concebida desde sus orígenes. Rescatemos, pues, un pedazo más de la historia de la gráfica mexicana.•

*Catalina Durán es profesora de diseño de la comunicación gráfica de la UAM - Xochimilco. Maestra en artes visuales por la Academia de San Carlos de la UNAM. Es, además, grabadora y litógrafa desde hace quince años. 
 Notas

1Guadalupe Appendini, "Alberto Beltrán dedicó su tiempo a dar amor y vida a todo lo mexicano", en Excélsior, 22 de abril de 2002, p. 4-b.