Arriba, arriba los panaderos *

 
*  Jaime Moreno Villarreal

Al fondo de la panadería, el horno está encendido. Semeja una pequeña cueva abovedada, tiznada de hollín, con su lumbre amarilla y naranja que puede verse desde la calle, siempre que uno se atreva a asomarse. Porque la panadería suele estar adentro de una casa particular, se avista desde la sala, está junto a la cocina, con el horno en el rincón, un altar dedicado al fuego. Crepitante, el fuego llamea a la altura del torso de un hombre que lo alimenta con leña de mangle. El horno despierta en los niños un respeto en el que la visión de las llamas del infierno se entrevera con un sueño cálido de cortezas de pan de azúcar y leche fresca para la merienda.

El encargado del fuego, cuyos hombros y espaldas parecen de atleta, introduce un larguísimo palo por la boca de la cueva, con él comienza a arrollar las brasas mediante movimientos que sugieren a un canoero que hundiera el remo en el agua, pero aquí el remo echa humo, coge lumbre. La temperatura alcanza los 350° centígrados. Las brasas, orilladas para hacer lugar a las charolas donde se cocerá el pan, permanecen en un montículo que sigue calcinando la bóveda del horno, cuya corona nimba un círculo blanco. El vapor hace sudar a todos los que laboran en torno, mezclando, amasando, moldeando figuras y acarreando charolas.

"¿Ya está el pan?", preguntan los primeros clientes. Como es mediodía y pronto será hora de comer, esperan la salida del pan de sal, y escogen, mientras tanto, las piezas de dulce, blandiendo pinzas de plástico azules, naranjas y amarillas; cogen las últimas empanadillas de guayaba, las pasteladas de queso, las piernas o gaznates, las nevadas con su granillo de dulce, los caradegato, las pelonas con sus grajeas de colores, los yoyos de mermelada o cajeta, las bombas o conchas, las mantecadas posadas en sus capacetillos de papel rojo; y sus miradas se vuelven una y otra vez hacia la gran canasta vacía de las cemitas, a 70 centavos la pieza, que no tardará en llenarse.

   
 
   
 

Luego de que ha salido la horneada para la merienda, en la tarde vuelve la calma a la panadería. Sobre la pared cuelga la gran canasta redonda que alguna vez se usó para transportar pan en la cabeza; de otro clavo pende un mosqueador. En la esquina se acumulan los cartones de huevo, y arrimados al muro los costales de harina se apilan junto a los carros de charolas. La cortadora, la revolvedora, la báscula y los moldes de lámina están en suspenso. Pero no por mucho tiempo. Para que la humildad se concilie con la abundancia, en la panadería el trabajo siempre será extenuante. El panadero atiende, la tarde entera, su expendio hasta la hora de cerrar, y tiene un saludo y una despedida para todo el que entre y salga. "Aquí en Tlacotalpan no se sufre —dice el panadero Julián Márquez—, es muy pobre el pueblo, pobre como no se imagina, pero gracias a Dios tenemos siempre pan".

El pan es un bien terrenal que contiene un grano de pobreza. La mirada de Susana Casarin se ha consagrado al pan artesanal en fotografías que exaltan la condición humana, el sudor de la frente, para señalar la riqueza de un oficio que ha ido mermando en México, el de tahonero.

Al documentar estas panaderías, el ensayo de Casarin adquiere interés por la declinación creciente del horno de leña; pero el ánimo que orienta a la fotógrafa parece ser no la vindicación de la tahona, sino la revelación de su cocina y sus aspectos recónditos en manos de sus hacedores. Ella privilegia los interiores, a través de los cuales expone la fecunda mezcla de carencia y abundancia que distingue a la panadería. Al modesto pan se le concede la gracia de la multiplicación, y eso se hace tangible en sus fotografías donde pobreza y don se concilian. 

Por medio del claroscuro, y empleando a veces la textura con grano reventado, Susana Casarin descubre, en un proceso donde la impresión fotográfica semeja casi una cocción, la miga de este quehacer. En imágenes naturalmente contrastadas por la luz interior del horno o por la racha del sol callejero —luces que riñen con el humo y el tizne mas se alían con la harina mate—, las fotografías entregan al espectador calor y misterio.

En el curso de tres años, Susana Casarin ha ido captando esta cochura y este trote. En torno, panaderías de Xico, Coscomatepec y Naolinco le han abierto las puertas. En Coscomatepec, donde documentó la celebradísima panadería La Fama, existe una tradición panadera alterna marcada por el mundo indígena, y que se hace evidente en fiestas, como las de Todos los Santos y Día de Muertos. Destacan en la primera de ellas las ofrendas consagradas a los niños, que hace treinta y cinco años describió el cronista don Jesús Domínguez Rosas, haciendo catálogo de la panadería y dulcería locales.

   
 
 
   
 

El pan forma parte de la fiesta, y en el fandango el pueblo veracruzano le canta con exageraciones pantagruélicas. En la planta de unas viejas décimas de pie forzado que los soneros entonan, y que lleva por título nada menos que "El hambre", se escucha:

¡Qué mal he comido hoy,
por causa de estar a dieta!
Me comí un peso de pan.

Y ocho arrobas de galletas.

Ases de la manufactura, los panaderos tienen, empero, fama de no ser buenos bailarines. Si se trata de evocar el fandango, y a los panaderos bailando, viene a la memoria aquel son de castigo llamado precisamente "Los panaderos", con el que se obliga a pasar a la tarima a aquellos mirones que, por timidez o torpeza, no se atreven a bailar públicamente:
Arriba, arriba
los panaderos,
arriba, arriba
y a amasar pan.

¿De dónde les viene a los panaderos la fama de libidinosos? Seguramente porque trabajan ligeros de ropa debido al calor del horno, y en otros tiempos se les podía ver trajinar sudorosos y semidesnudos desde el mostrador del expendio, su oficio se ha cargado de toda suerte de alusiones y dobles sentidos que hacen la sal del pan. Entre los papeles de la Inquisición existe un muy ardoroso son de fandango del siglo XVIII, el "Baile de los panaderos", que incluía entre otras estrofas —algunas abiertamente sacrílegas— las siguientes:

   
 
 
 
Éste sí que es panadero
Que no se sabe chiquear,
Si usted le da un besito
Comenzará a trabajar.
Ésta sí que es panadera
Que no se sabe chiquear,
Quítese usted los calzones
Que me quiero festejar.
Éste sí que es panadero
Que no se sabe chiquear,
Levante usted las faldas
Que me quiero festejar.•
*Fragmento del texto que el autor escribió para el libro Humo de leña. Los panaderos de Veracruz, de Susana Casarin, México, Universidad Veracruzana/Instituto Veracruzano de la Cultura/Fonca, 2002.