El poder económico: el Leviathan que Hobbes no sospechó

*Francisco Piñón Gaytán

La comunidad humana parece que ha perdido el rumbo. Por lo menos aquél que Dante describiera en el proemio general de su Divina Comedia. La globalización del poder y de las desigualdades lo ha invadido todo. El Leviathan de la economía mundial quisiera tragar todo lo que lo rodea y dejar que la multitud de Lázaros recojan sus limosnas. Los 358 individuos millonarios en dólares poseen una fortuna superior a las entradas anuales de 45% de los más pobres de la Tierra (Informe del PNUD, 1996). El PNB en 1970 y 1985 aumentó, ciertamente, en 40%, pero los pobres aumentaron en 17%. En ese entonces unos 200 millones se vieron afectados. Entre 1980 y 1993 la disminución de entradas afectó a más de mil millones de individuos (Informe del pnud, 1996, 3). En 1960 20% de la población mundial que vivía en los países industrializados gozaba de un ingreso 30 veces superior a 20% de los países más pobres, en 1995 el ingreso aumentó 82 veces más (Ramonet, I., Le Monde Diplomatique, nov., 1998). En 1987 y 1993 el número de personas que ganaba un dólar por día aumentó en más de 100 millones (Informe del PNUD, 1997, 4). Más de 800 millones padecen hambre, 500 millones malnutrición crónica (Informe del PNUD 1996, 23). Al año mueren 17 millones que padecen enfermedades curables, están sin escuela 130 millones de niños en edad primaria y 275 en edad de secundaria (Informe del pnud, 1996, 23). En Estados Unidos más de 47 millones no tienen seguro médico y en Londres hay 400 mil personas sin hogar (PNUD, 1997, 31 y 32).

Ante esta situación, a escala mundial, pareciera que la política económica del Walfare State, aun después de 1980, ha fracasado. Son las secuelas del viejo liberalismo, del neoliberalismo, del capitalismo redivivo. Es el poder económico que como nuevo dios Moloch exige pleitesía de lo más bajo el nombre nuevo de la servidumbre. Un viejo problema, agravado en la contemporaneidad, con un nombre moderno: la globalización. Más viejo y más hondo que los diagnósticos de Friederich August von Hayek cuando en 1944 publica su The Road to Ser Fdom con su crítica al intervencionismo estatal y al Estado de bienestar y redacta el acta oficial de nacimiento del neoliberalismo. Un resurgimiento del antiguo "dejar hacer, dejar pasar" de los viejos fisiócratas, un endurecimiento del capitalismo, ese que ya en el siglo XIX chorreaba sangre, pero que se modernizaba con la célebre reunión de Mont-Pélerin, auspiciada en 1947 en el Cantón de Vaerd, Suiza, preámbulo del Davos de hoy por von Hayek con ilustres acompañantes como Maurice Allais, Milton Riedman, Walter Lippman, Salvador de Madariaga, Karl Popper, William Rampard, Wilhem Ropke y Lionel Robins, entre otros. Además de combatir el keynesianismo y la solidaridad social, intentaban un nuevo rostro, más duro y radical, del capitalismo. Para ellos, como en especial para F. A. Von Hayek, la democracia no representaba ningún valor fundamental. Sabemos que esa clase de teoría económica no contenía ningún tipo de iusnaturalismo, ni siquiera el elemental formalismo kantiano, ya no digamos la doctrina del Kant maduro, el que vuelve al concepto histórico-doctrinario de personal moral para colocarlo como fundamento de sus principios de humanidad. Lo que cuenta para ellos es el Estado fuerte, el recrear el concepto del antiguo Estado policía de los primeros años del industrialismo. Un Estado que no intervenga en las fuerzas del mercado y que cree todavía en el famoso marco invisible, nada invisible por cierto, del autor de La riqueza de las naciones. Fueron —y son— de ese nuevo Imperio del Mal que, con la coraza de la racionalidad tecnológica, sigue creando ese "ejército de reserva de asalariados", de países subdesarrollados, de áreas marginadas, en donde el "humanismo" se mide por el éxito de la producción, el beneficio a ultranza, y no por la distribución aplicada con la única virtud que comporta la verdadera paz y la auténtica política económica: la virtud de la justicia: aquella que Aristóteles ya ponía en el centro de las virtudes políticas ciudadanas y que en la filosofía medieval imponía su señorío en la concepción (teórica al menos) de la teología política cristiana del Bien común.

 
 

La modernidad, es cierto, nos enseñó la ciencia nueva de Vico, nos hizo descubrir los "infinitos mundos" de Copérnico y Giordano Bruno, la matemática y la física de un Galileo, la mecánica política de un Hobbes; y antes, el descubrimiento de los resortes naturales de los nuevos Estados por el incomparable Maquiavelo; pero esa modernidad no nos enseñó a impedir que esa nueva ciencia tratara de marginar la ética y la moral, más aún, con esa secularización se inició la sacralización del concepto de verita effetuale della cosa de Maquiavelo, que más tarde se trocará con el de utilidad y dará a los teóricos del optimismo liberal su mejor paradigma para fundar ese pragmatismo moderno que alimentó los sueños y las teorías de una modernidad que, si bien ha sido hecha por el hombre, no ha tenido, ciertamente, un "rostro humano".

La modernidad, o una de sus caras, nos deslumbró, ciertamente, con su ciencia-técnica, con esa tecnología que, como pensaran los fundadores alemanes de la "filosofía ingenieril" o de los "ingenieros", de tinte calvinista, no era sino el alargamiento de "las manos de Dios", pero también, al mismo tiempo, esa modernidad incubría una interpretación del "método científico" que hacía de éste el único y exclusivo criterio de verdad y que el hombre mismo y su industria y su comercio fueran medidos tan sólo por el cálculo, la medida y, por supuesto, por el beneficio utilitario que mira nada más el propio lucro. Era obvio que con este horizonte "cientificista" y "economicista", se erigiera el concepto de un homo oeconomicus para quien lo ético y lo moral, los valores de dignidad, de responsabilidad moral, de humanismo integral, le fueran formalmente ajenos. Se gestó así una cultura de la dominación, pero camuflada, mediatizada, convertida en Racionalidad Modernizadora, la irracional racionalidad de la que hablara Marcuse. Un ogro económico cuyo poder es de tal naturaleza que logra inclusive maquillar sus tentáculos, que intenta conformar a su imagen y semejanza por medio del marketing consumista y seduce con su racionalidad cientificista. Pero, también, cuyo control se reserva para muy pocas manos. Lo demás es máscara, planeación organizacional que puede darse el lujo de ofrecer una cara, inclusive "democrática".

La modernidad conquistó, en su inicio, muchas tierras desconocidas, aun en nombre de una religión que se creía "evangélicamente" conquistadora y en este aspecto en contra de otra interpretación religiosa que predicaba la hermandad, la fraternidad y el sentido de la comunidad. La primera hizo posible las alianzas trono y altar, política y Biblia; y esta última muy propia de la idiosincrasia norteamericana, afín a su pragmatismo político, juntando ética empresarial, política gobiernista y teología política. Los nombres de John Cotton, John Winthrop, William Staughton, Cotton Mater, Thomas Jefferson, Benjamin Franklin, precursores de los modernos Reinhold Niebhur, John Dewey y Walter Lippman. La segunda, aquella que escondía acentos liberadores y que, por lo mismo, fue y es considerada "peligrosa" por los poderes establecidos, porque en su centro la fraternidad y el sentido de comunidad eran realmente efectivos.

La modernidad trajo, pues, su propio demonio interior. Igual que la ciencia traía el suyo, su propio movimiento de eterno continuum galileano, tal y como Heidegger lo detectara al hablarnos de la esencia de la técnica. El progreso lineal, a una sola dimensión y sin capacidad de sufrir un movimiento que incluyese la distribución, orilló a la creación del gran poder económico que empezó a fracturar al antiguo concepto de Estado-nación. Ya antes, por cierto, había comenzado ese proceso de secularización que rompía la bella totalidad griega y fracturaba, también, el matrimonio entre el logos helénico y el logos cristiano, principiando la separación entre Dios y hombre, cielo y tierra, la civitas Dei ya alejada de la civitas hominis. Y el hombre al quedarse solo con su mundo, como dueño y señor, consumando el mandato bíblico de "ganar el pan con el sudor de su frente" (cosa que según Marx unos no han hecho), crearía, sí, una ciencia política, por obra de Maquiavelo, en donde comenzará a imperar la efectividad y los Estados no serían sino fuerzas naturales. El hombre solo ya sin sus dioses griegos y con el Dios cristiano principiando su lejanía (o cercanía en el mundo, según se trate de Spinoza, Leibniz y Hegel) comenzaría la elaboración de un mundo y una economía insta propia principia. El hombre ya se constituía en el centro del mundo, a pesar de que Copérnico paradójicamente lo habrá expulsado a infinitos mundos. El mundo era la casa del hombre y tenía que recrearlo con su trabajo. La economía ya no era la simple olkonomía, i.e., la administración de la casa o la ciudad, sino pasaba a ser crematística, es decir, organización empresarial.

 
 

Se abrían sus horizontes "humanísticos", se afianzaba su naturalismo, se echarían los fundamentos de la fisiocracia, se construían por lo mismo los cimientos de una modernidad Industrial que, con el optimismo de los filósofos de la Ilustración, echaban a rodar un mundo económico-industrial que, con su racionalidad tecnológica, se constituiría con ese nuevo Moloch de la modernidad. El capitalismo salió de esas entrañas. Su motor interior marginó a los innumerables individuos concretos. La seriación y modificación modernas comenzaron otro tipo de crisis, ya criticadas por Kirkegaard y Nietzsche. El Leviathan económico ya estaba listo para que sus tentáculos intentasen la globalización, inclusive el Estado-nación había sido fundado con base en los individuos privados, no a partir de sus comunidades. El individuo se hallaba solo. A merced de las fuerzas del mercado. Cierto que la nueva configuración mundial, la crisis real de los liberalismos, ha traído consigo la conciencia de la derrota de millones de personas, pero al mismo tiempo la necesidad de la rebelión. Los signos están ahí: en los movimientos de resistencia, el florecimiento de nuevos iconos de la cultura popular, nuevas re-creaciones del espíritu religioso que se unen a movimientos seculares de protesta, inclusive el renacimiento de los nuevos tiempos en donde las palabras identidad, tradición y valores morales ínsitas en el sentido de las diferencias y en el multiculturalismo, tienden a ofrecer un largo e inmenso dique a la supuesta avalancha modernizadora y globalizadora. Samuel Huntington tenía razón en 1993 al escribir que los tiempos de la modernización se prestan a la generación de conflictos internacionales interculturales. Los ejemplos están a la orden del día. El mundo como la "gran aldea" ha demostrado no ser tal. El hijo termina pareciéndose al padre y en la historia de los pueblos se siente la necesidad de "volver a casa". Pero pareciera que el poder económico no sabe de estos valores morales, ni entiende que los hombres en un encuentro de su vida, sobre todo al atardecer, se plantean más de algún por qué que la ciencia no puede ni intentar, y con razón, contestar.

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El Davos actual corona, pues, un largo proceso. Inclusive no parte de las reuniones de Mont-Pélerin de F. A. von Hayek. Tiene una historia larga de entender, una racionalidad que pareciera casi de condición humana, pero que no es tal, y que tiene sus orígenes lejanos en ese movimiento cultural de olvidar la virtud de la justicia integrada a la noción de derecho y que la literatura de la arcaica griega le concedía origen divino: la diosa Dike, hija de Zeus y Themistes, mandada a la Tierra para combatir a Ibris y a... Los relatos griegos ya nos hablaban del poder del dinero, de la vida cortesana, del anticipo de un Hobbes al retratar la naturaleza del hombre: el poeta Teognis ya aconsejaba al joven Cirno de mejor comportarse como lobo a echarse al mar con una piedra atada al cuello antes que soportar la pobreza. Pero de una cosa sí podemos estar seguros: la pobreza y la desigualdad no es fruto de la maldición de los dioses griegos, ni de la buena y auténtica "doctrina" del crucificado, ni, obviamente, de lo mejor de las utopías. Más bien ha sido la pérdida del sentido de comunidad humana, la sacralización de una racionalización, convertida en panacea de toda verdad, en donde la filosofía se ha convertido en ciencia, y la política y economía de una técnica en donde reinan solamente los números, las figuras y los movimientos cartesianos. Allá en donde, como cárcel solipsista, se ha quedado encerrado el sujeto individual y no lo ha sacado ni la Ethica more geometrico demostrata de Spinoza, ni el juridicismo kantiano en la forma moderna de Kelsen, ni la eticidad hegeliana, ni el pragmatismo político-económico norteamericano de Pierce, de W. James, de John Dewey, de Walter Lippmann, William Yandell Elliott.

Economía y moral tienen, es verdad, dos campos diferentes y específicos de estudio y de acción. Pero no tienen que encerrar al hombre, a todo el hombre, en sus exclusivos feudos o claustros. El hombre no es un átomo, un paralelogramo, objeto tan sólo de la física o la mecánica. Tiene —y sabe— que goza de una tradición, de unas culturas, de una finitud del tiempo que tiene que ser explicada. Que tiene un devenir existencial que exige su sentido y el por qué de sus metas. Y, sobre todo, también, que se pregunta el por qué unos tienen más y otros menos y otros se morirán con el estómago vacío. Y su razón les dice, parte de esa información negada y manipulada, que a fin de cuentas la ciencia económica y la ciencia política no son sino elaboraciones humanas. Sabe que los mercados desregularizados, abiertos formalmente, sólo se dan en la mente de los economistas puros o los políticos interesados. Se ignora en general, por quiénes (con nombres) están controlados. Las transnacionales, y sus representantes, también ocultan sus rostros. Existe, evidentemente, una regulación clandestina hecha por quien efectivamente mueve los resortes del poder. El fmi, la omc, el Banco Mundial, no son sino los instrumentos o cámaras oscuras, en donde se revelan las intenciones de los Leviathanes económicos del mundo. Fabrican dos pesas y dos medidas, pero una de sus máscaras conlleva el signo inclusive de una democracia representativa, no ciertamente del pueblo y para el pueblo, sino la del gran poderoso fetiche: El Capital Financiero Internacional.

 
 

Las crisis de la humanidad no vienen, pues, por generación espontánea. No caen del cielo. Se anuncian muy claramente bajo las ideologías de las "economías abiertas", del nacimiento del Nuevo Orden Mundial de Bienestar, del advenimiento del "fin de la historia", de la muerte supuestamente de "los grandes relatos universales", en donde estaría, según ellos, la ética y la moral. Por un lado, es cierto. El continente moral supone una norma ética, y para que sea norma debe gozar de amplio horizonte de universalidad. Aquí, sí, Kant tuvo razón. Pero sólo con una norma moral puede frenarse un desarrollo o una racionalidad a una sola dimensión. Sólo con una norma moral, que exige el reconocimiento de que los individuos son personas morales, se puede pedir el reconocimiento de que esos individuos tienen unas culturas, una tradición que respetar, que les proporcione sentido e identidad a la propia existencia, y lo que es más específico en el terreno de la economía y la política; que no son menos apéndices de la maquinaria del poder, que no son esos átomos-individuos que alimentaban el cuerpo del Leviathan de Hobbes, ni sólo simples consumidores del marketing mundial convertido en el nuevo y moderno becerro de oro, el fetichismo de la mercancía. Este moderno fetiche, que enmascara el viejo capitalismo internacional, verdadero poder real, quiere enmascarar la contracción de producción e intercambios, el crecimiento en masa de los créditos, hacia los países subdesarrollados, como signos de una modernidad que tiene expresión de guerra de las galaxias, de fin de la guerra fría, de acuerdo de naciones en la onu, políticas de deshielo, pero que, al fin de cuentas, practican una racionalidad que conlleva una buena dosis de instrumentus mortis. Negación de una moral en donde los hombres se vean y se sientan en una comunidad. Se sabe que los organizadores de Davos nunca fueron lectores de la sabiduría socrática, que nunca supieron el alto concepto de Bien de Platón, que no siguieron el curso cultural de las éticas aristotélicas, pero ni siquiera los buenos ideales de los iniciadores y fundadores de la ciencia moderna. Si mencionan a la economía clásica, alabaron en el Adam Smith de La riqueza de las naciones el "sistema de la libertad natural" que ofrecía el mecanismo básico de un sistema económico que se controlaba supuestamente por sí mismo, acudiendo a la idea de la mano invisible que pensaba que al perseguir el provecho propio se alcanzaría el de todos; pero no leyeron, o no quisieron leer en el mismo Smith que ese sistema natural debe conformarse con una legislación estatal y una administración de la virtud de la justicia que frene la injusticia y la opresión. Por cierto, estos serán los esfuerzos del último John Rawls. 

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Creo que muchos teóricos de la economía política no completaron la lectura de La riqueza de las naciones, de Adam Smith, con su Teoría de los sentimientos naturales. Olvidaron que el buen interés propio debe tener en cuenta, también, como Smith lo postula, los "sentimientos naturales" de simpatía en aras de lograr un equilibrio social. ¿Ética pura de Smith? No. Simplemente que ni él mismo creía en el mito de la mano invisible, ni en aquel que es sacralizado por una ética demasiado naturalista, fisicalista o biologicista. No cabe duda que los análisis de Kant necesitaban arrojar a la arena sus imperativos categóricos morales. Por lo menos para contrarrestar el principio utilitarista del Bentham de 1789 en su An Introduction to the Principles of Morals and Legislation. Cierto, Bentham nos hablaba de un principio ético y pragmático: el utilitarista, que conlleva, según él, una racionalidad económica que tenía que ver si la acción económica era útil para, hedonísticamente, satisfacer las necesidades humanas, al menos "Las del mayor número", pero Bentham olvidaba que una política del "mayor número" automáticamente marginaba el principio ético kantiano de universalidad irrestricto a toda persona humana, y restringiéndolo al "mayor número" marginaba a minorías y propiciaba por lo mismo otro principio de desigualdad. Por ahí andarían, entre otras cosas, los límites de Rawls.

 
 
   

Sabemos que la justicia económica exige una efectiva distribución social del bienestar. Pero ¿cómo lograrla sin una categórica ética normativa que no margine a Kant? El Kant, obviamente, de la Fundamentación para una metafísica de las costumbres, el que sostiene la persona moral como centro y fundamento del accionar ético, moral, no sólo una política de elección de medios-fines para lograr un consenso meramente utilitarista. La justicia como equidad, de John Rawls, la filosofía política de aquellos que nos hablan de comunicabilidad con racionalidad,de racionalidad no instrumental, tarde o temprano se topan con el problema de la moralidad "personalista" de inspiración kantiana. Y la economía, en su óptica distributiva, no se salva. O pensamos en términos de comunidad de personas morales, o caeremos de nuevo en el "aullar entre lobos" de una economía cuyos conceptos de "interés general", "bien público", "políticos públicos", no son sino la mascarada de definidos intereses privados. ¿Cómo conciliar, pues, una ética de mercado, una individualización, subjetivización con una racionalidad que no se convierta en un deus ex machina en donde no haya espacios para la libertad moral o para un efectivo bienestar comunitario? ¿Cómo, también, podemos logar una ética comunitaria si perdemos la conciencia de que ésta se logra a partir de valorar al sujeto individuo moral que forma parte de esa comunidad? ¿Y cómo lo podemos valorar si se marginan su tradiciones, sus culturas, sus "significados" vitales (su tierra, su cielo y su mar)? No queda sino una relación dialéctica, pero a condición de que el sentido de totalidad, de universalidad, predomine sobre las partes, pero que éstas no desaparezcan, sino que el todo tenga valor precisamente por el valor de sus partes, de sus diferencias. Sólo así evitaremos el Leviathan totalitario o la disgregación económico-social en donde unos pocos recogen lo que los muchos desparraman. O sea, unos pocos concentran lo que la mayoría consume. ¿Bastará un contractualismo, una "ciencia de la elección" para evitar "el dilema del gran número" a lo Buchanan, o aquella ética de los consensos que propicia una norma o idea regulativa que no quede prisionera de lo meramente fáctico-casuístico como lo postula K.O. Appel? Creo que los dilemas están abiertos a nivel teórico. Pero la experiencia histórica encierra muy pocos caminos. Por lo menos post festum. La racionalidad, la realmente existente, hace mucho tiempo que perdió su inocencia. Las manos del hombre, especialmente los "ilustrados", la han manoseado demasiado y la han convertido en una racionalidad o para la muerte, para la marginación de millones de seres humanos, o para propiciar los pocos oasis de bienestar que el mundo ha conocido. Realmente, podemos seguir preguntando con Dante: ¿En dónde, y cuándo, hemos perdido el rumbo?•

*Francisco Piñón Gaytán es profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa. Estudió las licenciaturas en filosofía en la Universidad Gregoriana, en Roma, y en filosofía y letras en Montezuma College, USA. Doctor en ciencias sociales, con especialidad en filosofía política, por la Universidad Internacional de SantoTomás, de Roma. Es presidente del Centro de Estudios Sociales Antonio Gramsci de México.1