Hannah Arendt: cómo enfrentar 
la banalidad del mal
* Alexandra Délano
En 1961 Hannah Arendt fue la encargada de cubrir para el semanario estadunidense The New Yorker el juicio contra Adolf Eichmann en la ciudad de Jerusalén. El minucioso trabajo de esta escritora judía de origen alemán se recopiló años después en un libro cuyo título ha suscitado largas discusiones: Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal. Casi cuarenta años después del juicio y la aplicación de la pena de muerte a Eichmann, este caso vuelve a causar polémica, pues el gobierno de Israel ha decidido permitir la publicación de las memorias que escribió el criminal nazi durante el periodo de más de un año que duró el juicio. En este "diario del demonio", como se le ha bautizado popularmente, Eichmann se presenta como un hombre normal, un ser obediente que sólo formó parte de una maquinaria; de una burocracia de exterminio.Esta descripción coincide con la definición de Hannah Arendt de lo que representaba Eichmann: un nuevo tipo de criminal que actúa bajo circunstancias que le hacen casi imposible saber que está obrando mal. Al hablar de la banalidad del mal, ella se refiere a la irreflexión de quien comete crímenes actuando bajo órdenes, lo cual no lo libera de culpa pero sí lo hace sujeto de una nueva forma de juicio. 

En Eichmann en Jerusalén, Arendt muestra las insuficiencias jurídicas y la parcialidad que caracterizaron este polémico proceso. El hecho de haberse llevado a cabo en Israel, frente a un tribunal judío y bajo la presión de las miles de familias afectadas por el Holocausto, era suficiente para saber que la sentencia estaba escrita de antemano. Pero además hubo otros elementos que contribuyeron a que la defensa de Eichmann resultara inútil, empezando porque sólo podía haber un abogado encargado de ésta. 

El doctor Servatius se enfrentó a la imposible tarea de tener el tiempo y la capacidad para recabar toda la información y apelar a los recursos necesarios. Tampoco se le dio la oportunidad de presentar testigos y su acceso a los archivos era muy limitado. Esto lo ponía en plena desventaja frente a los acusadores, quienes aprovecharon su capacidad testimonial para conmover a la opinión pública y al jurado. La parte acusadora presentó testigos que no aportaban ningún elemento al juicio, como los sobrevivientes de los campos del Este, en donde Eichmann no realizó trabajo alguno. Según Arendt, parecía más un espectáculo o un mitin donde los testigos eran oradores que hablaban sin interrupción, rara vez contestando preguntas de los abogados. 

Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal, 2ª. edición, traducción de Carlos Ribalta, Barcelona, Lumen, 1999.
 
 
 
 
 
Otra de las desventajas para Eichmann fue su mala memoria. Hubo hechos que de haberlos mencionado podrían haberlo salvado de la pena de muerte, pero su abogado no tuvo la capacidad de hurgar en sus recuerdos. Sin embargo, la detallada e impecable investigación de Hannah Arendt cambia la perspectiva sobre el trabajo que desempeñó Eichmann como encargado de la deportación de judíos en el Tercer Reich. 

Eichmann trabajaba en el Departamento de Emigración Judía, desde donde planeaba el transporte hacia los guetos y campos de concentración. En palabras de Hermann Tertsch: 

Eichmann cumplía órdenes y de eso se trataba, de fiabilidad, efectividad, bajo coste y perfecta distribución de recursos. Lo demás daba igual. Judíos, tornillos, cerdos o gases letales tenían que llegar a su hora a su sitio al menor coste. ("El relojero del Holocausto", en El País, 5 de marzo de 2000)

Arendt encuentra varios casos en los que Eichmann mostraba que el destino final de los judíos no le daba igual. A pesar de su inquebrantable lealtad y su incuestionable obediencia, se mostró débil frente a los horrores que presenció en Auschwitz y en su conciencia inició la búsqueda de una solución política frente a la solución física del problema judío, es decir, prefería la expulsión al exterminio. Es por esto que en algunas ocasiones modificó órdenes y negoció el transporte de judíos a campos donde sabía que aún no se iniciaba el exterminio (como era el caso Lodz, contrario al de Riga o Minsk); a otros los envió a Palestina y por mucho tiempo jugó con la idea de crear un protectorado judío en Madagascar. 

Estas flaquezas no son evidencia de que Eichmann tuviera un cargo de culpa, él simplemente buscaba evitar un dolor innecesario a las personas. Su conciencia estaba tranquila porque no había elementos externos que la despertaran, nadie reprochaba los actos mientras se cometieran en cumplimiento del deber. Según la interpretación de Arendt, las conciencias estaban dormidas frente al espectáculo cotidiano. Las deserciones dentro del partido empezaron hasta que se hizo evidente que perderían la guerra, pero para Eichmann la palabra de Hitler era ley y por lo tanto su lealtad se mantuvo aún en el ocaso de Alemania. El valor que le daba a la obediencia era casi sagrado e incluso lo llevó a confesar que sería capaz de enviar a su padre a la muerte. 

   
 
La participación de Eichmann en la conferencia de Wannsee, en la que se coordinaron los esfuerzos para la "Solución final", es un ejemplo de la inexistencia de culpabilidad. Él fue el encargado de redactar el acta que ordenaba la liquidación de 11 millones de judíos, y declaró: "en aquel momento sentí algo parecido a lo que debió sentir Poncio Pilatos, ya que me sentí libre de toda culpa". Su admisión fácil y natural de cómo participó en el exterminio de los judíos es muestra de la sistematización de la que fue presa, pues para él no había nada que confesar; sus actos habían sido órdenes cumplidas. 

Para Hannah Arendt, las palabras y los pensamientos son impotentes frente a la banalidad del mal que todo esto representa. Este juicio muestra un nuevo tipo de delincuente, un nuevo tipo de delitos que sólo pueden ser juzgados por un tribunal competente, que evidentemente no fue el de Jerusalén. Arendt reclamaba la necesidad de un tribunal internacional penal que llenara esta insuficiencia jurídica. Aun hoy, después de haberse firmado en Roma en 1998 el Estatuto del Tribunal Internacional, sólo se han conseguido ocho de las sesenta ratificaciones necesarias para que entre en vigor.

Una de las reflexiones más aterradoras que hace Hannah Arendt podría llevar a que muchos países aceleraran el proceso de ratificación del Estatuto, pues ella argumenta que una vez que sucede un acto tan terrible sin precedentes es más probable que se repita, pues a pesar de que haya sido castigado se convierte en un antecedente y en una posibilidad. Lo más difícil de aceptar de todo esto es que tanto Eichmann como todos los que participaron en el Holocausto eran gente normal. La conclusión o advertencia de Hannah Arendt resulta muy acertada y digna de recuperarse: frente a la posibilidad de crímenes de esta índole es necesario un recurso legal adecuado.

* Alexandra Délano es becaria de El Colegio de México en el área de relaciones internacionales. Colabora en el suplemento cultural Sábado del periódico Unomásuno.