Notas sobre Sócrates
* Amadeo Peralta Adame

I

En los aciagos tiempos de confusión que vivimos la filosofía ha venido perdiendo crédito y frecuentemente es atacada, o bien tratada como una mercancía devaluada que ya no tiene la menor importancia para la vida del hombre actual, el cual —según se dice— ya no es solamente un hombre que vive el final de la modernidad, sino que está a la vez con el pie en el umbral de una época que significa el fondo de la decadencia: la posmodernidad.

Ciertamente, tales actitudes hacia la filosofía se observan por lo general en personas que no la entienden, que tienen sólo unas nociones vagas de ella y, por lo mismo, equivocadas. Lo que no puede menos que causar inquietud es que el menosprecio hacia la filosofía provenga también de intelectuales y escritores de renombre. Al parecer, lo que produce desconcierto y desconfianza son las discusiones entre los filósofos mismos, llevadas a cabo en tono presuntuoso y sectario; o bien la abigarrada pluralidad de corrientes de pensamiento, escuelas y representantes, la oscuridad y multivocidad de su lenguaje técnico, e incluso la personalidad de algunos de ellos, afectos a extravagancias y desplantes de "almas bellas", como diría Hegel.

La historia de la filosofía occidental nos presenta un panorama rico en rendimientos filosóficos de lo más variado, interesante y sugestivo. Parafraseando a Fichte, podemos decir que hay formas de pensamiento filosófico adecuadas para cada temperamento, lo mismo para el hombre contemplativo que para el de acción o para el emocional y sensitivo. Somos herederos de una riqueza cultural y espiritual acumulada a través de veinticinco siglos; pero seremos malos y pobres herederos mientras vivamos desdeñando esa riqueza, ajenos, extraños o indiferentes a ella; mientras no seamos capaces de formarnos un juicio crítico para discernir y valorar lo que hay de circunstancial y perecedero y lo que hay de permanente en cada corriente filosófica. Lo circunstancial y perecedero es, desde luego, la época en que vive cada pensador, el contexto social y los diversos factores externos que influyen de diferentes modos en sus intereses intelectuales, en su evolución espiritual y en la forma que finalmente ésta adquiere en su conceptualización del mundo y de la vida. Lo que hay de permanente es aquello que su pensamiento tiene de interés para nosotros, aquello que repercute en nuestra época, salvando el tiempo, los años, los siglos; aquello que aún nos hace vibrar, tanto las neuronas como las fibras del alma y puede quitarnos incluso el sueño.

La verdadera filosofía, entendida no tanto como un doctrinarismo, como enseñanza dogmática de escuela, sino en su significado clásico y originario, es el amor al conocimiento, el amor a la belleza de las ideas, tal como lo explica Diótima a Sócrates en el Banquete de Platón (203e-204a). Diótima empieza por señalar que los dioses no filosofan ni desean hacerse sabios, pues ya lo son. Tampoco filosofa el que es sabio entre los hombres, pues no lo necesita. Pero hay hombres que siendo ignorantes tampoco filosofan ni desean hacerse sabios, porque tienen la ilusión de serlo. El que no cree estar falto de nada no siente deseo de lo que no cree necesitar. Por lo tanto, el verdadero filósofo es el que se encuentra entre los extremos: ni se tiene a sí mismo como un sabio, ni tampoco como un ignorante, sino como alguien que al menos tiene conciencia de su ignorancia y sabe que no sabe. Este es precisamente el papel que asume Sócrates.

Nacido en el año 470 A.C., Sócrates ejercía el oficio de escultor en su vida privada, al igual que su padre Sofronisco; pero en su actividad como filósofo decía que practicaba el arte de su madre Fenarete, que era partera. Sólo que Sócrates hacía dar a luz no a los cuerpos sino a los espíritus. A este arte le llamó mayéutica. 

II

En sentido estricto, si la filosofía es un amor al conocimiento, el filósofo es un ignorante, no sabe, pero se da cuenta de su ignorancia y trata de superarla. Ésta es la postura socrática de la docta ignorantia. En cambio, los que no saben, ni siquiera saben que no saben y no se interesan por saber; pero también hay ignorantes que creen saber, que pretenden tener conocimiento y lo transmiten a otros, sin darse cuenta de que es un falso saber, un conocimiento espurio. Viven satisfechos y seguros de sus juicios y jamás tratan de mejorarlos. La razón perezosa (ignava ratio) es también frecuente, común y corriente.

¿Quién podría negar que en nuestra época siguen siendo válidas estas distinciones? ¿No encontramos por todas partes a hombres que creen saberlo todo, o que creen estar en posesión de la verdad absoluta y, asimismo, a ignorantes que no quieren salir de su ignorancia, que incluso se muestran satisfechos de ella y en ella, o bien a ignorantes que no saben, pero hablan como si supieran?

Cuando el afán de conocimiento se enlaza con el orgullo del intelecto, se generan sistemas filosóficos de carácter absolutista, con la pretensión de ofrecer la clave racional para la comprensión profunda, definitiva, del mundo y del hombre. Ésta ha sido la actitud más frecuente en la historia de la filosofía, la postura del intelecto superior que tiende a considerar el mundo sub specie aeternitatis (desde el punto de vista de la eternidad). Así pensaron los primeros filósofos de la Grecia jónica, en los siglos VI y V A.C. Por eso fue que se llegó al punto de evolución en que surgió la necesidad de plantearse lo que se ha llamado el gran problema crítico: ¿qué es la verdad? Este problema suscitó, a su vez, los siguientes interrogantes: ¿cómo distinguir la verdad de la falsedad? ¿Quién es el poseedor de la verdad? ¿Cómo se demuestra la verdad? ¿Existe la verdad?

Fueron los grandes sofistas quienes se plantearon este tipo de interrogantes, un Gorgias, un Protágoras, un Pródicos. Fueron ellos quienes se dieron cuenta de que la razón humana puede ser cuestionada y sujeta a examen en sus tesis y concepciones. Descubrieron el carácter falible de la razón. Algunos dudaron de ella, y no renunciaron a su duda, prefirieron la poesía o la retórica en vez de seguir por el camino de la filosofía. Sin embargo, el escepticismo también ha sido un poderoso acicate para la razón, en cuanto ésta se propone mantenerse como un instrumento de búsqueda, como una brújula de exploración y como una tentativa de respuesta plausible a los grandes enigmas de la existencia. El escepticismo, entendido como desconfianza absoluta hacia la razón, además de estéril es autocontradictorio, pues toda duda supone la razón. San Agustín en la Edad Media y Descartes en el umbral de la modernidad señalaron este punto límite: si dudo, pienso.

La recia personalidad de Sócrates ha sido, sin lugar a dudas, el paradigma del auténtico filósofo, que no acepta ni rechaza nada sin un previo examen racional. El oráculo délfico había declarado que Sócrates era el más sabio de los hombres. El significado de dicha sentencia consistía en que él se daba cuenta y reconocía que era un ignorante. Esto era lo que lo distinguía de los demás. Por eso declaraba con ironía: "Sólo sé, que no sé nada". En cambio, los demás sabios de su tiempo no tenían conciencia de su ignorancia, y precisamente por esto pecaban de dogmáticos. No sabían, pero hablaban como si supieran, con mucha seguridad, suficiencia y autoridad. Asimismo, los ciudadanos con quienes Sócrates dialogaba, pretendían saber, creían conocer lo que en realidad ignoraban. Como no sabían que eran ignorantes, pensaban que eran sabios.

Desde luego que Sócrates no se planteaba el problema del conocimiento en una forma puramente abstracta, como una cuestión especial, desvinculada de su relación con la vida humana. Todo lo contrario; su interés estuvo centrado —concentrado— en el hombre, en los asuntos humanos, en lo que es digno de ser conocido por el hombre para vivir como hombre. El conocer, el saber, no puede estar desconectado de la vida. Por eso es que, según Sócrates, una vida sin examen no es vida. Su misión como filósofo estaba formulada en la exhortación "conócete a ti mismo", inscrita en el templo de Delfos.

III

La filosofía, en el sentido en que Sócrates la entendió, es un amor a la sabiduría. El concepto de sabiduría (phrónesis) debe distinguirse del concepto de conocimiento, entendido como un saber puramente teórico, que busca penetrar en la esencia o naturaleza de las cosas (episteme). La sabiduría es una forma de saber que incide directamente sobre la vida humana, sobre el problema fundamental de cómo se debe vivir. La sabiduría tiene que ver con el problema de los valores y de los fines, sobre lo que es digno de aprecio para todos, y, por lo mismo, a todos debe interesar. Ésta es la forma de saber que importaba a Sócrates, a diferencia del conocimiento teórico de los filósofos presocráticos, que se expresaba en los más variados sistemas cosmológicos, en los que explicaban el proceso de la formación del universo a partir de una materia o de una multiplicidad de elementos materiales eternos.

Sócrates enseñaba a reflexionar y a buscar la verdad en el terreno de la praxis, de la vida social y política. Se dice que fue el fundador de la ética, esto es, de la disciplina filosófica que indaga sobre los valores morales, como la justicia, el bien, la piedad, la amistad, el amor, la felicidad, la prudencia, y sobre la forma de conducta que conduce a la realización de dichos valores. Por eso decía: "el caso es que los campos y los árboles no quieren enseñarme nada, pero sí, en cambio, los hombres de la ciudad" (Fedro, 230d). Desde luego que Sócrates no fue un moralista por el estilo de otros grandes, como los chinos Confucio y Lao-Tsé, o los profetas hebreos. Es decir, no pretendía ser un conocedor del bien como un valor absoluto, que debe ser enseñado por adoctrinamiento. No fue tampoco un indignado predicador de sermones, que hubiese estado inspirado por una revelación religiosa. Ciertamente, él creía que era asistido por su daimon, pero este demonio no le exhortaba a actuar, sino que era un poder inhibidor, le advertía sobre los riesgos de actuar en un sentido determinado. Más tarde se interpretó el daimon socrático como la voz de la conciencia, o como un sexto sentido instintivo que le preservaba de caer en errores. Sin embargo, su enseñanza central es que los errores se cometen por ignorancia.

He aquí su idea, su tesis fundamental: la virtud es conocimiento. Esto puede interpretarse en el sentido de que sólo el conocimiento del verdadero bien puede ser una guía segura de la acción. Conocimiento es aquí conocimiento de un valor, conocimiento práctico. Si logramos obtenerlo, será una base legítima para el buen vivir digno del hombre. Sin embargo, si le preguntaban a Sócrates por el conocimiento del bien, él confesaba que no sabía la respuesta exacta y era consciente de su ignorancia. Por eso incitaba a todos a examinarse a sí mismos. Él se daba cuenta de que cuando la voluntad se dirige hacia una meta, un objeto, es porque la inteligencia lo interpreta como un bien y le representa la utilidad, el placer o el mérito que podría alcanzar. Pero si se suprime o cambia la interpretación de la inteligencia, desaparece o cambia el acto voluntario. Sócrates pensaba que el hombre se comporta mal porque es ignorante, es decir, porque su inteligencia interpreta erróneamente y cree ver el bien donde en realidad no existe, o considera como bueno algo que en verdad no lo es. Éste es el tema que trata en el diálogo Menón. Se dedica entonces a interrogar a sus conciudadanos para hacerles conscientes de su ignorancia, para desarraigar de su mente los prejuicios, las opiniones infundadas, los malos entendidos.

IV

La tarea que Sócrates emprendió de incitar a los atenienses al examen de sí mismos dio un nuevo giro al pensamiento filosófico. El mismo Sócrates, al parecer, creía vivir consagrado a una misión que el dios de Delfos le había encomendado. En el frontispicio del templo de Delfos estaba inscrita la famosa sentencia: Conócete a ti mismo. Pero eso era todo. El dios no enseñaba nada más. Sólo invitaba al hombre a conocerse. ¿Cuál es la verdad sobre el hombre? ¿Qué es el hombre? ¿En qué consiste ser hombre? El médico es hombre, el zapatero es hombre, el poeta es hombre. Todos lo son porque tienen un alma. He aquí lo que realmente importa. El cuidado del alma, la salud del alma, la formación y el carácter del alma. ¿En manos de quién pondremos esa delicada tarea? Tradicionalmente, los grandes poetas eran la fuente de las enseñanzas con que se instruía a los pueblos. En Grecia, Homero y Hesíodo fueron los primeros grandes educadores. Establecieron una sólida tradición, a tal grado que Platón se mantiene en permanente confrontación con sus enseñanzas.

Sin embargo, como he señalado ya, había surgido una forma nueva de interpretación del mundo en la Grecia jónica y en otras colonias, que se basaba en el logos, en la razón, si bien se trataba de una razón con una excesiva confianza en sí misma, que la llevó a expresarse en diversos sistemas cosmológicos. El pensamiento filosófico naturalista había descubierto que todo el orden de las cosas es una unidad, surge de una unidad y retorna a esa unidad, que es una sustancia material y eterna, o bien una pluralidad de sustancias, por ejemplo los átomos de Demócrito. Toda multiplicidad es multiplicidad de una unidad, y toda unidad es unidad de lo múltiple. En esto concordaban Parménides y Heráclito, aunque diferían en cuanto al valor que atribuían a lo uno y a lo múltiple.

A mediados del siglo V  A.C. surgió una generación de pensadores, los llamados sofistas, que abrieron una época de skepsis, de crítica, de cuestionamientos que, en el fondo, respondían al anhelo de encontrar las bases del conocimiento. Se preguntaron por la verdad, por el criterio de la verdad, por las formas del saber, por el origen del lenguaje, por el origen de las leyes y de la religión. Para todo tenían respuestas, pero sabían que tales respuestas no podían pretender tener una validez absoluta. Se ganaban la vida como educadores, impartiendo sus enseñanzas a la juventud dorada de Atenas, sobre todo. Crearon la gramática, la retórica, la lógica o arte de la dialéctica. Enseñaban a la juventud a pensar bien y a expresarse bien, tanto por escrito como ante el público, en una asamblea o ante un jurado.

Sócrates no se explica sin el ambiente cultural que crearon los filósofos naturalistas y los sofistas, con quienes sin duda estuvo bien relacionado. Con frecuencia se menciona el hecho de que el comediógrafo Aristófanes, en su obra Las nubes, presenta a Sócrates bajo la figura de un sofista. Obviamente, un personaje como Sócrates, que asegura no saber nada y que constantemente pregunta a los demás y los induce al examen, sin tener en cuenta la tradición o la opinión de la mayoría, tenía que haber recorrido intelectualmente los caminos que habían abierto los pensadores de su época, hasta descubrir el significado profundo del conócete a ti mismo como un examen racional de las opiniones heredadas de la tradición y de las creencias y prejuicios que normalmente guían la conducta de la gente.

Eduard Zeller describe a Sócrates con los trazos que la posteridad siempre recordó: "Modelo de independencia, pureza, integridad y virtud, lleno, no obstante, de humana bondad, atractivo social, cultura e ingenio, de constante buen humor e imperturbable serenidad, llegó a ser objeto de veneración para los hombres de categoría y carácter más diversos" (Fundamentos de la filosofía griega, Buenos Aires, Siglo Veinte).

V

Según Wilhelm Nestle, en su Historia del espíritu griego, hay un paralelismo entre la figura de Sócrates en la antigüedad griega y la figura de Kant en la época moderna: ambos surgen como resultado de una época de Ilustración y, al mismo tiempo, la superan. En efecto, así como Kant se enfrentó con la metafísica teológica y con el escepticismo de su época, para superarlos con su criticismo trascendental, Sócrates aprendió de los cosmólogos metafísicos y de los escépticos sofistas, pero se desinteresó de la especulación cosmológica por considerar que desatendía algo para él más importante, es decir, el estudio del hombre. Asimismo, al igual que los sofistas, practicaba la crítica racional, gustaba de enseñar a la juventud y cuestionaba los conceptos de la virtud basados en la tradición, en la opinión común o en el mero interés personal. Pero fue más allá de los sofistas en su convicción de que es posible una verdad objetiva, independiente del relativismo y del escepticismo solipsista. Pero la verdad, para Sócrates, tenía que ser esencialmente una verdad práctica, un conocimiento vinculado al vivir humano.

Sócrates, en cuanto fundador de la ética, sostenía que la virtud es conocimiento; pero no entendía el concepto de conocimiento, o ciencia, en el sentido teorético, como discurso racional puro (episteme), sino como una forma de saber orientada a la acción (phrónesis). En este sentido, la ética fue concebida por Sócrates más bien como una techné. El gran sofista Protágoras había enseñado que la virtud propiamente humana es la techné politiké (el arte político). Para el griego de aquella época, el concepto de techné tenía un significado muy amplio: se refería a toda profesión práctica basada en un conjunto de conocimientos especiales. En tal categoría quedaban comprendidas no sólo la arquitectura, la escultura, la música, la poesía, sino también la ingeniería, la medicina, la estrategia bélica o el arte de la navegación. Estas actividades prácticas, especializadas, exigían la posesión de conocimientos exactos, seguros, formulados en reglas generales. Así, pues, no existía la diferencia que hoy establecemos entre artistas, artesanos y técnicos calificados.

Por otra parte, el concepto de areté (virtud), como aclara Guthrie, significaba para el griego: ser bueno para algo, saber ejecutar una acción. Hay, por ejemplo, la areté de los atletas, la de los generales, la de los músicos, la de los jinetes. Significaba, pues, habilidad sobresaliente, eficiencia, excelencia en una tarea, oficio o profesión (Guthrie, Los filósofos griegos, México, FCE). Éste es el sentido en que también nosotros usamos con frecuencia el término virtud: ser bueno en algo. 

Ahora bien, así como el soldado, el magistrado, el zapatero o el herrero cumplen con una función o tarea determinada, así debe haber una función general que todos debemos ejercer en virtud del hecho de ser humanos, una tarea que a todos nos concierne en vista de nuestra común humanidad. Esta función sería la excelencia o areté humana. Cuando Sócrates enseñaba que la virtud es conocimiento, quería decir algo parecido a esto: se necesita el conocimiento del bien para poder practicarlo. Este conocimiento es una tarea para todos y debemos tratar de obtenerlo antes de actuar. Así como la areté (excelencia) significaba aquella cualidad del médico o del general que los califica como buenos o virtuosos, asimismo todo hombre, en cuanto tal, debe ser capaz de alcanzar la virtud propia de su naturaleza de hombre. Ahora bien, esta naturaleza está definida por el alma (psyché), cuya composición comprendía una parte irracional y una parte racional, que para Sócrates es la más importante. En el curso de la vida el hombre vive en permanente lucha consigo mismo, porque en su interior hay fuerzas que lo atraen hacia todo tipo de objetos, como el placer, o las riquezas, el poder, la fama. Pero en cuanto está dotado de la capacidad de examen racional, tiene que tratar de vivir conforme a las luces de la razón y discernir, por ejemplo, si acaso no hay placeres buenos y placeres malos, o si las riquezas, digamos en exceso, no son más un mal que un bien para quien las posee. Por eso enseñaba Sócrates que una vida sin examen no es vida.

VI

Sócrates era perfectamente consciente de que el conocimiento es una condición previa de la areté (virtud). Es decir, la virtud supone la ciencia, pero no se reduce por completo a la ciencia. El puro conocimiento no es suficiente. El conducirse como hombre no depende sólo de la inteligencia, digamos de la capacidad de razonar de cada persona. Los actos de intelección hacen posible la captación de los conceptos. Sócrates practica la epagogé (comparación inductiva), procura descubrir en las cosas los rasgos comunes que se pueden sintetizar en la unidad de su concepto, y luego trata de formular la definición correspondiente. Pero este trabajo lógico lo realiza no como un ejercicio ocioso, divorciado de la vida, sino en vista de un interés más profundo, a saber, el de lograr un concepto verdadero de la virtud, saber qué es la verdadera virtud o qué es en verdad la virtud.

Desde luego que el ejercicio del intelecto, el esfuerzo que despliega en la búsqueda de la verdad y su habilidad en evitar la ilusión del engaño, también podemos decir que es una virtud. Por eso fue que, más tarde, Aristóteles trató ampliamente de las virtudes dianoéticas (intelectuales), además de las virtudes éticas. Pero lo que interesaba a Sócrates eran estas últimas. Además, también se daba cuenta de que la posesión de conocimientos no garantiza por sí la areté humana. Es perfectamente posible que haya hombres muy sabios, pero también muy perversos. El diálogo Hipias menor está consagrado al examen de este asunto.

Para Sócrates la virtud es conocimiento, porque sólo por el proceso cognoscitivo puedo identificar el bien general. Pero ésta es una mera posibilidad, que Sócrates no se cansa de señalar. Así es como la mantiene, a manera de una hipótesis: es posible, para el hombre como ser pensante, el conocimiento del bien. Supuesto ese conocimiento, es natural desear el bien así conocido. También se supone que el bien es algo útil, en el sentido de provechoso, benéfico, que hace feliz al hombre. En cambio, la ignorancia del bien nos pone en el riesgo de confundir lo bueno con lo malo, y viceversa, y ello le reportará a la persona un daño, le hará miserable e infeliz. Es de experiencia común que la gente, en todo tiempo, siempre busca el placer, la salud, la fuerza, la belleza, las riquezas, el poder. Sócrates lo reconoce. Sólo advierte que la adquisición de cosas buenas debe procurarse "acompañada de justicia"; que hay que darles un "uso correcto", y finalmente señala que "todo para el hombre depende del alma, mientras que lo que es relativo al alma misma depende del discernimiento para ser bueno" (Menón, 79a, 88a, 89a).

 
 
 
 
 
 
 
 
   
En la investigación que Sócrates emprende sobre el concepto de la virtud, dialogando con Menón, reconoce su ignorancia. Menón compara a Sócrates con el pez torpedo, que entumece al que se le acerca y le toca, y declara: "Miles de veces he pronunciado innumerables discursos sobre la virtud, también delante de muchas personas, y lo he hecho bien, por lo menos así me parecía. Pero ahora, por el contrario, ni siquiera puedo decir qué es". A lo cual contesta Sócrates: "En cuanto a mí, si el torpedo, estando él entorpecido, hace al mismo tiempo que los demás se entorpezcan, entonces le asemejo; y si no es así, no. En efecto, no es que no teniendo yo problemas, problematice sin embargo a los demás, sino que estando yo totalmente problematizado, también hago que lo estén los demás" (Menón, 80b-c).

Su propósito era suscitar inquietud, incitar a las personas a aclararse sus creencias y opiniones, haciéndoles conscientes de la gran responsabilidad que tienen de cuidar su alma y de tomar sus propias decisiones. La consecuencia de las enseñanzas de Sócrates no podía ser más que la autonomía moral.•

Nota

Los pasajes citados de los Diálogos de Platón han sido tomados de las traducciones que la editorial Gredos publicó en su Biblioteca Clásica.

*Amadeo Peralta Adame es licenciado en filosofia por la UNAM. Fue profesor de la Escuela Nacional Preparatoria y de la Escuela Normal Superior. En 1988 obtuvo el nombramiento de profesor-investigador en la Universidad Autónoma de Baja California Sur (UABCS). Ha publicado diversos artículos de divulgación. Fue jefe del Departamento de Humanidades de la uabcs y actualmente es director general de Difusión Cultural y Extensión Universitaria de la misma.