TRAS LAS HUELLAS DE POIROT: TRAMAR EL DISEÑOKatya Mandoki |
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Tramar el diseño es como tramar un crimen.
Se trama con premeditación, alevosía y ventaja. La premeditación
está en la idea minuciosamente concebida y planeada de lo que se
va a realizar. La alevosía está, según el significado
penal del término, en poner los medios adecuados para su
realización, organizar la situación total del acto
de diseñar pensando escrupulosamente en la víctima potencial,
que es el usuario, en el contexto o escena del crimen, en las consecuencias
y fines del diseño o huellas en la escena. La ventaja está
en la habilidad, capacidad o poder especial del diseñador lograda
a través de un cuidadoso entrenamiento, o innata inteligencia criminal.
En ningún caso el fin justifica los medios, como tampoco los medios justifican al fin. Un asesinato bien tramado y elegantemente realizado no justifica un asesinato, aunque su plan haya sido genial y digno de contemplación estética. De ésta, dan testimonio las apasionantes historias de Edgar Allan Poe, Arthur Conan Doyle, Emile Gaboriau, G. K. Chesterton, Agatha Christie, Dorothy L. Sayers, Josephine Tey, Margery Allingham, entre otros. Saber tramar es un arte que estos autores han sabido apreciar y representar, pero que muy pocos diseñadores dominan. Hay dos sentidos del término tramar: el primero es planear con cuidado; el segundo es entretejer, urdir o trenzar. En ambos está el punctum, como diría Barthes, del buen diseño. Los asesinos en las novelas de detectives no matan al primero que se les ponga enfrente, como esos brutos de las películas de acción o de esta ciudad que no saben ni a quién ni por qué matan, nada más se deshacen de quienes les estorban. Igual hay diseñadores que presentan sus propuestas sólo para salir del paso con el menor esfuerzo y soluciones improvisadas. Se contentan con hacer obra, y tal obra es generalmente basura a corto plazo si bien nos va, y basura perpetua si nos va mal. El diseñador en bruto no concibe la necesidad de planear a largo plazo: diseña en la inmediatez, con escasa imaginación, y sin ponerse en el lugar del usuario. Corta y pega, revuelve e imita creyéndose muy original. Firma jugosos contratos con el Estado que carece también de criterios para distinguir el buen del mal diseño, pues su dinámica es sexenal: antes o después del sexenio sólo está La Nada. |
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El problema es que el usuario, en este caso la víctima, tendrá
que padecer las consecuencias del mal diseño, en especial si se
trata de obras no tan efímeras como el diseño gráfico
sino en escala ascendente, del industrial, el arquitectónico y,
en particular, el urbano. En ese orden perderá sus modestos ingresos
en objetos domésticos deshechables, habitará en viviendas
hostiles y deprimentes y arriesgará su vida a diario en vías
urbanas mal calculadas. En la última década se han construido en la ciudad de México puentes urbanos que ejemplifican esta mirada atomística del diseño y sus consecuencias. Tales puentes se planificaron para transformar cruces ortogonales regulados por semáforos en circulación supuestamente continua. El único problema del que se ocuparon sus diseñadores fue el de las trayectorias de vehículos, como bolas de billar. Se les olvidó considerar que tales vehículos son operados por seres humanos, y que estas criaturas son mortales. Por eso nunca se les ocurrió tomar en cuenta la visibilidad de los conductores desde los diversos puntos, su constitución anatómica y hábitos de percepción, una señalización no sólo existente, sino oportuna e inteligible, la variación en el transcurso del día de la densidad del tránsito y la velocidad diferencial de los carriles. Ignoraron a los peatones, a las paradas del transporte público, a los puestos de ambulantes que brotan donde hay una demanda social en ciertos puntos de transbordo, a los itinerarios diarios de los vecinos y a la configuración particular de cada zona en sus aspectos comerciales y residenciales. Estos puentes (como el de Tlalpan y División del Norte o el de la Glorieta de Vaqueritos) generan nudos en que se enredan quienes viran a la derecha con los de las izquierda y sólo el tenaz deseo de sobrevivencia de los conductores y algo de cortesía permite la prudente, y muy lenta, circulación a pesar de su atroz diseño. Tal enfoque restrictivo del diseño urbano que considera trayectorias de vehículos y no relaciones de personas y sus anatomías, formas de percepción y vida cotidiana, está en fase epidémica. Se injertan progresivamente parches de diseño a lo largo y ancho de la ciudad, multiplicando esta autoindulgencia de soluciones parciales a corto plazo y el padecer diario de los vecinos a largo plazo. Por desgracia, estos Rambos del diseño cuentan ya con un número significativo de víctimas en accidentes provocados por su pobre proyección. A diferencia de estos burdos malhechores, los sofisticados personajes de las novelas de detectives no sólo saben a quién, para qué y por qué, sino cuándo, cómo, de qué manera, en qué condiciones, con cuáles oportunidades y en qué preciso momento actuar. Tramar en este segundo sentido es urdir todos los elementos relacionados al crimen, como la coartada, los sospechosos alternativos con sus supuestos móviles, el medio más adecuado para desviar sospechas, el instante oportuno, la utilería adecuada para elaborar la escena del crimen, el ocultamiento de huellas y pistas sembrando otras para desviar la atención, así como el encubrimiento de los fines y medios del autor. Estos asesinos son expertos en entretejer todos estos elementos para hacer parecer el hecho en otros términos a los reales. El legendario inspector Poirot, la señorita Maple o Sherlock Holmes tienen que desmadejar la trama tejida por el asesino y diferenciar entre lo aparente y lo real. Con ellos podemos penetrar en la mente de estos inteligentes criminales y obtener una inolvidable lección para formar buenos diseñadores (en cambio, los asesinos pueden seguir igual de toscos pues no corren peligro alguno dado el índice de impunidad de nuestro país). En una de las típicas escenas de Agatha Christie, el asesino organiza una cena donde uno de los invitados se desploma de pronto. No hay huella de veneno en su copa, además de que todas las copas se sirvieron al azar de una charola. Era imposible planear y controlar que la víctima escogiera precisamente la copa envenenada. Poirot después nos aclara que este asesinato tenía el fin exclusivo de probar la dosis y la estrategia, no importaba quién fuese la víctima, así como para desviar la atención de los móviles relacionados con el próximo asesinado, objetivo principal del homicida. Al asesino no le importaba a quién de sus invitados le tocaría la copa envenenada, sólo quería asegurarse de no ser él, tomando antes la suya; además podía evadir sospechas de querer asesinar a sus huéspedes. Los asesinos de las novelas de Agatha Christie tienen además un profundo conocimiento de la química, por lo menos de la propiedades del producto que escogen: la estricnina, el bromuro, el fertilizante de orquídeas... Este producto marcará el momento y en relación a qué será ingerido. La principal cualidad de los personajes de las novelas de detectives es saberse poner en lugar del otro, imaginar cómo va a actuar, reaccionar y pensar: organizan los hechos del tal modo que casi pueden determinar la manera en que los testigos razonarán, las asociaciones que harán, lo que notarán y lo que pasará inadvertido. Planearán incluso cómo los jurados percibirán el crimen y las deducciones que harán el detective y la policía. Está el caso de Alfred Inglethorp, quien, a sabiendas de que era el principal sospechoso por ser el único heredero de la cuantiosa fortuna de la víctima, se quería hacer acusar con pruebas muy endebles dado que según la ley no se puede juzgar a alguien por el mismo crimen dos veces. El astuto Inglethorp regaba pistas para ser acusado del crimen, pero sólo ciertas pistas, ocultando la única que en verdad podría incriminarlo: un testamento cambiado; además de la única que podría liberarlo, su coartada, que planeaba mostrar al último, en el momento preciso para sorprender al jurado y ser exculpado del crimen. Esto es saber tramar, e Inglethorp lo demuestra. Pero hay que saber entramar. Poirot empieza su deducción con un fragmento de material verde, una marca fresca en el tapete, un caja vacía de polvos de bromuro, bisagras bien aceitadas, el ruido de una mesa al caer desde la habitación contigua, la firma falsificada en una farmacia, el número de las tazas de café, el fuego en la chimenea en un día caluroso y sobre todo el reloj, minuto a minuto. ¿Cuántos diseñadores saben planear los resultados de sus actos como lo hizo Inglethorp con los suyos? Suponen que diseñar es hacer obra, como un asesino que sólo le interesa el cadáver: va, le da un hachazo y se acabó. Por eso, la mayor parte de los diseñadores actúan como asesinos impulsivos, verdaderos Rambos del diseño. Sostengo, por lo contrario, que desde sus orígenes, hace algo así como dos millones de años, el homo habilis nunca diseñó objetos, como hachas, cuchillos o canoas. Lo que en realidad ha diseñado es una relación entre su cuerpo y otro cuerpo (de un animal, de un árbol, de otra persona, del agua o del sol). Al buscar sus materiales lo que tiene en mente, la imagen que se le presenta y lo impulsa a crear no es una cosa sino una acción: cortar, guardar, cobijarse, volar, vestirse, matar, flotar, despellejar, impresionar. No necesita un hacha sino cortar un árbol; no necesita un avión sino volar, no un puente sino cruzar. En eso el hombre no difiere del animal. La araña, al elaborar su red, intenta atrapar. El gato y el perro al orinar, como el grafitero al pintarrajear, intentan marcar un territorio. En fenómenos miméticos entre los insectos, como las moscas que simulan pigmentaciones semejantes a las abejas o las mariposas no tóxicas del Amazonas que presentan colores característicos de las tóxicas, lo que intentan no es el color anaranjado sino engañar a sus predadores. El pintor medieval o renacentista no buscaba un cuadro religioso sino asomarse a los misterios de la divinidad, ver y hacer ver lo inaprehensible. El diseño siempre deriva en la materialización de una acción. Es la acción, y no el objeto, la prioridad para el buen diseño, además que no hay acción que esté aislada. Lo dicho por Newton: toda acción genera una reacción , que queda entramada en una red de acciones precedentes, simultáneas y subsecuentes. Hoy esa acción parece reducirse a una sola: hacer comprar. Sus mejores servidores son diseñadores gráficos, pues han reducido su oficio a anunciar. En la medida en que se desarrollan los medios de producción, éstos parecen actuar de motu proprio diseñándose a sí mismos, a sus productos, a sus usuarios y a sus productores, optando por fabricar necesidades que se ajusten a las cosas que se fabrican. Marx lo entendió ya hace siglo y medio al afirmar que como el sujeto transforma al objeto, el objeto transforma al sujeto. Y los objetos transforman no sólo a sus usuarios, sino a sus productores. Cuanto menos se exija de una práctica profesional, tanto más mediocres serán sus profesionales. |
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Sin embargo, se sigue pensando sólo en hacer obra, como si el
diseño fuera un lenguaje constituido sólo por sustantivos:
cartel, edificio, puente, fraccionamiento, máquina, automóvil.
Las subjetividades y las interrelaciones que se generan y se entraman
en conexión a tales obras no son, en su opinión, de su
incumbencia. Síntoma de una especie de miopía generalizada
quizá por forzar la vista a percibir sólo esta inmediatez
de espacios muy cortos y tiempos no mayores a un sexenio. |
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Bibliografía Georges Bataille, La parte maldita, traducción de Francisco Muñoz de Escalona, Barcelona, Icaria, 1987. Fritjof Capra, La trama de la vida, una nueva prespectiva de los sistemas vivos, Barcelona, Anagrama, 1998. Agatha Christie, The Mysterious Affair at Styles, Londres, Bodley Head, 1920. Werner Heisenberg, Das Naturbild der heutingen Physik, citado en Hanna Arendt, The Human Condition, segunda ed., Chicago/Londres, University of Chicago Press, 1958, p.153. Steven Johnson, Sistemas emergentes, traducción de María Florencia Ferré, México, Fondo de Cultura Económica, 2003. Edward O. Wilson, Consilience: The Unity of Knowledge, Nueva York, Random House, 1998. |
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