El abuelo 
*Federico Patán

El abuelo gusta del jardín. Del jardín hacia el mediodía, cuando el sol calienta. Busca la sombra de la higuera y allí, en una cómoda silla, se queda un par de horas sin moverse. Cuando esta costumbre se inició en el abuelo, su hija (mi madre) lo vigilaba constantemente, asomándose por la ventana de la cocina, de alguna recámara. La perpetua inmovilidad del abuelo le eliminó los temores y, ahora, mi madre lo deja estar e incluso, me he convencido, agradece esos periodos de tranquilidad. No es que el abuelo sea molesto. Es un hombre cada vez más silencioso, como si habitar los interiores de su ser le fuera suficiente. Apenas come, apenas participa en la vida de familia. La costumbre nos ha hecho aceptarle esta creciente disposición. Además, dice mi padre, ¿no tiene derecho a sus costumbres? Sí, responde mi madre, pero en ocasiones siento temor. Babosadas, le responden.

Mi abuelo se acomoda bajo la higuera, de cara al rincón fabricado por los dos muros de esa parte del jardín. Muros cubiertos de hiedra y húmedos de sombra. Intrigado, una ocasión estuve observando a mi abuelo por ver si cambiaba el objeto de su mirada. A la media hora renuncié al intento. Los ojos no se le movían de aquel rincón. A las dos horas exactas, el abuelo recogía la silla, entraba en casa y se ponía en la sala, mustio en veces, hasta no ser convocado para la comida. Era de apetito modesto, pero mi madre ya no se angustiaba con tal predisposición. Es que fue un hombre de buen comer, nos explicó un día. Pero la edad quita el hambre, le hizo ver mi padre y, al parecer, mi madre quiso convencerse de tal razonamiento. También fue hombre de buena plática, fue el comentario de mi madre en otra ocasión. Mi padre volvió a lo mismo: La edad también quita el hambre de palabras.

A mí, tales explicaciones paternas me parecieron insuficientes. Un sábado tomé otra silla, me acerqué al abuelo, la coloqué al lado de la suya y me senté. Nada dije. Nada dijo. Tampoco me miró. Se diría que yo no era visible. Allí estuve una media hora. Luego, volví a la casa. Durante la comida mi abuelo puso los ojos en mi persona: "Te llamas Ángel ¿verdad?", y nada más dijo el resto del convivio. Esta vez incluso mi padre quedó un tanto perplejo. Yo no. Las palabras del abuelo fueron para mí una invitación. Así que el sábado volví a sentarme junto a él. Estaba por irme, pasada la media hora, cuando el abuelo dijo: "¿Cómo saber si nos hemos equivocado o no?", y estuve aguardando, pero nada más agregó. A la hora de la comida vino su pregunta: "¿Pensaste lo que te dije?", y los demás quisieron saber de qué se trataba: "Cosas entre Ángel y yo". Claro, mi madre vino a interrogarme: "¿Qué cosas?" Me fui por lo creíble: "Quiso saber de mis estudios", y mamá se consoló: "A lo mejor ya está saliendo de su enfermedad".

Sábado. Cercana ya la media hora de silencio, el abuelo: "Estoy seguro de haberme equivocado", y no fui tardo en preguntarle en qué. "De muchacha", y quedé sorprendido. "¿Cómo de muchacha?", pero ya no respondió, aunque en la comida: "¿Tienes novia?", quiso saber. Asentí. "Examínala bien, para que no te equivoques". Todo lo cual me dejaba perplejo, pues recordaba el matrimonio de los abuelos como muy feliz. El sábado fue lento en llegar. "¿Cómo remedias una equivocación?", fueron las palabras que me dirigió. "Primero tienes que hablarme de tu equivocación", le recordé. Por vez primera en nuestros sábados se volvió a mirarme: "¿No te lo dije ya?" Negué con un gesto. "Tras enojarme con ella acepté a tu abuela", y nada más pude sacarle en esa ocasión. En la sala fui hasta la fotografía de la abuela, colocada en lugar privilegiado en una de las paredes. "Era muy guapa", dijo la voz de mi madre. "¿Se quisieron mucho los abuelos?" La voz de mamá, todavía a mis espaldas: "Mucho. Cuando la abuela murió tu abuelo se fue hundiendo en lo que hoy ves".

Aquella noche, al ir del baño hacia mi dormitorio, el abuelo me llamó desde el suyo. De impoluto pijama, estaba sentado a orillas de la cama: "Si te enojas con tu novia, no aceptes otra por mero desquite. Siempre terminas pagándolo". Lo ayudé a disponer la cama e incluso algo lo ayudé a entrar en ella. Me sonrió. A mí, no del modo abstracto en que siempre lo hacía. "Los errores antiguos no se componen", dijo a modo de buenas noches. Lo estuve pensando. Poco antes de dormirme había aceptado la verdad de aquella afirmación. Pero también decidí un juego con el cual suavizarle las aristas. Lo puse en acción el sábado, en la media hora de acompañar al abuelo. "¿Y si uno piensa mucho en los errores cometidos?" Fácil: "Se amarga". Réplica ya preparada: "¿Pero si uno piensa en ellos para corregirlos?" El abuelo se volvió hacia mí: "¿Qué significa eso?" Hice un gesto ambiguo con los hombros: "Tenemos un mundo interior ¿no? ¿Por qué no vamos a reacomodar las cosas en él?" 

"¿Quieres decir vivir dentro lo que no pudiste vivir fuera?" Asentí. "Pero es jugar con trampas", y allí dejamos la conversación. Cuando la reanudamos, y no tuve que esperar al sábado, el abuelo dijo: "Estuve practicando", y le pregunté si había entrado directamente en su equivocación. "No, quise adiestrarme con otros errores", y me contestó luego que eran de su infancia, pero sin definirlos. Aquella noche mi madre tuvo un inusitado beso para mí: "Le estás haciendo mucho bien al abuelo", se explicó. Pienso que hubo en ella un rubor. En la comida del día siguiente el abuelo me informó de sus avances: "Ya estoy ejercitándome con accidentes de mi adolescencia" y mi padre nos miró con estupor: "Estos hablan en clave", expresó al aire. "Déjalos", pidió mi madre y ¿me habrá guiñado un ojo o lo imaginé? El abuelo parecía caminar con mayor soltura y se lo vio sonreír ocasionalmente y para sí. Con gusto.

"Ya está en las orillas de mi cerebro. Quiere entrar", y había en la voz de mi abuelo indicios de perplejidad o tal vez de pasmo. "Ciérrale el paso", le aconsejé, viéndolo así de inquieto. "Sería descortés. Recuerda que yo la cité. Eso sí, quiero darme el placer de hacerla esperar. ¿No esperé yo todos estos años?" El domingo mi padre comentó que el abuelo había recuperado mucha de su energía. Y así era. Mi madre tenía para mí atenciones desusadas; algunas incluso me parecieron incómodas por extremadas. Nunca fui a clases con la ropa mejor planchada. "Hueles a niño consentido", se burló mi novia transitoria y pensé en callarla con un beso, pero el lugar era demasiado público. Lo guardé para un momento recatado. "No ha cambiado", fue la información del abuelo el sábado siguiente. "Háblame de lo que ha ocurrido", pedí. Se negó: "Por un rato me toca disfrutar a solas. Piensa en los años que aguardé". Era consecuente respetarle la decisión.

Mi madre observaba la fotografía de su madre. "Ven", pidió. La obedecí. "Qué le notas", y me puse a mirar y dije que nada. "El sol se la está comiendo", aseguró. "Pero mamá, si aquí no llega el sol. Es la pared menos soleada de la casa". Ella seguía en su observación: "Pues será de rebote, pero se la está comiendo. Le voy a buscar otro lugar". Le sugerí que consultara al abuelo, bastante quisquilloso para esos cambios. Lo consultaron. Se negó a permitirlo. Rotundamente. "Los muertos tienen su manera de estar con nosotros. Hay que respetársela", y mi padre hizo gesto de que el abuelo padecía alguna falla en el cerebro. Un jueves mi abuelo sacó dos sillas al jardín. Las colocó una junto a la otra. Mi madre sacudió la cabeza: "Se le olvidó que el jueves no lo puedes acompañar", pero lo dejaron estar. A nadie hacía daño. Se preocuparon cuando lo vieron inclinarse hacia la silla vacía, como si escuchara. Se preocuparon más cuando, otro día, pareció contestarle al vacío. "Pero si tiene ochenta años", explicó el médico, sugiriendo que dejáramos en paz al anciano. "¿Qué si necesita hablar con el aire?"

La noche del médico me retiré antes de lo acostumbrado. Estaba por llegar a la escalera cuando me detuve. Volví donde la foto de la abuela. "¿Pasa algo?", preguntó mi madre desde el sillón donde reposaba parte del anochecer. "Sabes que tienes razón, el sol se la está comiendo". Hubo en mi madre un gesto de impotencia: "Ya sabes lo que piensa el abuelo". Quien me llamó cuando iba yo del baño a mi dormitorio: "¿Cómo era tu abuela? Se me está olvidando. La otra se mete ya en todo. Ahora quiere una fiesta", y sacudió la cabeza, tal vez lamentando aquella petición. El sábado estaba por salir al jardín, para acompañar al abuelo, cuando lo vi levantarse de la silla. Se puso ante lo que imaginé la otra, hizo una reverencia, tendió la mano y luego bailó un vals que lo fue llevando por todo el espacio libre. El sol era de otoño y el jardín mostraba su mejor atmósfera, sus colores más sugerentes. El abuelo se movía con elegancia y era difícil preocuparse al pronto, viéndolo tan hundido en su experiencia. Me alejé casa adentro, dejándolo solo con sus caprichos.

"Siéntate a mi lado", pidió el abuelo y titubeé. "No te preocupes, que hoy no está", y entonces ocupé la silla vacía. "Me está pidiendo que me vaya con ella. Pero tu abuela aún me detiene. ¿Qué debo hacer?" Lo miré preocupado. Lo había metido en un juego que me satisfacía cada vez menos. Pero luego pensé: si apenas le queda tiempo, que lo disfrute y, por tanto, le pregunté: "¿Quieres irte?" Miró el rincón de sus primeras meditaciones, como buscando allí respuesta: "La idea me atrae mucho". Pues entonces: "Espera a que la abuela ya no te detenga". Pareció asentir con un gesto: "Pero era tan terca". No la recordaba así, aunque murió siendo yo bastante niño. Fui a mirarle el rostro en la foto. Casi no estaba. Aquello parecía un daguerrotipo comido por la luz. Si acaso, dos terribles iris negros insistían en no desaparecer. Comenté a mis padres aquel deterioro. "Debimos sacarle copia", dijo mi padre con alguna indiferencia; "de ese modo complacíamos al abuelo y nos complacíamos. Demasiado tarde ya", y en eso quedó la plática. 

 
 
 
 
   

El abuelo, que esa mañana no había salido de su cuarto, pidió verme. Lo encontré acostado pero sin huellas de ningún malestar. "Logré que se fuera", y caí en la torpeza de preguntar: "¿La nueva?" Hubo reproche en aquella mirada: "No, hombre, cómo se te ocurre. Tu abuela. Por fin entendió", y entonces, tomándome la mano entre las dos suyas, "Gracias", me dijo, el rostro feliz. "Tengo que prepararme", informó entonces y lo dejé solo. ¿Sería prudente explicarle a mis padres que la culpa de aquellas singulares divagaciones era mía? ¿Los dejaría en la creencia de que todo era cuestión de la edad? Y de pronto lo supe: la edad había sido tierra fértil para mis consejos. Decidí guardar silencio. Cuando, aquella noche, volví a casa, escuché la voz de mi padre: "No, pues déjalo colgado. Parece de esos cuadros modernos sin lógica, pero si el abuelo allí lo quiere…" Me acerqué a ellos. Examinaban un marco cuyo interior era una llanura blanca, apenas rota aquí y allá por los hilos casi invisibles de ciertas orillas.

Aquella noche descubrimos que el abuelo había muerto.• 

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Federico Patán es maestro en lengua y literatura inglesas; profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Con frecuencia imparte clases en universidades del extranjero. En el extinto suplemento Sábado reseñó un libro semanal durante veinte años. En 1986 obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia con su novela Último exilio y en 1994 el Premio Universitario a la Creación y la Difusión de la Cultura. Entre sus títulos más recientes se encuentran El espejo y la nada, La piel lejana, El rumor de su sangre, También Virginia Woolf, Árboles hay y ríos, Esperanza y Ángela