LA CONDICIÓN PRAGMATICA DE LA INTELIGENCIA POLÍTICA

José Luis Orozco*

A manera de preámbulo

Mi generación asumía que la nota distintiva del pensamiento político era la solidez discursiva volcada, a su vez, en la capacidad de persuasión, la coherencia intelectual y la convicción moral para movilizar el compromiso racional. Un pensamiento necesariamente compacto en lo individual y lo colectivo, se decía, era el punto sólido de partida para las transformaciones sociales y los desafíos a las injusticias del orden establecido.

Aunque el catálogo de la filosofía política ofreciera términos abstractos polivalentes, los de justicia, libertad, bien común, democracia o revolución, se trataba de términos histórica y nacionalmente asociables a las modalidades supraindividuales de la vida social, la integridad personal y comunitaria, el trabajo y su remuneración, la salud y las condiciones de vida o la participación en las decisiones sobre el destino propio y el de los demás. Se trataba, en suma, de acuerdos, consensos, concesiones o conquistas política y culturalmente codificables al margen de su intangibilidad o inmaterialidad. Que dentro de esas categorías se colaran mitos, o ellas mismas cobraran la forma de mitos, ocasionó, en un gran golpe de la derecha del pasado fin de siglo europeo, que las representaciones intelectuales perdiesen sus contornos de utopías movilizadoras y niveladoras y se convirtiesen en meras expresiones de la arbitrariedad y la antieconomicidad de la razón y, si no de la demencia colectiva, sí del desencuentro irremediable de la inteligencia política y la productividad económica.

La enajenación del Estado

¿Cómo sucede ese desencuentro y por qué, como resultado, la inteligencia acaba por subordinarse a la productividad y la eficiencia del corto y el mediano plazos? ¿Por qué los altos círculos de la hoy llamada inteligencia global decretan el fin de aquel pensamiento sólido y lo transfiguran en débil, funcional o único, al tono de los imperativos supuestamente impersonales del nuevo orden corporativo, financiero y militar? Cuando nos hacemos esa pregunta, solemos remitirnos a una suerte de conmoción de la conciencia europea que, a partir de sus propias contradicciones y aberraciones, devora su matriz racionalista moderna y la expresa en nuestros días con el uso de los prefijos colocados ante todo lo imaginable, los posts y los des dejados hoy por la decretada conversión de la razón en locura totalitaria. Atrapados por la tradición y la defensa de la razón que aquella inteligencia declinante nos proporcionaba, olvidamos la otra cara de cualquier proceso histórico de reconversión de las ideas, la de la inteligencia ascendente. Que Europa se autodesconstruya, valga el añadido de prefijos, no significa que se desmantelen o vuelvan inofensivos los componentes ideológicos e institucionales de un capitalismo cuyas formas de dominación han fluctuado desde el absolutismo hasta la república y se han recombinado a lo largo del proceso que se abre con el Estado-nación y, presuntamente, se cierra ahora con la "desaparición" de éste dictada por un desarrollo tecnológico de repercusiones sociales simplemente prodigiosas.

Si el marxismo subestimó como meramente formal o superestructural la arquitectura de la política y las ideas, de la misma manera soslayó la politicidad inherente de las formas organizativas económicas particulares. Al reparar apenas en las unidades más ligeras y movibles de poder generadas a escala mesopolítica, esencialmente corporativa, el marxismo se concentró justamente en la figura formal última, macropolítica, la del Estado, y con ello soslayó, por lo menos hasta Antonio Gramsci, las jerarquías y los poderes montados en plena sociedad civil mediante la absorción y subordinación de sus espacios comunitarios tradicionales. Una "ciencia política" que, desde 1908, rompe en los Estados Unidos con las fantasmagorías seculares de la teoría del Estado, no lo hace por una simple insolvencia teórica o metafísica. Cuando el pragmatismo inserta la comercialidad, la mercabilidad o la competitividad en el pensamiento político, ello obedece mucho más a dictados mesopolíticos de eficiencia política y económica combinada que a la vieja racionalidad espiritual o social del Estado. Sustrato último de la soberanía, la propiedad capitalista demanda, con sus nuevas formas organizativas y corporativas anónimas, la puesta a un lado del viejo Estado monista y sus estructuras legales y burocráticas piramidales en aras de unidades autoritarias más elásticas y móviles, seccionales, sectoriales y transnacionales.

"Puesta a un lado", dejamos dicho, y no desaparición: cuando la industria y la agricultura norteamericanas se proyectan hacia el exterior a través de una dinámica financiera cuya supremacía mundial se plasma en 1916, la maquinaria pesada del Estado-nación tendrá que acomodar sus engranajes autoritarios dentro de aquella dinámica y sus formas propias de eficiencia. No se trata sólo de que sus límites territoriales formales hayan sido desbordados y que su expansión ultramarina se rehuse a ser encajonada en las rígidas y costosas modalidades estatales del colonialismo europeo. Lo que se busca es imponer un ejercicio informal de la hegemonía que vuelve anacrónica, monstruosa y antieconómica la sofisticada armazón normativa, popular y nacionalista del Estado-nación. En otras páginas he procurado esclarecer cómo la informalidad vestida de pluralismo que se postula como la característica excepcional del poder norteamericano de ninguna manera anula los vínculos de mando y sujeción que subyacen en el Estado.1 Su exclusión sistemática de la literatura política no obedece a la difuminación del dominio por la práctica democrática sino a la división entre la toma real de decisiones, a cargo del sector privado y la asunción general de costos, a cargo del sector público. Para contribuir al equilibrio y asignar el peso relativo de cada una de las unidades de poder formal e informal, el pragmatismo deslastra así al pensamiento político de los grandes caparazones inservibles y los compromisos populares. Si bien simplifica y debilita ese pensamiento, el pragmatismo jamás asume en los Estados Unidos la forma del nihilismo intelectual que acostumbramos enjaretarle, por no mencionar sus significados asociados entre nosotros y que fluctúan desde la improvisación y la negligencia hasta el oportunismo y la laxitud moral.

La gran estrategia pluralista

Históricamente hablando, no es casual que el pragmatismo remontable al sentido común de Benjamin Franklin sea profesionalizado en las universidades norteamericanas de élite en las dos últimas décadas del siglo XIX. Ante las sentencias de muerte del capitalismo y su Estado inexorablemente de clase, William James, Charles Sanders Peirce o John Dewey optan en principio por una estrategia desconstruccionista que fractura el "universo de hierro" de la gran filosofía europea y lo sustituye por el pluriverso de plástico de las nuevas unidades de poder capitalista. Ante el universo en bloque de Hegel y Spencer, y un Marx implícito en medio de ambos, la ingeniería fragmentaria del pragmatismo disuelve entonces al Estado por su pesadez y sus compromisos y, a su vez, imprime a la corporación, en un sentido empresarial y no gremial, el carácter de un núcleo reconfigurador de la vida social que está muy lejos de la condición socializadora (y sepulturera) conferida por el determinismo marxista. Lejos de quedar expuesta a un Estado monolítico e inmanejable en su omnipotencia, la organización capitalista norteamericana no sólo se escurre, relativizando aquél, a toda sentencia histórica sino revierte, fragmentándolas, las tendencias históricas totales desprendidas del racionalismo crítico europeo.

Para esto será fundamental un pragmatismo que no se contenta con pluralizar y flexibilizar aquellas tendencias sino que establece las pautas y rules of the game de su propia práctica política, más y más absolutas, rígidas y dogmáticas en la medida en que se globaliza como sistema de dominación. A partir de la noción clave del interés, el pragmatismo se sacude de toda soberanía que no sea la individual, privada en términos de propiedad y responsabilidad social. Con ello, crea para sus detentores un mundo liberado de la autoridad colectiva, liberal en su acepción posesivista, y confiere para ellos una condición emancipada de cualquier absolutismo. La política de presión, conceptualizada a principios de siglo, opone a la simple política de poder, dinástica, nacionalista, total, la concurrencia política espontánea y económicamente redituable dada entre los grupos de interés que concurren a un Estado mercabilizado por la competencia abierta a todos. Pero no hay en esa competencia una pulverización de la soberanía nacional. El carácter centrífugo de la política de presión se compensa con el carácter centrípeto de una base nacional productiva y cultural fincada en la religión, el deporte o la guerra. Luego, avanzado el siglo XX, el interés cede, sin perderlas, sus connotaciones privatistas en aras de una Seguridad Nacional que expresa mejor la soberanía del capitalista colectivo y su Complejo Industrial y Militar.

A pesar de ello, y hasta finales de la segunda Guerra Mundial y los inicios de la hegemonía militar norteamericana, el pragmatismo no asume durante los años de la hegemonía financiera simple de los Estados Unidos, ni tiene por que asumir, una configuración doctrinal que brinde consistencia al evangelismo de los negocios y el american way of life. Nunca diseñado para acoplar normativamente la teoría y la práctica de un capitalismo convenido como plural y, por lo tanto, democrático, las discusiones esencialistas le serán por completo ajenas. Lo cual, desde luego, no hace del pragmatismo una interpretación libre y espontánea del mundo, contenta con mantenerse ajena a todo absolutismo de la inteligencia. Leerlo en sus textos y circunstancias permite captar la intencionalidad subyacente de sus combinaciones entre la racionalidad, la irracionalidad y el sentido común a lo largo del ascenso hegemónico norteamericano que determina la pertinencia y la impertinencia de sus autores decisivos. A riesgo de vulnerar su propia leyenda oficial, es necesario desentrañar, de la mano de sus pensadores y su historia, la "odisea pragmática" que hoy, con el "neopragmatismo", proclama su superioridad, nada exagerada en cuanto toca a su ascendiente y difusión organizada, sobre los desconstruccionismos y los posmodernismos europeos. Conviene, empero, establecer primero que no hay en la filosofía de la pragma una libertad discursiva cuya alardeada ausencia de orientación ideológica le permite administrar liberalmente, bajo su propia sombra tutelar, los mejores repertorios de la filosofía occidental.

Del intelectual individual al intelectual corporativo

Cuando la historia de las ideas políticas era dominada por la lucidez, la simetría y la congruencia intelectuales, a veces meramente verbales, ocuparse del pragmatismo se antojaba casi una blasfemia. Al contrario, la filosofía menospreciada entonces aparece hoy en las marquesinas intelectuales como objeto principal de aprobación o de crítica sin matices. ¿Cómo aceptar que un juego de premisas y modos filosóficos de segundo rango intelectual se imponga, con sus débiles o nulos andamiajes, a lo que se consideraba, en sí, el curso ascendente del "pensamiento político occidental"? Que Platón, Aristóteles o incluso Kant o Hegel hayan sido deliberadamente segregados, subordinados o "redirigidos" en las principales vertientes del pragmatismo político no significará así, para los críticos intelectuales fuera de los Estados Unidos, y si bien cada vez menos, otra cosa que un acto de ignorancia y prepotencia por parte de quienes, a pesar de tener en sus manos la suerte del mundo, apenas si poseen ideas. En medio de un complejo universitario y de investigación financiado por el gran capital, se dice, sus intelectuales se pliegan a los requerimientos inmediatos de los sectores corporativos que promueven globalmente sus intereses empíricos y, haciéndolo, contribuyen a minimizar costos y maximizar ganancias. Así, a diferencia del marxismo que devela un destinatario histórico al que hay que enseñar y conducir, si no es que traducir y propulsar, el pragmatismo sólo instrumentaliza la voluntad de las variopintas unidades mesopolíticas que, buena o malamente, ya están allí.

Al igual que el marxismo de décadas pasadas, el equivalente de la "crítica del pensamiento político burgués" cae ahora en simplificaciones y mecanicismos y reduce las ideas dominantes a simples letanías de las nuevas y sagradas escrituras de las finanzas, la tecnología y la informática. En las fórmulas mágicas derivadas de las extrapolaciones científicas o los golpes de timón de los finismos históricos o la globalización, por no mencionar las adornadas por los prefijos de moda, aquella crítica denuncia las transferencias del viejo dogmatismo teológico y metafísico al nuevo sistema de verdad que, a su parecer, usurpa el lugar de los sistemas polémicos del humanismo. Acelerado ciertamente en el plano de la comunicación y la "inteligencia visual", el proceso nada tiene de nuevo en el plano de la política, como lo muestran los proyectos revolucionarios burgueses de Francia y los Estados Unidos y sus bases racionalistas y empiristas. Que el último de ellos señoree en nuestros días, no representa empero un triunfo liso del empirismo sobre el racionalismo. Ante quienes postulan la existencia de un "pensamiento único" que masifica la conciencia, -mercabilista, fondomonetarista y mediático, traductor intelectual del "consenso de Washington"- el pragmatismo consigna la pluralidad de las formas de entender el mundo; lo que queda por verse es si verdaderamente ese pluralismo pragmático descontamina de absolutismos y libra de las nuevas modalidades que asume el totalitarismo.

¿Hasta dónde la sustitución del genio intelectual y sus pesadillas colectivas por el intelectual corporativo y sus ambiciones y promociones y becas constituye una garantía de la erradicación de los extremismos políticos? ¿Hasta qué punto el trabajo en equipo, el de los llamados think tanks, "democratiza la investigación" y pone un freno empírico y profesional a los excesos y las fiebres del intelectual tradicional? De que hay frenos a la utopía, los hay, sin duda. Que no los hay para la prolongación y legitimación de la destructividad empresarial, financiera y militar, no los hay, y ni siquiera mínimos. Una inteligencia pautada en su entorno y ejercicio por códigos institucionales y financiamientos selectivos de las fundaciones y, detrás de ellas, las corporaciones, no significa una inteligencia sobria y socialmente responsable más allá de su rendición de cuentas contables y su eficiencia para renovar financiamientos y obtener promociones individuales. Al privilegiar la operatividad sobre el destino final de la investigación, el pragmatismo garantiza la buena hechura artesanal y, sólo indirectamente, "valores superiores". Ello, sin embargo, no lo circunscribe a una simple tecnología de bienes y servicios; su temprana orientación hacia la ingeniería social le exige atender la disposición de las demás piezas que sostienen el entramado colectivo, la religión, la cultura popular, la opinión pública y la manipulación de masas. Atenerse a un "pensamiento único", entonces, sería una contradicción pragmática ya en sí.

Del pensamiento provincial al pensamiento global

Al autoproclamarse liberado de ataduras feudales, aristocráticas o de clase, como una nueva forma de visualizar el mundo por encima de las ideologías y, sobre todo, como un paradigma que jamás traza jerarquías o controles sociales que no provengan del individuo o la ciencia, el pragmatismo propicia hoy la imagen de un pensamiento globalizable desprendido de los las-tres utópicos, los imperativos categóricos y los proyectos siempre frustrados de la razón abstracta. Más que colocarse frente al fundamentalismo en su acepción cerrada y fanática, el antifundacionalismo pragmático deja atrás los fundamentos laicos y racionales que no son funcionales al nuevo sistema de dominación global e impone y universaliza los dogmas que aseguran esa hegemonía. Debajo de la mano visible de la administración y la ciencia, la mano invisible de la economía posesivista reserva, con todos sus presupuestos teológicos, un espacio dogmático incuestionado para el ejercicio de las finanzas y la guerra. ¿Hasta dónde es posible reinterpretar y reinstrumentalizar al pragmatismo a manera de que sirva como una estrategia intelectual válida para soldar y volver viables a sociedades cuyas constelaciones de intereses no corresponden a los sistemas de negocios hegemónicos y que, por lo tanto, deben valerse del Estado y otras instancias públicas "arcaicas" para promover su desarrollo, transitar a la democracia y defenderse del exterior? ¿Cómo crear un complejo de think tanks, centros universitarios o fundaciones que impulse una inteligencia y una práctica políticas en igualdad de condiciones con los grandes centros de poder y presión?

A principios del siglo XX, la joven intelligentsia europea se regocijaba desde Florencia hasta París o Berlín con la gran promesa universalista del pragmatismo. Con todo, la trayectoria misma de ese pragmatismo a lo largo de las primeras tres décadas del siglo -la que, por citar unos ejemplos, corre de Giovanni Papini a Benito Mussolini en Italia, de Henri Bergson a Georges Sorel en Francia, de Max Weber a Carl Schmitt o Martin Heiddeger en Alemania- habla de cómo la ausencia de conglomerados empresariales dotados de iniciativa política propia volvía imprescindible o entraba en colisión con el Estado. Más allá del nacionalismo primordialmente económico de los Estados Unidos y de la uniformidad progresiva que imponían la cultura popular y la militarización en incremento, la complejidad nacional y la ausencia de consensos sociales impusieron en Europa mecanismos de conciliación y verticalización que no podían provenir sino del arbitraje superior de las instancias éti- co-políticas forjadas por las historias nacionales. En los demás países, el populismo como primera expresión del pragmatismo político periférico desembocó en conciliaciones nacionales circunscritas a periodos de movilización social y (relativo) auge económico. El resultado, en uno y otro caso, salta a la vista: allá la irreconciabilidad capitalista europea, superable después de la guerra y a medida que se americaniza, conduce a la conflagración total; en los demás países, como el nuestro, a la activación tumultuosa y la desactivación lastimosa de un nacionalismo jamás cohesionador o unificador, a los grandes negocios familiares a la sombra del Estado patrimonial, al turbio sindicalismo y, en días más recientes, a la ilusión tecnocrática.

Precisamente esta última actúa hoy como la salvaguarda de una repragmatización presuntamente más promisoria en cuanto incorpora "con plena naturalidad" a la economía mundial. Al oponerse a la acción perversa y deficitaria del Estado-nación visualizado como la raíz de todos los males previos, la llamada globalización despliega la imagen de una sociedad o aldea civil mundial en la cual, desaparecido el cáncer del Estado, la economía opera de acuerdo con las fuerzas sueltas del mercado. El "Siglo Americano" se proyecta así como el "Milenio Americano". Para serlo, sin embargo, no abdica sino multiplica los tejidos autoritarios cuya imbricación pluralista desafía las figuras monolíticas del Estado y su soberanía forjados a partir del siglo XVI. ¿Es acaso providencial que el "funcionamiento sano" del mercado mundial se engrane inexorablemente con la Seguridad Nacional de los Estados Unidos? ¿Acaso la figura del Complejo Corporativo-Militar norteamericano deja su poder y violencia potencial en manos de la mano invisible de la economía por el solo hecho de permanecer desnudo de toda connotación intelectualista estatal? Que el Estado debe redefinirse es algo inobjetable, e igualmente que en su redefinición el pragmatismo desempeña un papel esencial. No se trata, empero, de una redefinición esencialista y escolástica. La práctica profunda del poder norteamericano, menospreciada salvo cuando se habla de los procesos electorales de moda, los más superficiales de todos, es una tarea impostergable, por más que el esnobismo académico todavía eurocentrista la vea como de poca monta intelectual.

*José Luis Orozco (Chihuahua, Chihuahua, 1940). Filósofo político, es miembro del Sistema Nacional de Investigadores desde 1985 y profesor de tiempo parcial de la Universidad Autónoma Metropolitana - Xochimilco. Entre los múltiples libros que ha publicado destacan: El Estado pragmático, Sobre el orden liberal del mundo, Razón de Estado y razón de mercado, Henry Adams y la tragedia del poder norteamericano, y La pequeña ciencia.

1 José Luis Orozco, El Estado Pragmático, México, 1997, UNAM-Fontamara.