Juventud, identidad y violencia

* José Luis Cisneros

Juventud, identidad y violencia urbana son temas que me preocupan desde dos aspectos. Por un lado, la conexión que se establece con la formación identitaria del joven; por el otro, la relación creciente entre juventud y violencia, asociada en muchos de los casos a las profundas transformaciones de un Estado moderno que educa para la violencia. Un Estado apoyado en el desarrollo tecnológico y científico, que sin duda trajo consigo grandes beneficios, pero junto a éstos profundas desigualdades.

Juventud e identidad

En una primera aproximación, se encuentra estrecha similitud en la estructura de los fenómenos relativos a los conceptos juventud e identidad. Ambos son utilizados como ideas genéricas producto de diversos acontecimientos. Son fenó menos que poseen un carácter fijado en lo individual y en la perspectiva que les otorga la dimensión social.

Falsa civilización, me tienes hasta la madre, por eso platico con los perros y las moscas, y juntos sufrimos la madriza cruel del sistema en el que tú y yo sobrevivimos de puritito milagro, por eso la calle es chiquita para nuestro sentir de humanidad, queriendo liberarnos de la animalidad del Estado.

Eduardo Candelas

En este caso nos referimos a una dinámica social diferenciada de connotación puramente individual, sin que ello implique una lectura simplista que nos obligue a dejar de lado la complejidad que posee cada fenómeno por sí mismo.

Así, ambos fenómenos se presentan entrecruzados por una complejidad multidimensional, que nos hace vivir una realidad desencantada, donde pareciera que no hay lugar para el misterio o la utopía. Una realidad cuyas dimensiones se encuentran trazadas en todos sus renglones por las crisis.

Esta perspectiva ha propiciado para el fin de milenio un desquiciamiento ideológico de nuestro pasado doctrinario, hundiendo al hombre en la incertidumbre, la inseguridad, y en el plano de un horizonte confuso y caótico de lo mecánico de su cotidianidad. Una cotidianidad marcada por los desequilibrios macroeconómicos internacionales y locales.


Esta similitud de visiones sobre la juventud se hacen más íntimas y explícitas cuando encontramos que más allá de los elementos obvios o condicionantes de tipo biológico o psicológicos, se le considera como simple conflicto de identidad, como una faceta, expresada por unos cuantos a veces como manifestaciones de rebeldía o luchas, en ocasiones desencadenadas por actos violentos que transgreden la dignidad humana.

Desde esta visión la juventud no es un concepto fácil de definir. Unos se empeñan en catalogarla como un simple periodo en la vida del individuo, otros la suponen un proceso social y los más una forma de experimentación, búsqueda, confrontación, ruptura de fronteras, anarquía o búsqueda de libertad.

En estas descripciones encontramos diferentes nociones que expresan la diversidad de formas existentes de la vivencia de la juventud. Ello implica que la juventud sólo puede entenderse desde una perspectiva multicultural.1

La juventud implica, desde el contexto de nuestra cultura, dependencia y transitoriedad entre la niñez y la adultez; búsqueda de autonomía, continuidad entre reglas, códigos, normas y proyectos del grupo de pertenencia. Supone la construcción de una identidad2 heterodirigida. Esta identidad parte siempre de los vestigios culturales a los que pertenecemos. Somos algo así como una idea burda de los sueños, ilusiones, frustraciones o deseos de nuestros padres.

Sin embargo, la juventud posee su propia lógica y dinamismo, atado al mundo escolarizado, a la formación de una fuerza de trabajo, de calificación y profesionalización, de un rol de identidad, asignado por el lenguaje de la vida cotidiana, lo que implica un carácter de construcción polisémico.

La identidad es, entonces, algo con lo que nos encontramos todo el tiempo en la interacción de la vida cotidiana y en las acciones comunitarias. Esto implica que la identidad no es un acto de construcción individual, sino el resultado de estructuras sociales externas internalizadas por los jóvenes.

 
 
Estos juicios nos permiten comprender que en la construcción identitaria de los jóvenes se presupone un proceso de autopercepción3 y de reconocimiento del otro. Por ello es común la construcción de una grupalidad de adscripción de pertenencia, cuyo principio identitario se define en algunos casos por el grupo de amigos, la banda, o bien por las marcas, los objetos de consumo o las creencias estéticas, que en su conjunto no le atribuye una función dentro de la división social del trabajo.

Sin embargo, en la construcción de la identidad colectiva de los jóvenes el núcleo de pertenencia y diferenciación es el elemento simbólico. A partir de esta noción se articula el imaginario social, de sus prácticas discursivas de estigmatización, creadas y edificadas para justificar su posición en un cuerpo social que le ha clausurado toda esperanza de reconocimiento.4 Así, la identidad del joven sólo se da en una estrecha relación fundamental con sus actos, cuyo conocimiento de unidad es el resultado de un autoconocimiento marcado por la diferencia dada en el consumo.

Este consumo es lo que define ser joven, un estilo de vida homogéneo trazado por la globalización desde las principales metrópolis, un estilo de vida diferenciado subjetivamente por los espacios de apropiación territorial, trazado por el vasto mundo de las calles, las esquinas, los cafés, las discotecas, los bares, las plazas, etcétera, cuyas formas de apropiación cotidiana marcan el atributo de lo joven, al determinar en ellos una serie de disposiciones, de esquemas de percepción y apreciación de lo social.5

Los jóvenes de hoy, los que habitan en grandes metrópolis, se encuentran unidos por un solo nexo, por un sello común cuya práctica es la violencia. Una violencia inscrita en un nuevo realismo plagado de claroscuros, de penumbras, de sobresaltos y de rupturas. Vivimos una práctica social inevitablemente dolorosa, llena de conflictos y tensiones, donde la violencia figura siempre como constante en nuestra vida cotidiana, que se articula a la racionalización de una sociedad de mercado, de sus diversos niveles: económicos, políticos y culturales.

En palabras de Touraine este hiperconsumismo y marginalidad es resultado de las tensiones acumuladas, de ahí el significado particular que los jóvenes le dan a sus consumos y prácticas sociales. A través de estas prácticas culturales visualizan imágenes, valores y representaciones de las crisis. Estas imágenes de la crisis aluden a la revaloración del sentido de vida como atributo de inclusión, por un lado, y rechazo por el otro (Wortman, 1992).

Estas representaciones sociales, producto de los esquemas aludidos, marcan en el joven —dependiendo del grupo de pertenencia, de sus redes y de sus roles de adscripción— su posición en el espacio social, y la posición de los otros. Como sostiene Giddens, la participación de los jóvenes en el mundo social transcurre en el contexto de una forma de vida marcada por el aprendizaje acerca de otras formas
de vida, específicamente rechazadas, las cuales son reconocidas como disímiles o antagónicas. Pues ellos tienen otra manera de ser, de confirmar sus propias representaciones y creencias (Ayuelo, 1992).

 
 
Juventud y violencia

El código de interpretación de la realidad en los jóvenes es un concepto clave para entender la división de una socie-dad contrapuesta, marcada por la narrativa de un mundo binario. Es un referente para organizar la percepción de su espacio social, de un universo que aparece como algo inexorable, que no deja ver la potencialidad de una mejoría. Un universo que reduce a los hombres a puro movimiento, que transforma a los cuerpos en autómatas, en máquinas.

Esta es la lógica del entendimiento cotidiano de los jóvenes. De una realidad en cuya primera lección se debe aprender que sólo somos una oscura cadena de fantasmas precedidos por la violencia social. Violencia generada por comportamientos agresivos, cuyo principal nodo de relevancia se sitúa en la vivencia de las diferentes desventajas sociales.

Una violencia fruto de un claro individualismo, de un marcado egocentrismo expresado en las formas de organización social en tanto cultura, en tanto compleja estructura de un sistema simbólico específico que se condensa en la realidad de un espacio y un tiempo, que no es uno solo sino que es múltiple, como la realidad de la violencia que coexiste en nuestras prácticas sociales.

Violencia producto del miedo, del dolor, de la frustración y la confrontación con un mundo de adultos ritualizados, cuyas conductas se convierte en mecanismos violentos de acceso a diferentes bienes, a la imposición, dominio y muestra de poder. Este mundo es producto de la incompatibili-dad de las elecciones, de las formas y las expectativas que los jóvenes tienen de su realidad.

Es un mundo no anclado a la razón ni a la historia de una generación. Porque los jóvenes son emoción, pasión y sentimiento, más que razón. Esta es, sin duda, una de las causas por las cuales se ejerce violencia en la juventud, justamente por la incomprensión del mundo de los adultos, el cual es un mundo de razón, de historia. En contrapeso, los jóvenes no entienden ni quieren entender de esta razón, ni de esta lógica.6

Esta actitud defensiva, contestataria y hasta catalogada como anómica, sólo puede ser definida por el carácter de la relación social que establecen los jóvenes con su medio social, al expresar su individualidad. Primero, en torno al cuestionamiento de los modelos rígidos de la adultez: el trabajo, el matrimonio, la formalidad, la familia, la escuela, la institución, etcétera.

Segundo, como una manifestación expresada producto de la falta de aventuras en un mundo donde todo está carcomido por la rutina, el tedio, la programación, etcétera. Un espacio donde lo desconocido está anulado, no permitido y prohibido. Sin duda esta situación conlleva al joven, al niño, al adulto, al ejercicio de la violencia.7 Violencia producto de una frustración vencida por la evolución de una cultura racionalmente violenta, que establece profundas dependencias.

En este sentido, la violencia ejercida por los jóvenes es resultado de la prolongación de un infantilismo que limita al sujeto a un poder, traducido por la dependencia económica, política y moral.8 Una violencia que se nutre de esta oscura realidad, que vivimos día con día en la ciudad de México. Una violencia cuya manifestación comúnmente conocida es aquella que comienza en los espacios más íntimos, en el nodo de la familia, con el maltrato físico, psicológico y sexual, a la mujer, al hombre, a los padres, a los hijos, a los hermanos. Actos que sin duda indignan y transgreden la integridad de la naturaleza humana.9

 
 
Así, muchas de las manifestaciones de violencia de los jóvenes de las que hoy somos testigos tienen su punto de partida en la incertidumbre y la inseguridad, todo ello consecuencia de una sociedad moralmente anestesiada que se manifiesta de manera violenta en diferentes formas.10

Sin duda, un escenario de esta magnitud expone a los jóvenes a una amplia selección de imágenes extremas de lo bueno y lo malo, la riqueza y la miseria, la inteligencia y la ignorancia, el orden y el caos, que premian la excentricidad y la innovación de violentas formas de expresión, producto de una escasa tolerancia a la frustración.11

Desde luego, este medio variado y discordante suscita en los jóvenes una perspectiva relativista, y de intolerancia hacia las diferencias que les rodean y les facilitan nuevos estilos de vida. Esto les permite expresar más libremente sus convicciones, su inconformismo y su creatividad, empujándolos a elegir opciones más allá del contexto de las normas convencionales y las costumbres establecidas, que obligan a la sociedad a caracterizarlos por el dominio que ejercen sobre sus padres y sus comportamientos. De esta manera, hoy nos enfrentamos con el insólito protagonismo de los jóvenes y con su extraordinario poder (Rojas, 1999).

Es importante subrayar los enormes efectos que los jóvenes de hoy ejercen sobre los adultos y su medio cultural y psicológico, al grado de que muchos de ellos condicionan a los padres y sus estilos de vida, cambiando por completo la dinámica de la pareja y la familia. Así, estos adolescentes —que con frecuencia son fuente de gratificación para sus progenitores— paradójicamente alteran la situación económica y social de la familia, dado que en nuestros tiempos la adolescencia se hace duradera y empuja a los hijos a una convivencia cada vez más larga con los padres (ibid.).

Los circuitos del daño

Estos circuitos del daño se ven constituidos por el ejercicio de una violencia estructural que ha provocado la caída de viejos valores sobre los cuales se sostenía un sistema de creencias que permitían al hombre una convivencia social. El derrumbe de estos valores ha hundido a los jóvenes en una profunda decadencia, sostenida por el paso de la civilización y sus prematuras expectativas de desempleo, subempleo o descalificación.

Es importante subrayar que no se trata de caer en una discusión bizantina, para argumentar qué es mejor: la tradición o la modernidad. Por el contrario, intentamos hacer un señalamiento de los heterogéneos y amorfos referentes que guían los patrones de socialización y comportamiento de los jóvenes, frente a los tradicionales canales dados por la familia, el trabajo, la escuela, etcétera.

Por ejemplo, la desocupación ha llevado en muchos casos a que los jóvenes relativicen el valor del trabajo, como un instrumento que permite el acceso a una expectativa de vida diferente a la que muchos viven en la actualidad. Esto trae consigo situaciones de conflicto social, marginalidad e ilegalidad (Gingold, 1992).

Desde luego, ello implica que en la articulación de estos nuevos espacios de socialización la sociedad margine, excluya y expulse al joven, lo orille a la violencia, a la confusión. Es una sociedad que está constituida de jóvenes, pero paradójicamente no está hecha para los jóvenes.

Datos del INEGI muestran que para 1998 la pirámide de población es la siguiente: de seis a 14 años, 13,188,963 personas (6,700,840 hombres y 6,488,123 mujeres); de 15 a 24 años, 20,101,041 (10,065,931 y 10,035,110, respectivamente); de 25 a 64 años, 59,197,911 (29,164,721 y 30,033,190); más de 65 años, 4,298,857 (1,882,863 y 2,415,994). De este total, sólo 39,409,395 son población económicamente activa, con más de 12 años, 27,050,949 de los cuales son hombres y 12,358,446 mujeres (INEGI, 1998).

Como podemos observar, la nuestra es una sociedad en la que se padecen falta de espacios, oportunidades educativas, posibilidades de desarrollo y aspiraciones a un empleo. El mercado de trabajo exige altos niveles de competencia que lindan en lo absurdo, cuando nada más se puede ingresar a éste previa experiencia en el trabajo a desarrollar. Esto obliga a sólo acceder a precarias labores informales.

Lo anterior implica que los jóvenes, a pesar de la enorme influencia que ejercen sobre sus padres, modifican sus espacios sociales, subjetivos y de vida cotidiana al ver cerrada su expectativa de ascenso social, al crecer atrapados por las fuerzas de una mayor presión ejercida por los miembros de su familia.

El espacio alternativo para el ejercicio de una mayor libertad aparece en las bandas, cuya resistencia y rechazo a la normatividad les otorgan nuevas formas culturales de expresión, caracterizadas por el hedonismo grotesco que les da el mundo de la calle, plagado de aventura, emoción y espontaneidad.

¿Quién salvará el honor de la juventud?

Hace algunas décadas, juventud era sinónimo de rebeldía, de oposición al régimen social establecido, protestas contra la guerra, lucha y reconocimiento de libertad sexual, igualdad y búsqueda de un mundo más justo e igualitario; en fin, los jóvenes eran portadores de una utopía.

Hoy los jóvenes se han apartado de ese optimismo, se han hundido en la decepción y abandonado la idea de un futuro, que se desvanece como consecuencia del desencanto de la realidad económica; se han dejado atrapar en las redes de la institucionalización. Pareciera que el ayer no les importa, sólo viven el momento, el presente. No hay futuro, ni ayer, ni mañana.

Se han dejado atrapar por la inmediatez de sus actos, cubiertos en algunos casos por las prácticas del esoterismo, en otros por las opciones de la militancia clientelista, de múltiples teologías que les ofrecen la fantasía de un futuro. En fin, cautiverios en los que los jóvenes se encuentra empantanados por las sociedades de este fin de milenio, donde pareciera ser que ningún principio moral tiene sentido. Valores como el sentido de la vida, la libertad, la justicia, la democracia y el amor han sido puestos en entredicho.

Por ejemplo, el amor o afecto por otra persona —por darle una denominación— ha devenido en conflicto. Así, el amor, como expresión de un sentimiento, de pronto parece que se contrapone con el ejercicio de la libertad y la independencia personales, convertidas éstas (desde hace unas cuantas décadas) en valor supremo.

Estos juicios, aparte de los comentados, pueden ser ejemplo para mostrar de viva voz el efecto perverso de la crisis moral con la que terminaremos el milenio. Sin duda que tendríamos que meditar si queremos contribuir en la construcción de los pilares morales para un nuevo siglo.

Por ejemplo, hoy día pareciera que cuando los jóvenes se enamoran enajenan su libertad, la hacen depender de otra persona. Desde luego, esto se lo debemos a los esquemas de difusión, los cuales nos han enseñado desde algunas décadas atrás que el amor ya no significa lo mismo que para nuestros abuelos, padres, tíos o hermanos.

Sin duda, esta es una razón de peso para que los jóvenes no logren poner en claro sus intereses en una relación de pareja. Las consecuencias más evidentes, por lo menos entre ellos, es la constante insatisfacción, que trae consigo la ruptura, lo que presupone la prevalencia de los intereses individuales sobre los de la pareja, la comunidad y la sociedad.

Aquí el natural avance de la individualización, producto de la sociedad de masas, parece jugar un papel disgregador al pulverizar ciertos elementos cohesionadores, que podríamos llamar satisfactores personales, como sería el caso del sentido de felicidad, el cual ha sido transformado por la cultura de mercado.

En este sentido, lo que importa no es la felicidad sino el poder y de lo que se es capaz de hacer; poder que nos posibilita ser poseedores de todo y tenedores de nada a la vez. Así, la posesión se convierte en sustento del amor y la libertad, de la felicidad y la individualidad. Este ultimo proceso es quizás el que se ha transformado en el principal obstáculo, debido a la vocación finalista de nuestras sociedades, tal como lo hemos comentado en líneas anteriores.

 
 
   
Sociedades de la condensación del tiempo, que nos arrebatan el espacio necesario para el gozo y disfrute de los bienes más preciados por el hombre: la felicidad, la libertad y el amor. Los cuales, no me queda la menor duda, son los
más altos ejemplos de la expresión de lo humano en el plano individual, al igual que la democracia, la justicia o la equidad pueden serlo en el plano social.

De esta manera, en la cotidianidad de la vida de los jóvenes se han registrado las más profundas transformaciones. Sus coordenadas han cambiado tanto que es casi imposible reconocerlas a una distancia de apenas diez años. La vida cotidiana en las grandes metrópolis ha cambiado de manera casi insensible sus vidas. Son generaciones de transición, que padecen cambios radicales sin entenderlos del todo y sin poder adaptarse a un pasado demasiado alejado de sus parámetros culturales, ni mucho menos a un futuro que miran ajeno a ellos.

Estas generaciones han experimentado cambios en los cuales no dejan de sentirse excluidos. Igual que muchos de nosotros que aparecimos en este mundo en la década de los sesenta, a quienes nos tocó vivir la fiesta del amor libre sin acabar de entender su sentido libertario y no pocas veces con culpa, debido a la aparición de las denominadas enfermedades de la posmodernidad, específicamente el fenómeno del sida.12 Así, asistimos al nacimiento de una nueva moral sexual producto de miedos ancestrales y a favor de la monogamia, sin que comprendamos muy bien lo que nos espera.

Diez años se han convertido en un tiempo insalvable para entender a las generaciones que nos anteceden. Prácticamente nada nos une a ellas. Ni sus costumbres, ni su manera de entender el mundo. Nos hemos convertido de pronto sólo en espectadores de nuestro futuro, porque el presente tampoco nos pertenece.

De esta manera, juntos hemos vivimos el torbellino de la liberación de las mujeres y de las minorías sexuales, sin acabar de entender su significado. Sólo sabemos que han afectado profundamente nuestras vidas, y que el destino de generaciones como las de ustedes o las nuestras, la de los adultos de ayer, las de los jóvenes de hoy, las de los niños de mañana, no está claro. Lo único que sí lo está es que esta serie de libertades heredadas no nos han hecho ni más ni menos libres, ni más ni menos felices; por el contrario, han propiciado el rompimiento del individuo consigo mismo.

*José Luis Cisneros es licenciado en sociología, maestro en criminología y candidato a doctor en sociología. En la actualidad es profesor-investigador del Departamento de Relaciones Sociales de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, donde investiga sobre Violencia, discapacidad y readaptación social de sentenciados.
Notas

1 El concepto de juventud no posee un significado unívoco; por el contrario, engloba realidades diferentes. Sin embargo, existen países donde la franja de definición es marcada temporalmente entre los 15 y 29 años. Otros, la ubican entre los 14 y 29. Creemos que este criterio es insuficiente para definir la complejidad del concepto. Más bien consideramos que es un invento burocrático, que facilita a ciertas culturas el cobro de impuestos, la regulación del matrimonio, el derecho a ser ciudadanos; el consumo formal de drogas como el alcohol, el tabaco; el subsidio al empleo, las becas, el voto, la sanción penal, etcétera. Por tanto, el problema de la juventud no es algo que dependa sólo de los jóvenes; más bien es producto de las relaciones sociales y políticas de cada cultura.

2 Tenemos que definir la identidad como algo que tiene que ver con el acto, es una dimensión subjetiva (es algo que se tiene, es una especie de esencia) dada por la fuerza misma del lenguaje, del sentido común.

3 La autopercepción implica que toda identidad resulta de un equilibrio inestable. Algo así como un compromiso entre la forma en que el joven se observa a sí mismo y la heteropercepción, es decir, la imagen que los demás le devuelven de sí. Ello implica un proceso de heterodiferenciación, de distinguibilidad. Esto es justamente lo que los hace ser diferentes.

4 El imaginario social no constituye, digámoslo así, el reflejo de una sola práctica, sino que es la parte constitutiva de la práctica misma.

5 En este sentido es importante reconocer que en muchas ocasiones el discurso común de la gente y de los políticos que transitan momentáneamente por la pasarela del poder se han obstinado en calificar a los jóvenes como apolíticos. Sin embargo, en sus prácticas cotidianas de interacción suelen discurrir largar horas en torno a los acontecimientos políticos del país, las características de los candidatos, de su función pública, del empleo, la vivienda, la educación, etcétera.

6 Este juicio es importante, porque nos permite comprender por qué los jóvenes son aventureros, temerarios, arrebatados. Están dispuestos a la aventura, a arriesgar todo, simplemente porque ellos, a diferencia de los adultos, no poseen una historia trazada por el arraigo a lo material, a un núcleo de seres muy queridos, a la familia, al trabajo, a las instituciones, etcétera. Esto implica reconocer el carácter ahistórico de la juventud.

7En el caso de la ciudad de México las cifras muestran que las infracciones cometidas por menores en el primer trimestre de 1997 fueron 2,516; 310 de mujeres, 2,206 de hombres. En 99 se cometieron lesiones que ponen en peligro la vida; en 95, lesiones simples; 42, homicidio agravado; nueve, portación de arma prohibida; siete, homicidio simple; y cuatro, tentativa de homicidio. En enero y los primeros días de febrero de 1999 hubo 19 accidentes con homicidio agravado; 18 con lesiones simples; 13, lesiones que ponen en peligro la vida; ocho, portación de arma prohibida; cuatro, tentativa de homicidio; tres, homicidio simple intencional (Herrera, 1999).

8 Este infantilismo, producto de la dependencia, es también resultado de la anulación de las fantasías. Las fantasías son una forma de canalizar la frustración, y cuando se carece de este ejercicio el joven canaliza su frustración de manera directa, hacia los objetos o sujetos que le rodean. Esto explica algunos actos atroces que son por todos conocidos, gracias a la divulgación de los medios de comunicación.


9 Muchos de estos actos de violencia cometidos por jóvenes obedecen al fácil acceso que tienen a las armas, muchas adquiridas en el mercado negro provenientes de Estados Unidos. Por ejemplo, según datos de la revista Newsweek de las pistolas Smith & Wesson, calibre 40, en 1986 se manufacturaron 692,977; en 1997, ascendió a 1,036,077. De este total, se exportaron, en el primer caso 16, 657; en el segundo año, 44,182. De la misma marca, el revólver modelo 19, calibre 367 mágnum, se fabricaron en 1986 734,650; en 1997, 370,428. Se exportaron 103,890 y 63,656, respectivamente. De la escopeta Shotgun, 12-gauge, en 1986 se fabricaron 641,482; en 1997, 915,978. Se exportaron 58,943 y 86,263 en los años respectivos.

De la marca Machine Gun, ametralladoras Uzi 9 mm se produjeron en 1986 41,482; en 1997, 67,844. Se exportaron 24,781 y 20,857, respectivamente. De los rifles Máuser 7 mm se fabricaron en 1986 970,541; en 1997, 1,251,314. Y se exportaron 37,224 y 76,626 en cada año.

El artículo da cuenta de la cantidad de homicidos que se cometieron con este tipo de armas en Estados Unidos. Sin embargo, no sabemos a ciencia cierta cuántas de éstas llegaron al mercado negro de nuestro país y mucho menos cuántos delitos se cometieron con ellas ni quiénes los cometieron. Lo cierto es que estas cifras nos dan mucho qué pensar acerca de la violencia que se vive día con día en nuestra metrópoli (Newsweek, agosto de 1999).
10 El notable crecimiento de la delincuencia juvenil que vivimos los citadinos es contemplado como un hecho más de nuestra vida cotidiana. Pero si queremos un futuro más justo y seguro, tendremos que buscar respuesta a este problema. Un dato en torno a este fenómeno en nuestra ciudad es el referente al robo de vehículos, en el cual la participación de los jóvenes aumenta dramáticamente día con día. Según registro, en 1998 el número ascendió a 43,210. El robo con violencia presenta una evolución constante. Mientras en 1994 19% del total de robos fueron con violencia y 81% a vehículos estacionados, en 1995 33% corresponde al primer rubro y 67% al segundo. En 1996 sube la primera a 37% y disminuye la segunda a 63%. Al año siguiente encontramos 39% y 61%. Y en 1998, 48% y 52%. Las marcas más robadas en este ultimo año son: VW Sedán, 11,437; Tsuru 4,193; C Nissan, 1,646; Golf, 1,469; Spirit, 1,321; Ford, 1,173; GM, 1,052; Combi, 807; Panel, 779; Shadow, 708; Windstar, 673; otros, 15,469 (datos del periódico Reforma).

11 Con esta idea pretendemos hacer referencia al desorden del paisaje urbano, al cual muchos jóvenes contribuyen pintarrajeando las paredes de la ciudad, al fascismo contra el cuerpo, a la automutilación, al tatuaje, a su negra vestimenta, que no es otra cosa más que la expresión de una ausencia de luz, de proyectos, de alternativas.
12 El sida es sin duda una de las nuevas enfermedades, pero lentamente dejará de ser una pesadilla que nos quite el sueño. Sobre todo porque en los últimos años se han desarrollado más de 30 vacunas. El caso más reciente de éxito es el del aidsvax, que en la actualidad se distribuye en Tailandia, y que ha probado su éxito en una población de 2,500 personas infectadas. Lo que sí es preocupante es que, según datos del Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos, aparecen en promedio 16,000 nuevas infecciones cada año, que arrojan una cifra de mortalidad al 100 por ciento (www.sexo.com.mx).

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