RECTOR GENERAL

Dr. Fernando Salmerón Roiz
(9 de octubre de 1979- 17 de noviembre de 1981)

Discurso pronunciado en su toma de posesión.

Señor Presidente en turno de la H. Junta Directiva;
Señores Miembros de la Junta;
Señores Miembros del Colegio Académico;
Señor Presidente del Patronato;
Señores Miembros del Patronato;
Señores Rectores de Unidad;
Señor Dr. Juan Casillas García de León, ex-Rector General de la Universidad Autónoma Metropolitana;
Señoras y Señores:

Estas palabaras debieran ser sólo de agradecimiento. Debieran quedar reducidas a expresar a la Junta Directiva, mi gratitud por haberme designado Rector General de esta Universidad, y, por supuesto, mi gratitud a todos los universitarios que de una u otra manera , participaron en el proceso de auscultación, llevado a cabo por la Junta a partir del mes de septiembre, que culminó con mi nombramiento. Finalmente, aunque no en último término, debieran también dejar constancia de la gratitud de la Institución entera a quienes han trabajado en ella desde sus inicios, quienes planearon su organización y prepararon los primeros estudios que hicieron posible una empresa educativa de características propias dentro del cuadro general de la educación superior del país; un régimen de desconcentración funcional y administrativa, que tiene que ser acrecentado para adecuarse al crecimiento de la Universidad; una organización por divisiones y departamentos, que la experiencia debe ayudarnos a perfeccionar; una libertad en la vida académica de las Unidades, en la definición de las especialidades profesionales y en las modalidades de la enseñanza, cuya sana diversidad permanece bajo la vigilancia del Colegio Académico y que éste debe evaluar de manera sistemática; en fin, una efectividad en la participación, a través de los órganos colegiados que registra la Ley Orgánica y de otros que ya operan y que han de ser incorporados a la legislación que el Colegio Académico debe expedir. Estas y otras características han marcado a nuestra Institución desde sus comienzos y, de algún modo, señalan también las líneas de su desarrollo futuro.

Los últimos cuatro años, justo aquellos durante los cuales permaneció como Rector General el Dr. Juan Casillas, han sido decisivos para la vida de la Universidad. A una primera etapa de planeación y arranque en la que el Arq. Pedro Ramírez Vázquez desempeño el mismo cargo, siguió esta etapa de crecimiento y consolidación. Quienes sirvieron a la Universidad esos seis años en puestos de decisión, en la investigación y en la docencia o en el trabajo diario de apoyo a esas funciones, han asistido a un proceso ciertamente difícil de repetir. Yo dudo que cualquier forma de homenaje pudiera darles una mayor satisfacción que la de haber intervenido en el nacimiento de una Universidad que surgió con gran ímpetu y ha podido crecer a un ritmo todavía difícil de modelar.

Los años que vienen, tal vez no resulten distintos en cuanto al impulso y al crecimiento, pero exigirán de los universitarios un intento adicional. Si se me permite una expresión metafórica -y ciertamente exagerada-, diré que durante los años pasados se ha desarrollado el cuerpo de la Universidad de manera sana y ha cumplido normalmente sus funciones, pero que el esfuerzo ha sido tal que ha impedido un desarrollo igual de sus facultades espirituales. No en el sentido de las funciones propias de su natural eza -la docencia, la investigación, la difusión cultural-, sino en el sentido de la conciencia de sí misma, de la tarea de pensar sobre sí misma en tanto que Universidad, sobre sus propios órganos y funciones para definirlos con precisión y vigilarlos en todas sus posibles consecuencias.

El esfuerzo adicional para los próximos años se dará en el intento de pensar muy bien lo que queremos hacer como Universidad y de decir con precisión lo que pensamos; no sólo para hacer más limpio el juego de nuestras relaciones internas, sino para dar claridad a la posición que nos corresponde dentro de la sociedad mexicana y al papel que representan en su seno nuestros egresados.

Por tales razones, estas palabras que debieran ser sólo de gratitud, tienen que añadir una declaración de preocupaciones.

Pocas veces, a lo largo de una historia de siglos, la Universidad como tal ha sido tan seriamente puesta en cuestión, como en la década de los años sesenta. Quizá por eso, la fundación de una Universidad nueva parezca exigir un esfuerzo de inteligencia y de imaginación, por encima de lo requerido para explicar la marcha de otras instituciones menos complejas. El mero enfoque de los problemas obliga a revisar los planteamientos a primera vista más obvios y a buscar interpretaciones menos simples para los mismos hechos.

Un aspecto del problema de la autonomía, para acudir solamente a un tema recurrente entre los universitarios, puede contemplarse como un asunto acerca de las relaciones entre las universidades y el Estado. Desde el punto de vista jurídico, autonomía quiere decir autolegislación: facultad propia de ciertas entidades para darse a sí mismas normas de derecho. Esta capacidad supone, en las universidades, la toma de decisiones sobre organización interior, al menos en el orden académico, de gobierno y financiero- sin ningún control externo. La autonomía es relativa al menos a estos órdenes de la vida interna y tiene su fundamento jurídico en la ley que dicta el estado, pero su sentido no se agota en la disposición de derecho.

El sentido de la autonomía va más allá de la mera distinción jurídica y obedece a realidades de orden social: la naturaleza de la institución universitaria y la calidad específica de sus funciones. Es por esto que la Universidad pertenece a la nación; no forma parte del Estado propiamente dicho.

Vale reconocer que se pueden dar en la realidad casos de sociedades que integran a sus universidades dentro del Estado, para cumplir funciones específicas de transmisión de valores, de investigación y de formación profesional; como integran a sus intelectuales, a sus cuadros oficiales para neutralizar su función crítica. Se propicia así un Estado sin interlocutores y sin opinión pública donde, al menos en apariencia, sólo el Estado mismo puede operar, en la vida de la cultura, como sujeto de acción histórica. O pueden darse también situaciones más o menos transitorias de asociación entre Estado y universidades, como la acontecida en los Estados Unidos a partir de 1941, que hizo crisis al fin de la década pasada.

Una interpretación bastante generalizada concibe estos fenómenos sociales de otra manera: centra su interés en las sociedades que protegen la autonomía de sus universidades y señala esta autonomía como una distinción meramente jurídica que oculta, con la complicidad de una ideología que propone ideales educativos de verdad y de crítica, una realidad social única que es el Estado. Pero se trata de un estado concebido como un simple instrumento manejado a voluntad por la clase dominante, que cumple a la vez funciones económicas, ideológicas y represivas para reproducir las condiciones de la producción que la sociedad requiere. La Universidad con todo el sistema educativo viene a ser, en esta interpretación, un aparato ideológico de Estado cuyo papel consiste en mantener la unidad y la cohesión social, para que puedan mantenerse y reproducirse las condiciones de la producción.

Al lado de este aparato educativo, según este generalizado punto de vista, funcionan otros aparatos ideológicos con la misma misión de adoctrinar y de inculcar la ideología de la clase dominante. Y funcionan además los aparatos represivos que, sin embargo, constituyen un subsistema dentro del estado, provisto de una mayor unidad interna, frente a la cual los aparatos ideológicos disponen de una autonomía relativa. Pero fuera de ellos no hay nada. Todo es Estado. Hay solamente las funciones económicas del Estado y sus aparatos ideológicos y represivos.

La misma autonomía relativa de la universidad y de los aparatos ideológicos no resulta fácil de explicar -a menos de acudir para esta explicación a meros desajustes de poder, porque la distinción jurídica no responde a ninguna realidad social. Dentro de los aparatos ideológicos mismos -dentro de la Universidad, por tanto-, la explicación de las discrepancias deriva del hecho de que en toda formación social existen, además de la dominante, varias ideologías contradictorias referidas a clases y a facciones en pugna. Y en esta lucha por el dominio, las facciones y los grupos pueden hallar refugio e incluso plazas fuertes que defender dentro de las instituciones. Pero detrás de sus esfuerzos de argumentación, de su aparente búsqueda de la verdad, de su diaria tarea por compartir avances del conocimiento o de llevar fuera de la universidad los frutos de su esfuerzo, no hay otra cosa que el juego del poder.

Yo confieso que la interpretación aquí esbozada me sedujo algún tiempo; su aparente simplicidad parecía descubrir de un golpe el tapiz por el revés. Pero la verdad es que la experiencia vivida en las universidades mexicanas no coincide por completo con esta manera de entender los fenómenos que ahora considero falsa. Y si no hubiera otros testimonios, bastaría el hecho de la fundación y de la construcción en marcha de una Universidad como la Autónoma Metropolitana, para obligarnos a reconsiderar todas las tesis de esa interpretación desde su origen. Así de impresionante ha sido el esfuerzo de un grupo numeroso de universitarios que han apostado en favor de la educación de sus compatriotas en una época en que, como en ninguna otra, puede ponerse en duda el valor de su empeño. No solamente han dado pruebas de autonomía y de independencia de criterio, sino que han puesto al servicio de su empresa educativa su confianza en la ciencia como búsqueda de la verdad y trabajan en la investigación de nuestra historia cultural convencidos de que toda ruptura sólo cobra sentido sobre la base de una tradición de que se es dueño. No sólo han intentado innovaciones en las modalidades de la enseñanza y en el diseño de las carreras profesionales, sino que dejando a un lado patrones de imitación han buscado, con plena claridad en las consecuencias de su intento, corregir distorsiones de la sociedad mexicana e influir en sus cambios.

Ahora bien, el origen de la interpretación de la universidad, como mero aparato ideológico de Estado, se encuentra en una distinción de Hegel, el último representante de la filosofía política clásica. Y por supuesto, en el desarrollo posterior de un ideal político que supone la necesidad de eliminar lo que parece ser una escisión de la sociedad, para lograr la identidad humana. Frente a la sociedad civil, como el conjunto de los hombres concretos aislados por sus intereses cotidianos, el filósofo separó al Estado como expresión de la voluntad general y como fin en sí mismo. Pienso que la distinción puede ser útil todavía, con tal que cambiemos los términos con que Hegel intentó describir la sociedad y los ideales políticos de su tiempo. En este caso podríamos considerar a la Universidad como parte de la sociedad civil -y no simplemente como un aparato de Estado.

En la sociedad civil de nuestro tiempo, se dan también los individuos concretos con su propia conciencia moral, con sus mayores o menores capacidades críticas: los intelectuales y los artistas son el ejemplo extremo. Pero se dan también las instituciones cuya acción política se gasta en la defensa de las condiciones de existencia y desarrollo de la cultura. Por eso la primera exigencia de la vida universitaria es la amplitud de espíritu: una actitud de apertura máxima hacia todas las posiciones filosóficas e ideológicas, puesto que quiere hallar lo que une a los hombres en el servicio de los valores culturales. La conciencia del valor insustituible de la libertad para el desarrollo de la cultura, es una de las certidumbres más firmes que han conquistado los tiempos modernos. Pues bien, una de las instituciones estratégicas de la libertad, también una de las de mayor fuerza moral y de mayor prestigio intelectual en la historia contemporánea, es la universidad.

El reconocimiento de la autonomía desde un punto de vista jurídico no es otra cosa que la aceptación de las condiciones sociales que la universidad requiere por la propia naturaleza de sus funciones académicas. El hecho de que en su seno se dé el enfrentamiento de los ideales y tenga lugar toda forma de disidencia intelectual, es ajeno a cuestiones de poder, y deriva del lugar propio que corresponde a la universidad por su función social. En todas las ciencias, la marcha de la investigación es un constante ajuste entre conjeturas y refutaciones, y un reemplazo de paradigmas; la educación en todos sus niveles, pero sobre todo en la cúspide, es un esfuerzo por afirmar y robustecer la conciencia crítica; y la transmisión de valores sociales no es mero adoctrinamiento, sino revisión permanente -continuidad y ruptura-, y exhibición de las correspondencias entre los valores y las realidades sociales en que éstos se descubren y sobreviven. De todo lo cual emana la exigencia de un pluralismo de las teorías y de los métodos.

La autonomía de las universidades públicas en México, garantiza con la ley, la libertad de una institución que se negaría a sí misma como realidad social sin esa libertad.

Antes de haber cumplido dos años de trabajar en esta Casa, he recibido una nueva distinción que otra vez me premia con exceso. Como un universitario más, al recibir el honor que me acaba de ser dispensado por la Junta Directiva, declaro que la firmeza de mi voluntad queda al servicio de esa institución y de esa libertad.

*(transcripción tomada de la Memoria de El Colegio Nacional, Tomo IX, Núms. 2, año 1979)