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Me pregunta si hablo otros idiomas. Me gustaría mucho aprender francés, me
encantaría leer a los escritores franceses en su lengua, le respondo. “Aunque una
buena traducción puede proyectar la calidad de la obra, no te niegues el placer de
leer en francés. Creo que una buena traducción también depende del género: en
poesía, muchas veces, resulta más difícil proyectar esta verdadera calidad”.
Al tocar este tema, me cuenta que está un poco preocupada por no encontrar
sus obras completas de Flaubert en francés. Me ofrezco a ayudarle a buscarlas. “No
te preocupes”, me dice.
Intuyo (desde hace tiempo lo he presentido) la publicación de algún libro con
su firma. Un compendio de poemas; una novela. Pero ella me confirma (y quisiera
pensar que en realidad está mintiendo) que nunca hizo narrativa; sólo publicó una
hoja con cinco o seis poemas, “y punto. Eso se acabó, fue un destello juvenil. Luego
me dediqué a ser mamá cuando tuve a mi primer hijo”.
Michèle empezó su relación con Tomás Segovia a los dieciseis años. Dos años
después se casaron. Dio a luz a los veintiuno. Cuando se divorció, vivió cinco años
en Guanajuato dando clases de francés y latín.
Años después, Michèle se instalaría en Tepoztlán, inspirada por Tomás, quien
tenía una casa allí. “Cuando yo estaba tronando con Juan García Ponce vi en el pe-
riódico que se vendía un terreno”.
Me cuenta también de sus hijos: “Rafael se gana la vida traduciendo. Mariana
es multifacética: escribió una novela, creo que la van a publicar, ha sido actriz y toca
el clavecín divinamente. Y Pía es fotógrafa, vive en París. Siempre estoy en comuni-
cación con mis hijos”.
Al hablarme sobre la actividad de su
hijo mayor, pasamos, ahora, a sus traduccio-
nes de Pierre Klossowski.“Juan García Pon-
ce, que era mi pareja en esa época, le daba
forma, pero quien sabía en realidad francés
era yo”. No le gustaría volver a traducir, es
un “trabajo pesadísimo”.
Le pregunto si conoció a Klossowski,
un hombre con fama de ser muy accesible.
“No. Siempre tuve su dirección enmi libreta,
pero no sé por qué, nunca lo vi, ni le escribí”.
Como un goteo invisible, la historia
pasa sus filtros por los hechos y distorsiona
cualquier imagen fidedigna de la realidad.
Michèle vivió con cercanía un periodo
central de la literatura mexicana, un perio-
do que “nunca percibí desde afuera. Sólo
eran los cuates, unos escribían, pintaban
o no hacían nada. Creo que muchos no se