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de composición con el que habría dibujado y pintado

Los ciegos

de1914.

Grosso

modo

la estructura visual es la siguiente: el modelo o los modelos, aparecen en un

primerísimo plano con un edificio religioso del periodo virreinal de fondo. Bajo

ese esquema pintará, poco después, varias de sus mejores obras:

La criolla del rebozo

(1916),

Retrato de Don Artemio de Valle Arizpe

(1916),

Alicia

(¿1917?),

La criolla de la

mantilla

(1917) y

Viejecita

(1917).

1

Contra la idealización de varios historiadores,

López Velarde y Herrán no se conocieron en Aguascalientes sino en la Ciudad

de México, muy probablemente a comienzos de 1912, año de su primera resi-

dencia en la capital del país que concluiría con el cuartelazo de febrero de 1913;

2

posiblemente por intermediación de amigos comunes, Pedro de Alba o Enrique

Fernández Ledezma, antiguos compañeros de letras del Instituto de Ciencias de

Aguascalientes y de la revista

Bohemio

, el poeta y el pintor iniciaron una amistad

de mutuas correspondencias espirituales.

3

A finales de noviembre de 1915, comenzó a circular el primer libro de poemas

de José de Jesús Núñez y Domínguez (1887-1957); bajo el título de

Holocaustos

y

editado por el semanario

Revista de Revistas

, el autor del volumen, además director

de la popular publicación, mostraba sus versos iniciales en el solar de la poesía

mexicana en un momento en que el regente mayor recaía en la figura de Enrique

González Martínez.

4

La portada de dicho volumen contó con una colorida pieza,

1

Cuando aparece la revista

Pegaso

, el 8 de marzo de 1917, la portada del primer número del semanario

—obra de Herrán—, muestra a los lectores un caballo alado que sobrevuela una ciudad donde sobresalen,

especialmente, dos cúpulas. De nueva cuenta, la imagen de la revista animada, Enrique González Martínez,

Efrén Rebolledo y el propio López Velarde, hacía énfasis en torno del redescubrimiento y fascinación del

arte de la Colonia; por algo decía el arquitecto Mariscal: “México es un país de cúpulas”. Justamente, en las

páginas de

Pegaso

, Manuel Toussaint escribiría una columna titulada “Arte colonial” con la cual daba inicio

a su trabajo excepcional como investigador de la arquitectura del periodo virreinal. Además, como lo estudió a

plenitud el historiador Guillermo Tovar y de Teresa, la imagen del Pegaso se encuentra fuertemente relacio-

nado con la fundación de la Nueva España; alegoría y símbolo, el corcel alado marcó desde su constelación

sideral el territorio novohispano y se afirmó como vencedor de la serpiente mesoamericana, equivalente de la

funesta Gorgona; como prueba de su presencia capital, sobrevive en el Palacio Nacional una hermosa fuente

del tiempo de los virreyes, coronada por un Pegaso emprendiendo el vuelo.

2

La mayoría de los críticos velardianos están convencidos que el poeta dejó la capital durante los días de

la Decena Trágica; la mención que hace el propio López Velarde en su crónica “La Avenida Madero” subraya

con ironía esa ausencia en la capital: “Por ello he sido un observador suficiente de las congestiones políticas,

menos

cuando en la banqueta del

Cine Palacio

, al consumarse el Cuartelazo, me robaron el reloj unos ener-

gúmenos que vitoreaban a la Ciudadela”. (Martínez:

Obras

: 473). Las cursivas son mías. El cinematógrafo

aludido no es otro que Palacio Nacional donde se hizo la detención de Madero y Pino Suárez y así comenzaría

la decena de terror capitaneada por Victoriano Huerta. Los golpistas se atrincheraron en la Ciudadela y, desde

ese enclave, lanzaron artillería rumbo al zócalo de la ciudad. Según su amigo, Pedro de Alba, el autor de

La

sangre devota

no era afecto al uso del reloj; cuando se le preguntaba por “esa insólita costumbre, respondía en

el acto: ese magnífico instrumento no me hace falta porque el día sólo tiene veinticuatro horas…” (De Alba:

RLV

: 6). Ese tiempo de metralla y traición no lo cronometraría el minutero del zacatecano.

3

Precisamente, Pedro de Alba refiere un pasaje en el taller del pintor, después de narrar la visita al jardín

japonés de Tablada: “En el estudio de Saturnino Herrán que se había vuelto nuestro remanso y nuestro ateneo,

conocimos algunos meses después a Efrén Rebolledo.” (De Alba:

RLV

: 33-34)

4

No sé si resultó ineludible que el jerezano reseñara el libro de su futuro editor. Pero lo hizo, sin me-

noscabo alguno de su credo y gusto poéticos, dejando realmente en malos términos al libro del “Vate” nacido