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obra del artista tapatío Jorge Enciso recién desembarcado de Europa. Muy posible-

mente, en este mismo mes dedicado a los muertos, los editores de

Revista de Revistas

preguntaron a López Velarde qué pintor le llenaba el ojo para acompañar la tapa

de su libro debutante. ¿Le gustaría un cuadro de Roberto Montenegro o de Germán

Gedovius? ¿O se inclinaba por una pintura de Alberto Fuster o de Ángel Zárraga,

el artista mexicano con mejor cartel en Europa?

Tal vez,mucho antes de formularse esa interrogante, el enamorado de Fuensanta

tenía ya la respuesta: el único artista plástico mexicano que empataba con su

anima

mundi

era Saturnino Herrán. Ambos habían nacido en un enclave cultural pareci-

do. El padre del pintor, José Herrán y Bolado, originario de Zacatecas, fue poeta y

dramaturgo además de dueño de la única librería de Aguascalientes y docente del

Instituto de Ciencias; en esta ciudad nació y estudió el futuro pintor, en un ámbito

de familia próspera y socialmente reconocida,

status

que vendría a interrumpirse

con la muerte del patriarca en 1903. Ese año fatídico debe partir con su madre,

en Papantla, Veracruz: “Yo sé bien que Núñez y Domínguez se cuenta entre los descontentos de sus propias

obras, entre los irreductibles descontentos.” Cierto, regala unos elogios para que no resulten tan ásperos

renglones como estos: “Nacen sus ideas voluptuosas y crecen tristes, y, vertidas en un lenguaje de natural

petulancia…”. Para colmo de posibles incomodidades, la nota se publicó en la misma

Revista de Revistas

el

12 de diciembre de 1915. Como en muchos otros momentos de la vida del poeta, su franqueza habitual no tuvo

repercusión que lamentar: en poco más de un mes, la imprenta del conocido semanario capitalino, puso en

circulación

La sangre devota

.