El desfile del
humor y la angustia
Notas sueltas sobre la plástica de Xavier
Esqueda
Luis Ignacio Sáinz
En la articulación
de los tres registros, el neurobiológico, el
psicológico
y el sociológico, se encuentra el agujero negro de nuestros
conocimientos que
ninguna metodología actual, ningún modelo, ningún
concepto permiten abordar...
Edouard Zarifian: Les jardiniers de la folie, Editions Odile
Jacob, 1988.
Xavier
Esqueda (1943) asombra con plenitud en su persona y en su obra, más
allá de los convencionalismos que han entronizado como canon un
discurso plástico higiénico, neutro y complaciente, asociado
las más de las veces con la abstracción. En su despliegue
artístico comparece con humor, también con ironía
y angustia, a despecho de quienes pretenden erigirse en hermeneutas o monos
gramáticos, dada la tentación asumida por la crítica,
y sus inquilinos los críticos, de intelectualizar toda creación,
otorgándole o imponiéndole sentidos seguramente ajenos a
las obras, si es que los tuviera claramente identificados el propio autor.
Se empeña en denunciar la tiranía
del concepto; reivindicando, al revés, el imperio de los sentidos,
la fortaleza de la intuición, la delicia del sueño, el horror
de la vigilia, la agudeza del resentimiento, frente a una materia que obstaculiza
su transformación, de cara a una emoción o una idea que rehusan
duplicarse en los lienzos. Y ello para demostrar, a final de cuentas, la
maestría de este pintor ajeno a escuelas, discípulos y dogmatismos;
salvo la excepción dolorosa de Enrique Guzmán (1952-1986)
quien admitía, con honestidad y orgullo, su deuda técnica,
de imaginería, libertad asociativa e hiperrealidad con Xavier Esqueda.
En su pureza, resulta perfectamente capaz
de renegar de sí mismo, desandando aciertos del pasado, con tal
de encontrar, inventar o descubrir nuevas soluciones que jamás convertirá
en fórmulas. Ese quizá sea su estigma o su mérito:
la novedad por convicción, la incapacidad espléndida para
plagiar su propio patrimonio. Vive deprisa, pinta sin cansancio; ya no
busca, hace mucho tiempo que cesó en ese empeño, ahora solo
encuentra. Se desplaza gozoso y triste en su archipiélago onírico,
sin hacer caso de prohibiciones, incluyendo las sirenas y sus cantos; hundiéndose
regocijado en asociaciones libres; dejándose llevar por el batir
de antiguas dolencias; confinado por decisión personal en soledades
varias.
Morador de la memoria y la sorpresa, Xavier
Esqueda disfruta sus delirios infinitos y sus extravíos múltiples,
siempre desdoblados en fantasías hirientes o inútiles llamadas
de atención, aprovechándose de nuestra vacilante y tímida
morbosidad. Esa que se muestra en la avidez por desnudar sus cuadros, por
despojar a las víctimas de sus túnicas, por alterar la disposición
de los objetos cotidianos. Conserva intacta, virginal, su pasión
atávica por Giorgio De Chirico (1888-1978); estableciendo con el
italiano, de los desiertos urbanos y los amenazantes maniquíes,
una relación de eco y correspondencia que lo cubre y proyecta, dotándole
de pulso, ánimo decodificador y luminosidad.
Se trata de una obra escurridiza por vocación,
esquiva de las taxonomías, que imperativamente demanda su comprensión
a pesar de todo. Esto ocurre así por la incapacidad que padece el
sujeto de conocimiento para ceñirse al disfrute sensorial y directo
de aquello que observa. Resultaría imposible para seres como nosotros,
auténticos dioses con prótesis, disfrutar los elementos primigenios
de una composición. No estamos en condiciones de evadir la reflexión.
Nuestro placer es de segundo grado: pensar
el objeto de nuestro deseo y predicarlo instantáneamente. Xavier
Esqueda se afana en recordárnoslo con el caudal de síndromes
que jaspean su composición plástica: delirio, angustia, melancolía,
agitación, discordancia y alucinación, entre una miscelánea
por demás seductora.
Nada contradice el hecho de que la producción
artística sea una gramática descifrable, que no unívoca,
una totalidad plural de sentido. En consecuencia, la interpretación
se refugia siempre en los modos condicionales y en la riqueza de intenciones
y/o significados, de aquello que motiva la reflexión y el intercambio
simbólico que establecen creadores y voyeurs, autores y cómplices,
artistas y consumidores.
Prisionero al fin de mi subjetividad, tan
válida y arbitraria como cualquiera otra, emprendo un tránsito
del reconocimiento de semejante límite insalvable hacia el ofrecimiento
de mi propia versión de tan exquisitos cadáveres plásticos,
mortajas relucientes de Xavier Esqueda, dignas de Juan de Valdés
Leal (1622-1690) revisitado en El triunfo de la muerte y en las
famosas postrimerías Finis gloria mundi e In ictu oculii,
con quien comparte el delito del deleite: La obsesión por conciliar
la invitación erótica y la insinuación de la violencia,
esos ruidos alquímicos de la nigredo y la putrefatio.
Agruparé algunos de los lienzos
en series imaginarias para facilidad de mi lectura, limitándome
a una enunciación, claro está, altamente especulativa pero
consciente de ello; y, además, a ofrecer algunos trazos sobre el
cuadro que considero nuclear de cada una de ellas.
1ª serie: La ronda del desacato
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En buena medida la frescura de algunos
de los cuadros reposa en una convicción íntima: la transgresión
de lo que suponemos, en un a priori insostenible, un orden "natural"
de las cosas, una disposición "lógica" de los objetos.
Así, y para nuestra sorpresa, el autor nos ofrece una ronda del
desacato. La contradicción con lo imperante se muestra y despliega
en composiciones tan extrañas entre sí que resultaría
inútil pretender reconocerlas en el árbol genealógico
que les da origen, a no ser porque coinciden en su espléndida factura.
Entre
ellas, La canción (1998), La adolescencia perenne
(1998), Autorretrato con bibelot y diente de oro (1997), El eje
central (1999), El mal necesario (1997), Por los caminos
del arte (1997), y El capelo (1997).
Me detendré en la primera de estas
piezas que, en mi propuesta, inicia y cierra la serie que denomino La
ronda del desacato.
La canción, donde un paisaje
semiárido coronado por el respaldo de una silla que hace de puente,
rasga el tapiz (kitch a morir) de una habitación imaginaria,
degollando también a la figura femenina que concentra en apariencia
la fuerza de la escena. Sin embargo, la naturaleza sigue su curso atravesando
a su vez al presumible actor protagónico: un aparato de radio que
todavía no emite música o sonido distinguible. La mano izquierda
de la mujer reclinada comienza a mover la perilla del irresistible artefacto
déco, deslizando así la banda de frecuencia en búsqueda
de una estación emisora concreta o de una canción específica.
Generoso, el autor descifra el enigma del cuadro desde el título;
pero allí no termina la historia, ya que Joni Mitchel con su You
turn me on, I'm a radio es el homenaje de fondo (Xavier Esqueda dixit).
Pero las complicaciones crecen sin cesar y habría diversos y muy
variados modos de aproximación a una pieza como ésta; entre
otras, mencionar tan sólo que siete planos recorren "su fábrica":
1. La mesa; 2. La mano; 3. La radio; 4. La mujer; 5. La silla; 6. El tapiz,
y 7. El paisaje. Por si fuera poco habría que añadir un movimiento
en retroceso o de frente, según prefiera la visión, del propio
paisaje que se transforma en organismo vivo, renunciando a su condición
de decorado, y moviéndose inquieto en la ruta de la perspectiva;
o bien, apostando a otra mirada, que dicha geografía emerge de la
música que nosotros no escuchamos o que surge del mismísimo
aparato. De cualquier modo se podría afirmar que se trata de una
unidad perfecta: inexplicable serpiente que se muerde la cola.
La canción es un ejemplo
paradigmático de la cultura visual de Xavier Esqueda. Sin aspavientos,
efectúa una doble operación consistente en mostrar y ocultar,
en el trazo, la textura y la disposición objetual, las miradas que
ha lanzado a las obras de sus artistas predilectos, con el ánimo
de apoderarse de ellas. Desde mi posición interpretativa encuentro
rasgos gemelos o premonitorios que podrían remontarse a dos piezas
magistrales: Una, La flagelación de Cristo de Piero della
Francesca (Galleria Nazionale, Urbino; segunda mitad del siglo XV) por
los planos de la composición, anclados en una perspectiva abierta,
que impiden identificar con certeza el núcleo de la narración,
en el caso del italiano el centro de la obra está en disputa entre:
a) El castigo a Jesús, sentencia ejecutada por dos verdugos y testimoniada
por Poncio Pilatos, o b) La conversación de tres insólitos
personajes en el primer plano: Giovanni Bacci, Oddantonio da Montefeltro
y Giovanni VIII "Paleólogo"; otra, Panorama populaire
de René Magritte (Sammlung Jean Krebs, Bruselas; 1926) por la estratigrafía
de un paisaje en descomposición que superpone varios niveles a la
manera de una "cala", que comienza en una playa invernal, atraviesa
el suelo en pos de una maraña boscosa y desciende, por último,
en picada al mundo subterráneo de los mortales, un vecindario típicamente
europeo y deshabitado.
2ª serie: Los senderos de la evasión
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Un grupo irreconocible como tal, integrado
por composiciones dispares, se eslabona a partir de un frágil gozne:
la necesidad de ausentarse de los límites del lienzo, el deseo de
fugarse de una celda que, no por magnífica, deja de ser secuestro
de la libertad. El afán escapista cicatriza por igual en recurrencias
oníricas o fantasías constructivistas que en críticas
a la abstracción o en un erotismo frutal y pluvial. Irrumpe una
hipótesis que postularía la renuencia de los motivos cincelados
o pintados a permanecer adosados a las materias que los contienen.
De
improviso, Xavier Esqueda nos perturba y conmueve con un desfile de humor
y angustia en homenaje a la huida, caleidoscopio de formas y colores que
altera nuestra convencional estructura de aprehensión. En algunos
casos, brota una psicodelia alucinante que hace presa de nosotros, sus
estupefactos observadores; en otros, aparece la provocación seductora
del espíritu kitch. Suma de diferencias que incluye: Arquitectura
fantástica (1997), La noche (1998), Paisaje con lluvia
(1997), Mariposas (1997), Peras (1997), Chinese kitch
(1999), y Compañeros de destino I (1999).
Dedicaré particular atención,
en un esfuerzo impostado y por ello externo al objeto,
a la composición que abre y resume
la serie que designo Los senderos de la evasión.
Arquitectura fantástica,
muestra de un virtuosismo emparentado con el manierismo por la obsesión
en los detalles, que delata un secreto a voces: el soberbio oficio del
artista. Unas rocas sueltas en pavimento homogéneo, pulido en extremo,
reciben la mirada. Un poco más adelante, Mesopotamia (la torre de
Babel de Babilonia) hace acto de presencia con un zigurat magnífico
en sus distorsiones respecto del original, resplandeciente en su rojo desvanecido,
a la manera de los capelos cardenalicios del quinientos. El recinto del
culto a Zoroastro está rodeado a su vez, protegido de hecho, por
unos guardianes geométricos: dos pirámides (triangular y
cónica) y tres esferas, en la misma tonalidad sanguínea.
El material de este conjunto labrado en alguna roca sedimentaria: mármol,
pasta de su polvo marmolina, o granito. Los cuerpos tallados a perfección
recuerdan el procedimiento de manufactura de los obeliscos egipcios, cortados
y terminados por la acción expansiva de trozos de sicomoro húmedo
insertos en una cenefa de orificios, dentellada de paralelepípedos
ausentes. Tan singular despliegue de figuras inertes se encuentra resguardado
a sus lados por dos volúmenes de distinta altura, armados de tabiques
que simulan los refractarios ingleses especiales para chimenea, y como
linde entre los planos de la composición un muro divisorio de ladrillos,
que separa épocas ¿históricas o constructivas? La
frontera de mampostería, enmarcada en un cielo que tiende a ser
crepuscular, sólo exhibe por lo alto tres copetes: una cúpula
de iluminación (prototípica del Bramante), una torre o campanil
que termina en claraboya, y un vértice de pirámide; las dos
primeras en cantera, el tercero en basalto. Siluetas que claman por un
orden superior, el de lo sagrado, ratificando así nuestra orfandad
característica: la de ser criaturas.
Como en el resto de su producción,
Xavier Esqueda nos desliza subrepticiamente, convendría mejor nos
convida, su fascinación por lo que al pasar del tiempo ha devenido
su colección personal de grandes artistas, acervo plástico.
En el caso de Arquitectura fantástica, el macizo central
(faro, zigurat, chimenea industrial) recuerda en tonalidad y ubicación
invertida a Giorgio de Chirico: Plaza de Italia (1952) y La angustia
de la partida (1913-1914); por no agotar las múltiples reiteraciones
de esta figura concebida como eje espacial y cruce de coordenadas que aparece,
por supuesto con variantes, en La nostalgia del infinito (1913),
La gran torre (1913) y La torre (1913).
3ª serie: Las modalidades de la
pudrición |
La descomposición, como atmósfera,
define una cadena de eslabones heterogéneos que incorpora indiscriminadamente
telones industriales con víctimas envueltas y amarradas, ídolos
que guardan un corazón sangrante, la superposición de basamentos
piramidales coronados por el fuego, la negación de frutas y geometrías
o el hieratismo de una deidad indígena. Este capricho plástico,
atendiendo a la definición que Carducho consigna en su Diálogo
de la pintura (1633) como "el ingenio que produce cosas extrañas
o singulares", comparece cual si fuera una cadena de decodificaciones
que inquieta la comodidad de las conciencias y molesta la percepción
sensorial.
Este
recorrido accidentado lo compone: Generación espontánea
I y II (1999), Cuánto pesa la tierra (1999), Itinerario
del fuego (1998), Los adelantos artísticos (1998) y Monolito
sagrado (1997). Cuadros más que abiertos, destazados; impúdicos
descubren sus vísceras. Quizá en su perfección, o
por ella, sean capaces de desequilibrar al lector-espectador, hasta (casi)
desquiciarlo.
Pondré énfasis, desde un
ángulo relativo y mudable, en el díptico que detona y consume
la serie que nombro Las modalidades de la pudrición.
Generación espontánea
I y II, es un espejo que altera las imágenes, un juego de sombras
y correspondencias. Las representaciones que rebotan en su superficie,
auténticas visiones metafísicas de aceptarse la metáfora,
resultan modificadas de acuerdo con nuestra voluntad. Si el observador
atisba desde el panel de la izquierda, el eco visual generado en la derecha
ofrece una mayor simpleza en sus señas de identidad, economía
de los elementos pictóricos que diluye un tablero industrial en
un muro reticulado que se alza como remate visual y en cuya base se posan
unas piedras simulando quizá un jardín japonés, algunos
atisbos de ídolos o, en miniatura, un paisaje de piedras encimadas
esculpidas por la erosión. Ahora bien, de emprender el espectador
el movimiento inverso apreciaría, desde el panel de la derecha,
un salto histórico partiendo de un pasado figurado, animado por
un ritual irreconocible, hacia la tecnología que, con sus consolas
y gadgets circulatorios, distribuye energías ignoradas para
propósitos igualmente desconocidos. Las figuras encontradas al modo
de bibelots gigantes, especie de prisioneros ultimados o de muertos
en alta mar a punto de ser lanzados por la borda, contienen el vacío
del espacio y el silencio de los personajes. Se presume la condición
humana de esas mojoneras envueltas en paño rojo que presentan amarras
como cicatrices. Empero, podrían ser objetos que simplemente se
resisten a ser conocidos o descubiertos, prefiriendo permanecer en la clandestinidad
para ocultar lo que cubren o cubrir lo que ocultan.
En el territorio plástico de Generación
espontánea I y II, Xavier Esqueda comprueba que la angustia
es retratable cuando la técnica adquiere su dimensión exacta
de medio, siendo tan sólo un instrumento creativo al servicio de
una sensibilidad singular, que elude las trampas del efectismo. Obras primerísimas
impregnadas de densidad conceptual y fuerza emotiva. Cuadros tan espectaculares
que nos invitan a vencer inhibiciones para recorrer con el tacto su piel
áspera y voraz, a pesar de los nuevos inquisidores (museógrafos,
guardianes y curadores).
Hasta aquí la pretensión
de hallar indicios gramáticos en la obra de Xavier Esqueda. Afortunadamente,
más allá de todo texto, contamos con sus cuadros que demandan
ser devorados por nuestras miradas, obscenas y tímidas, para disfrutar
su humor y padecer su angustia.
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