“Dichoso tiempo de la edad pasada”
o la reivindicación de un criollo

* María José Rodilla

Los poetas épicos suelen exponer su teoría épica o hablar de la composición de su poema en los prólogos, basándose generalmente en los presupuestos aristotélicos contenidos en la Retórica y la Poética. Saavedra Guzmán en El peregrino indiano (1599) prefiere interrumpir la acción de vez en cuando para justificar su poema sin colores retóricos que la adornen sino simplemente inspirada en la verdad (canto I, estrofa 49), tal y como prescribía Aristóteles que debía ser la tarea del historiador y no la del poeta, quien podía contar los hechos como pudieron haber pasado.

Tampoco mezcla otras historias que se engarcen con la acción principal, ni provoca suspenso en el lector. Hace uso de la alegoría, inherente a todo poema épico, en el sueño del canto XIV, a través del cual el poeta desciende como Eneas, Dante o el Marqués de Santillana a un infierno donde no hay precisamente personajes históricos o famosos enamorados, sino los pecados capitales en forma de fieras o monstruos horribles, la rueda de la fortuna y las virtudes, la lucha entre la envidia y la fama, en cuya boca pone un panegírico de Felipe II, a quien seguramente iba a dedicar el poema, pero murió un año antes de su publicación y lo dedicó entonces a su sucesor, del que, de todos modos, por llevar tan poco tiempo en el poder, no podía cantar mucho sus hazañas.

No falta la dosis de moralización y didactismo en las primeras estrofas de cada canto, que son sentencias sobre vicios y virtudes, sobre la fortuna o bien desarrollan una moraleja del canto anterior; hay otras estrofas, que podríamos llamar de enlace, en las que se invoca continuamente a la inspiración, a la ayuda divina o se interrumpe la acción para hablar de la materia poética. Asimismo, los dos endecasílabos finales de cada canto igualmente suspenden la narración, pero permiten seguir la función de contacto con el lector, que no es otro sino el rey, a quien se dirige con vocativos como Señor, Sacro Señor, Señor Supremo, Señor Engrandecido, ya sea invitándolo a pasar al canto siguiente, solicitándole un breve descanso o hablando con su musa. Salvo estas mínimas interrupciones, la historia es sencilla, lineal, contada por un solo narrador que, a veces, concede el don de la palabra a alguno de sus personajes: Cortés, Aguilar, Alvarado, Moctezuma, otros reyes indígenas o caciques. El relato es cronológico sobre las hazañas de Cortés desde que desembarca en las costas de Cozumel hasta las batallas en México-Tenochtitlan y la prisión de Cuauhtémoc. Abarcó un segmento de la historia, un corte en el tiempo de la conquista de la Nueva España, pero no hay multitud de narradores ni miles de historias que se entretejan o enriquezcan la acción principal, como sucede en otros poemas épicos, El Bernardo por ejemplo, que heredó dicha técnica de Ariosto. Sin embargo, consciente el autor de que los temas de Marte pueden cansar al lector, así como Homero había recreado la historia de Héctor y Andrómaca; Virgilio la de Dido y Eneas; Ercilla los amores de Lauca, Glaura y Tegualda, Saavedra esboza también el tema amoroso en el lamento de Cabalacán, el desdichado, por su esposa Ricarchel, sacrificada en un cenote; en la historia de Curaca, la desventurada, por la muerte de su esposo Chamabato, ambas del canto V; el amor de Xuchitl y Jorge de Alvarado en el canto X y la más trágica de todas, la de Iván Cansino y Culhua del canto XVIII.

De influencia ariostesca son algunos comienzos de capítulos en los que anuncia la materia que va a cantar (canto I, estrofa 1) y la interpelación a las damas con la que se comienza el canto VI de El peregrino. Ariosto desde el primer canto anuncia que cantará a las damas y al amor, al igual que a las armas y a las empresas, en el canto XIX junta ambos temas enalteciendo las “admirables cosas” de las damas antiguas que fueron famosas doncellas guerreras. Saavedra acude al tópico de la falsa modestia para disculparse por la incapacidad de su lengua y de su pluma para celebrar la belleza femenina y la historia de tantas damas famosas, pero no habla de ellas.

Como poeta épico y no como el historiador que pretende ser, Saavedra Guzmán es conocedor de otros muchos recursos retóricos de la épica: la comparación de los soldados con héroes y reyes de la antigüedad (VIII); la abundancia de símiles, como el de las ovejas y el pastor, la liebre y el cazador, la comparación con animales tales como aves o toros; las enumeraciones en la descripción de la vajilla y la comida (II), en las partes de un navío (VIII) o los nombres de conquistadores; el lenguaje altisonante en las batallas o en las arengas y, sobre todo, la tópica del exordio: empieza su poema con las partes retóricas del Ars poética de Horacio,1 pero con el orden innovado por la poética renacentista, que ya habían usado en sus poemas Virgilio, Lucano y luego Ariosto y Ercilla: la propositio, por medio de la cual anuncia un asunto grave y heroico que va a tratar y desde el que ya se empieza a enaltecer la grandeza de España y la defensa de la fe católica; la invocatio, que es la petición de ayuda, no a las musas ni a los dioses, sino al cielo y al mismo monarca, a quien va dedicado el poema; y la narratio sobre las hazañas de Cortés, y todo ello salpicado de alabanzas a Felipe III, a su padre y a su abuelo y de la afectada modestia de su “débil pluma”, “ánimo ofuscado”, “frágil espíritu” o “estilo rústico”. También para metaforizar su poema o su quehacer poético, usa el tópico de la nave a merced de las olas, en el canto I, y desea que la navecilla se dirija a buen puerto, que no es otro que el resguardo, el amparo y la protección que le brindará el monarca para eternizarse y consagrarse como poeta. Balbuena, en el libro IV de su poema épico El Bernardo, dedica también una serie de octavas a este tópico retórico en el que su intento de narrar empresas tan importantes se compara con la pobre barquilla y le pide a los dioses un buen viento para guiarla.

 
 
La épica, en opinión de Frank Pierce, es un vehículo típico de una civilización que está segura de sí misma y que posee creencias firmes, por tanto, presenta un mundo de estructura estable en que el héroe siempre es ayudado por fuerzas sobrenaturales al realizar sus empresas.2 En El peregrino indiano está presente la maquinaria maravillosa en la hechicería que profetiza hazañas futuras, en el sueño, puerta de acceso que conduce al poeta al inframundo y, por supuesto, lo maravilloso cristiano, con su carga de propaganda eclesiástica, es tan considerable que Cortés, además de guerrero y estratega, es un gran evangelizador: no sólo arenga e instruye a sus propios hombres por medio de la fe, sino que en el primer encuentro con los indios de Cozumel los convierte al cristianismo en unas cuantas estrofas.
   
La épica americana rescata de la Jerusalén liberada de Tasso este maravilloso cristiano, o sea, la intervención de fuerzas sobrenaturales, no paganas sino cristianas, en el destino de los humanos. Al igual que los dioses en la poesía heroica tomaban partido por uno u otro bando, por ejemplo, Palas Atenea por Ulises, Venus por Eneas o Juno, en contra de los troyanos, Tasso cristianiza la máquina sobrenatural y divide los bandos en celestial e infernal. Según Joaquín Arce el episodio más imitado de la Jerusalén es el concilio de demonios “que justifica la presencia y la intervención de las fuerzas del mal como opuestas a los designios heroicos”.3 En nuestro poema se convocan dos concilios infernales: en el canto I Lucifer trata de entorpecer el curso de los navíos de Cortés y conjura a su legión y a los vientos, que inmediatamente acuden a su llamada y se introducen entre las olas bramando. El tópico del conciliábulo demoníaco se une así con el de la tormenta, que tampoco podía faltar en todo poema épico que se preciara, donde había ocasión para lucir los más espantables adjetivos y pintar las escenas más tempestuosas, de mayor angustia y movimiento que, sin duda, contribuían a dar realce a la historia. Dentro de este maravilloso poema, que podríamos calificar de prodigioso, cabe también el tópico de los agüeros, presagios funestos antes de la batalla que tienden a infundir temor en los ánimos y a sublimar la lid por cuanto la naturaleza se transforma ante los ojos de los que van a combatir:

    El ayre plantas veo sossegadas
    Sin ser del manso zafiro mouidas,
    Y las nocturnas aues veo turbadas,
    Y con funestas muestras impelidas:
    Las frutas y las yeruas regaladas
    Se ven marchitas, lacias y encogidas,
    El Sol se eclipsa, y todo se enmudece,
    Y el animo en nosotros desfallece.4

El otro conciliábulo es convocado por una agorera tlaxcalteca, Tlantepuzylama, cuya fuente podemos rastrear en las prácticas necrománticas de la maga Tesalaia de La Farsalia, cuando la va a buscar Sexto, el descendiente de Pompeyo.5 Algunos de los animales que usa Tlantepuzylama para sus hechizos son reminiscencia de los que mezclaba Tesalaia para sus augurios, usados también por el mago Fitón de La Araucana, que es antecedente inmediato del mago Tlascalan de El Bernardo, también tlaxcalteca, y de la bruja Saavedra.

De acuerdo con las doctrinas estéticas de los Siglos de Oro, los modelos clásicos no sólo podían sino que debían imitarse, sin ningún tipo de condena por nuestra parte, lectores de fines de milenio. Pues bien, Saavedra se afilia con esta agorera tlaxcalteca a la tradición épica, pero también aporta su originalidad, pues al lado del bestiario medieval y de los maravillosos poderes de animales como scítolas, cerastas, salamanquesas, anfisbenas, los ponzoñosos o los de mal agüero, mezcla hierbas autóctonas como el caquiztli, el piciete, el tabaco, el axi, la zavila o el quauhnenepil; usa el tezontle negro como sahumerio o toma peyote para inquirir al mundo y provocar la profecía; además hace una suerte de mixturas celestinescas que en medio del lenguaje terrorífico del conjuro parecen una parodia en la hechicería y mueven a la risa: “Hombligo de mujer braua y bermeja”, “las uñas de hombre zurdo”, “Menstruo de muger baxa y muy usada,/ el vello de la gorda, y el mas gruesso/ y de la flaca, el mas pegado al huesso”, “caspa de moca flaca, y verdinegra,/ lagrimas de muger que tiene suegra”.

Todo el infierno clásico es convocado por la bruja a quien le muestran el pasado de los enemigos de España sufriendo las penas del infierno y el porvenir de la nación elegida para sujetar su patria. La alucinación que sufre Tlantepuzylama está cargada de elementos que contribuyen al proselitismo político y religioso de la nación española. En los poemas épicos americanos llega a convertirse en un tópico el que en boca de los personajes maravillosos recaigan los discursos apologéticos de las virtudes de los héroes que le dan fama a España y los encomiásticos de gloria para el imperio español. Como vemos, Saavedra no puede prescindir de la maquinaria maravillosa, ingrediente básico de la épica, pero en aras de su tarea de historiador en busca de la verdad, prefiere curarse en salud y racionalizar lo maravilloso de su poema; así, después del conjuro infernal y no por la ficción y hace pasar el hechizo verdadero, pues en su opinión “...oy no hay en el mundo/ Adonde se vea mas la hechizaria,/ Y algún Indio en el arte, sin segundo,/ que habla con el diablo noche y dia” (canto IX, estrofa 128).

Los cantos XIII y XIV están cuajados de elementos enraizados en ese sobrenatural milagroso o maravilloso cristiano y que también aparecen relatados por Bernal en su Historia verdadera…: las consabidas ayudas de Santiago en la batalla (canto VI, estrofa 51), el hombre en su caballo blanco con la espada en la mano derecha (canto XIII, estrofa 62), el agua milagrosa que brota del suelo, el episodio en el que a los indios se les quedan pegadas las manos a la estatua de la virgen cuando tratan de destruirla, que tiene añejos resabios de los Milagros de Nuestra Señora, de Berceo, cuando a los ladrones de la leyenda recreada por el riojano se les quedaron pegadas al manto. Pero el elemento que más interesa al autor destacar y que contribuye al proselitismo religioso es el hecho de encumbrar a los soldados a la altura de lo que Jacques Le Goff denomina “las milicias cristianas de lo maravilloso”:6 Saavedra llama a los soldados “capitanes del cielo” y “mártires”, porque convierte el episodio americano en una nueva cruzada, como bien ha apuntado José Rubén Romero en su estudio introductorio. Como en los Cantares de gestas medievales, en la épica americana también la función de lo sobrenatural era empujar a los cristianos a la lucha contra los infieles y su muerte en la batalla merecía el paraíso;7 se glorificaban por la muerte y creían firmemente que Dios los socorría, a través de los milagros y de los mensajeros celestiales. Así Saavedra glorifica a los soldados muertos por la sangre vertida y porque han alcanzado “más imperio” del que pretendían, porque es el mismo paraíso.

Además de los conquistadores, el enemigo está idealizado y engrandecido con calificativos altisonantes que no son más que un medio para enaltecer a los propios españoles por haber tenido que combatir contra ellos (canto VI, estrofa 52), aunque no faltan escenas en las que nos los presente apocados y atemorizados por los simulacros que frecuentemente Cortés mandaba hacer a los suyos. El temor de los indios ante las armas insólitas de los españoles es patente en uno de los cantos tristes de la Conquista, el icnocuícatl nombrado “La ruina de tenochas y tlatelolcas”, y el Códice Florentino también da cuenta del miedo y los efectos devastadores y apocalípticos de las armas de fuego, el rayo, el ruido de los cañones y el humo. Dice Todorov que el uso que hace Cortés de sus armas es simbólico y que organiza verdaderos espectáculos de “luz y sonido” con sus caballos y cañones, “su cuidado en la escenificación es muy notable... Escogiendo un momento de calma, Cortés manda disparar dos cañones que están también muy cerca. En otra ocasión, lleva a sus invitados a un lugar donde el suelo es duro, para que los caballos puedan galopar rápidamente, y manda otra vez disparar salvas con los cañones”.8

Saavedra también recrea uno de estos pavorosos espectáculos cortesianos cuando se encuentra en una reunión con Teutlille y cuando más descuidada estaba su gente, no acostumbrada a juegos de cañas ni a torneos y menos a “aquellos crueles rayos infernales” (canto VII, estrofas 26-38).

El autor de El peregrino indiano, como muchos otros poetas épicos americanos o peninsulares, no vacila en intervenir cada vez que puede en el poema y aquí Saavedra se separa bastante de los presupuestos de Aristóteles, que mandaba que el poeta hablara lo menos posible de sí mismo. En cambio, deja caer detalles de su vida aquí y allá para jactarse de su linaje de conquistador y del de su esposa, nieta de Jorge de Alvarado; nos informa también de su visita a Texcoco por una mortandad cuando ocupaba algún cargo en la Audiencia, de su puesto de corregidor en Zacatecas y de su destitución. Las digresiones más importantes, que acaso confieren un mínimo de variedad a la fábula, son tal vez las biográficas y es que el mismo título de la obra puede darnos la clave: El peregrino indiano puede ser Cortés por su peregrinar de guerrero y evangelizador en tierras de la Nueva España, pero también es el propio autor por su peregrinar administrativo en ciudades de la Nueva España, hasta acabar en un viaje marítimo que lo conducirá al buen puerto de la metrópoli, donde tiene puestas sus esperanzas de fama. Ambos son peregrinos de esta historia: uno con su espada y otro con su pluma, como dice Lope de Vega en el poema laudatorio contenido en los preliminares: “Vn gran Cortés, y un grande cortesano/ Autores son desta famosa historia...”

Además del autor Saavedra, se introduce también en el poema el Saavedra conquistador como personaje, testigo de los hechos y combatiente del bando de Cortés. El abuso de la primera persona del plural: “A los nuestros continuo retiraua”, “Nos yuan con pujanca dando alcance”, “Y ansí nos dixo viendose seguro”, “A assolar nuestra triste compañía” y muchos otros ejemplos, nos indican la intención de reivindicación de este criollo, descendiente de conquistadores, que en la ficción él mismo se convierte en conquistador para dar cuenta de los servicios y de las batallas que libraron sus antepasados, además de que, como autor, dirige su poema al rey y lo invoca como musa y protector, en el presente en el que escribe el libro, en este presente en el que se ha visto mancillada su honra en su último cargo de la administración novohispana:

    Que sabe Dios, señor, si os he servido
    Mejor, que de qien fue tan ofendida
    Mi honra, por passiones conocidas,
    Que de fuerca han de seros referidas. 

                                                       (canto IX)

Es, sin duda, el canto XV el clímax de sus reivindicaciones, en el que evoca un pasado heroico, primero, y después de paz, mantenida gracias a sus abuelos, primeros pobladores de estas tierras, y un presente desdichado, en el que los descendientes tanto de la realeza india: “los hijos, los sobrinos, nietos y parientes” de Netzahualpiltzintli, como de los conquistadores se ven desposeídos. La queja eterna del criollo despojado de sus cargos por el chapetón advenedizo aflora en estas estrofas cargadas con tintes lastimeros y de rencor por las injusticias de algunos virreyes. Para finalizar declamemos con él: “O tiempo turbador de la memoria,/ Que con ligero buelo y presuroso,/ Nos ofuscas y borras de la gloria/ El estado más dulce y mas gustoso”.

*Este texto lo leyó la autora en la mesa redonda realizada para conmemorar los cuatrocientos años de El peregrino indiano. Formará parte de un volumen, en preparación, que recoge las ponencias sobre el libro de Saavedra Guzmán.

María José Rodilla es licenciada en filología románica por la Universidad de Extremadura, España, y doctora en letras hispánicas por El Colegio de México. Es profesora-investigadora de la Unidad Iztapalapa de la UAM e investigadora nacional desde 1993.

Notas

1 Véase Cedomil Goïc, “El exordio de La Araucana”, en Historia y crítica de la literatura hispanoamericana, t. I, Época Colonial, Barcelona, Crítica, 1988, p. 227.

2 Véase La poesía épica del Siglo de Oro, trad. de J.C. Cayol de Bethencourt, 2ª. ed., Madrid, Gredos, 1968.

3 Véase Tasso y la poesía española, Barcelona, Planeta, 1973, p. 65.

4 Cito por la edición de José Rubén Romero Galván, México, CNCA, 1989, canto III, estrofa 98. En adelante citaré en el texto el canto y la estrofa entre paréntesis.

5 Véase Lucano, La Farsalia, Barcelona, Alma Mater, 1967, vs. 669 y ss.

6 Véase Jacques Le Goff, Lo maravilloso y lo cotidiano en el occidente medieval, trad. de Alberto L. Bixio, Barcelona, Gedisa, 1986, p. 13 y ss. 

7 Véase Adolphe Jacques Dickman, Le role du surnaturel dans les chansons de geste, Genève, Slatkine Reprints, 1974, pp. 108-109.

8 Véase “Cortés y Moctezuma: de la comunicación”, en Vuelta, México, agosto, 1979, p. 24.