AMÉRICA, EN EL MAPA POÉTICO DE SUS CIUDADES
 
*Miguel Arnulfo Ángel .

Cada poema ofrece tantas lecturas como lectores haya y cada ciudad tantos poemas como poetas lo quieran. En la compilación de poesía de la ciudad en el siglo XX, titulada Voces con ciudad, dedicada a la ciudad de México y a Santafé de Bogotá y recientemente publicada por la Universidad Autónoma Metropolitana, hay un capítulo exclusivo para las ciudades americanas. Desde Vancouver y San Francisco, hasta Buenos Aires y Montevideo, y desde Chicago y Nueva York, pasando por La Habana, Cartagena de Indias y Recife, hasta Antofagasta y Valparaíso, los nombres de las ciudades se enfilan en multitud de registros expresados en la palabra poética. Al final, el goce anónimo de cada lector en la insondable posibilidad de lecturas y un texto escrito en la espacialidad de cada poema.

Si la ciudad es un texto posible de leer y el poema, en tanto espacio, es una ciudad llena de tiempos, en la región americana la creación poética sobre la ciudad abreva por igual en el mito que en los avatares de su trasegar histórico, así como en el ímpetu voluptuoso de su cotidianidad. En efecto, el mapa de América está salpicado de ciudades dispersas a lo largo y ancho del continente. Distinguidas con la magia fundacional contenida en el significado de sus nombres propios, muchas de ellas atestiguan perplejas el paso abrupto del tiempo moderno, acosadas por el signo de la oposición que las coloca, al norte y al sur, como puntos cardinales disímbolos de una crónica relación de desigualdad. En un extremo, la riqueza favorece a minorías ostentosas, en el otro, la pobreza castiga a mayorías indigentes, dibujando una lamentable distancia que se reproduce por igual en el mismo vientre de las ciudades. Con este recorrido, la violencia acecha para poner en riesgo, a cada instante, la convivencia ciudadana y en tela de juicio el contrato social.
 

Yo pedía alguna cosa especial y perfecta para mi ciudad,/ Cuando he aquí que surgió su nombre aborigen./ Ahora veo lo que hay en un nombre, en una palabra diáfana,/ vigorosa, indócil, musical, arrogante,/ Veo que la palabra de mi ciudad es la palabra antigua...
Walt Whitman
América ha sido para Occidente la tierra de la promesa, la fantasía más acariciada, a través de los siglos, con la que ha buscado realizar sus sueños. No obstante, el inicio de ese encuentro estuvo signado por el sentido de la conquista y del exterminio y, por ende, del dominio cruento que desde el siglo XV ha producido una nueva situación con una nueva cultura, de la cual la ciudad ha sido la testigo más veraz y su memoria más fidedigna. Empero, las ciudades de América tienen un doble signo. Unas son las fundadas por la Europa sajona; otras, por la latina. Las primeras llevan la impronta de la reforma protestante; las segundas, la de la contrarreforma católica, cuyos nombres propios recuerdan la singularidad de ese mestizaje, lo mismo en Chicago, Manhattan, Cuernavaca, Bogotá o Temuco, o el nombre compuesto que evoca el doble origen: Santiago de Cuba.

Tiempos de diversa naturaleza coexisten en la memoria de las ciudades americanas: el pasado remoto, cuyos rastros arqueológicos aún permanecen dispersos en los eriales de la vasta región mesoamericana o en los empinados resquicios de la cordillera andina, sea en Paquimé, Tula, Teotihuacán, Uxmal, Chichén-Itzá, Palenque, Tikal, Copán, Machu Pichu, Tihuanaco, Ollantanytambo o Sacsahuam, entre tantas otras, que hoy siguen sorprendiendo por su armonía, funcionalidad y belleza. O aquellas que sólo viven en el enigma de la leyenda como Isabella, en la actual isla dominicana o Santa María la Antigua del Darién o San Sebastián de Urabá, en tierras colombianas fronterizas con Panamá. En el presente, las que ratifican a cada instante su presencia en el bullicio incesante de Montreal, Panamá, Santiago de Chile o Río de Janeiro. En algunas, el tiempo colonial convive con el moderno como en Zacatecas, Cartagena de Indias, Santo Domingo, La Habana u Ouro Preto. En otras, los rasgos indígenas se cruzan con las últimas adopciones de los de la modernización, como en ciudad de México, Quito, Lima o La Paz, mientras la juventud exultante de Las Vegas o Brasilia augura la ciudad del futuro.

Muchas de ellas son hoy cruce de todos los continentes y a ellas llegan, como a su ciudad, inmigrantes de todos los puntos cardinales, sin distinción de lenguas, etnias o creencias, impulsados por el poder de su fuerza centrípeta, como la ejercida por Los Ángeles, San Francisco, Toronto, Vancouver o San Pablo. Entre todas ellas destaca Nueva York, "la gran manzana", "la urbe de hierro", "la capital del mundo" con sus símbolos inconfundibles que hacen visible su pretensión de ser la nueva Babel del planeta. Es la Babilonia contemporánea, cuya silueta inconfundible, dibujada por rascacielos y el destello de sus lugares en el firmamento plúmbeo que se diluye en el horizonte del Atlántico, atrae, desde todos los confines del orbe, a multitudes ansiosas de hallar su destino. El Empire State, Central Park, Rockefeller Center, San Patricio, Broadway, Wall Street, City Corp, el World Trade Center, Park Avenue, la Quinta Avenida, la Estatua de la Libertad, Village y Soho, ocultan a millones de transeúntes de todas las etnias, lenguas y creencias, hacinados en colmenas majestuosas, absortos ante la similitud de la especie y al mismo tiempo perplejos ante sus diferencias irreconciliables.

Ciudades inmemoriales fueron sometidas con violencia para fundirlas con la urbe conquistadora y así dar origen a una nueva ciudad, la mestiza. México-Tenochtitlán, en Mesoamérica, y El Cuzco, en la región andina, son ejemplos contundentes de fundaciones hechas sobre los escombros y el sojuzgamiento de la ciudad prehispánica, para implantar, con las mismas piedras, la ciudad mestiza que aún continúa transformándose. De las primeras sólo quedan los rastros de sus frisos, frescos y columnas, calcinados por el tiempo; de las segundas, sus ojivas, capiteles y fachadas propias de las arquitecturas barrocas, neoclásicas y góticas, elaboradas con el calco de las ciudades de la Europa medieval, renacentista y moderna.

Sin embargo, la idea de ciudad en América contiene un doble origen, y como en toda urbe, el mito, la historia y la cotidianidad, como rostros ineluctables del tiempo, se hicieron presentes de una manera singular, confundidos en las entrañas de la nueva ciudad. En algunos momentos, para detener todo en una quietud cíclica en concordancia con sus tradiciones y creencias; en otros, para marcar tramos en el recorrido azaroso de la pugna humana, o bien para recordar la tajante medida de días, horas y minutos como en un eterno presente. La ciudad indígena se remonta a tiempos milenarios, a las experiencias más primigenias de la humanidad, posibles de parangonar con las más antiguas del planeta, localizadas en las vastedades asiáticas. Eran, como aquéllas, la construcción cuidadosa de las relaciones armónicas con el cosmos y el encuentro devoto entre los dioses y sus pueblos. La ciudad renacentista, a su traslado a América, quedó asociada a la idea de dominio, a la instauración del simbolismo necesario a la imposición del nuevo orden, expresión del poder, en oposición a lo diferente, como todo aquello que debía ser sometido, si no destruido o asimilado. La fundación de la ciudad americana conjuntaría, como toda ciudad, espacio y tiempo. Sólo que aquí éstos serían implantados con el significado de la posesión beligerante, bajo la impronta del mundo moderno. El rito de la fundación, en el caso ibérico, exigía arrancar con brusquedad la hierva fresca del lugar y lanzarla en dirección de los cuatro puntos cardinales, al tiempo que retar con la espada desafiante a quien se opusiera. Con este gesto de poder cumplía con la voluntad expansionista del monarca, cuyo imperio compartido con el del papado, bajo el signo de la cruz y la espada, se impondría por la fuerza, a partir del siglo xvi, en las tierras conquistadas para someter la diferencia y controlar la alteridad. Luego, la parsimonia del rito eucarístico ratificaría este acto impetuoso que legitimaría las demás fundaciones, muchas sobre las destrucciones de las prehispánicas, pero siempre "en nombre de Dios Nuestro Señor".
 

 
 
Sin el concurso de la ciudad este proyecto colosal no hubiera sido posible. Construirla era la tarea consiguiente. El plano y la cuadrícula se sumarían como requisitos del dominio para que el porte de lo cortesano y lo señorial, hecho imagen en los íconos de lo barroco, dieran el contenido suficiente a la ciudad mestiza. Los nuevos símbolos se hicieron imagen voluptuosa en las sinuosidades de palacios y catedrales, como una manera de ser, al tiempo que recordarían la jerarquización del poder, del despotismo de la administración y el sentido oblicuo y camuflado de las relaciones o el enigma de las creencias que quedarían para siempre expuestos en el centro simbólico de la ciudad. El acta y la crónica registraron lo ocurrido como si sólo por la letra escrita la existencia de la ciudad se hubiera hecho posible. Desde entonces, en su seno quedaría guardado el secreto de sus orígenes, como en el templo mayor que subyace en la ciudad de México, el sincretismo de sus tradiciones, expresados en los ritos religiosos de la Semana Mayor en Antigua o Quito o el fulgor de sus esculturas e iconos, expuestas en los espacios silenciosos de los museos, siendo uno de los más representativos el del Oro, en Santafé de Bogotá, leve muestra de lo que desató la codicia por el fabuloso mito de El Dorado.

La ciudad del Nuevo Mundo debía cumplir como nunca el papel totalizante y referencial de toda ciudad. Sólo que la ciudad americana sería la portadora del orden garante del dominio que desde la europea, fuera Londres, Lisboa o Madrid, se reproduciría para llevar a cabo la colonización. En el caso ibero, uno fue el procedimiento hispano que, a través de México, Santafé de Bogotá, Lima y Buenos Aires, en tanto sedes virreinales, distinguidas con el consabido apelativo de "muy noble y muy leal", expandió su dominio ansioso por mares, ríos, selvas y montañas, en la Nueva España, Nueva Granada, el Perú y Río de la Plata, respectivamente. Las Capitanías Generales en Santiago de los Caballeros de Goathemala —hoy Antigua—, Caracas, Santiago de Chile, Santo Domingo, La Habana —esta última administrada directamente desde España—, harían otro tanto. Por su parte, el procedimiento lusitano haría lo mismo en Brasil, a través de sus dieciséis capitanías. En el caso británico, caracterizado desde el comienzo por un reconocimiento de mayor libertad a la administración de las colonias, no hubo ciudades aborígenes, sino lugares geográficamente aptos, localizados en la costa para dar curso al comercio, puntales de la colonización. Este es el origen de las ciudades, tan reconocidas por su pujanza en el este de América del norte, como Filadelfia, Nueva York, Boston o Newport.

El pluralismo de los colonizadores procedentes de diferentes lugares de la Europa del norte, dedicados a oficios diversos, forja el espíritu libertario de la Common people, proclive a la disidencia que trastoca sin dificultad el viejo calvinismo por las ideas de la Ilustración. A éstas se sumarán posteriormente las fundaciones francesas de la Luisiana, a las que se incorporarían las de California,en las antiguas colonias españolas, anexadas bajo el espíritu de la expansión territorial.

A lo largo de los siglos XVII y XVIII, en ocasiones a la defensiva de corsarios y filibusteros, continuarían las fundaciones de las ciudades americanas. En el siglo XIX, al calor de la definición de los Estados nacionales y al impulso de la expansión comercial, en los momentos de la colocación de las materias primas en el mercado europeo de fin de ese siglo. De manera excepcional en el siglo xx suceden nuevas fundaciones, cuyo máximo ejemplo es Brasilia, fundada al inicio de la década de los sesentas, en reto con la selva para saldar cuentas con el tiempo, al revestirse de la arquitectura vanguardista que presagia a la ciudad de los siglos que vendrán.

De esta manera, las ciudades latinoamericanas se inscriben con inusitada velocidad en el carácter paradójico de toda ciudad que, al ser creación y logro de la cultura sobre la naturaleza, es al mismo tiempo su destrucción y la del hombre.

Empero, los avatares de la historia harían surgir de estos mismos contornos las demandas por la participación que la misma ciudad escenificaría hasta hoy, en consonancia con los derechos ciudadanos consagrados por Occidente. Primero fue la independencia política de la metrópoli. Después, las cruentas luchas civiles, muchas de ellas atestiguadas por la ciudad, bajo cuyo simbolismo los pueblos continúan fraguando su independencia aún no concluida. La lucha por los derechos se ha traducido en la lucha por el derecho a la ciudad, bajo la impronta de la lucha por el acceso a la modernidad. Ésta ha sido la gran paradoja de la ciudad latinoamericana, pues mientras por una parte adopta las últimas innovaciones, en una suerte de guerra contra el tiempo, por estar al día con las pautas del desarrollo, por otra, reproduce en su propio seno los irrefutables síntomas de la desigualdad con las señales de la marginación y la ausencia de participación ciudadana. A la ciudad originaria se han sumado nuevas ciudades, y todas se han visto circuidas de cinturones de miserables con distancias que se agigantan como fantasmas, a medida que el siglo de la industrialización y contemporáneamente la égida del capital financiero se instalan bajo el ímpetu veloz de la globalización. El crecimiento caótico se confunde con la grandeza y, a la postre, el gigantismo de la urbanización arremete con barbarie en contra de la ciudad, asediada por todo tipo de oposiciones y desequilibrios, ostensibles en la coexistencia, cada vez más dramática, entre opulencia y miseria, despilfarro y hambre, barbarie y civilización, sin que se avizore una perspectiva que los atenúe, entre los que la contaminación ambiental se cierne como ángel exterminador sin distingos ni reatos.

En la actualidad, el crecimiento de la urbanización crea nuevas realidades, en reto con las ciudades, y novedosos términos se aceptan para denominarlas: megalópolis, ecumenópolis, metrópolis, impulsadas por el desdibujo de la desmesura del crecimiento. Y si en la América sajona se ubican áreas del gigantismo urbano en torno de Nueva York, Chicago, Los Ángeles, Vancouver, en la América latina crecen de manera enfermiza cuatro antiguas ciudades, convertidas en megalópolis. Las cifras contabilizan en varios millones lo que en el nuevo milenio ocurrirá en la ciudad de México, en San Pablo, en Río de Janeiro y en Buenos Aires.
 

 
 
Parece que los estados han perdido las ciudades porque no han salvaguardado la seguridad ciudadana ni la memoria arquitectónica de su pasado, igualmente apabulladas por el impulso inmisericorde de la ganancia del capital y la competencia mundial. Los países, abocados a una competencia sin recursos, a una batalla sin armas, a polémicas sin interlocutor y al desconocimiento flagrante de sus derechos por parte de los poderosos, padecen la desigualdad, manifiesta con crudeza en el espacio de sus ciudades. A su vez, la sociedad, avorazada por la ganancia, ha perdido el espíritu cívico a costa del deterioro de lo público. Y como en una guerra sorda de millones de hombres sin ciudadanía, enfrentados sin la mediación del contrato social y sin que los agentes del Estado representen el rostro del consenso y la credulidad, las ciudades no son por ahora la experiencia de la democracia, pues el interés del demos está usurpado y el espíritu común de la polis está contaminado por la corrupción solapada de sus gobiernos.

Ya la narrativa americana había tenido en cuenta la ciudad como referencia mítica y conjunción de tiempos anunciadores del mundo contemporáneo. Yoknapatawpha, Comala, Macondo y Santa María indican el abandono del costumbrismo, la linealidad preestablecida y el muelle vivir de la ciudad edénica. Por su parte, la poesía de la ciudad en este continente ha hecho propuestas audaces, las más innovadoras en la factura del poema y el uso del lenguaje, en una fecunda continuación del espíritu de la vanguardia. De nuevo, las añejas polémicas del lenguaje y su relación con las cosas y su realidad reinventada a partir del mismo, como lo quisiera decir Pound, en un extremo, o Williams, en el otro, inmerso en el lenguaje mimético de las cosas. Al mismo tiempo, la búsqueda constante y apasionada de lo nuevo coloca a los creadores de la poesía concreta brasileña, localizados en la ciudad de San Pablo, en un tipo de vanguardia que irrumpe y rompe con las formas poéticas estatuidas. Ya la experiencia de los vanguardistas de las primeras décadas del siglo latinoamericano había centrado en la ciudad el simbolismo de lo moderno y lo inédito, indisociable de la deshumanización, la velocidad y su estridencia, como otros tantos registros que son los que nutren de manera amplia el quehacer de la llamada poesía urbana.

En este concierto de poetas, al amparo de las voces pioneras como la de Whitman, participan aquellos que se han detenido en el presente siglo ante el nombre propio de las ciudades, para reconstruirlas con sus palabras.

En la Unión Americana las ciudades desfilan dispersas por el inmenso territorio como contribuyentes del capitalismo más avanzado del mundo. Si al oeste Berkeley, en la bahía de San Francisco, con sus cines, impide al poeta abandonarla (Milosz),1 al noroeste Chicago, con sus rascacielos proyectados sobre el lago Michigan, siempre será recordada, mientras haya trabajadores, por el martirio de quienes lucharon en 1886 en defensa de las ocho horas laborales. Vista como en un pasaje apocalíptico, con aviones a chorro y langostas detenidas que acechaban en las pistas azules, el olor a dólar y miel (Ivo)2 o tratada de perversa, corrupta y brutal (Sandburg),3 sus fábricas y refinerías suscitan afirmaciones contundentes: "quien se autoestime no puede vivir aquí" (Welch).4 Paterson es un nombre, es una palabra posible de pronunciarse porque encarna cosas y personas que son las que dan vida y movimiento a esta ciudad ubicada al norte (Williams).5Whashington, la capital, con su arquitectura inspirada en la clasicidad greco-romana, es la sede de los poderes desde donde se pretende controlar al mundo entero y que el poeta ve como si fuera "París localizada en la plaza mayor de un continente" (Ridruejo).6

Manhattan, nombre aborigen ya exaltado por Whitman, como punto de afluencia de la humanidad es motivo de asociaciones en el poeta que cumple años (Benedetti).7 Hasta en la media noche hay movimiento con los personajes de la mafia, la policía, los ladrones, los trabajadores que cuidan el gas que pasa por tubos entre las tripas de la ciudad, que en un descuido la puede reducir a un ensueño, como son ahora otras ciudades esplendorosas en el pasado (Ginsberg).8 Su abigarrada exuberancia conduce inevitablemente a la fragmentación, la simultaneidad de tiempos, de lugares, de personajes mientras se evocan los ofrecidos por la vivencia cotidiana tan singular de esta porción del planeta (Yurkievich).9

No obstante, Nueva York es Manhattan y ésta, erguida en la desembocadura del Hudson en el Atlántico, es Nueva York, la Nueva Amsterdam hilvanada por puentes que unen los condados para formar "la gran manzana". Nueva York es estímulo impetuoso que ofrece revelaciones insólitas y prodiga enseñanzas contundentes. La pregunta de si ésta es la ciudad del siglo xx, surgida de engaño y mentira (Flores),10 ya se había comenzado a responder al comienzo del siglo, al registrarse el dolor donde todo suena y brilla en un ambiente opresor (Darío)11 que (Sousandrade)12 compara con el infierno. A esto se suma su estruendoso cosmopolitismo que permite ver el mundo a la vez que palpar su carácter devorador, con su "Wall Street, Banca de sangre" de otros pueblos que tienen nombres propios muy conocidos, sobre todo en América Latina (Alberti),13 Nueva York de la miseria y de la opulencia con su húmeda soledad que incita a todos al consumo para estar a la moda (Alvarado).14 Es la gran ciudad que se ha convertido en el arca de Noé más desaforada que hasta ahora haya conocido la humanidad, llena de personas y cosas en el más crudo cosmopolitismo, disputada por todos con el mismo derecho, por ser habitante del planeta, pese al riesgo de caer en ese reino de asfalto donde chocan policías y pandillas, en el que a nadie le importa lo que haga el vecino (Auden).15 Aquí se entrecruzan los tiempos como si fueran muchos nueva-yores a la vez, encarnados en muchos personajes que desfilan simultáneamente alrededor de la anécdota de la llegada a uno de sus aeropuertos atiborrados (Cardenal).16 La cantidad a montones oculta el sacrificio de la vida con sus gotas de sangre, debajo de las multiplicaciones (García Lorca).17 Sin embargo, hay épocas y momentos de belleza como en la noche dorada de luna (Tablada)18 o como en abril que al hacerse con jirones de sol y nieve, uno vuelve a ser más joven (García Ascot).19 Otros son los registros de la estrafalaria figura de los "beatniks" (Kerouac)20 y personajes de toda índole alrededor de la Calle 42, o si no del puente de Brooklyn que servirá a los arqueólogos del futuro (Maiacovski)21 y del Empire State, donde las hormigas demoran siglos para treparlo (Rivero).22 No obstante, también es objeto de un trato tierno, al modo de un cantar bíblico, con un susurro de ternura "mi ciudad, mi amada" (Pound).23

Al oeste, en San Francisco, La Misión sigue siendo una referencia de esta ciudad mezcla de aroma y de cultura (Burciaga)24 con su isla de Minos llamada Alcatraz y donde los hombres parecen felices (García Ascot).25 En Los Ángeles, la megalópolis que se dispara ufana en el espacio, aparece como un gran carnaval babilónico pleno de nombres, referencias y lugares en el que los hijos del tío Sam muestran su superioridad masticando su destino manifiesto (Mestries).26 Las Vegas, como la capital del juego con su desfile de casinos, es reconocida por el poeta en sus palacios fantásticos y como una aldea en el desierto cuando el sol aparece (Ridruejo).27

En Canadá, Vancouver aparece como una ciudad emblemática de la voz femenina en contra la violencia, como en todas las ciudades que son campos minados, mientras transcurre la vida cotidiana entre los quehaceres y se descifra el enigma del amor, (Wallace).28
 

 
 

En América Latina y El Caribe, sus ciudades coloniales y modernas también han sido eternizadas con la captura poética de sus instantes. Desde Zacatecas, barroca y pétrea como lindero entre la exuberancia mesoamericana y la aridez del desierto mexicano, con su montaña y su ancestro católico impugnado por jacobinos (López V.),29 hasta Talca, con su cielo y costumbres que reposan en el alma del poeta sobre el verdor del valle central chileno (Torres R.).30 Desde Santiago de Cuba, definida de manera particular por todo lo positivo que la caracteriza y porque desde allí se ve el mar (Leyva),31 hasta la Petrópolis imperial detenida en el tiempo, evocada entre la niebla y la desnudez del amor (Nava), 32 se extienden las ciudades ya históricas por la memoria que guardan en su interior y las miles de veces que han sido nombradas, desde cuando la teoría de Toscanelli fue puesta a prueba por Colón a finales del siglo xv y luego en el XVI comenzaron a edificarse con dedicación suma.

En algunas, el espíritu del puerto las tiñe, como en las del Atlántico caribeño. Bluefields, con su nombre inglés, como rastro de lo que quedó de la presencia de ese imperio, poblada de negros, abierta a lugares remotos (Uriarte),33 o en Cartagena de Indias, en el Caribe colombiano, patrimonio de la humanidad, testimonio hablante con sus murallas de historia, obra de romanos que recuerda a Andalucía (J. Guillén),34 en un presente que inspira cariño (López),35 inseparable de las palmeras y el mar (Santos Ch.),36 y que además es recuerdo de trastocamiento de tiempos, del pasado y el presente, la vigilia y el sueño, la vida y la muerte en que México y Bogotá, a la vez, se entremezclan (Cervantes)37 y también Veracruz, en el Caribe mexicano, sobre el océano de sol y recuerdo (A. Reyes).38 En el Atlántico brasileño, Recife permanece con el recuerdo de la infancia, por sus calles en las que se jugaba y desde donde se ve el desierto y se descubre la vida que entraba con el habla sencilla del pueblo (Bandeira).39 Río de Janeiro, antigua capital del Brasil, con su nombre susurrante que corre por la vida de los que la viven, como la sangre por las venas (Drummond),40 con su Pan de Azúcar, suficiente para almibarar la Bahía y sus edificios en juego con las palmeras (Girondo),41 incita al poeta a jugar como un niño con ella (Moraes),42 en cuyo verdor y luminosidad es vista como un bosque (Torres R.).43 San Pablo que invita a cantar de día y de noche, es escogida por el poeta para que cuando muera todos los miembros diseccionados queden vivientes en distintos lugares de la ciudad (de Andrade),44 vuelve a ratificar lo mismo que ocurre en otras ciudades: la imposibilidad de abandonarla con su alucinante efervescencia en la que días, noches y multitudes pasan como en un sueño (Trejo).45

En el Pacífico chileno están Antofagasta, limítrofe con Perú y en disputa con Bolivia, donde la palabra adiós se prolonga hasta Alejandría, Hamburgo o Nueva York (Reyes),46 Valparaíso, a donde se puede llegar para encontrar puertas sobre el mar con malecón, marinos, pescadores de ballenas y el humo de la pipa en la que se ven tantas geografías que la comunican con el mundo (S. Reyes),47 nido fosforescente que baja hacia el océano donde el mar fue derrotado, cauda viciosa de América (Salazar B.)48

Otras ciudades guardan el sabor de su región, inscritas con su halo en la conformación de la identidad nacional: Belo Horizonte es vista con melancolía (Drummond).49 Caja-marca, que guarda la memoria de Atahualpa y su gesto generoso al ofrecerle al español una habitación de oro deja ver su dolor, sufrimiento y tristeza propias de su raíz autóctona (Florián);50 Cuernavaca, salida de la Cuaunahuac prehispánica para unir historias y recuerdos (Albala );51 Antigua, en Guatemala, ciudad de rosas por todas partes, evocadoras de épocas mejores (Wyld);52 Medellín, la Manchester de los Andes, como alguien la denominó por su desarrollo industrial, con sus bares, comercios y fábricas, incita a constatar el tedio, luego del retorno (Rivero);53 Monterrey y sus montañas, azotada por el río que la cruza, el fuego, el calor del verano y el frío del invierno (Reyes);54 Quesada sometida a un registro minucioso como en un censo que da cuenta de la vida cotidiana y su idiosincrasia, apegada a su región agreste (Coronel);55 Santiago de Cali, en el occidente colombiano, es evocada como un cosmos de sentimientos que se prolongan más allá de la muerte (Arango).56

Por su parte, las capitales de repúblicas, referencia necesaria y punto de unión en la constitución de la nación mestiza, que no cesan de hacerse, atraen con más recurrencia la mirada del poeta. En América del Sur, Asunción, la capital del Paraguay sobre el río navegable, pese a todo será el lugar al que se volverá para amar o reír o pronunciar la palabra (Ferrer). Bogotá, por su parte —recientemente, en 1991, recupera el nombre compuesto de Santafé con el que fue conocida en la colonia—, con su Museo de Oro, remedo y constancia de lo que fue el fulgurante mito del Dorado, impulso permanente de codicia y barbarie en el actuar de los conquistadores, es tenida en cuenta por sus habitantes de toda índole, donde sólo los locos son felices (Alvarado),57 con costumbres que ameritan una metafísica propia (Aristizábal),58 siempre a punto de parecerse a algo (Carranza),59 ensimismada (Cobo),60 arropada por la llovizna (Gorostiza)61 y la bruma andina que se pasea por los recios relieves de sus cerros como el de Monserrate (J. Guillén ),62 adornada por las nubes donde el amor por la poesía no se desatiende (Souppault).63 También es posible verla desde lo alto, desde donde se dibuja con su silueta que se disputa la altura (Gómez)64 y que en un recuerdo premonitorio se funde con el destino de la voz poética (Cervantes).65 Brasilia, de arquitectura hipermoderna cuyo diseño semeja una nave aérea, guarda a pesar de toda su confección las normas de la casa grande (Cabral de Melo).66 Buenos Aires, fundada dos veces a orillas del imponente río de la Plata, en un tiempo que ya no existe pero que se ha transformado en lugar desde donde se recuerda aquel momento punto de partida de añoranzas de esa ciudad ya perdida en la que se reconoce el otro yo, el que recuerda lugares, momentos, objetos como paraísos perdidos que son los únicos que no son vedados al hombre (Borges).67 La comparación con un hombre sentado a la derecha del Plata (Storni),68 niega el carácter femenino de la ciudad, tan europea, bajo cuyos pies yacen cadáveres indios. Caracas, cada vez más alejada de los recuerdos de la infancia del poeta, por su acelerado crecimiento (Montejo).69 La Paz, vigilada por la blancura perpetua del Ilimani, sobrevive entre nieve, piedra, yunga y pueblo, con su sollozo de gloria y majestad aimara (Mansilla).70 Lima, cuna y tumba de los seres íntimos (Belli),71 ciudad del recuerdo ante los acontecimientos de la vida, el nacimiento, el matrimonio, la muerte (Cisneros)72 y también extrañada en la lejanía (Rose).73 Es la ciudad que después de reconocerle sus atributos incita a la pregunta cómo eres (Salazar Bondi). Montevideo, nombre de la ciudad que se oye como un verso, comparada con el Buenos Aires del pasado (Borges),74 ubicada sobre el mar amarillo por el río y que desde el barco se ve como una duna (Campana).75 Quito, esta ciudad representada en un juego barroco de imágenes que se manifiestan hasta en el uso enredado de las palabras cotidianas (Romero).76 En el país austral, Santiago de Chile, siempre mirándose en la nieve luminosa de los Andes, incita más bien al reproche de su cosmopolitismo marginal, criticada con nostalgia por haberse convertido en un cementerio vivo (Brintrup), pero plena de lugares personificados con el recuerdo amoroso de sus nombres que ratifican su dignidad (Winétt de Rokha).77

En el Caribe, Kinston, típica ciudad de esa zona, bañada de sol (Guillén).78 La Habana, entre el velamen y las airosas palmeras del Caribe, reconocida por su rostro barroco que se prolonga entre las sombras con sus columnas asociadas con el aire (Roca),79 mundo de espejos y de música con un rostro tallado por la luz que se hace desde el mar (Jamís)80 y el aire por todas partes (Lezama).81

En América Central, Managua, que vista en el atardecer es tan bonita como Venus (Cardenal),82 momento del día en que su costumbrismo es cortado a tajo por el rayo, revela el sentir del viento y del polvo (Martínez Rivas).83  Su geografía, sus nombres y lugares dejan constancia de los cambios sufridos en el paso de la dictadura somocista a la revolución sandinista (Fraire).84 Panamá, homónima del país del istmo centroamericano a la que el poeta se dirige irónicamente en inglés para hacerle ver el sueño en que permanece (N. Guillén),85 poblada de grupos y tiendas y fox trops, puente y puerta abierta con su avenida central por donde debiera pasar el canal (Korsi).86 San Salvador, con sus oposiciones de riqueza y miseria ofrece un mundo desde donde se ve la otra realidad (Echeverría). Tegucigalpa, duro nombre donde el tiempo no existe y se está triste sin saberlo (Sosa).87 Las ciudades son también las testigos de la odisea secreta vivida por el migrante para quien sus lugares son recuerdos que se incorporan a la historia familiar como si fuera la historia de todos (Kozer).88

México, que en lengua nativa significa "el ombligo de la luna", es la ciudad homónima del país, ciudad de ceniza y tezontle, objeto de amor y odio, al mismo tiempo (Huerta),89 meta que involucra al que llega hasta hacerlo copartícipe de sus errores, de su lenguaje (Morábito).90 Ciudad que crece para ocupar todos los vacíos con toda clase de enseres (Bonifaz),91 convertida en monstruo de veinte milllones de cabezas (Blanco)92 o en bestia que es sueño de alebrije (Deniz).93 Vista desde el avión, es una isla de aridez (Pacheco),94 cascada de visiones simultáneas, agolpadas en múltiples direcciones de tiempo y espacio, que desde Mixcoac se detecta como latido del tiempo, sin la posibilidad del encuentro consigo mismo, pues el origen se aleja y el fin se desvanece (Paz),95 suscita lástima, mientras desfilan síntomas apocalípticos (Hernández).96

Mientras el nuevo siglo inicia su derrotero, muchas de las ciudades americanas reproducen el desasosiego de la crisis y, al mismo tiempo, la expectativa de una conciencia superior, capaz de hermanarlas en el propósito de ofrecer condiciones ciudadanas más universales a sus habitantes-ciudadanos.•

 
 
   
Notas

1Czeslaw Milosz, Los grandes de la poesía moderna. Poetas europeos, trad. y notas de Jan Zych, México, unam, 1964.

2Ledo Ivo, La pistas, pról. y trad. de Stefan Bacui y Jorge Lobilo, Jalapa, Universidad Veracruzana, 1986.

3Carl Sandburg, en Más de dos siglos de poesía norteamericana, México, unam, 1993.

4Lew Welch, Plural, México, vols. 16-10, núm. 190, julio, 1997.

5William Carlos Williams, México, Universidad de Puebla (Meridiano), 1987.

6Dioniso Ruidrejo, Poesía, selección de Luis F. Vivanco, Madrid, Alianza, 1976.

7Mario Benedetti, Inventario, Bogotá, La Oveja Negra, 1980.

8Allen Ginsberg, Poetas de lengua inglesa, trad. de Alberto Blanco, unam, (Material de Lectura), 1985.

9Saul Yurkiievich, Acaso acoso, Pretextos, Valencia, 1982.

10Miguel Ángel Flores, Contrasuberna, México, Joaquín Mortiz, 1981.

11Rubén Darío, Poesía completa, México, fce, 1984.

12Joaquín Sousandrade, La guesa errante, antología de poesía brasileña, sel. y pról. de Ángel Crespo, Barcelona, Seix Barral, 1973.

13Rafael Alberti, El poeta en la calle, Barcelona, Seix Barral, 1978.

14Harold Alvarado Tenorio, Espejo de máscaras, Bogotá, U. Nacional de Colombia, 1987.

15Wystan Hugh Auden, en Isabel Fraire, Seis poetas de lengua inglesa, México, sep, 1976.

16Ernesto Cardenal, Nueva antología poética, México, Siglo xxi, 1978.

17Federico García Lorca, Poeta en Nueva York y otros poemas, 1929-30, México, Porrúa, 1979.

18José Juan Tablada, en Octavio Paz et al., Poesía en movimiento, México, Siglo xxi, 1978.

19Jomi García Ascot, Antología personal de poesía, México, Martín Casillas, 1983.

20Jack Kerouac, en J. V. Anaya, Cayeron del cielo. Gruesos los poetas beats, México, La Banda de la Bandera Negra, 1987.

21Vladimiro Maiacovski, Obras escogidas, Buenos Aires, Platina, 1959.

22Mario Rivero, en Fernando Arbeláez, Panorama de la nueva poesía colombiana, Mineducación, 1964.

23Ezra Pound, Personae, versión de Guillermo Rouset Banda, México, Domés, 1981.

24José Antonio Burciaga, en Miguel Arnulfo Ángel (comp.), Voces con ciudad, México, UAM, (Molinos de Viento, 132), 2000.

25Jomi García Ascot, Del tiempo y unas gentes, México, El Equilibrista, 1986.

26Fransis Mestries, Suelas de viento, México, UAM/Verdehalago, 1996.

27Dioniso Ridruejo,Casi en prosa, Barcelona, Alianza, 1972.

28Bronwen Wallace, Common magic, trad. de Claudia Lucotti, Canadá, Oberon Press, 1985.

29Ramón López V, La suave patria y otros poemas, México, sep/fce, 1983.

30Arturo Torres, Antología general, México, fce, 1969.

31Waldo Leyva, Con mucha piel de gente, La Habana, Unión de Escritores de Cuba, 1983.

32Thelma Nava, en O. Paz et al., Poesía en movimiento, México, Siglo xxi, 1978.

33Iván Uriarte, en Ernesto Cardenal, Poesía nueva de Nicaragua, Buenos Aires, Carlos Lohlé, 1984.

34Jorge Guillén, en Justina de Conde Ruiz, El cántico americano de Jorge Guillén, Madrid, Turner, 1969.

35Luis Carlos López, Obra poética, Bogotá, La Oveja Negra, 1985.

36José Santos Chocano, en Caillet Bois, Antología de la poesía hispanoamericana, 2a ed., Madrid, Aguilar, 1965.

37Francisco Cervantes, Heridas que se alternan, México, fce, 1985.

38Alfonso Reyes, en O. Paz, et al., Poesía en movimiento, México Siglo xxi, 1978.

39Manuel Bandeira, en Ángel Crespo, Antología de la poesía brasileña, Barcelona, Seix Barral, 1973.

40Carlos Drummond de Andrade, Reunido, trad. de Alfredo Coello, Río, Olympio Editora, 1978.

41Oliverio Girondo, Obra, 3a. ed., Buenos Aires, Losada, 1991.

42Vinicius de Moraes, Roteiro lírico e sentimental de la cidade de Rio de Janeiro, S. Pablo, Compañía de letras, 1992.

43Arturo Torres, Antología general, México, fce. 1969.

44Mario de Andrade, Lira paulista, trad. de Alfredo Coello, S. Pablo, Martins Fontes, 1974.

45Mario Trejo, en Agustín del Sasz, Antología de la poesía argentina, Buenos Aires, Bruguera, 1969.

46Salvador Reyes, en Julio Caillet, Antología de la poesía hispanoamericana, Madrid, Aguilar, 1965.

47Idem.

48Sebastián Salazar B., Todo esto es mi país, México, fce, 1987.

49Drummond de Andrade, Reunido, 9a. ed., trad. de Alfredo Coello, Río de Janeiro, Livraria Jose Olympo, 1978.

50Mario Florián, en Caillet Bois, Antología de la poesía hispanoamericana, Buenos Aires, Carlos Lholé, 1974.

51Eliana Albala, El otro lado de las cosas vivas, San José de Costa Rica, U. Centroamericana, 1987.

52Carlos Wyld, en Caillet Bois, Antología de la poesía hispanoamericana, 2a. ed., Madrid, Aguilar, 1965.

53Mario Rivero, Baladas, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1980.

54Alfonso Reyes, en Ernesto Mejía Sánchez, Antología de Alfonso Reyes, México, fce, 1979.

55José Coronel Urtecho, en Ernesto Cardenal, Poesía nueva de Nicaragua, Buenos Aires, Carlos Lohlé, 1984.

56Gonzalo Arango, Obra negra, Buenos Aires, Carlos Lohlé, 1974.

57Harold Alvarado Tenorio, El ultraje de los sueños, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1986.

58Santiago Aristizábal, Panorama inédito de la nueva poesía en Colombia, Bogotá, Nueva Biblioteca, 1986.

59Carranza M. Mercedes, Tengo miedo 1976-82, Bogotá, La Oveja Negra, 1982.

60Gustavo Cobo Borda, en Julio Ortega, Convergencias, divergencias, incidencias, Barcelona, Tusquets, 1973.

61José Gorostiza, Muerte sin fin y otros poemas, México, fce/sep, 1983.

62Jorge Guillén, en Justina de Conde Ruiz, El cántico americano de Jorge Guillén, Madrid, Turner, 1969.

63Phillippe Souppault, en R. Jaramillo, Oficio de poeta (poesía en Bogotá), trad. de Manuel Álvarez, Bogotá, U. S. Buenaventura, 1978.

64Eduardo Gómez, Poesía 1969-1985, Bogotá, Tercer Mundo, 1985.

65Francisco Cervantes, Heridas que se alternan, México, fce, 1985.

66Joao Cabral de Melo Neto, La educación por la piedra, trad. de Pablo del Barco, Madrid, Visor, 1982.

67Jorge Luis Borges, La cifra, Madrid, Alianza, 1981.

68Alfonsina Strorni, en Luisa Solís, Tres poetas, México, Editores Mexicanos Unidos, 1985.

69Eugenio Montejo, Alfabeto del mundo, México, fce, 1988.

70Jorge Mansilla Torres, Pienso luego exilio, La Paz, Universidad Mayor de San Andrés, 1986.

71Carlos Germán Belli, Boda de la pluma y la letra, Madrid, Instituto de Cooperación Iberoamericana, 1985.

72Antonio Cisneros, Canto ceremonial contra un oso hormiguero, La Habana, Casa de las Américas, 1968.

73Juan Gonzalo Rose, Obra poética, Lima, Instituto Nacional de Cultura, 1974.

74Jorge Luis Borges, Obras completas 1923-1972, Buenos Aires, Emecé, 1974.

75Dino Campana, Cantos órficos, selección, versión y notas de Guillermo Fernández, México, El Tucán de Virginia, 1990.

76Armando Romero, A rienda suelta, Buenos Aires, Último Reino, 1991.

77Winet de Rokha, en Grunfeld, Antología de la poesía latinoamericana de vanguardia (1916-1935), Madrid, Hiperión, 1995.

78Nicolás Guillén, Obra poética, 1958-1972, La Habana, Instituto Cubano del libro, 1973.

79Juan Manuel Roca, País secreto, Bogotá, El Caballero Mateo, 1987.

80Fayad Jamís, en Carlos Altamirano, Poesía social del siglo xx, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1971.

81José Lezama Lima, en Caillet Bois, Antología de la poesía hispanoamericana, 2a. ed., Madrid, Aguilar, 1965.

82Ernesto Cardenal, Nueva antología poética, México, Siglo xxi, 1978.

83Carlos Martínez R., en Ernesto Cardenal, Poesía nueva de Nicaragua, Buenos Aires, Carlos Lohlé, 1984.

84Isabel Fraire, Puente colgante, poesía reunida, México, UAM, 1997.

85Nicolás Guillén, Obra poética, 1958-1972, La Habana, Instituto Cubano del Libro, 1973.

86Demetrio Korsi, en Caillet Bois, Antología de la poesía hispanoamericana, 2a. ed., Madrid, Aguilar, 1965.

87Roberto Sosa, en Casa Silva, núm. 8, Santafé de Bogotá, enero de 1995.

88José Kozer, Bajo este cien, México, fce, 1983.

89Efraín Huerta, Poesía de 1935-1968, México, Joaquín Mortiz/sep, 1986.

90Fabio Morábito, Lotes baldíos, México, fce, 1984.

91Rubén Bonifaz N., De otro modo lo mismo, fce, México, 1986.

92Alberto Blanco, El corazón del instante, México, fce, 1997.

93Gerardo Deniz, Enroque, México, FCE, 1986.

94José Emilio Pacheco, Tarde o temprano, México, fce, 1986.

95Octavio Paz, Vuelta, 2a. ed., México, Seix Barral, 1981.

96Francisco Hernández, El infierno es un decir, México, Conaculta, 1994.
 

*Miguel Arnulfo Ángel es profesor-investigador en el Departamento de Política y Cultura de la Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco. De nacionalidad colombiana, reside en la ciudad de México. Es licenciado en sociología por la Universidad Nacional de Colombia, maestro en sociología por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y diplomado en letras modernas por el Instituto Tecnológico Autónomo de México. Este año apareció su más reciente libro, Voces con ciudad, bajo el sello de Difusión Cultural de la UAM.