La idea de fin del mundo en Muerte sin fin de José Gorostiza *Evodio
Escalante
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Sostiene Adorno que las obras de arte no sólo son alegorías, son la realización catastrófica de las alegorías. En un pasaje de su Teoría estética, el filósofo de la escuela de Frankfurt afirma que "las obras de arte no sólo producen imágenes como algo que perdura. Ellas se convierten en obras de arte sólo en la medida en que destruyen su propia imaginería; por esta razón el arte guarda una profunda afinidad con la explosión."1 Un poema como Muerte sin fin, que culmina con una desaparición del universo que en algo recuerda la teoría del Big-Bang, y en el que piedras, plantas, animales, estrellas, nubes, mar, todos los seres que lo componen, se convierten en un fecundo río de enamorado semen que regresa a la matriz originaria, no podía quedar él mismo enteramente a salvo de la destrucción. Esto se torna evidente en el segundo gran movimiento del poema, el cual está animado por un furor destructivo al que sería difícil encontrarle antecedentes en la historia de nuestras letras. De este furor no se salvan ni sus principales figuras y ni siquiera el lenguaje que las ha hecho posibles. Todo indica que la potencia destructiva de Muerte sin fin se despliega en tres etapas sucesivas, y que abarca, para empezar con lo más inmediato, las figuras cardinales elaboradas por el poema; el lenguaje con el que se habían construido estas figuras y, por último, el universo mismo, sustento de toda acción y de toda mediación aquí en la tierra. Sirva de ejemplo la figura del vaso, tan cuidadosamente construida durante la primera sección del poema. La segunda sección se encarga de demolerla. Para empezar, el agua que éste contiene experimenta una transfiguración decisiva: el cristalino elemento que permitió el arrobo del personaje, quien se había reconocido en la imagen atónita de un agua a la que se definía como un desplome de ángeles caídos, se convierte en la segunda sección del poema en una sangre cáustica, que ara cauces en el sueño moroso de la tierra y perfora sus miembros florecidos. Aunque se habla del vaso en términos de una flor mineral que se abre para adentro, o al modo de un espejo ególatra / que se absorbe a sí mismo contemplándose, resulta obvio que el esplendor verbal está puesto aquí al servicio de una intención peyorativa. El poeta insinúa un reproche básico de narcisismo. Este narcisismo, como era de esperarse, se revela como insostenible, pues el vaso en sí mismo no se cumple, según declaración tajante del poema. Tan no se cumple, que lo único que le conviene es la imagen de una deserción nefasta. ¿Qué podría esconder el vaso, se pregunta Gorostiza, en su rigor inhabitado, sino una triste claridad a ciegas, sino una tentaleante lucidez?2 La claridad del vaso es una claridad "ciega", que no sirve de nada; su lucidez resulta tan precaria, que no alcanza sino a "tantear", a "tocar", como hacen los invidentes, los objetos que lo rodean. El vaso se encuentra encima
de la mesa. Es un rigor inhabitado. Una cosa inútil. Un epigrama
de espuma ofrecido a la vista de un auditorio anestesiado. ¿Hay
que deshacerse de él? No. Ahora viene la nota positiva. A pesar
de todo, hay en él, en alguna zona secreta de su estructura, algo
así como un alma,
la promesa de un devenir o, en términos
crudos, una llaga ocasionada acaso por el fuego, una herida en la
que experimenta las mordeduras de un vacío que exige ser colmado.
Por eso se impone que el vaso le abra las puertas a lo otro. Al hacerlo,
se destruye a sí mismo:
Hay algo en él, no obstante, acaso un alma, |
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El vaso se encuentra en un erial, en un páramo atosigado por las altas temperaturas. En este punto, podría decirse, Gorostiza no ha hecho sino construir su versión de La tierra baldía de T. S. Eliot.Los versos finales de esta estrofa anudan con enorme fortuna visión fenomenológica y oído magistral para las expresiones habladas de la lengua. El vaso se disimula, se emboza; desaparece como vaso; lo interesante es que esta desaparición no es el resultado de una "borradura" o un "raspado" sobre el papel, sino —por increíble que parezca— de una abundancia de la luz. Primer paso: embozado en el giro de un reflejo. Segundo paso: en un llanto de luces se liquida. En esta licuefacción de la luz resuena, además del sentido inmediato, "acuoso", un sentido agregado: la acción drástica del verbo "liquidar", que en el español de México significa matar, quitar la vida.3 Cuando Gorostiza remata que el vaso en un llanto de luces se liquida no podía haber encontrado una imagen más sugerente para mentar la autodestrucción del vaso por medio del calor abrasante del fuego.4 Después de presenciar la destrucción del vaso, nos toca atestiguar la aniquilación de la forma. Ahora el poema nos avisa que la forma en sí misma no se cumple. Que ella es una entelequia ensoberbecida, dijérase, una persona que abriga grandes pretensiones, que se cree "la divina garza", pero que no resiste las mordeduras de la muerte. La forma, de entrada, está rodeada de todos los prestigios. De ella es el trono faraónico. Todavía más: Magnánima, deífica, esto es, como si fuera una diosa, rige con hosca mano de diamante. Todo en ella es magnificencia y esplendor. Tiene un tan alto concepto de sí, que le han hecho creer (pobre ingenua) que la poesía se postra a su pies, como si ella fuera otro de sus esclavos, y debiera solicitar su venia para poder cantar. Aquí Gorostiza, si no me equivoco, enfila los dardos de su ironía contra los adoradores de la forma que tanto abundan entre los cultivadores de la poesía. El fetichismo de la forma, esa ofuscación poética que supone que el contenido es un componente secundario, y que lo principal es someterse a los dictados de la preceptiva literaria, que ordena con hosca mano de diamante y que lo que manda es apegarse a los moldes y a sus prestigios preestablecidos, recibe aquí una hiriente estocada. Pagada de sí con exceso, la forma Está orgullosa de su orondo imperio.
¡Ah qué forma tan ilusa!, parece exclamar Gorostiza. La rosa edad que esmalta su epidermis / —senil recién nacida— / envejece por dentro a grandes siglos. Su piel, desde que nace, es ya una piel envejecida, senecta. Sometida, por lo demás, al estrago vertiginoso del tiempo. Se le aplica a la forma lo que dictamina acerca del hombre el saber popular, a saber, que cuando nace es ya lo bastante viejo para morir.5 In ictu oculis, susurra
desde la penumbra la calavera medieval. En un parpadeo, en un abrir y cerrar
de ojos, el hombre fortachón e impertinente ha sido reducido a una
calavera. Los garfios de la muerte trepan como musgo por las paredes de
la forma y la hostigan con tenues mordeduras. Estas mordeduras son otra
imagen de la fatalidad, pues por el hueco que ellas abren se cuela el minuto
terrible del colapso. Porque el reloj de la muerte es minucioso y puntual,
nada detiene su camino. De tal suerte, al soplo infantil de un parpadeo,
es decir, en un abrir y cerrar de ojos, al que Gorostiza visualiza como
un candoroso juego de niños, la egregia masa ensalzada por la gravedad
de la forma podrá caer de golpe hecha cenizas. El torreón
presuntuoso estará besando el polvo. Otro triunfo contundente del
fuego.
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Ninguna destrucción está completa si no desaparece la palabra con que se nombran los objetos que la destrucción pretende haber eliminado. Mientras subsista la palabra, existe la posibilidad de evocar el objeto con el que ella se encuentra vinculada, y acaso hasta la posibilidad de reconstruirlo. El nombre no sólo es designación y vínculo, es también remembranza, recuerdo, arqueología secreta, huella del ente y de su despliegue, garantía de retorno. La reliquia del nombre contiene y a la vez alienta la promesa de un traer a presencia. El secreto de su poderío se llama restitución. Nombrar el objeto es restituir aquello que se había alejado, o que, de plano, había desaparecido en el horizonte. Lenguajes puede haber muchos, como señala Walter Benjamin, pero es seguro que no conocemos otros lenguajes nombradores como el de los hombres.6 Con esto señala Benjamin el peculiar vínculo entre el hombre y la naturaleza, un vínculo que no puede pensarse fuera del lenguaje, y que consta de dos aspectos que se complementan. Por un lado, la naturaleza, aunque muda, se comunica en el lenguaje. Habla en el lenguaje. Por otro lado, el hombre, inserto en la comunicación previa de la naturaleza, asigna nombres a las cosas y puede dominarla, como amo y señor de ella. De donde resulta que el hombre, y sólo él, puede otorgar los nombres. En este sentido el nombre, como sugiere Benjamin, es un lenguaje dentro del lenguaje, porque presupone una comunicación anterior a la que acaso sólo le faltaba la palabra. Para que la destrucción del universo sea irreversible y completa, la palabra nombradora tiene también que desaparecer. Esto quiere decir que la acción del perpetuo instante del quebranto no podría cumplirse mientras el hombre mismo no ahogue la palabra con la que nombra todos los objetos. ¿Con la que nombra? ¿No sería mejor decir, con la que los canta? El canto sexto del poema no alude de modo directo a la palabra ni al lenguaje denotativo como tal, sino a los himnos y los trenos con los que el hombre ensalza la belleza. Este rodeo no debe confundirnos. En ningún lado la pureza nombradora del nombre resplandece tanto como en el cántico, que nada predica y que nada instruye, y qué mejor que limitarse a designar lo que es, equipara el tono musical con la palabra en su función nombradora. De tal modo, la música se vuelve nombre y el nombre, a su vez, se vuelve música, con lo que las relaciones predicativas pasan a un segundo plano. Ni afirmación ni negación en el plano lógico de lo que se expresa, sino soberanía del nombre que queda aislado y que casi se torna autosuficiente, vibrando con la solitaria belleza de la melodía. ¿Quién puede refutar un tono?, preguntaba Nietzsche. ¿Quién puede refutar la palabra que vibra con la música? El poema no se propone refutarla. Quiere algo más esencial: ahogarla. Enmudecerla. Que deje de cantar. Es interesante observar que los únicos pasajes dentro de todo el poema en el que aparece la palabra hombre están vinculados con la destrucción del lenguaje, como indicando de este modo que el ser racional y el lenguaje se pertenecen mutUAMente, y que no pueden concebirse en definitiva el uno sin el otro. Lo peculiar del canto sexto estriba quizás en que éste ofrece el único momento en el que el hombre interviene como responsable de una acción en el transcurso del poema. A él le toca ahogar, con sus manos mismas, y creo que la expresión enfática sirve para señalar su responsabilidad en este asunto, los himnos claros y los roncos trenos / con que cantaba la belleza. Pero su acción no es arbitraria ni depende de una decisión personal, ajena al contorno de lo que sucede. Parece, más bien, una acción concertada, que se corresponde con el destino total del universo y, por ende, de la naturaleza, con la que el hombre, supongo, se mantiene en comunicación. La contribución del hombre a la catástrofe consiste en este acto derogatorio. Si la naturaleza ya había enmudecido, ahora le toca a él apagar el brillo de sus cantos. Hay una correspondencia entre una acción y la otra. Mientras el fuego abrasa con sus llamas el universo, levantando una pira sin precedentes, a la que el poema califica de "arrogante", el hombre cancela la posibilidad del cántico. Cito a continuación el pasaje que exhibe esta penosa correspondencia: Porque en el lento instante del quebranto,
Con la desaparición de la palabra nombradora parece haber sido eliminado el obstáculo que impedía que el universo como un todo se despeñe en la destrucción. Al franquear esta frontera, este límite interpuesto por la palabra, que parecía fungir como reducto de la preservación, ya nada impide que el derrumbe arrase con toda forma de vida sobre la tierra. Se inicia, así, dentro de un crecendo vertiginoso, una suerte de "involución" de todas las especies, las cuales, animadas por un movimiento de retorno, se disuelven unas en otras en un recorrido que pasa como en una escalera de las formas superiores de vida a las inferiores, hasta llegar a los elementos inanimados. Así, los animales se convierten en plantas, y las plantas a su vez se convierten en piedras. Es como si todos los entes que componen el mundo, poseídos por un hambre cósmica, se devoraran los unos a los otros. De suerte que, como explica el poema, el animal es devorado por la planta; la planta por la piedra; la piedra por el fuego, el fuego por el mar, el mar por la nube, la nube por el sol, y así hasta que todo el universo se convierte en un fecundo río de enamorado semen que regresa de nuevo a las entrañas del Creador. Debe hacerse notar que, ¿por pudor?, ¿por evitar un aspecto escabroso que rozaría los límites de lo creíble?, el poema de Gorostiza no menciona nunca, dentro de este proceso de restitución cósmica, a la criatura racional. El destino del hombre —y el de sus creaciones— se da por incluido dentro de este derrumbe de la materia, sin que haya alguna referencia explícita al respecto. Quizás se da por un hecho, según la lógica del contagio, que el colapso del lenguaje implica el colapso de la criatura que se comunica en él y por medio de él. Esto no le resta un ápice al poema su carácter ciertamente inquietante. ¿En base a qué supone el poema este regreso del universo a su matriz originaria? ¿Qué autoriza al poeta a imaginar que lo que hizo el Creador en siete días, y que además vio que era bueno, como se relata en el Génesis, tendría que deshacerse durante la lectura del poema? La sola idea de que el universo tendría que regresar sobre sus propios pasos hasta poner sus plantas en las arenas movedizas de la nada, así sea la nada entendida como requisito previo de una nueva Creación, parece por sí misma no sólo tan inusitada, sino tan poco "respetuosa" de la obra de Dios, que puede resultar inaceptable para los creyentes. Hay indicios de que Muerte sin fin, en efecto, es un poema incómodo para los intelectuales religiosos. Acaso por ello, y como previendo desde entonces las innumerables suspicacias que el poema podría suscitar, Jorge Cuesta terminaba una de las reseñas que escribió acerca del poema de su amigo Gorostiza con estas provocadoras palabras: "...al señalar el libro a los Santos Varones, a los padres de la Iglesia apostólica, les recomendaría que no dejaran de comunicar su lectura al interior de su alma. Les recomendaría que se asomaran a ella y que le dieran la noticia de esta creación a voz en cuello, a la altura que lo oyeran los sitios más profundos, más ancestrales de su cavernosa conciencia: y que de este modo llamaran a sus dormidos habitantes: "¡Momias del amor de Dios, fósiles de la fe, parásitos del intestino espiritual, salid a respirar un poco de aire religioso fresco!"8 La idea central del poema,
sin embargo, que no es otra que el regreso de las criaturas a la boca de
la que surgieron, se apoya en varios pasajes del Nuevo Testamento, y es,
por cierto, una premisa indispensable en la noción cristiana de
la resurrección de los muertos y la transfiguración de los
vivos, quienes, según afirmaciones de Pablo, en el fin de los tiempos
serán arrastrados todos a la presencia del Señor. En la historia
de la teología cristiana, esta idea de la apocatástasis,
palabra griega que significa restitución, está asociada no
sin justificación a uno de los teólogos más brillantes
de los primeros tiempos, el neoplatónico Orígenes, quien
explica esta idea en su obra fundamental, Acerca de los principios.
En
la base de las concepciones de Orígenes, se encuentra una creencia
en los poderes inconmensurables del logos, entendido como la palabra
divina de la que todo ha surgido, y a la que, por lo tanto, todo ha de
regresar. En su tratado Contra Celso, postula el filósofo
alejandrino: "afirmamos que el Logos dominará un día sobre
toda naturaleza racional y transformará a toda alma en su propia
perfección; cuando cada uno, haciendo simplemente uso de su potestad,
escoja lo que quiera y permanezca en lo que escogiere."9
Exhibiéndose como un campeón del libre arbitrio, Orígenes
piensa sinceramente que la criatura en libertad tarde que temprano, habiendo
pasado por las penitencias por las que tenía que pasar según
la magnitud de sus pecados, se reconducirá por el camino del bien,
que no es otro que el de la racionalidad representada por Dios y su hijo
único, Jesucristo. Ese será el tiempo, según Pablo,
en que Dios será todo en todos.10
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La dimensión cosmológica de la apocatástasis, parece advertirse mejor en el siguiente pasaje de Acerca de los principios: "Porque el fin es siempre como el principio; y por lo tanto, así como hay un fin de todas las cosas, así debemos entender que hubo un comienzo; y así como hay un fin para muchas cosas, así surgen desde un principio muchas diferencias y variedades, que otra vez, a través de la bondad de Dios, y por la sujeción a Cristo, y a través de la unidad del Espíritu Santo, se reúnen en un final, que es semejante al principio."11 No hace falta decir que el perpetuo instante del quebranto, momento estratégico a partir del cual se inicia el despeñarse de todas las cosas hacia su fuente originaria, domina de manera absoluta en los últimos cuatro cantos del poema de Gorostiza. A partir de aquí, el poema deja de ser disquisición y se convierte en un relato maravilloso que refiere las increíbles transformaciones de la materia en su obligado retorno a los principios. Conforme se aproxima al desenlace, el ritmo de la destrucción se vuelve vertiginoso. Los sentidos con los que un testigo asombrado podría haber dado testimonio de la destrucción, resultan devorados por el fuego de una sola bocanada. Mejor dicho, lo que queda de los sentidos que sin labios, sin dedos, sin retinas, / sí, paso a paso, muerte a muerte, locos, / se acogen a sus túmidas matrices. ¿Cómo pueden los sentidos, sin los órganos respectivos, ser testigos de nada? ¿Cómo puede el ojo ver sin la retina? Poseídos por una sed abrasadora, por un hambre cósmica que se antoja insaciable, los elementos y los seres del universo se devoran unos a otros, ahora en implacables versos de arte menor: al animal, la planta / a la planta, la piedra / a la piedra, el fuego / al fuego, el mar / al mar, la nube / a la nube, el sol... Por primera vez Gorostiza prescinde de los adjetivos, se limita a describir un proceso del modo más escueto posible. Este es el único pasaje en el poema, por cierto, en el que puede colegirse la presencia de Heráclito.12 El devorarse unos a otros de los seres y los elementos, no deja que éstos subsistan como tales, sino que arroja un producto que quizás no se esperaba: de este portentoso molino de fuego lo que surge, según Gorostiza, es un fecundo río / de enamorado semen que conjuga, / inaccesible al tedio, / el suntuoso caudal de su apetito... La masa ingente del universo se ha convertido en un río enamorado que lo único que quiere es restituirse a la fuente de donde surgió. En efecto, se restituye a
ella. El apetito voraz no cesa sino cuando el río de enamorado
semen desemboca en las entrañas del Creador. Se diría
que Dios se convierte en mujer para recibir en su seno las semillas de
este universo retrógrado que sólo quiere aniquilarse, dejar
de ser. Entendiéndolo bien, creo que sólo una esencia femenina
podría recibir este semen y volver a dar a luz, en su momento, a
partir de la semilla fecundada, el universo entero. Estos son, sin ninguna
duda, los
no desemboca en sus entrañas mismas, |
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Con estos versos culmina la gigantomaquia imaginada por José Gorostiza. Hablar de un lugar en donde nada ni nadie, nunca, está muriendo, implica suponer un espacio prodigioso en el que la muerte no ejerce ya alguna jurisdicción. En la escueta desnudez de este verso formado por dos heptasílabos, puedo apoyarme para afirmar que el fin del mundo esbozado por Gorostiza no tiene nada que ver con las atrocidades y los horrores de la imaginación apocalíptica, mencionados por Kant en su opúsculo titulado "El fin de todas las cosas".13• |
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Notas 1Theodor W. Adorno, Aesthetic Theory, trad. de Robert Hullot-Kentor,. Minneapolis, University of Minnesota Press, 1997, p. 84. 2En su lectura del poema en el disco de Voz Viva de México, Gorostiza pronuncia tantaleante lucidez, lo cual, bien visto, no deja de hacer sentido. Al evocar a Tántalo, el personaje mitológico condenado por los dioses a permanecer en medio de un lago y a padecer una sed insaciable, ya que cuando quería beber del agua que lo rodeaba, ésta escapaba como por arte de magia de su boca, Gorostiza le otorga a la frase una intensidad que se antoja insuperable. ¿No es esta la condena del hombre, como la del vaso, la de padecer una tantaleante lucidez, esto es, una lucidez que nunca satisface su objeto? 3Francisco J. Santamaría lo considera un "mexicanismo". "Liquidar: Destruir, inutilizar, acabar o concluir con una cosa; agotarla, malográndola o tirándola. Matar." Hasta donde sé, la actual edición del diccionario de la Real Academia Española incorpora esta última acepción. 4El verbo liquidar cuenta con una breve pero significativa historia en la genealogía de Gorostiza. Lo utiliza el autor para definir los alcances de su primer libro de poemas, las Canciones para cantar en las barcas, en la concisa autopresentación que antecede a la selección de sus poemas en una antología española de nueva poesía mexicana. Ahí define Gorostiza: "Mi libro es un libro de liquidación espiritual". Véase Maroto, Galería de los poetas nuevos de México, Madrid, La Gaceta Literaria, 1928, p. 18. 5Los grandes maestros del barroco, por supuesto, estaban al tanto de lo anterior. Por eso afirma Quevedo en uno de los salmos de su Heráclito cristiano: "Antes que sepa andar el pie, se mueve / camino de la muerte...." Véase Francisco de Quevedo, Poemas escogidos, edición de José Manuel Blecua, Madrid, Clásicos Castalia, 1989, p. 72. 6Véase
Walter Benjamin, "Sobre el lenguaje en general y sobre el lenguaje de los
humanos", en Para una crítica de la violencia y otros ensayos,
pp.
59-74.
8Jorge Cuesta, "Una poesía mística", en Poesía y crítica, p. 343. El subrayado es de Cuesta. 9Orígenes, Contra Celso, p. 582. 10I Corintios, 15, 28, Aunque puede presumirse que Gorostiza leyó a Plotino, otro neoplatónico, no existe algún indicio directo de que haya leído a Orígenes. La palabra que aquí ha servido de clave, apocatástasis, la menciona Salvador Elizondo en un ensayo ya clásico sobre el poema de Gorostiza. Véase Salvador Elizondo, Teoría del infierno y otros ensayos, México, El Colegio Nacional/Ediciones El Equilibrista, 1992, p. 123. 11Orígenes, De principiis. Tomado del servidor de la Christian Classics Ethereal Library, del Wheaton College. Http: ccel.wheaton.edu/fathers2/ Traducción del inglés de Evodio Escalante. 12Véase al respecto el fragmento 76 de Heráclito, que a la letra dice: "Vive el Fuego de la muerte de la Tierra y vive el Aire de la del Fuego; vive el Agua de la muerte del Aire, y de la muerte del Agua vive la Tierra". Sigo la versión de Juan David García Bacca, Los presocráticos, México, Fondo de Cultura Económica, 1979. 13Emmanuel Kant, Filosofía de la historia, trad. y prólogo de Eugenio Ímaz, México, Fondo de Cultura Económica, 1997. |
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