El autógrafo
*Rodolfo Bucio
We're born in a prision
raised in a prision,
sent to a prision called school.

We cry in a prision,
We love in a prision,
We dream in a prision like fools.
 

Yoko Ono: "Born in a prision"

 Cuando estábamos en segundo de primaria, para celebrar el Día del Niño las maestras y maestros organizaron un festival. Medio en secreto, durante los dos meses anteriores a la celebración se dedicaron a escoger a ciertos alumnos a quienes les vieron dotes artísticas y les endilgaron papeles, recitaciones y moñas por el estilo.

La fecha llegó. Entramos a las diez de la mañana, en lugar de la hora habitual. A cada quien le dieron una bolsa con dulces y un boleto. Este último servía para pasar a una tómbola al aire libre, donde nos los canjearon por un regalo de acuerdo al número del cartoncillo. Al más aplicado de cada grupo le entregaron otro boleto. Ese me tocó a mí. Mi maestra Vicky me dio el pequeño cartón y me plantó un beso. Me sentí en la gloria, viendo de cerca su famoso lunar y oliendo su perfume, que me pareció muy exótico.

Minutos después fui por mis obsequios. El primero resultó ser un carrito de bomberos que no me hizo gracia. Con el otro cartoncillo se podía escoger. Como era muy exclusivo —sólo para doce de nosotros—, los paquetes estaban en la dirección. Busqué y rebusqué. Me decidí por una caja de galletas de aspecto fino. Salí orgulloso.

Más tarde, cuando todo mundo mostraba sus juguetes a los demás, maldiciendo o alabando su suerte, nos formaron en el patio grande, donde sólo jugaban los niños de cuarto a sexto año, vedado entonces para nosotros los pequeños. En medio del patio, al fondo, se encontraba el salón de música. En torno a él nos fueron acomodando, en el suelo, en semicírculo. Esa sala tenía una terraza, donde acondicionaron como teatro.

Primero apareció un niño de segundo A recitando "Mamá, soy Paquito", de Díaz Mirón. Con mis compañeros, El Abuelo, La Vieja Padilla, Neyra, Marquina y Palomino, nos burlamos del tono tipludo del pobre Venegas. Luego tocó el turno a mi primo Santi, que estaba en tercero. Él dijo otra recitación, a la que no puse atención por pudor familiar.

Mis amigos comenzaron a decirme que mi primo era muy pendejo, con voz de pito. Moreno, con lentes de pasta, pequeño, semejaba un animal asustado. Creo que empequeñeció aún más al recitar. Dos veces se le olvidó el texto y su maestra tuvo que soplarle, lo que todos oímos gracias al micrófono.

Me dio más pena a mí que a Santi. Luego los maestros de sexto tocaron las guitarras y pretendieron cantar —más bien desentonaron— "El señor Tlacuache" de Cri Cri. Pensaron que nos reiríamos, en especial por sus trajes de ropavejeros y unos costales rellenos que dejaron cerca de ellos. Pero nos quedamos fríos. La maestra Vicky tuvo que decirnos que aplaudiéramos, y las otras maestras y maestros hicieron lo propio con sus respectivos grupos, para no dejar solos a aquel par de aventados.

El director, a quien llamábamos El Grillo, dirigió unas palabras de felicitación a todos y cada uno de nosotros. Y luego llegó el plato fuerte: Don Facundo y su show. Como sabíamos quienes teníamos televisión en 1963, aquel hombre aparecía en programas infantiles como el del Tío Herminio, en Club Quintito, Estrellas Toficos y algunas veces hasta con Chabelo.

Don Facundo era un hombre flaco, avejentado, que llevaba el pelo largo. Usaba un sombrero ridículo y unos gruesos lentes de pasta; completaba su atuendo con sacos lamentables: a cuadros, rojos, azules; de Pirrín, según Neyra. Casi de la nada sacaron un pequeño teatro ambulante y Don Facundo apareció con un muñeco de sí mismo, que no era más que ropa de niño que se ponía encima y unos zapatos que él manejaba con las manos. Era muy chistoso.

—Oye —dijo Marquina—, ¿cómo hace eso?

—Cómo eres pendejo —dijo doctoral La Vieja—. Se ve que no tienes televisión en tu casa.

—No. No tengo. 

—Eso lo hace en cada programa, ¿verdad, Fidel?

Asentí.

—Sí, pero cuál es el truco. ¿A poco es un niño que se parece a él? —insistió Marquina.

—Es él, güey, con ropa de niño; nomás que a los lados está todo negro y no alcanzas a ver lo demás de su cuerpo. Si serás tarugo —sentenció La Vieja.

Marquina no quedó convencido. Don Facundo siguió con su espectáculo de ratas bailarinas. Las malas lenguas decían que aquel grupo de ratas blancas danzaban sobre un comal caliente. Así que los roedores en realidad saltaban y corrían por su vida, para no quemarse las patrullas. Luego sacó su famosa víbora. Contó algunos chistes y se despidió entre grandes aplausos.

Había sido una fiesta divertida. Por el micrófono la maestra Irma, mi profesora de primer año, nos anunció que podíamos irnos. Se armó un alboroto. Muchos corrieron de inmediato hacia la salida. Me levanté sin prisa. Palomino me dijo que nos fuéramos juntos y acepté.

Los demás, Neyra, Padilla, El Abuelo y Marquina, se despidieron. Cuando pasamos junto a la puerta del salón de música, rumbo a la salida, vimos a Don Facundo dando autógrafos. Le dije a Palomino que nos acercáramos, al menos para verlo de cerca. Cuando nos tocó estar frente a él, no teníamos dónde nos estampara su firma. Ni un méndigo papel. De pronto recordé mi caja de galletas. Ni pedo.

—Oiga, Don Facundo, ¿y si me da su autógrafo en esta caja? —y se la mostré.

—¡Huuuuy, chamaco! Mejor saca las galletas, mano —dijo con su voz ronca.

Enrojecí. Algunos niños se rieron de mí. Pero Don Facundo comprendió que no habría de otra. Preguntó mi nombre. Rasgó un poco el celofán con que estaba envuelta la caja y escribió una dedicatoria: "Para mi cuate Fidel, que cuida sus galletas como si fuera de Monterrey. Don Facundo". Y anotó la fecha.

Me sonrió. Sacudió mi pelo en señal de amistad y siguió dando autógrafos. Palomino y yo salimos de la escuela. Casi enfrente de la entrada, en una vecindad, estaba solitaria la señora que vendía galletas con crema y chile.

—¿Quieres una? —preguntó Palomino.

—Órale.

Pedimos dos. La señora embarró crema a la galleta salada y luego le puso chile piquín. Repitió la operación. Pagué los veinte centavos de ambas galletas. Casi a la salida de la Privada vivía La Vieja Padilla y su hermano, un año mayor que nosotros. Ambos estaban en la puerta, viendo pasar a los rezagados. Nos despedimos agitando las manos en el aire. Salimos a Avenida Jardín. Seguimos hacia la Segunda Privada.

—¿Y qué vas a hacer con la caja? Digo, te vas comer las galletas, pero ¿vas a guardar el envoltorio con el 

autógrafo?

—No le he pensado, mano.

—Pero algo tendrás que hacer.

—Pues sí. Creo que mi mamá lo va a decidir.

Caminamos por la acera de El Campito.

—Oye, ¿no te quieres saltar? A lo mejor encontramos víboras.

—No, gracias. Si quieres quedarte, adelante.

—No. Solo no tiene chiste.

Cruzamos las vías y nos desviamos hacia Quinceo. La tortillería de don Ambrosio estaba llena a reventar, como siempre. Desde ahí se veía una parte de mi casa: el taller del abuelo.

—¿Vas a salir en la tarde a jugar? —le pregunté a Palomino.

—Sí, como a las cinco. Si andas por aquí, nos veremos.

Llegamos a mi calle. Nos despedimos. Toqué con la manita de metal de la puerta. Me abrió una de mis primas pequeñas. Crucé el patio y fui directo a buscar a mamá. Estaba preparando la comida.

—Llegaste muy temprano. ¿Cómo te fue?

—Re bien, má. Mira —y le mostré la caja de galletas.

—¡Ah!

Le dio vueltas a la caja. Miró la marca.

—Son finas.

—Me las dieron por tener el mejor promedio de segundo B.

Mamá sonrió. Me alborotó del pelo y me dio un beso en la frente.

—Ese es mi hijo. Así me gusta.

—También me dieron este carro de bomberos.

Lo vio y me hizo una seña que significaba que lo pusiera por ahí. Era evidente que no había reparado en el autógrafo estampado en la caja. 

—Pero no viste la firma, mamá.

—¿Cuál firma?

—Ésta.

 
 
 
 
 
 
 
 
   

Le enseñé.

—Es de Don Facundo. Me dio su autógrafo.

—¡Ese viejo cochino! ¡El que sale en la tele con sus ratas bailando!

—Sí, ése —respondí desconcertado—. ¿Por qué?

—Cómo por qué. ¿Agarró con sus manotas la caja?

—Sí, mamá. Él fue el invitado especial en el Día del Niño.

—Sí, pero ¿agarró con sus manotas puercas la caja?

—Sí.

—Y con esas mismas manos agarró a sus asquerosas ratas. Y a la mejor hasta a la víbora.

—Sí, mamá, pero…

—No hay pero. No vamos a tocar esas galletas. ¡Sabe Dios qué gérmenes traigan! ¡Tíralas, tíralas ahorita!

Me quedé sin saber qué hacer.

—¡Tíralas! ¡Te digo que las tires!

—Pero si él no tocó las galletas. Están adentro.

—No importa. Tira esas galletas. Es más, las voy a tirar yo.

Resignado, vi cómo mamá fue hacia el bote de la basura y echó la caja completita. Con todo y autógrafo.

—Y ni creas que vas a salir a jugar en la tarde, ¿eh?

—Pero, qué hice, mamá…

—Traer tus porquerías a la casa. ¿Te parece poco? Y lávate las manos, con detergente. Debes traer bichos. Ándale. ¡Pero ya!

Obedecí. Fui hacia los lavaderos. Pasé junto a la cocina de mi tía. Llegué frente a la de la abuela. Tomé un puño de detergente y me tallé con fuerza las manos en el lavadero, haciéndome daño en las palmas. ¡Pinche Don Facundo, y todo por su jodida culpa y la de sus ratas bailadoras!•

*Rodolfo Bucio estudió filosofía en la unam. Fue becario INBA-Fonapas (1982-83) y del Centro Mexicano de Escritores (1985-86) en narrativa. Ha publicado los libros de cuentos Las últimas aventuras de Platón, Diógenes y Freud (sep, 1982) y Escalera al cielo (Cuadernos de Estraza, 1982), y el de prosa poética Geoda (UAM Xochimilco, 2000).