Violencia e inseguridad: un dilema ético y político 
*Juan Mora Heredia, Raúl Rodríguez Guillén
 La soledad es la ecuación de la vida moderna.
Fito Páez-Joaquín Sabina


 En fechas recientes es habitual encontrar en las páginas de los diarios o en los noticiarios radiofónicos y televisivos notas alusivas a robos en casa-habitación, asaltos a transeúntes, ajusticiamientos, despojos violentos a automovilistas, secuestros, etcétera. De igual forma es común ubicar su dilatada incidencia en ciudades como Tijuana, Juárez, Guadalajara, Culiacán, Tamaulipas o el Distrito Federal y su zona conurbada, lo cual coloca a estos lugares muy por encima de los niveles de infracción consignados en otras regiones. Todo ello coronado por la ineficacia de una institución policiaca carente de credibilidad y que diario suma evidencias de una descarada connivencia con el hampa.

Más allá del acto criminal en sí mismo, el fenómeno en crecimiento que ha despertado un sentimiento de incertidumbre e irritación entre los habitantes de estas diferentes localidades es la desmesurada ola de violencia asociada al delito. Para los residentes de estas urbes salir a la calle se ha convertido cada vez más en una aventura, donde igual se ve en el acompañante de asiento en el transporte público, el chofer del taxi recién abordado o en los ocupantes del automóvil de junto al potencial delincuente o a las desamparadas víctimas. 

El gran temor no es ser objeto de un atraco sino de la exagerada rudeza desplegada por los truhanes. Este agobio ha llevado a la población a juzgar la inseguridad pública como el problema decisivo de gobierno, sea éste del signo político que sea. Un malestar que por momentos pareciera relegar a lugares secundarios cuestiones del calibre de la insurrección en Chiapas, los fraudes financieros, la degradación ecológica o la transición política.

Sin duda se vive entre los mexicanos un difícil momento, con un creciente dejo de preocupación respecto a su entorno social, aparejado al desencanto e indignación contra los administradores de la seguridad pública. Éstos, por su parte, tratan de atemperar la virulenta coyuntura impulsando nuevos reglamentos jurídicos, mandando más policías a las calles o aumentando la compra de armamento sofisticado, etcétera. Empero una cosa es cierta: la rehabilitación de la seguridad pública no tendrá una feliz conclusión con la simple aplicación de criterios administrativos y jurídicos más estrictos, se requiere avanzar pluridimensionalmente en su estudio indagando en su dimensión política, económica, social y ética.

En caso contrario, como hasta ahora ha sucedido, se seguirá polemizando de forma difusa acerca de la inmoralidad policiaca o de la des-humanización de los delincuentes, pero sin lograr aclarar en su esencia la lógica prevaleciente en el trinmio delincuencia-violencia-seguridad. Las breves consideraciones que a continuación son desarrolladas se inscriben en esta línea de trabajo, explorando un tema vital para la configuración del orden y prácticas públicas futuras.

Delincuencia y violencia

Como primer punto cabe interrogarnos si cuando hablamos de inseguridad pública es correcto identificarla como sinónimo de violencia y delincuencia. En principio pareciera ser que sí, pero aquí surge la primera confusión. Ninguno de estos tres términos hace alusión a un acontecimiento único, hay una imbricación estrecha pero no son equivalentes. Mario Stoppino define la violencia como 

la intervención física de un individuo o grupo contra otro individuo o grupo. Para que haya violencia es necesario que la intervención física sea voluntaria e intencional. Además, la intervención física (violencia) tiene como objetivo destruir, dañar, coartar. Es violencia la intervención del torturador que mutila a su víctima; pero no lo es la intervención operatoria del cirujano que trata de salvarle la vida a su paciente. Normalmente ejerce la violencia el que hiere, golpea o mata; el que a pesar de la resistencia inmoviliza o manipula el cuerpo de otro; el que impide materialmente a otro llevar a cabo cierta acción. En consecuencia, la violencia se ejerce contra la voluntad del que la sufre.

La violencia puede ser directa o indirecta. Es directa cuando afecta de modo inmediato el cuerpo del que la sufre; es indirecta, cuando actúa a través de la alteración del ambiente físico en que la víctima se encuentra. En ambos casos el resultado es el mismo: una modificación dañosa del estado físico del individuo o del grupo que es el blanco de la acción violenta.

Cuatro aspectos podemos rescatar: a) la violencia es una acción física intencional, b) tiene como propósito agraviar y lastimar, c) se perpetra de manera unilateral en contra de los deseos de la víctima y d) puede ser face to face o bien simbólica alterando el entorno de reproducción del sujeto injuriado. Con otros términos, durante el hecho violento el agresor altera la integridad corporal del otro sin que medie un principio de reconocimiento o respeto. Su único fin es lastimar premeditadamente al otro reduciéndolo a la impotencia y el sufrimiento. Es decir, tenemos una vocación de guerra donde las normas y las reglas de convivencia están ausentes, por lo que el uso de la fuerza física se constituye en el argumento de interacción por excelencia.

En su momento esta condición extrema Thomas Hobbes la había intentado resolver vía la creación de un Estado omnipotente que garantizara la paz de los individuos en sociedad, preservando su vida y propiedad a cambio de la cesión de soberanía. Años más tarde Max Weber perfeccionaría este señalamiento adjudicándole al Estado el monopolio legítimo de la violencia, con lo cual ejército y policía tendrían el derecho lícito para contener y reprimir la desobediencia.3 De esta suerte, la rebeldía declarada por grupos políticos desestabilizadores del orden político, o las acciones delictivas llevadas a cabo por personas particulares, agrupaciones, clanes o bandas, son objeto del uso disuasivo de la violencia por parte del Estado en salvaguarda del bienestar público. Sobre este punto regresaremos más adelante, por el momento vale hacer hincapié en el proceso de incautación del uso de la violencia a que es sometido el individuo por parte de la entidad estatal. A partir de este momento si bien se reconoce la existencia de la violencia en las acciones intraindividuales cotidianas, el único con el consenso social para ejercerla en la dimensión colectiva es el Estado.

Pasemos ahora a la segunda noción que nos interesa: ¿qué es la delincuencia? Desde un punto de vista sociológico ésta es considerada una pauta individual o colectiva paralela a la violación de las normas sociales. Quienes quebrantan tales preceptos de convivencia social estarían ejecutando una acción de vulneración del orden social. Por tal razón existen instituciones sociales de punición como la cárcel, cuyo principal objetivo es castigar el desacato de un código normativo. Cuando la regla social falla en la regulación de las conductas individuales su lugar es ocupado por la sanción. 

Sin detallar las múltiples interpretaciones de este comportamiento anómico, es necesario destacar la imposibilidad de hablar de una práctica delictiva homogénea. Cada conducta tiene su especificidad y varía en su atributo de naturalidad de un circuito cultural a otro. Así, fumar marihuana en los países occidentales es considerado delito, mientras en Oriente es parte de una normalidad. Lo mismo podemos decir del adulterio: en Occidente está penado en tanto para las sociedades de Medio Oriente es particularidad de su habitus cultural.4 No son iguales los delitos cometidos en las ciudades que en las regiones rurales, como diferentes son quienes los realizan; jóvenes, viejos, hombres, mujeres, analfabetas, profesionales, obreros, campesinos, etcétera.

Otra situación importante a mencionar, gracias al avance en la investigación social, es el agotamiento de las perspectivas biologicistas que consideraban los hábitos delictivos innatos a una cualidad genética. Por igual, digno de subrayar es la idea rígida que achacaba el trance delictivo a los grupos marginados o de escasos recursos económicos. Durante mucho tiempo ser pobre fue considerado sinónimo de delincuente. En nuestros días esta idea ha observado oportunas modificaciones, aceptando que el delito no sólo es cometido por los agrupamientos necesitados, sino que también puede ser realizado por personas emplazadas en la alta escala social. Es lo que se ha convenido en llamar delitos de cuello blanco. Entre ellos podemos citar los fraudes fiscales, desfalcos, prácticas ilegales en la venta de tierras o empresas, la venta ilegal de productos peligrosos, etcétera.

El delito no es congénito de las capas depauperadas de la sociedad, también es recurrente en los estratos medios y altos. Empero, los más publicitados, estigmatizados y castigados por la institucionalidad jurídico-social son los cometidos por los sospechosos comunes. De suyo, pues, con bastante reserva hay que tomar las afirmaciones de que "la delincuencia está desatada", "no hay quien controle a la delincuencia", "los delincuentes están en todas partes", "hay que acabar con la delincuencia a como dé lugar". Se trata de planteamientos genéricos que parten de un equivocado principio de uniformidad de los infractores.

Con mesura habrá de ser examinado el protocolo de la violencia. Ésta ha dejado de ser indivisible para mostrarse como un paradigma heterogéneo que obliga a hablar no de la violencia sino de las violencias: urbana, familiar, policiaca, simbólica, verbal, étnica, etcétera. Al respecto, cabe resaltar que cualquier conglomerado social alberga en su seno este caudal de prácticas violentas. La diferencia que hay entre las sociedades para exteriorizarlas con mayor o menor explosividad reside en los niveles de institucionalización alcanzados por sus comunidades políticas. Esto es, en los arreglos de coexistencia, reconocimiento y representación incluyentes para todos los grupos, condensándose en aceptadas normas de organización y desarrollo social. Cuando los acuerdos de integración social son obsoletos su fatiga queda de inmediato evidenciada a través de conductas grupales e individuales anormales, cuyo principal rasgo distintivo es el desborde de los patrones de vida convencionales.

Para el presente de la sociedad mexicana podemos afirmar su inserción en una acusada crisis institucional de sus diferentes niveles de asociación, resultado de la convergencia de dos abrumadores procesos que están ocasionando desconcierto entre los diferentes grupos sociales, en especial entre los jóvenes: a) una decomposición de los valores corporativos tradicionales, consecuencia del quiebre en el monolito normativo sobre el que se había edificado su modus vivendi por más de setenta años, b) efecto directo de las trasmutaciones en la estructura del orden capitalista, cada vez más acelerado es el proceso de exclusión a que están siendo sometidos los jóvenes por la lógica del mercado provocando en ellos el convencimiento del no future, con una ausencia de porvenir, deterioro en la conciencia solidaria y un creciente escepticismo en política. De ambas situaciones, desarrollaremos la primera con más atención, mientras sobre la segunda sólo esbozaremos algunas consideraciones generales al final, dado que su tratamiento excede las posibilidades y propósitos del presente trabajo, pero sin embargo es necesario dejarla asentada.

Por décadas el quehacer social y político mexicano estuvo profusamente nutrido de valores y rutinas autoritarias, razón por la que nunca fue prioridad la construcción de mediaciones institucionales para cada una de las esferas del corpus social. Pero ahora, cuando es notable el desgaste del viejo régimen ante la transición, el paso a otras formas de congregación política está resultando muy costoso dada la ausencia de instancias legítimas y funcionales garantes de este proceso. 

Este desfallecimiento de la institucionalidad autoritaria ha multiplicado los vacíos de poder que ahora son ocupados y usufructuados de manera impune por grupos policiacos corrompidos engendrados durante su vigencia.5 De ahí que no resulte extraño encontrar vasos comunicantes entre el crimen organizado,6 la policía y los administradores de la justicia, sean ministerios públicos o jueces. Así, ingresar a la policía o a los órganos de impartición de justicia ha sido tomado como un aprendizaje para los futuros negocios delictivos. 

Policías y militares en servicio o personal que en algún momento tuvieron contacto ex profeso con la violencia institucionalizada se hacen policías para instruirse en el uso de la fuerza, a la par de tender sus conexiones con áreas de poder dentro de la institución que a la larga le significarán protección y suministro de información privilegiada. Una red corporativa que lo mismo abarca negocios corporativos de gran escala, donde se encuentran involucrados los altos mandos, hasta los transacciones hormiga que se dan hacia abajo entre los funcionarios menores. El gran negocio con sus consecuentes jerarquías y desigualdades de distribución, que alcanza para todos sabiéndolo manejar, sobre todo siendo leal con la dinámica interna de la institución. 

En otros términos: formar parte de esa gran hermandad policiaca que defenderá a sus integrantes, siempre y cuando éstos acaten fielmente las disposiciones de su lógica de convivencia interna.7 En suma, una institucionalidad de normas, reglas, valores, etcétera, a la cual se enfrentan los nuevos prospectos de policías, pero que difícilmente pueden resistir o superar dada la simiente corporativa ya presente, merced el consumado proceso de socialización autoritaria a que fueron sometidos por las diferentes instancias escolares, familiares, religiosas o los mass media.

La criminalidad tiene en estos especialistas del uso de la fuerza sus principales gestores materiales e intelectuales. Para constatarlo no hay más que revisar la información cotidiana ofrecida por los diferentes medios de comunicación, sin necesidad de referirse a uno en particular, y hallaremos que los actores principales en materia de robos, secuestros y homicidios realizados con violencia son jóvenes con un marcado origen social marginal y policías o ex policías. Uno y otro grupo concentran la mayoría de asaltos a casas-habitación, transeúntes, taxis, microbuses, robos de autos, secuestros momentáneos (los llamados exprés) o de larga data, pero en todos estos incidentes la constante es el excesivo grado de violencia utilizado, la cual se hace patente desde la vejación verbal, la agresión física, la tortura, hasta llegar al asesinato sin miramiento alguno. 

Por lo tanto, tenemos dos grupos sociales en apariencia opuestos, pero que actúan de manera similar. ¿A qué se debe? ¿Ausencia de normas que los colocan en una actuación anómica? O bien ¿son reflejo de una forma de vida estructural en declive en la que el abuso e impunidad lejos de ser anormales han cumplido un rol determinante en los procesos de reproducción social y política?

La cultura de la ilegalidad

Al ocuparnos del fenómeno de la violencia en este trabajo estaremos pensando en la violencia relacionada con la criminalidad. Aquella coligada de manera cada vez más intrínseca con las maniobras delictivas. Las otras violencias, sin perder su importancia, requieren de un examen que por el momento rebasan este escrito. 

A últimas fechas la dosis de violencia y crueldad en la ejecución de algunos delitos (robo y secuestro, sobre todo) ha subido de tono alarmantemente. Pero ¿ese es el común denominador para este tipo de actos? ¿O es de reconocer que la perniciosa combinación delito-violencia tiene como contexto una circunstancia específica, y es practicada sólo por individuos y grupos con características sicológicas y sociales peculiares? A lo que quedaría agregar: ¿quiénes son éstos? y ¿por qué lo hacen?

Para aproximarse a las respuestas de estas interrogantes debemos analizar una reciente encuesta nacional sobre el nivel moral de los mexicanos, cuyos resultados promedio muestra rasgos culturales por demás llamativos. Tenemos así que:

Como corolario reproducimos los testimonios de un aspirante a policía y el del psicólogo encargado de evaluarlo. El primero señala:

Yo no me desespero ni me enojo; tengo una razón por la cual debo esperar y no impacientarme. Creo en lo que dice mi hermano, porque conozco su situación de vida que como policía ha adquirido, y de alguna manera el dinero que en estos momentos no tengo una vez como policía estaré recuperándolo. Dice mi hermano que una vez estaban asaltando una zapatería cuatro individuos, que embolsaban en maletas y petacas deportivas toda la mercancía posible; todavía esperaron a que terminaran, y cuando los cuatro individuos pretendían escapar fueron interceptados por mi hermano y otro policía. Como pudieron agarraron a dos, subieron primero todas las maletas y petacas deportivas con la mercancía a la patrulla; después a los asaltantes les quitaron dinero, chamarras y sus zapatos, y dejaron que se pelaran. Mi hermano se quedó con la mitad de la mercancía. Toda la familia estrenó en ese entonces zapatos nuevos; a su esposa la mandó de mercado en mercado vendiendo zapatos y artículos deportivos.

En la oficina de reclutamiento, un día antes del examen, el psicólogo advierte: "No me importa que hablen o se muevan porque el examen es para medir la personalidad de cada uno de ustedes... de todas maneras los voy a reprobar, y el que quiera autocalificarse, lo único que tiene que hacer es poner entre las hojas del examen el dinero conforme quiera su calificación".10 

Dos declaraciones provenientes de diferentes fuentes pero con un común denominador: una cultura política asentada en los principios de la ilegalidad y la prerrogativa. Por tal razón, resulta normal tanto para el aspirante a policía como para el individuo ordinario asociar poder con impunidad y negocio. En ese sentido, al llegar a un puesto de decisión del orden que sea hay que sacarle provecho. En este caso, ser policía se ha convertido en sinónimo de dispensa para realizar cualquier actividad ilícita sin reclamo o sanción. 

Pero ¿es un buen negocio acceder a las áreas de poder y traficar con ellas? La respuesta es afirmativa para regímenes autoritarios, donde la premisa central es mantener el orden político. Entendido el mismo como razón de Estado que justifica echar mano de los medios necesarios para cumplir tal objetivo, aunque éstos sean contrarios a los intereses y garantías de la sociedad. La policía en estos regímenes se constituye en el custodio de la sociedad, en su vigilante, no en su protector que haga válidos los derechos ciudadanos de sus integrantes.11 Es una institución que procesa su actuar por encima de la legalidad instituida, ya que su naturaleza organizativa y de acción está signada por la lealtad al jefe, al superior, al líder; en suma, a quien tiene el poder.12 

Pero ¿de dónde fue asimilado este código valorativo? La respuesta inobjetable la encontramos en las instituciones socializadoras: escuela, familia, iglesia y, sobre todo, medios de comunicación. Instancias difusoras de un pudor social que por más de medio siglo han servido de lubricante para el orden político posrevolucionario. Un sistema de vida social que para reproducirse echó mano de la trilogía negociación-cooptación-represión. 13 De suerte que a cualquier disidencia social o política se le colocaba en la disyuntiva de integrarse o sufrir las consecuencias por tal disconformidad. Una relación política amigo-enemigo que le permitió a este sistema mantener un rígido control político garantizando así su estabilidad, misma que hoy en día pareciera tambalearse. 

Y decimos que pareciera, porque día con día aparece esa realidad en los medios. No es nada nuevo, siempre ha estado ahí. El inconveniente es que no salía a luz pública. Su conocimiento no era difundido tan abierta y masivamente. Se sabía de la corrupción policiaca, de los asaltos llevados a cabo por ellos mismos, de la delincuencia en lo general. Pero sólo podía testimoniar de ello quien lo había sufrido de cerca o bien por ser escucha del grupo de pasillo donde se rumoraba este suceso. Los medios de comunicación estaban muy distantes de querer y tener la libertad para ofrecer una información a fondo de los episodios sombríos que rodeaban el ejercicio del poder político en México.

Como bien subraya Flores Olea: 

el sistema de control en México no necesariamente se ejerce por la vía coercitiva, sino utilizando instrumentos más sutiles de control, al menos mientras no parece estar en peligro la estabilidad, la estandarización y manipulación de las conciencias, la generalización del conformismo y la apatía, la aceptación sin protesta del orden, la difusión publicitaria de mitos consagratorios del estatus, etcétera.14 

Un propósito estabilizador donde escuela, iglesia y medios de comunicación (primero la radio y ahora la televisión) han desempeñado un papel determinante, irradiando un adoctrinamiento mojigato solapador de la prebenda, la ilegalidad, la transa, el abuso de poder.15 Entidades que a su vez tienen como constante compartir una naturaleza autocrática que las hace ser por antonomasia excluyentes en su organización y funcionamiento. Esto es, se manejan despóticamente por encima de los intereses públicos de la sociedad.

Tras la liberalización de los medios de información y al empezar a revelarse rasgos de la vida política del país, quienes ahora cargan con el estigma de la corrupción son los gobernantes y funcionarios, pero ¿esto no fue siempre así en la lógica del sistema político mexicano? Sí, pues las lealtades dentro del poder político estaban asociadas al otorgamiento de canonjías y concesiones. Se permitía el latrocinio no como un procedimiento antimoral sino como parte de una lógica funcional que tiene en la corrupción y la impunidad uno de sus patrimonios capitales. El pacto político emanado del conflicto revolucionario de 1910 se edificó sobre estas bases, las elites políticas lo sabían y se respetó este juego de doble moral ritualizándose cada seis años la transferencia del poder formal, pero que de antemano se sabía representaba para quienes llegaban tener el poder total para disponer a plenitud de los recursos. Los que se iban lo hacían con la certeza de estar protegidos por el compromiso suscrito entre los diferentes clanes políticos, siendo la premisa central esperar su turno. Una vez cumplido su ciclo de mando retirarse en silencio con información privilegiada que les permitía subsistir y mantener su influencia.

Este concordato en el núcleo del sistema político, no obstante, tiene sus primeras fisuras a principios de la década de los ochenta con la llegada de la elite tecnócrata al gobierno. A partir de ahí la ríspida controversia intra elites ha conducido la disputa por la nación fuera de los límites institucionales, a la par de dejar sin control a las camarillas policiacas engendradas,16 quienes posesionadas del uso legal de la violencia, además de "hacer sus negocios particulares", se ofrecen al mejor postor en la lógica de hacer una buena transacción, pero siempre distantes del papel que en las democracias habrían de cumplir: defender los derechos ciudadanos por encima de intereses personales o corporativos. 

En este contexto valorativo donde el acuerdo clientelar ha sido el eje rector de la vida sociopolítica del país, no debe sorprender una exacerbación de la violencia intencional y con engañoso sin sentido que los habitantes de México estamos padeciendo de manera abrumante durante los últimos tiempos. Es una inquietante expansión de la violencia criminal caracterizada por la saña para cometer los delitos, que dejan de ser asaltos comunes para convertirse en una suerte de ajuste de cuentas. El delincuente ya no queda satisfecho con el robo de la cartera, el automóvil o las joyas; como regla extrema identifica a su víctima como un enemigo de guerra al cual hay que eliminar a la menor resistencia. Por tanto, ese uso de la fuerza física para atentar contra la integridad del otro se realiza con toda intención, aunque pareciera no tener un fundamento. Parecen conductas ensayadas durante una guerra o rebelión, donde el uso de la violencia adquiere una valía, no la más razonable pero tiene un representación y finalidad.

Sobre esta marejada de violencia señalaremos tres hipótesis: la primera nos llevaría a confirmar una irreversible envilecimiento entre los grupos marginados de los elementales valores sociales de integración y comunidad, derivando en un pronunciado resentimiento social cuyo desahogo es canalizado mediante estas conductas. La segunda sería que asistimos a un insalvable agotamiento del Estado (sea por ineficacia, atrofia o crisis) para seguir tutelando el monopolio de la violencia, siendo aprovechada con éxito esta coyuntura por el crimen organizado en sus diferentes expresiones. Los intentos gubernamentales para mantener el orden social resultarían infructuosos, esperándose una consolidación de tales segmentos de poder. De ahí que la violencia desatada en las calles estaría sirviendo de catalizador para mostrar la fragilidad estatal en el control de este recurso. La tercera identificaría el uso de la violencia como parte de una estrategia de los sectores conservadores del ancien regime, dirigida a crear un clima de terror neutralizador de la incorporación de la sociedad al debate político.17 

Preocupados por sobrevivir, los ciudadanos ahora tienen además que cuidarse de la agresión criminal en las calles. Un doble pesar que poco aliento y convicción les deja para participar políticamente. Porque indudable es el interés de asociarse, pero ¿a través de qué medios o instancias? No hay muchas alternativas dado el bajo margen de credibilidad de los mexicanos en sus instituciones y organizaciones políticas.

¿Ética política o disciplina de la obediencia?

La declarada transformación del Estado mexicano posrevolucionario ha puesto a discusión supuestos que antaño se consideraban inalterables. Uno de los más controvertidos es el relacionado con la noción de lo público.18 De suyo hablar de lo público en el país siempre se consideró simétrico a lo estatal. Y de cierta forma se tenía razón, ya que en regímenes autoritarios la estatización19 de la esfera social y política es una constante. Por ende, la ausencia de una asidua concurrencia política, así como de una autonomía organizacional propia de las democracias políticas occidentales, ha puesto en entredicho la autenticidad de una vida pública en el riguroso sentido moderno durante los últimos sesenta años. Esta querella objeta frontalmente las tareas estatales que de forma tradicional habían sido clasificadas como públicas: educación, obras, salud, administración o seguridad.

Debido a ello, no obstante manejarse un discurso que asume el interés general y el bienestar colectivo por encima de la autoridad estatal, es de sobra conocido que el decurso de la acción gubernamental brindó una faceta contraria con una elite política privada de una vocación histórica liberal que la condujo a centralizar las decisiones en aras de sus motivos personales, pero alardeándolos como los intereses de todos. Por consiguiente, los cuerpos policiacos responsables de la seguridad pública estaban distantes de pretender simbolizar los intereses de la población. El compromiso era con el jefe o líder en turno, ofreciéndole lealtad incondicional a cambio de tolerancia y encubrimiento en sus operaciones delictivas. De este modo, la configuración institucional de la policía tuvo su basamento en tratos personales no escritos que a la larga crearon una densa estructura de poder. Una subcultura corporativa y clientelar que en la actualidad sufre el deterioro de su urdimbre incitando a enconadas luchas de supervivencia.

En este contexto, con un espacio público estatizado supeditado a los designios de cofradías corporativas, se señala que la delincuencia será abatida aplicando todo el rigor de la ley haciendo respetar el Estado de derecho. Una falacia en sí misma, ya que ¿cuándo ha existido la legalidad en la vida social y política, y por ende el Estado de derecho en México? Más de 50% de los mexicanos no cree en la justicia (véase cuadro). Aquí hay un problema de concepción derivado del afán legitimador que las elites posrevolucionarias quisieron darle al nuevo statu quo que las llevó a enaltecer hasta el extravío la norma jurídica en sí misma. Carentes de un proyecto hegemónico (en sentido gramsciano) de larga data, su empeño central fue construir un aparato de poder vertical excluyente de las oposiciones que les diera margen de maniobra para su reciclaje de intereses. Esto significó procrear un patrón de relaciones políticas tipificado por las componendas y las complicidades, utilizando como escudo legitimador la figura del Estado de derecho. Pero cuya simplificación caprichosa de sus lineamientos jurídico-legales lo ha vaciado de legitimidad y fundamentos razonables. 

Amparados en la razón de Estado los gobiernos priístas convirtieron la vida constitucional en un laberinto reglamentario sembrado de formulismos embrollados y oscuros que hicieron de la práctica jurídica un ejercicio más cercano a la marrullería y la triquiñuela que al noble propósito de entender y aplicar la ley como mecanismo privilegiado de convivencia política. Es evidente una seria desorientación conceptual para distinguir entre legalidad y legitimidad. A la luz de los acontecimientos recientes su no resolución ha causado una innecesaria tensión entre lo normativo y lo justo, colocando al país en una comprometida pendiente de ingobernabilidad.

Esto pone sobre la mesa de la discusión para el futuro inmediato el expediente del proyecto público de sociedad. La deliberación a fondo entre todos los grupos sociales (hegemónicos y subalternos), la configuración de un orden social y político asentado en un sólido cuadro de premisas éticas reforzado por el ingrediente legal. Este nuevo pacto de dominación tendría en la democracia política el mecanismo de apaciguamiento del conflicto social, a la par de ser un bosquejo de organización social que propone redefinir el vínculo Estado-sociedad, privilegiando la constitución de instancias mediadoras potenciadoras de una imprescindible autonomía e independencia del individuo.

La inseguridad pública no acabará con la modificación del Código Penal e incluso la Constitución. El problema va más allá y esta inscrito en la lógica de funcionamiento de las instituciones promotoras de valores sociales. Mientras la escuela, los medios de comunicación y la iglesia no ajusten su proceder a los lineamientos de un interés público seguirán defendiendo y representando cotos clientelares y corporativos. Ergo, el quid a resolver en la lucha contra la violencia criminal no está en el proceder en sí desplegado por los delincuentes como individuos, sino en el tipo de normas, valores e instituciones a la luz de la cual estas personas se socializaron.

Marginación e integración social

En otro orden de ideas, pero íntimamente relacionada a la trama descrita, es de subrayar la severa crisis de expectativas en la sociedad mexicana, fruto de la dilatada contradicción estructural entre una cultura que exalta y homogeniza las aspiraciones de consumo de la población a través de los medios de comunicación, pero que choca de forma abrupta con una coyuntura económica restrictiva y anuladora de tales anhelos, generando en sus usuarios desencanto y frustración. Mientras la pobreza aumenta en sus índices,20 es patente cómo vastos grupos sociales —compuestos primordialmente por jóvenes urbanos— son sometidos al embate comercial de los medios que les brindan información y estímulos valorativos acerca de los nuevos bienes producidos por la sociedad contemporánea. Se les exhiben estándares de vida excepcionales que los jóvenes asumen como arquetipos de movilidad social a seguir, pero que no logran ser realizados cuando enfrentan mínimas oportunidades de empleo a pesar de tener mejores condiciones de escolaridad que —por ejemplo— sus padres.

Si bien el agente económico no es la explicación total del fenómeno de marginación y violencia que vivimos, sí podemos afirmar que es su detonante. Un estancamiento económico que ha condenado a buena parte de la población a vivir bajo la sombra de la pobreza y la extrema pobreza. A pesar del impulso gubernamental a planes y programas para combatir la pobreza suministrando servicios básicos como electricidad, agua potable, drenaje, pavimentación, ésta se reproduce ahora en dimensiones inéditas como los bajos ingresos, desempleo, enfermedades y baja escolaridad. Disminuye la pobreza pero se acentúa brutalmente la desigualdad. Refrendo de esta tendencia excluyente son los señalamientos del Banco Mundial, el cual especifica que México está entre los doce países donde viven 80% de los pobres del mundo.21 

Aceptar de manera mecánica la relación pobreza-delincuencia nos llevaría a considerar a todos los pobres como delincuentes, y esto no es así, como lo mencionábamos. Los pobres como grupo social reproducen los principios de sumisión y respeto a que han sido acostumbrados por la cultura autoritaria y corporativa. Por su condición, con grandes rezagos culturales e informativos a cuestas, para los pobres su prioridad es la lucha diaria por sobrevivir sin detenerse mucho a pensar el por qué de su infortunio. Un atraso estructural que por décadas ha sido utilizado por los grupos de poder, quienes mediante abyectas prácticas corporativas aleccionaron a la gente para subordinarse si quería obtener los satisfactores básicos. 

Se trata de un intercambio de lealtades por beneficios elementales en el orden del trabajo, la vivienda, la salud, el alimento, el vestido. De ahí el éxito para las componendas laborales o bien las artimañas político-electorales como la compra de votos, el acarreo, la cargada, etcétera. En suma, una cultura política del poder edificada sobre la urdimbre de prerrogativas y fidelidades personales que depreció la creación de un orden asentado en preceptos esenciales de convivencia como la ley, la tolerancia, la ciudadanía, la nación.

Para el correcto florecimiento de este entramado autoritario fue imprescindible limitar el pleno acceso a los pobres a los elementos básicos de análisis que les permitieran juzgar su realidad. El resultado fue quedar a merced de unos medios de comunicación sometidos e incapaces de brindar información confiable y veraz. A pesar de los teatrales discursos ensalzando los logros cuantitativos de la escuela pública, ésta sigue teniendo un gran adeudo en el plano cualitativo. Porque si bien la matrícula y expedición de documentos terminales en los diferentes grados escolares ha sido descollante en los años recientes, los conocimientos impartidos en todos sus niveles dejan numerosas dudas acerca de su calidad.

Con esta endeble atención en los niveles de bienestar de la población las nuevas generaciones resienten su distanciamiento de los beneficios del progreso tan reiteradamente enaltecidos. En su lugar tenemos un nebuloso panorama que fomenta un desgarramiento interno en los principios de integración y motivación de los jóvenes. Su conexión con la comunidad, que es la familia, sufre severas fracturas cancelando sus mínimos ámbitos de reproducción y materialización de expectativas. La familia es su tradicional contorno de interacción así como máximo logro vital. Estar sin hogar o quedar sin la posibilidad de integrar una prole debido a la supresión de oportunidades de desarrollo está causando un serio debilitamiento de las pautas de integración. Quienes han crecido fuera de esta cobertura normativa existente muestran ese desequilibrio con un desenvolvimiento psicológico, afectivo y ético distante de los principios básicos de cohabitación, blandiendo en su lugar un dilatado resentimiento social exteriorizado a través de los comportamientos saturados de insensatez e irracionalidad.

Habida cuenta todo lo anterior, un apunte obligado en este ambiente de globalización es que la violencia como expresión de resistencia-resentimiento no es particular de la sociedad mexicana, también es objeto de preocupación en otras partes de la región latinoamericana, así como en Europa o Estados Unidos. Independientemente de las causales particulares de cada lugar, un elemento central a no perder de vista es el vínculo estrecho entre violencia y su perímetro socio-político. La existencia de identidades individuales o colectivas mancomunadas con hábitos intemperantes no puede ser ceñidos a un estado de desequilibrio emocional o desajuste genético. 

A este respecto vale la pena referirse a un evento significativo ocurrido en el transcurso del año: la advertencia por parte del Banco Interamericano de Desarrollo del aumento de la violencia con una concatenación directa con los procesos de asentamiento de las nacientes democracias latinoamericanas. Razón por la cual exhorta a los gobiernos de la región a investigar diligentemente este acontecimiento, a modo de implantar mecanismos que disminuyan su impacto en la unificación social y la gobernabilidad.22 

A manera de conclusión

En primer lugar, es de asentar que la relación delito-violencia no es intrínseca e incluyente. La delincuencia como fenómeno social es una peculiaridad de las sociedades modernas. Ya Durkheim en el siglo XIX la había identificado como un mal necesario que permitía la reproducción funcional de la sociedad. Pero la existencia de esta patología no admite su derivación obligada en acciones violentas. En segundo lugar, los delitos no son propiedad exclusiva de los agrupamientos más empobrecidos, los sectores medios y altos también participan de este tipo de prácticas. 

En tercer lugar, por las tendencias registradas los individuos más proclives a delinquir con violencia son aquellos que han mantenido algún vínculo con las instancias de coerción estatales (policía y ejército). En cuarto término, la fuente social de donde surgen los recursos para estas entidades es aquella donde la pobreza y la marginación han debilitado los lazos comunitarios del individuo hacia su entorno, generando en él un sentimiento de revancha social, por lo que el uso de la violencia legal (siendo policía) o ilegal tiende a ser un patrón de vida prohijado por una cultura corporativa y autoritaria concitadora de usanzas arbitrarias e intolerantes.

 
 
 
 
 
 
 
 
   
La preocupación por deslindar violencia y delito responde a evitar caer en simplificaciones de identificación entre uno y otro fenómeno, luego que ello puede crear las condiciones para fomentar un estado de ánimo con raíces totalitarias. La desesperación por sufrir todos los días el trastorno de la inseguridad permite que ante la falta de respuestas o resoluciones inmediatas por parte del gobierno, la disposición para la sanción dura y total encuentre un campo fértil. De ahí el reclamo de algunos sectores de la sociedad para que se imponga la pena de muerte o el estado de sitio. Por suerte estas demandas no han encontrado aún eco en la mayoría de la población, sin embargo si el estado de cosas no cambia sustancialmente es viable un giro radical en esta postura. 

La interrogante ahora es si el gobierno será capaz de atenuar la violencia. Para responder surgen dos presunciones a considerar: a) no es viable que controle y erradique la violencia, porque es parte intrínseca de su condición. Para lograrlo tendrá que impulsar un proceso de autorreconstrucción, el cual implica desmantelar las instancias y mecanismos mediante los cuales el autoritarismo se ha impuesto, b) en esta transformación ya no tendrían lugar los cacicazgos, las lealtades clientelares, las organizaciones jerarquizadas, los valores autoritarios. 

Ambas implicarían un replanteamiento institucional y por ende de modelos de poder, donde las viejas elites políticas tendrían que renunciar a sus cotos de influencia, lo cual —según la evidencia de los hechos y el actuar de las mismas— está muy distante de ser parte de sus proyectos.• 

*Juan Mora Heredia es profesor-investigador del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco. Candidato a doctor en ciencia política por la Universidad Nacional Autónoma de México. 

Raúl Rodríguez Guillén es profesor-investigador del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco. Candidato a doctor en ciencia política por la Universidad Nacional Autónoma de México.


Notas

 1 Situación importante a resaltar. No porque se realicen acciones inmediatas o de mediano plazo, ello implica que quienes las efectúan sepan lo que están haciendo. O como bien subraya el investigador Rafael Ruiz Harrell: "entre toda la ensalada de sugerencias [para combatir la delincuencia] hay una idea que jamás figura, ni siquiera en esbozo: estudiar el problema. Aunque se ignoran por completo las causas, circunstancias, motivos, regularidades, composición, orígenes, tendencias, distribución y aun el monto real de la criminalidad que padecemos, no hay quien crea que el problema debe ser estudiado para decidir —racional, objetivamente— qué se puede hacerse para controlarlo. Se enfrenta la delincuencia así con una ignorancia radical que dice saberlo todo. Lo que se opone a la delincuencia es una ignorancia omnisapiente". Rafael Ruiz Harrell, "La ciudad y el crimen", en Reforma, México, 17-VIII-98, Ciudad y Metrópoli, p. 5B.

 2Norberto Bobbio, Diccionario de política, México, Siglo XXI, 1982, pp. 1671-1680.

 3Ibid. "Este tipo de violencia genera en la población un temor racional y permite el cálculo de los costos de los comportamientos de desobediencia", p. 1675.

 4Para más detalles, véase Anthony Giddens, Sociología, Madrid, Alianza Universidad, 1991, cap. 5.

 5El surgimiento y consolidación de este tipo de ordenanzas institucionales en la esfera del orden estatal, cuyo resultado final fue la presencia cada vez más omnipresente de una institución policiaca reproductora de una cultura de la fuerza, la impunidad y la sumisión, es para México —y toda América Latina— uno de los déficit heredados por los regímenes autoritarios al actual proceso de transición política. Usada —literalmente— por los grupos en turno dentro del poder político, la policía latinoamericana ha sido reducida al estatus de sirvientes domésticos, generando en sus integrantes resentimiento y cinismo. Al respecto véase Tim Padgett, "La policía en crisis", en Time, México, 20 de agosto, 1998.

 6"El crimen organizado se refiere a las formas institucionalizadas de actividades delictivas, en las que se dan muchas de las características de las organizaciones ortodoxas de la actividad económica (industrias o empresas con jerarquías de mando, organización, etcétera), pero en las que las actividades a las que se dedican son sistemáticamente ilegales. El crimen organizado incluye el juego ilegal, la prostitución, el robo a gran escala, narcotráfico, secuestro y redes de protección, entre otros". Giddens, op. cit., pp. 179, 187.

 7Como mínimo ejemplo de esta subcultura véase Nelson Arteaga Botello y Adrián López Rivera, "El aprendizaje de un policía", en Nexos, México, núm. 248, agosto, 1998.

 8Véase Enrique Alducin Abitia, "Ética, educación y cultura", en Este País, México, núm. 88, julio, 1998.

 9Testimonio recuperado de Nelson Arteaga Botello y Adrián López Rivera, "Viaje al interior de la policía", en Nexos, México, núm. 244, abril, 1998, p. 73. De los mismos autores, "El aprendizaje de un policía", op. cit.

 10Ibid., "Viaje al interior…", op. cit., p. 74.

 11Premisa política clásica de la convivencia política es que la ciudadanía es el derecho a tener derechos. Idea que sin embargo es una presunción distante de ser reconocida por estructuras de poder piramidales como las latinoamericanas, cuyo déficit en materia de justicia, tolerancia y derechos humanos es impresionante. Véase César Cansino, "Recurso de apelación", en El Universal, México, 23-VIII-98.

 12"El pasado 8 de mayo la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de Estados Americanos (oea) anunció que nuestra policía es, junto con sus similares en el continente, el cuerpo que más viola los derechos humanos y que goza de mayor impunidad. La oea ve el problema como una herencia del periodo de las dictaduras. Es cierto, aunque para nosotros se trata de un legado del régimen presidencialista autoritario. La ausencia de la democracia incubó a la policía que hoy tenemos y ésta se constituyó en una herramienta de poder y para el poder; no del ciudadano y para el ciudadano", Ernesto López Portillo Vargas, "No más sino mejores policías", en Etcétera, México, núm. 284, 9 de julio, 1998.

 13Véase José Luis Reyna, Control político, estabilidad y desarrollo en México, México, El Colegio de México (Cuadernos del ces, 3), 1979.

 14Citado en José Luis Reyna, op. cit., p. 13. Cursivas del autor.

 15Nota ejemplar de este proceso de catequesis es la televisión, y con ella la telenovela como producto pueril que ha acompañado a los mexicanos por más de cuarenta años en su andar diario, haciendo uso de su tiempo libre así como de sus expectativas. Como subraya Carlos Monsiváis: "Si por cultura mexicana entendemos formas de vida, usos del tiempo libre, lenguaje común, la telenovela tiene un sitio significativo. es la manera en que se van agrupando las pequeñas comunidades familiares o el tema que permite reflexiones y consideraciones sobre el amor, la relación conyugal y el adulterio", "La telenovela: 40 años de modular las voluntades de los mexicanos", en El Financiero, México, 19-VII-98.

 16Lo que algunos estudiosos han señalado como "mafias de Estado" en torno a las cuales gira todo el negocio del crimen organizado. Véase Instituto Mexicano de Estudios de la Criminalidad Organizada, Todo lo que debería saber sobre el crimen organizado en México, México, Océano, 1998. 

 17"La violencia que alimenta una situación de terror se distingue de la violencia que sostiene la eficacia continuadora de un poder coercitivo porque ésta es mesurada y previsible, en tanto que la otra es desmesurada e imprevisible... En el caso del terror la violencia ataca en forma causal comportamientos no profesados y en los que se manifiesta, o se pretende que se manifieste, aun en el modo más indirecto y más incierto una crítica o una oposición. Además la violencia ataca estos comportamientos no en una forma discriminada y ponderada sino ciegamente, como una furia salvaje; aun el pretexto más leve puede causar la muerte o la privación de la libertad personal. Este tipo de violencia genera en la población un miedo irracional, perennemente amenazador y sin límites precisos, que impide cualquier cálculo o previsión", Bobbio, op. cit., p. 1675.

 18Para una revisión teórica más detallada véase, entre otros, Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública, Barcelona, Gustavo Gili, 1981; John Keane, La vida pública y el capitalismo tardío, México, Alianza/Patria, 1992; Nora Rabotnikoff, "El espacio público: variaciones en torno a un concepto", en Nora Rabotnikoff, Ambrosio Velasco y Corina Yturbe (comps.), La tenacidad de la política, México, unam, Instituto de Investigaciones Filosóficas, 1995; Luis Aguilar Villanueva, "Rasgos de la vida pública mexicana", en Sociológica, México, núm. 11, uam Azcapotzalco, septiembre-diciembre, 1989; F. Bazúa y G. Valenti, "¿Cómo hacer del Estado un bien público?", en Sociológica, México, núm. 22, uam Azcapotzalco, mayo-agosto, 1993.

 19Retomamos el término de Luis Aguilar Villanueva, "Rasgos de la vida pública mexicana", op. cit.

 20Se presenta el fenómeno de lo que la Comisión Económica Para América Latina (cepal) ha llamado la consolidación de los escenarios de la "pobreza dura", expresada a través de discriminación étnica, segregación residencial, sistemas privados de vigilancia urbana, incremento de la violencia urbana. Todas estas situaciones afectan seriamente los niveles de integración y gobernabilidad. Véase La brecha de la equidad. América Latina, el Caribe y la cumbre social, cepal, 1997, p. 5.

 21Para el Banco Mundial ese 80% de pobres son personas que deben subsistir con un ingreso promedio de un dólar diario. Por lo que se refiere a los doce países citados estos son: India, China, Brasil, Nigeria, Indonesia, Filipinas, Etiopía, Pakistán, México, Kenia, Perú y Nepal. Véase La Jornada, México, 12-VII-98, p. 18.

 22Boletín de prensa CP-69/98, "bid advierte sobre alto costo de violencia en América Latina", en Banco Interamericano de Desarrollo, 15-III-98.