CUENTOS CORTOS
*Marcos Rodríguez Leija 

Amor a primera vista

A diario, el pordiosero de la cuadra se paraba frente a la boutique de trajes nupciales. Le gustaba contemplar a través del aparador a una figura esbelta, de fino rostro. Para él no había mujer que la igualara. Era lo que siempre había soñado.

La gente lo veía como a un loco peligroso cada vez que recitaba versos de Neruda, pero poco le importaba que el dueño del local lo corriera a puntapiés o llamara a la Delegación de Policía para que lo apresaran. 

Nada impedía que el menesteroso volviera al escaparate, donde un maniquí de figura femenina aparentaba mirarlo y conmoverse ante cada palabra de amor pronunciada:

Me gusta cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.


Aquel hombre barbado y harapiento un día no pudo resistir más. Tomó una piedra y rompió el cristal de la boutique. El propietario de la tienda y quienes caminaban cerca del lugar quedaron asombrados, inmóviles, al ver que una mujer hermosa como ninguna corría alegre, vestida de novia, tomada de la mano del pordiosero de la cuadra.

Los charcos

Llovió. No fue una lluvia común. Cayó del cielo una ciudad mágica, una ciudad escrita en agua, una ciudad acuarela idéntica a la que habitábamos hace mucho tiempo. Las gotas de las nubes fueron diminutos círculos de un espejo fragmentado que nos reflejó una cara limpia, nueva, transformada. Los charcos de las calles proyectaron un lugar parecido al nuestro, pero no era el nuestro, aquel repleto de ruido, violencia, manchado de hollín, poblado de gente vacía y sola.

Por eso lo dejamos desolado y nos lanzamos a los charcos antes de que se secaran, para habitar de nuevo la vieja ciudad que un día deformamos hasta volverla inhabitable.

La aparición

Un hombre lanza golpes, desesperado, para defenderse de un fantasma que no lo deja en paz desde que rentó la casa que hoy habita. Lo que no sabe es que ha muerto y es a su alma a quien ahuyenta.

Renacer

La muerte tocó a su puerta y se sintió vivo. Su vida era la muerte.

Cada mañana, al levantarme

Lavé sus dientes con delicadeza. Enjuagué su cara. Le acomodé el cabello. Rasuré su barba. Le estilicé el bigote como si fuera un príncipe. Le coloqué los lentes. Mi imagen quedó elegante, limpia, atractiva y se marchó feliz, alegre. Yo, al otro lado del espejo, seguía siendo el mismo esqueleto demacrado, el proletario perdedor de siempre.

El alquiler

El Tiempo es un hombre enmascarado que a veces camina lento y otras como un ave rapaz desafía al aire: le da la vuelta al universo en un segundo.

El Tiempo es el vertiginoso encuentro —al cruzar la calle— de un niño con sí mismo, pero ya viejo. 

El Tiempo es el más feroz remolino: arrasa con todo, con casas, autos, ríos, parques. Ayer se llevó el balón de futbol que me regaló mi padre cuando cumplí los 10. De eso, hace mucho pero mucho tiempo.

El Tiempo es un hombre enmascarado que siempre te sorprende silencioso, aunque yo diría que ahora no tanto, pues insistente, necio, toca y toca con fuerza la puerta de esta casa a punto de caerse.

Yo, aunque quisiera, no puedo levantarme.

El Tiempo ha de pensar que no quiero pagarle el último alquiler. Pero él insiste y yo ya no soporto más el ruido que hace.

—¡Ya cállate! —le grito—. ¡No puedo levantarme!

Hoy vence nuestro contrato. Ha de creer El Tiempo que no quiero pagarle.

Un hombre desalmado

De niño fue el más terrible en la pandilla del barrio. En la familia se ganó el título de "oveja negra" durante la adolescencia. Los estudios jamás le agradaron, mucho menos trabajar. Prefirió ganar el dinero fácil. Se hizo de amigos que le enseñaron a matar. Al cumplir los cuarenta años se había convertido en el hombre más desalmado y perseguido por las autoridades de investigación criminal. Se volvió pendenciero a tal grado que asesinó a sus cómplices de crímenes y asaltos. Ya ningún cabecilla de las bandas y pandillas del bajo mundo quisieron tener nexos con él. En su familia hacía mucho tiempo que lo habían dejado de considerar parte de los de su sangre. Quedó tan solo en el mundo y absolutamente nadie lo quería que una noche, al encontrarse oculto en su madriguera, sentado sobre la cama, vio de frente su sombra reflejada en la pared, y ésta, avergonzada, se levantó y se marchó por la ventana para siempre.

Personalidad

Se horrorizó al verse ante el espejo y cambió cada detalle de su cuerpo. Después de varias cirugías observó de nuevo aquel reflejo pero la impresión fue peor: su repugnancia era irremediable.

Adicto

Aquella noche salí rumbo a la iglesia, dispuesto a dejar mi adicción. Quería cambiar, que mi vida tuviera sentido. Pero me di cuenta que no tenía otra manera de ser más que esa. Y sin pensarlo dos veces hendí el cuchillo en el cuello de una dama noctámbula y bebí su sangre hasta el hartazgo.

El libro de las predicciones

Cuando exploraba la cueva llena de esqueletos, el arqueólogo encontró un libro antiguo donde al abrirlo leyó: "Morirás hoy". Y el hombre cayó sobre un montón de huesos.

La pregunta

Ya era un viejo sin fuerza para trabajar. De hecho, estaba cansado de tanto laborar por aquí y por allá haciéndole al mil usos. Sólo había trabajado y trabajado la mayor parte de su vida, para nada, pues no tenía ni un quinto. Todo el dinero que ganó lo había gastado en mujeres, vino, diversión, en amigos y cosas superfluas.

Apoyado en un bastón que soportaba su cuerpo enclenque, caminó hacia el baño y se paró frente al espejo.

—¿Quién soy? ¿Qué he sido? —se preguntó.

Y la figura demacrada frente a él le dijo:

—Mi peor reflejo...

Una noche como cualquier otra

 

A Guillermo Samperio

 Se quitó el abrigo, cada prenda que cubría su pálido cuerpo y se tiró sobre la cama. Yo me paré frente al espejo de un ropero apolillado y vi los lomos que rodeaban el culo de aquella mujer fugaz. Se parecía a mi madre, a quien odié tanto como detesto ahora la arquitectura de los hoteles de paso.

El dueño de El Cascabel era el único en el barrio que no se molestaba por mi morosidad al momento de saldar la deuda, aunque esa noche fue la última vez que le renté un cuarto.

No había abanico y el calor era extremoso. En la pared un cuadro colorido estaba a punto de caerse y un rinoceronte de arcilla reposaba sobre un buró desvencijado y sin cajón.

Me quité el sombrero vaquero que llevaba puesto. Saqué un encendedor y del cigarrillo que coloqué en mis labios resecos salió una serpiente de humo que poco a poco se transformó en una nube irritante para los ojos.

—Estás muy distante —dijo con dulzura. Me pareció que no era una mujer corriente. No había un enlace con las que me había acostado antes.

 
 
 
 
 
 
 
 
   
Caminé hacia ella y me detuve justo frente a su zapato de charol rojo. Lo tomé de la horma y dije:

—Es elegante.

Ella metió su índice en la vulva y me pidió acercármele. Yo lo hice para golpearla una y otra vez hasta clavarle el tacón de su zapatilla en un ojo que explotó como la yema de un huevo.

Afuera el lamento de una ambulancia se confundió con su grito. Luego, inmóvil y ensangrentada la penetré una, dos, tres, más de cien veces hasta llegar al fondo de su vagina. Sentí una satisfacción como nunca al venirme dentro de ella. Después, me vestí. Y con el recuerdo de una etapa oscura de mi niñez, abrí la puerta y mi sombra se perdió entre la oscuridad de una ciudad ruidosa y agitada. Quería cuanto antes llegar a casa. Estaba lleno de cansancio.• 

*Marcos Rodríguez Leija coordina el taller literario El Aleph. Ha recibido diversos premios y distinciones. Es autor de Exhumación de sueños lúgubres (1996), Zona etérea (1997), Pandemónium (2000) y Minificciones (2002).