Bitácora de un no-viaje
*Miriam Mabel Martínez 
1 (Sin título)

Vivo el futuro que construí en el deseo. Ése abruto e irreal. Soy parte de una fantasía en la que se mezcla mi ciudad —con sus transformaciones y mutaciones— con otras urbes altas, flacas, gordas o sinuosas. Un futuro presente que no deja de ser futuro. Un presente inalcanzable y lleno de contradicciones y de imágenes que me hacen dudar de su certeza. Este presente que parece proyectarse delante de mí y en el que de pronto me sorprendo inmersa. Me reconozco en una simulación, me desconozco en lo concreto y el mundo exterior se abraza a mi universo interior. En esta intersección (como en un esquema de conjuntos) soy un puente. Me asusta —y simultáneamente me fascina— esta realidad que crece de mi mano. Lo soñado no deja de ser un sueño, porque el tiempo corre a una velocidad vertiginosa; lo persigo con el miedo de no alcanzarlo, con la necesidad de rebasarlo, pero sobre todo con la ilusión de comprenderlo. De sentirme parte de.

La modernidad y la posmodernidad caminan a mi lado, se cruzan y me desconcierta. Al igual que Octavio Paz, "mis recuerdos más antiguos y confusos: con el primer llanto, con el primer miedo. Como todos los niños construí puentes imaginarios y afectivos que me unían al mundo y a los otros".1 Soy una niña construyendo puentes para alcanzar el presente, la realidad real, ésa que hoy es sólo una aproximación, una lectura, una simulación; ésa que ha dejado de importarme.

Paz insistía en que "la modernidad es una palabra en búsqueda de su significado", quizá para entenderla se ha optado por su destrucción. "Porque la modernidad no es una escuela poética sino un linaje, una familia esparcida en varios continentes y que durante dos siglos ha sobrevivido a muchas vicisitudes y desdichas: la indiferencia pública, la soledad…"2 Siento nostalgia de mí y de ese mundo que desde mi mirada infantil se detenía en las noches. No lo sabía, pero crecí creyendo en el hombre moderno como un ser histórico. El mundo que recuerdo es ya demasiado viejo; sin embargo, en la memoria guardo imágenes que desde entonces formaban parte de este hoy.Nací en la década que, de acuerdo con Manuel Castells, se empezó a configurar el mundo global; mis padres ignoraban (y no les preocupaba) que "la modernidad no está fuera sino adentro de nosotros"; me hice adulta para entender que también "es hoy y es la antigüedad más antigua, es mañana y es el comienzo del mundo, tiene mil años y acaba de nacer".3 Y quizá sea hasta mi vejez cuando entienda que "hay tantas modernidades como sociedades".4 Tal vez jamás comprenderé que la modernidad y la posmodernidad han sucedido paralelas y simultáneas, dentro y fuera de mí… como lo verificará mi destino. "Simultaneidad de tiempos y de presencias: la modernidad rompe con el pasado inmediato sólo para rescatar al pasado milenario y convertir a una figurilla de fertilidad del neolítico en nuestra contemporánea",5 y la posmoder-nidad (mi posmodernidad) se evapora y se solidifica…

Me dejo llevar por el sinsentido que estoicamente vivo (al cual asumo como un sino natural, sin demasiadas quejas pero sí con mucha tristeza en ocasiones y en otras con coraje); quiero creer que el posmodernismo es una crítica de la modernidad a la no queda mucho más por agregar (¿o sí?) a lo ya dicho por Horkheimer, Adorno, Marcuse, Benjamin, Habermas, Richard Rorty, Gadamer, Vattimo… Marx y Nietzsche. Mi papel es esperar. No. Me equivoco. Solamente debo estar.

Mi guía rápida para entender el arte contemporáneo, Art Speak, dice que posmodernidad es un término utilizado por primera vez en 1949 en Arquitectura y el espíritu del hombre de Joseph Hundot (una coincidencia con el término moderno: ambos fueron pensados desde una perspectiva espacial: arquitectónica) y popularizada dos décadas después por un tal Chales Jencks: ya para los 70 los "críticos" (¿de qué?) la utilizaban para implicar "contra la modernidad (o contra el modernismo)" —aclaro que a muchos no les importa definir las diferencias entre modernidad, modernismo y modernización, confusión que —de acuerdo a Néstor García Canclini— se manifiesta en nuestras sociedades causando confusión y atropellos (sobre todo en países tercermundistas, ahora benévolamente llamados periféricos). Lo que nunca he entendido es por qué posmodernismo y posmoderni-dad se manejan como sinónimos. La confusión se dispara.

Trato de encontrar sentido al sinsentido; las interrogantes dan paso a lo siguiente. Vivo la globalización, habito un orbe atemporal, soy parte de una sociedad empecinada en la defensa de la diversidad (convertida ya en un modelo hegemónico, donde no encuentro el espacio para ver al otro ni para entenderlo) como parte de su way of life.

Entiendo a la vida (si acaso eso es posible) como un collage en movimiento, una película integrada por un bombardeo de escenas cortas que narran varias historias, con una gramática y estética personales, que parecen nunca encontrarse. Contemplo cómo mi realidad se parece al distribuidor vial con segundos y terceros pisos, con largos puentes que conectan avenidas y se escapan de otras. La historia ya se cuenta diferente. El antes y después están en desuso, no importa la cronología, lo que aprendimos en secuencia ahora lo debemos aprender en simultaneidad. Esta es la tendencia: vivir ha dejado de ser una vivencia lineal, ahora se erige como una conglomeración de experiencias en las que el tiempo ya no puede ser contado porque sucede tan aprisa que es imposible asumirlo y resulta demasiado conservador. Para sobrevivir debemos olvidarnos de la lógica temporal y ceñirnos a una "lógica" temática impuesta por los caprichos del poder, por las necesidades del mercado. La apertura de la Tate Modern Gallery concretó esta postura; su colección permanente de arte contemporáneo está exhibida por temas: el público exige acción, no fechas. La gente quiere espectáculos no dramas y presentar la historia del arte desde una perspectiva cronológica es demasiado real. Sin entender entiendo que —para continuar, para ser congruentes con ese keep going— debemos aprender a olvidar. No. Más que olvidar debemos renunciar a la memoria, porque en el olvido aún se filtra la memoria y si carecemos de ésta sólo existirá el futuro, ni siquiera el presente.

Sin saberlo —probablemente sin entenderlo—, unos cuantos antes y otros mucho después, somos posmodernistas. El término moderno, a pesar de que signifique "justo ahora", ha vivido demasiado y hay que dejarlo descansar. Alrededor de 1127, Abbot Suger empezó a reconstruir la Basílica de Saint Denis en París. Su arquitectura resultó tan novedosa que fue imposible clasificarla, entonces regresó al latín y decidió que se trataba de un opus modernum. Han pasado muchos siglos y muchas propuestas artísticas, y ese primer contrapunto con lo viejo derivó en lo que llamamos modernismo. El proceso ha sido lento desde nuestro ritmo, pero en realidad ha respondido a la frecuencia y a la sonoridad de la sociedad y de la comprensión del tiempo de su momento. Nunca lo ha negado.

Ignoro por qué los cambios de siglo imponen rupturas, cambios o saltos. Antes lo creí un mito, ahora no sé si es la ilusión de una ilusión colectiva, una mentira o un sueño, no importa saber si es verídico, al menos a mí no me interesa comprobar su veracidad. Lo deseo y por ello me es una posibilidad. No quiero su certidumbre. Su posibilidad me reconforta y me provoca sueños y/o pesadillas. Me llama la atención que el modernismo haya sido el puente entre los siglos XIX y XX. Me seduce la idea de que al igual que el posmodernismo sean sólo herramientas, como dijera Johnny Carter en "El perseguidor"de Julio Cortázar: "flotadores" para sobrevivir, para creer si bien ya no en Dios (somos ateos) sí en el arte o en lo social o en la ciencia… el ídolo es lo de menos, lo que necesito (necesitamos) es fe. Una fe que exige velocidad, que demanda una visión histórica circular en la que las anécdotas son las mismas y sólo el contexto cambia.

Si bien la tecnología afectó directamente el entendimiento del arte (como los rayos X influyeron en el cubismo); si bien el teléfono, la electricidad, la máquina de escribir, la grabadora, el automóvil nos ofrecieron otra manera de entender la cotidianidad y nos empujaron a inventar nuestra vida, la lentitud con la que la hemos asumido es proporcional a la rapidez con la que la tecnología nos ha robado la posibilidad de disfrutar y ha conducido a la contradicción: no puedo ver hacia atrás, sólo atender lo "moderno", pero lo moderno ha envejecido y tengo que aprehenderme en el "después de lo justo ahora", o sea en la posmodernidad. Al vestir este nuevo traje asumo (o supongo) al presente en su vejez al igual que al futuro. ¿Qué hacer? Eliminar el tiempo, y para conseguirlo debo ser igual a los otros para borrar cualquier diferencia bajo la consigna de "soy distinta". Por eso consumo vanidad e individualismo y creo en la salvación; sin embargo, cuando me desvisto y me contemplo en el espejo no reconozco la diferencia con el otro; somos el mismo no en la comunión sino en la anulación. Esta fue mi sensación en un viaje que cada vez más adivino un sueño.

2 (Vuelo BAO242)

Recibí un correo electrónico firmado por una tal Michelé: había sido elegida para una entrevista de trabajo (no importa de qué o para quién ni siquiera en dónde, pero eso lo entendí a mi regreso). Adornando a un seco Congratulations estaba escrita una hilera de números que simulaban más una caravana que un boleto electrónico; mi nombre estaba mal escrito. No: se trataba de una combinación nunca explorada de mi nombre. Definitivamente reconocía el apellido materno y mi primer nombre, aunque no dejaba de sorprenderme esa otra yo. Les contesté rogando acomodaran mi nombre a la manera tradicional: utilizando el apellido paterno, pero no entendieron el porqué de mi súplica, quizá lo achacaron al machismo o a la misoginia, o no supe cómo diablos explicar que el nombre registrado para viajar no coincidía con el sellado en el pasaporte. Después, un punto y aparte y las instrucciones: horarios de vuelo, dirección de hotel, un mapa y un esperado Sincerely tours. Llena de terror y de tercer mundo llegué al aeropuerto con una mochila y una impresión del correo electrónico.

El sueño empieza cuando una señorita vestida de British Airways me entrega el pase de abordar: subo al avión sin entender por qué diablos nadie se percató de la diferencia de los nombres. Observo alrededor y los rostros de mis compañeros de viaje se difuminan. Me duermo, la noche (mi noche) se alarga sobre el océano Atlántico, arriba de esas aguas, en el aire, encerrada en un avión pienso en cómo la contemplación de la vida, la aceptación de mi cotidianidad está trazada en reflexiones, posturas y procesos que asumo en la literatura y la cual me parece imposible actúe en mí y en este viaje. Abro los ojos, en la pequeña pantalla que tengo frente a mí pasan una película que veré en cartelera dentro de algunos meses, protagonizada por Angelina Jolie (Life or something like it, ella es una reportera a la que un vagabundo-vidente le asegura que morirá en unos días).

Estoy emocionada porque conoceré la controvertida Tate Modern Gallery su puente del milenio. Sentada y descalza ignoro que visitaré también la nueva galería de Charles Saatchi, donde veré la obra completa de Demian Hirst. A pesar de este desconocimiento, sé que visitaré la White Chapel. Tampoco sé que cerraré la lectura de Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp de Octavio Paz con la contemplación de una réplica autorizada de El Gran Vidrio, en la Tate Britian. Lo ignoro pero aun así estoy emocionada; mientras, divago sobre el significado de cultura; dicen que es un espejo de la sociedad que la genera, que su importancia no sólo radica en los contenidos ni en las visiones o en la sensibilización o en el hecho concreto de la creación, su vitalidad —su esperanza— se cimienta en la función social. Afirman que no es hasta el siglo xx, después de la segunda guerra mundial, con la extensión de la clase media, cuando la cultura se convierte en industria (una monstruosa que experimentaré en unas cuantas horas). El doctor Ángel Blas Rodríguez Eguizábal afirma que las sociedades aristocrática, industrial y de consumo han generado distintas maneras de aprehender y de relacionarse con el quehacer y hechos culturales; problemática a la que le sumo dilema entre lo canónico y lo social respecto al arte. En esta parte de mi divagación se entromete la estetización de la vida cotidiana, la cual para este autor (Ángel Blas —¡vaya nombre!) es un proceso social que consiste en la "progresiva intrincación del ámbito artístico en el ámbito social a través del sistema productivo, el diseño y el apoyo de los medios de comunicación en aras del incremento del consumo y las satisfacciones del consumidor".6

El viaje es tan largo (o mi sueño tan pesado) que entre las expectativas se cuelan ideas sobre un tema que me ha sorprendido y al cual intuyo parte de mi posmoderna vida: el derecho cultural. Subida en este avión de British Airways —a pocos días del fin de la guerra y vestida de ciudadana del mundo— me cuestiono si es cierto o es pura charlatanería eso de que el diálogo entre la diversidad de las culturas mundiales nos ayuda a mirarnos hacia adentro y nos enseña a respetar, escuchar, aprender y convivir. Rompiendo fronteras (o adhiriéndome a la homogenización) me dejo conducir a la "desfronteralización": soy una mexicana que acude a una entrevista de trabajo a Londres sin la menor conciencia de distancia ni de diferencia. Me pregunto cómo es posible que yo pueda ser cualquier persona, incluso una variación de mi propio nombre y nadie note la diferencia.

Todo se cae. No quiero pensar en nada y sin embargo no dejo de preguntarme cómo es posible que una caravana de números impresos en un correo electrónico me haya dado un asiento en este vuelo. Quiero dormir. Estoy nerviosa, lo acepto: la certeza de llegar a una ciudad vencedora me angustia, y por eso me aferro a un miserable mecanismo de defensa, el cual me convence de que puedo ocupar este lugar sin culpas, debido a las acciones de otros después de la segunda guerra mundial al crearse un sistema económico que aceleró la producción: la era industrial se transformó en la era de consumo, y como digna representante de la década de 1970 la experimento sin cuestionamientos. Soy un cone-jillo de Indias.

Al igual que esa "sociedad urbana" —tan presumida en estudios— quiero mejorar mi calidad de vida (por eso estoy aquí); sin darme cuenta, me he convertido en producto en serie de esa pinche estetización de la cultura que conecta arte y cotidianidad, a pesar de que mi etiqueta asegura que soy cien por ciento original. Mi hogar (ése que puede estar en cualquier parte de la ciudad de México y del mundo) es un espacio de expresión en donde he prolongado mis emociones e identidades. La ciudad (¿las?) que habito dialogan con el arte y la cultura como parte del embellecimiento del paisaje urbano. Mi cuerpo es una preocupación por atender los estéticas vanguardistas y por construir un "lenguaje corporal auténtico"... En fin yo, cualquiera que sea mi nombre, he vivido la enseñanza del arte y la cultura como parte de mis derechos humanos, y así lo exijo. Yo como otros (y hasta esos quienes presumen su marginalidad) he descubierto el engaño; sé que el discurso sobre "la cultura alimento del espíritu y puerta para una mejor vida" (el gastado truco del bienestar) es una trampa de consumo y el acceso directo a los mercados económicos globales. Soy parte, aun sin beneficios, de las presumibles industrias culturales.

Me despierto con el desayuno y con la noticia de que en unos cuantos minutos aterrizaremos en el aeropuerto de Heathrow.

3 (El viaje)

Salí del avión con mi pequeña mochila, muy bien desayunada, sin una libra en la bolsa y sintiéndome sospechosa de algo que no era mi culpa, pero que me apuntaba como la culpable de todo: mexicana, sin boleto impreso (sólo otra hilera de números que, según la Michelé sin rostro, corresponde a mi vuelo de regreso). Sin dinero efectivo, pero con una tarjeta visa respondí a cada una de las preguntas en la aduana:

—¿Cuántos días estará?

—No sé si siete o tres, depende si puedo cambiar el vuelo.

—¿A qué viene?

—A una entrevista de trabajo.

—¿Qué hará si la aceptan? 

—Regresar a México y empacar...

—Feliz estancia.

—¿Los baños?

—Al bajar por su equipaje.

—(¿Cuál equipaje?) Gracias.

Guardé mi pasaporte y saqué la impresión del ya arrugado correo electrónico para atender las órdenes de Michelé. Seguí los anuncios del Underground, compré un boleto con tarjeta y me subí a la Picadilly Line dirección Finsbury Park. Bajé en King Cross Road y caminé hacia mi hotel. Me registré, subí a mi cuarto, me quité los tenis y el teléfono sonó. Era Judith: "¿Qué onda? ¿Dónde quieres cenar? En una hora pasamos Pedro y yo por ti. ¿Te parece?" Respondí lo obvio: "sí". Me sorprendió la naturalidad con la que asentí. Mis románticas visiones del viaje y del viajero eran aplastadas por mi soberbio papel como ciudadana del mundo. Por más que quería pensar en la magia del viaje, en la ilusión del viajero ("allá apenas es medio día y aquí el reloj anuncia la noche"). La seguridad posmoderna y global me negaron esa ilusión. Me bañé y bajé al lobby a esperar a mis amigos.

Cenamos en un restaurante de comida árabe. No hablamos de cansancios, ni de viajes ni de aviones. Era como si yo perteneciera ahí. No. Como si no me hubiera movido. El lugar a donde llegué no se diferenciaba del sitio de donde partí… Bueno, la diferencia era el idioma. Ni siquiera la magnitud del Big Ben, la certeza del río Támesis, el tamaño de la Torre de Londres ni el prestigio del British Museum trazaban la ciudad inglesa. No, perdón. Londres estaba ahí, México acá (y al revés) pero yo estaba en las dos y en ninguna simultáneamente. Platicamos lo mismo de siempre: de recuerdos. El presente, el pasado y el futuro también se perdían en la mesa. Una escena atemporal que podría suceder en Tokio, en Oslo, en Nairobi o en Guadalajara y nosotros podríamos tener 18, 27, 32 o 43 años. La secuencia se alargó hasta el regreso al hotel, caminamos la noche de Londres inmerecidamente. Mi llegada a Londres fue como la de Juan Preciado a Comala: también tardé en darme cuenta de que todos estaban muertos.

4 (La entrevista)

De nada sirve decir que acudí puntual a la entrevista. Que las oficinas eran dignas de una ong tal como lo exige el primer mundo. Que la propuesta laboral, el examen, la charla con los virtuales compañeros de trabajo concordaban perfectamente al horario de Michelé (por fin con rostro) y a las normas de lo políticamente correcto. Está demás decir que fue un éxito y que al salir del edificio prendí un cigarrillo y simplemente caminé siguiendo mi instinto: hacia el río.

Es muy difícil entender que la realidad es la misma sin importar dónde se vive. Es demasiado naive creer que en otro lado se vivirá otra realidad. Resulta muy fácil pretender que la diferencia nos hará únicos. Somos lo mismo. Pareciera que tomé un avión con un destino nulo. Parece que no llegué a otro lado, que Londres no existe, ni el Distrito Federal, que sólo existe lo que imagino de ellos. Por un momento, las imágenes de mis dos ciudades se confundieron (creo que aún las observo encimadas) y me angustiaron. Allá me entendí anacoreta; acá, aún no lo sé.

Me dirigí al río. La visión de la Tate Modern Gallery me ayudó a descubrir por fin personalidad a Londres, un carácter ajeno al que tiene la ciudad de frente al Big Ben. Crucé el puente del milenio y me esforcé por conmoverme ante la vista: ¡es Londres, es la Tate, es el Támesis, es… lo mismo! Cuando uno aprende la vida en reproducciones el original pierde sentido, ya Walter Benjamin lo había vaticinado en su ensayo El arte en la era de la reproducción mecánica. Entré al museo recordando que su propuesta curatorial rompía los esquemas de una historia del arte cronológicamente, en ese enorme inmueble el arte es contemplado por temas y por caprichos. Aunque ellos (quienes sean) aseguran que no pretenden contar una historia, sino narrar distintos relatos a partir de ella; por eso, la colección permanente está dividida en dos exposiciones: Landscape/Matter/Environment y Nude/Action/Body, lo que justifica que un Picasso sea vecino de un video de Bruce Nauman o que un Mondrian conviva con una instalación de Louise Bourgeois.

Una ciudadana del mundo como yo sabe que los museos son parte del derecho cultural de un país y que por ende son gratuitos, a excepción de las exposiciones temporales. Una ciudadana global como yo entiende que el arte es manejado por un mercado, que existe un Top 10 en los museos y galerías del mundo (como los Malboro en la tiendita de la esquina). Una ciudadana del mundo como yo asume su papel y le agradece a los curadores su preocupación por presentar (en todos lados) sólo lo mejor y por supuesto no se enoja si otra vez tiene que ver lo mismo. Una digna ciudadana del mundo sabe cómo debe vestir, qué debe fumar y qué beber.

Más que la propuesta curatorial, me impactó el tamaño de la Tate Modern Gallery. Aunque no negaré el sobrecogi-miento al contemplar el Concierto anarquista de Rebeca Horn ni el exquisito sabor del sandwich de roast beef. Miento: el impacto mayor fue su parecido a cualquier lugar. Me descubrí, entonces, en un no-lugar (de los que habla Marc Augé). A pesar de mi empeño por sorprenderme, por disfrutar las vetas contemporáneas, el aburrimiento me condujo a la puerta de salida. En el trayecto me topé con una pieza de Duchamp firmada por su alter ego y una breve nota: "El Gran Vidrio está expuesto en la Tate Britain". Supe, entonces, por qué estaba ahí ("Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía…")

5 (Sumisión)

La Tate Britian es más fría de lo que esperaba. Es orgullosa, pero no me dejo intimidar. Sé bien a qué he venido, así que siguiendo mi destino llego a la anhelada sala (tal como Juan Preciado a Comala). Cada pieza me guía a la Media Luna; dos pasos más y me enfrento a una pieza de Richard Ha-milton (artista que en este relato encarna a Abundio Mar-tínez); me conduce y me dejo llevar hasta El Gran Vidrio, a su lado la obra de Hamilton parece un intento de homicidio (¿o parricidio?), su cercanía evidencia que todos somos hijos de Pedro Páramo.

El tiempo inalcanzablemente presente me aturde. Está la novia con sus pretendientes, están mis memorias y mis deseos, también está la enorme sala vacía. Todos están muertos, menos Duchamp. Sigo recorriendo, la exhibición me resulta obvia y olvidada. Los trabajos que contemplo ilustran mi interrogante: ¿para qué?

La presencia de El Gran Vidrio me persigue, escucho voces que cantan "su interés no es plástico sino crítico y filosófico... no son obras sino signos de interrogación o de negación frente a las obras... Es crítica activa".7 No me dejan: "No en balde se trata de imágenes sobre un vidrio: todo ha sido una representación y los personajes y sus actos circulares son una proyección, el sueño del suelo".8 El volumen aumenta:

El Gran Vidrio continúa la tradición no porque participe de sus ideales o exalte la misma mitología sino porque, como ella, se rehúsa a convertir a la sensación estética en un fin. La continúa, además, por ser monumental —no sólo por las proporciones sino porque El Gran Vidrio es un monumento. La divinidad en cuyo honor Duchamp ha levantado este ambiguo monumento no es la Novia ni la Virgen ni el Dios cristiano sino un ser invisible y tal vez inexistente: la Idea.9


Me matan.

Muerta recorro el resto de la exposición. A lado de mi tumba está Eduviges, entramos a una sala donde se proyecta el mismo video de Douglas Gordon que se exhibe en el Museo Rufino Tamayo de la ciudad de México (confirmo mi muerte)… A mis costados dos enormes pantallas me aprietan y veo a Robert De Niro repitiendo "Are you talking to me? Are you talking to me? Are you talking to me?" La secuencia de Taxi Driver no cesa. Arbitrariamente (como todo este texto) comparo la fuerza del libro Pedro Páramo con el trabajo artístico de mis contemporáneos ingleses… Entro a otra sala con otro video que no me dice nada, su color me limpia una sensación blanco y negro y sin embargo las tonalidades technicolor no me seducen, al contrario. Parpadeo con la esperanza de que esa sensación blanco y negro regrese, y regresa en escenas de La fórmula secreta, siento nostalgia, me preguntó en qué momento perdimos la ilusión, cuándo el arte se convirtió mercancía. Ni siquiera me importa saber quiénes son los culpables, es suficiente saberme cómplice. La voz de Jaime Sabines recitando un texto de Juan Rulfo me reconforta pero también reafirma el vacío de las "obras" de la Trienal de Arte Británico. Tenía razón mi abuelo: "Ya nadie es elegante". No hay estilo, ese es el problema. Estamos más preocupados por la forma y por la crítica que por la idea...10

Al igual que a Herman Broch, ya "no me anima un sentimentalismo nostálgico del pasado, una contemplación retrógrada que transfigure las épocas turbulentas. No, tras mi asco y mi cansancio se esconde una idea muy antigua y muy fundada, la de que no hay nada más importante para una época que su estilo".

Ya no escucho nada, sólo veo El Gran Vidrio altivo, entiendo su encierro en sí mismo, "empeñado" en destruirse para así no perecer. Salgo. Parada en la puerta de la imponente y prestigiosa Tate escucho y veo a Duchamp desmoronarse, al igual que Pedro Páramo, "como si fuera un montón de piedras".11

6 (Turismo es cultura)

De este lado del Támesis el London Eye me resulta ridículo e incomprensible tanto como este viaje y/o el celular sujeto a mi pantalón. Suena: es mi amiga Sarah, me espera en la cafetería de la National Gallery. "Ni yo tengo un mobile", discute antes de colgar. Tiene razón: soy una pedante, y tampoco entiendo por qué lo cargo. O sí: Judith me lo prestó para que me sintiera como en casa; Londres no es mi casa pero se parece a ella. O no: yo me parezco a todos. Soy nadie y como nadie me guío por el rumor del río.

Hace calor. Extrañamente estamos a 25 grados celsius, temperatura que aumenta la sospecha sobre la imposibilidad de este viaje, pero me confirma la simulación y asegura mi ticket (que no la salida) a la aldea global.

Camino sin mirar. Ausente llego a la puerta de la National Gallery. No me importa su colección ni los souvenir. Mi deseo se ha escapado. O mejor dicho la desilusión me aplasta. Londres se parece a nada. Todas las ciudades son la misma. Y sin embargo me empeño en querer ver lo que dicta mi fantasía. Por supuesto, como todo, tiene un precio.

Londres se me escapa. Londres me angustia. El arte se me escapa. Estoy angustiada. Con lo poco que me resta de ilusión insisto en visitar la White Chapel: "¿para qué?", cuestiona Sarah. Para nada, lo entiendo mientras firmo el baucher por 10 libras, las cuales creo el pago justo por un libro que desde la portada parece ser mi salvación: Why this is Art? Esta compra me anima a visitar lo que de acuerdo a Judith y Pedro es el eje turístico de mi viaje: la nueva galería de Charles Saatchi. Desde su punto de vista debo valorar mi suerte: "Mira que llegar a Londres justo tres días después de su apertura, no cualquiera. Además, verás al artista mejor pagado del mundo. ¡Olvídate de ver Picadilly Circus, Trafalgar Square, la Westminter Abbey o el cambio de la guardia de Buckingham Palace". Tienen razón: una ciudadana del mundo tan trendy como yo sabe que el turismo ha revolucionado y ahora, al igual que la Tate, es temático, así que me descubro una turista cultural bajo el tema: arte contemporáneo. "Te gustará", me advirtieron.

Le confió a Sarah la recomendación de Judith y Pedro, esperando su negativa y una propuesta alterna (por ejemplo, perder el tiempo en la Sommerset House). Desgraciadamente mi actitud cosmopolita y sofisticada la ha convencido de mi obligación de turista cultural y me arrastra desde la White Chapel hasta el County Hall frente al Támesis.

7 (Mi amigo Saatchi)

Sarah, como toda una orgullosa inglesa, presume la historia de este "punto referencial" del vacío del arte: la County Hall, "espacio que se ha convertido en un importante centro de la cultura y entretenimiento de la ciudad. Además combina perfectamente con la labor altruista del señor Saatchi" (mira que remodelar un edificio antiguo y promover el nuevo arte británico, "retórica globalizada", pienso), y el asentamiento de Londres como eje del arte mundial.

"Y bueno", continúa Sarah, "su cercanía a The London Eyela convierten en sitio turístico obligatorio…" Las guías turísticas (y las de arte) aseguran que The Saatchi Gallery es un foro de las nuevas tendencias artísticas; relatan cómo un publicista se ha convertido en el "mejor" coleccionista de Inglaterra (me recuerdan al señor López y su colección Jumex; aclaro: cualquier parecido es mera coincidencia). En el folleto cuentan cómo este "gran hombre" (próximamente con un retrato en la Nacional Portrait Gallery, lo auguro) ha impulsado el arte inglés. Lo más aterrador es que esta colección de calidad dudosa se ha convertido en el mainstream mundial, lo que subraya la superficialidad de la época y la contradicción. El arte es un negocio, no una expresión. Los críticos, los curadores, los especialistas y los artistas son cortesanos.

Los millonarios (y su gusto, sin importar si éste tiene una base teórica, reflexiva, analítica, histórica o sostenida por el conocimiento) son quienes definen qué va y qué no. Estoy consciente de que cada uno de estos hombres adinerados tiene el derecho a comprar lo que quieran, entiendo que se trata de una inversión, pero eso no implica que tengan la autoridad para determinar un mercado (y mi gusto). Sin embargo, esta es una realidad. Algunas personas han criticado esta colección, otros la aclaman. Lo cierto es que el señor Charles Saatchi actúa como todo un empresario: compra barato (en exhibiciones finales de estudiantes de maestrías y doctorados), después infla los precios y finalmente los negocia en los mercados internacionales (lo mismo hace su tocayo Slim cuando adquiere empresas en quiebra). Dicen que el secreto es comprar barato. Hasta el momento, su mejor inversión ha sido Demian Hirst.

No lo niego. La oveja en formol es impactante y lo es más el tiburón, la vaca y el toro, el caballo... El efecto instantáneo es impresionante, pero pasa inmediatamente. Rocío Cerón apunta:

Después de transitar por la muestra, al espectador se le presentaban dos opciones: salir saciado (oh, ese bien común llamado morbo...) y con una sonrisa cómplice, o bien preguntarse ¿es esto arte o sólo falsa provocación? La estética D.H. —lo digo en siglas en honor a la tentación minimal y aséptica presente en el autor— no permite medias tintas y, de hecho, Hirst lo sabe: los efectos impuestos (secundados las más de las veces por la sensiblería y chabacanería del público) son más un juego de sugerencias —en algunos casos más bien evidencias— donde el espectador se convierte en pieza vehicular de un engranaje de simulación.12


Por otra parte, Luz María Sepúlveda dice:

No obstante estos ejemplos "impactantes", existe una resolución tanto teórica como un compromiso con la obra y el discurso, así las obras van más allá del mero escándalo y hallamos en ellas cierto deleite. Y en los 80 no era así: las fotografías pornográficas de Jeff Koons con la Cicciolina causaron impacto y enojo, al igual que las fotos de pizzas y pastelitos podridos con hongos de Cindy Sherman causaron repulsión. En cambio, a principios de los 90 las tapas de yoghurt de Gabriel Orozco nada más asombraron, mientras que los mosaicos con muestras de excremento formando diseños decorativos de Wim Delvoye provocaron casi un sentimiento generalizado de reverencia hacia el artista por su buen gusto al moldear y acomodar el material visualmente muy atractivo. Lo escatológico se acepta como una forma que puede ser sublime sin caer en lo meramente sensacionalista, perverso o repelente.13

Entro al Oil Room de Richard Wilson. Veo a la gente salir complacida; en cambio, yo bien sé que saldré decepcionada. Aún así entro. La visión lejos de sorprenderme me causa ternura. Recuerdo Earth Room, una instalación de Walter de María, que vive en un apartamento en el Soho en Nueva York, desde hace 32 años.

Esta visión sí es gratificante, al menos para mí. No cabe duda: no hay nada más viejo que lo nuevo. Qué razón tiene Jean Clair cuando dice que no existe 

júbilo por lo que va a venir, sino aguda conciencia de la fugacidad… En el admirable diálogo entre la Moda y la Muerte es la Moda, esplendorosa encarnación de una de las "mitades" de la modernidad, quien le recuerda a su tenebrosa vecina que ambas son hermanas de la caducidad: "Está en nuestra naturaleza renovar de continuo al mundo…"14
 
 
 
 
 
 
 
 
   

No tiene sentido tratar de entender. El sinsentido es la regla para justificar el vacío. Y qué puedo esperar de un mundo que teme ser real y se esconde en la simulación.

Suspiro y salgo a la calle. Otra vez el río y la visión del imperio…

Evidencia del vacío: puesto ante un vacuum, evacuar la posibilidad de tener que salvar la realidad, de atrapar su forma, de probar sus olores. Ya no lo que de ausencia hay en todo aroma, donde aún brilla la esperanza de un sentido, sino la letanía del sinsentido… Vaciamiento del sentido por la repetición del significante: responder al vértigo de lo infinitamente reproducible. Abolir la angustia de la significación en el aturdimiento de lo maquinal… en todo lo que haga el vacío en la conciencia para responder al vacío del mundo.15


Suspiro otra vez antes de entrar al pub.

8 (El regreso)

Como toda una ciudadana portátil y cosmopolita, llegó a la Terminal 4 del Heathrow Internacional Airport. Muestro la caravana de números, ahora escrita con mi pésima caligrafía en una servilleta (no recuerdo dónde perdí la arrugada impresión del correo electrónico). Revisan mi pasaporte y para aumentar mi sinsentido una vez más no se percataron de que el nombre en su pantalla no coincide con el pasaporte; el apellido materno vuelve a ganar la batalla. Antes de subir al avión recorro las tiendas para comprar el té que con tanto entusiasmo me exigió mi novio. Si fuera una mala persona y sobre todo floja, lo compraría en El Palacio de Hierro y le diría que lo compré en la tienda de té más prestigiada de la United Kingdom; soy noble pese a mí misma, así que aprovecho el Duty free para adquirir bolsitas de Twinings.

Son las nueve de la mañana. Mi vuelo hará una escala en Amsterdam, dos horas de espera para la conexión no afectarán mi rutina: llegaré puntual a mi cotidianidad.• 

*Miriam Mabel Martínez ha sido becaria en dos ocasiones del Centro Mexicano de Escritores. Recientemente lo fue del Fonca en la categoría de Jóvenes Creadores, en el género de cuento. Está por aparecer su primera novela.
 Notas

 1 Octavio Paz, "La búsqueda del presente", conferencia leída el 8 de diciembre de 1990 en Estocolmo durante la ceremonia de los Premios Nobel, publicado en Convergencias, México, Seix Barral, 1991, p. 11.

 2 Ibid., pp. 15-16.

 3 Ibid., p. 21.

 4 Ibid., p. 14.

 5Ibid., p. 22.

 6Ángel Blas Rodríguez Eguizábal, Nueva sociedad, nuevos museos.

 7 Octavio Paz, Apariencia desnuda. La obra de Marcel Duchamp, México, Era, 1998, p. 31.

 8 Ibid., pp. 86-87.

 9 Ibid., pp. 87-88.

 10"…en el mundo moderno no hay ideas sino crítica", ibid., p. 91.

 11Juan Rulfo, Pedro Páramo, México, fce-sep (Lecturas Mexicanas, 50), 1984, p. 159.

 12 Tomado de http://www.replica21.com/archivo/c_d/107_ceron_ hirst.htm.

 13 Tomado de http://www.replica21.com/archivo/s_t/45_sepulveda_ artesvisuales.html

 14 Jean Clair, La responsabilidad del artista, Madrid, La Balsa de la Medusa, 2000, p. 25.

 15Ibid., p. 83.