LA ESCUELA DE FRANKFURT: EL DESTINO TRÁGICO DE LA RAZÓN
* Alejandro del Palacio Díaz
La Escuela de Frankfurt es, sin duda alguna, uno de los centros de irradiación del pensamiento mas influyentes del siglo XX. En muchos aspectos filosóficos, políticos, jurídicos y sociológicos expresa la crisis de la cultura que se vive desde la segunda mitad del XIX a consecuencia del desencanto de la razón y el embate contra la dialéctica de Hegel, último gran sistema de filosofía del mundo moderno.

La Escuela padece y refleja las condiciones de su siglo de formas múltiples, desde su fundación en 1923 y su exilio, debido a la amenaza nazi que se cierne sobre sus fundadores, la vuelta al hogar en 1950 y su estigma de judaísmo, la heterogeneidad de los pensadores que alberga y el inevitable eclecticismo que propicia y cuya culminación en la obra de Habermas la enlaza con la hermenéutica de Gadamer, hasta su denodada lucha por rescatar la razón para el siglo y su fracaso final, que le añade un capítulo más a su destino trágico. 

La Escuela de Frankfurt, como ninguna otra, ha hecho de la filosofía política y la razón sus temas fundamentales de reflexión, para honra de Sócrates y Hegel. Nacida de su crítica de la razón, traducida en crítica histórica y crítica de la cultura burguesa se propone, en sus inicios, rescatar la razón de las ideologías, en un mundo sumido en las luchas ideológicas y en tiempos en que la objetividad del conocimiento y la verdad son condenados en aras de la existencia y la autenticidad de la vivencia individual, conforme a la herencia proveniente de Kierkegaard y Nietzsche y culminante en el existencialismo de Heidegger, quienes encuentran en la dialéctica hegeliana un sistema de conocimiento donde el hombre se convierte en mero concepto.

La crítica inicial de la Escuela al mundo que la ve nacer gira en torno a dos ejes: la reducción formal de la libertad y la igualdad, según las enseñanzas del materialismo histórico, y su oposición a la masificación degradante del hombre.

Horkheimer y Adorno, del lado de la izquierda hegeliana, conciben la dialéctica como un método —no un sistema—según el cual el principio "Todo lo racional es real y todo lo real es racional" ha de entenderse no como la aceptación de la realidad que conduce a la defensa de los intereses creados y el orden establecido, sino en el sentido de que aquello que no se pliega a la razón ha de ser desechado históricamente, para dar paso a la transformación social.

El centro del debate filosófico sobre la dialéctica de Hegel lo ubica Theodor Adorno (1903_1969) en su rechazo a la positividad de ésta, la cual, afirma, por desembocar en la identidad conduce la razón al fracaso, la dialéctica a la impotencia y la libertad a su negación. Por la positividad la dialéctica pierde su motor y poder liberador, negando la aportación esencial de Hegel y su innovación revolucionaria.

El proceso de la historia, advierte Adorno, se verifica por la negación y al afirmar la positividad dialéctica, ésta pone fin a sí misma y con ella a la razón y la historia.

Adorno se propone cambiar la dirección de la dialéctica de lo conceptual a lo diferente y no permanecer en la identidad —del Ser Absoluto, del Estado, de la nación, etcétera— que paraliza al pensamiento y termina por negar a la negación misma y aceptar el mundo tal cual es, con la consecuente deificación del Estado.

Contra la afirmación de Hegel "el todo es lo verdadero", Adorno opone su concepción de la filosofía como una búsqueda inacabada de la verdad en el esfuerzo permanente e inconcluso de la experiencia vital, realizado con los recursos del concepto. Contra la identidad aparente de la dialéctica positiva afirma la primacía de la negación y el rechazo a la sumisión al sistema conceptual, que reduce el saber a fórmulas y esquemas reproductores de la identidad del orden que mantiene la opresión del hombre.

La dialéctica negativa escapa a la lógica positiva del instrumentalismo capitalista, afirma la primacía de la negación sobre la identidad aparente del sistema, dado que el objeto es más que su concepto y el primado de aquélla proporciona el índice de lo que hay de falso e inacabado en cada identidad.

La dialéctica, precisa Adorno, establece la contradicción conforme a la lógica de la identidad, pero ésta se rompe cuando se juzga lo que no se acomoda a ella. Lo distinto es lo contradictorio, de modo que identidad y contradicción integran una unidad indisoluble donde la pretensión de totalidad y unidad de la identidad hace necesariamente de lo distinto lo negativo.

La identidad absoluta —consumada en el Ser Absoluto— traiciona a la dialéctica, el predominio que le da Hegel ha sido condenado por la historia. La dialéctica debe confiar en que el concepto puede ser superado por él mismo y alcanzar lo sobreconceptual, habida cuenta que todo concepto tiene un origen no conceptual.

El concepto, por importante que sea para la comprensión, no puede identificarse con la realidad total, es tan sólo un elemento de su trama.

La dialéctica negativa de Adorno constituye un poderoso esfuerzo por acabar de manera racional con la primacía del concepto y su culto sin renunciar al rigor lógico, ya que él mismo afirma que lo vago es lo mal pensado. Pero el pensamiento es en sí mismo negación de todo contenido definitivo, es rebelde y resiste a lo que pretende imponérsele.

En el ámbito social la negatividad de la dialéctica implica la oposición al sistema de dominio contrario a la libertad y soporte de la irracionalidad burguesa, objetivada en el mantenimiento incesante de la injusticia mediante el derecho positivo, que la reviste con la apariencia del bien.

El derecho positivo actualiza la capacidad destructiva del poder, de él se valen todos los regímenes para amparar la arbitrariedad y mantener el terror mediante la ley; constituye el arquetipo de la irracionalidad racional del instrumentalismo positivista, que permite el buen funcionamiento de todo lo sancionado por él mismo, en un sistema cerrado, creado a partir de sus definiciones y excluyente de todo cuanto evita su poder. Es la instancia suprema del control social que infringe daño e injusticia al individuo, no por el afán de éste de no reconocer en la ley su interés, sino a consecuencia de su estructura misma, que inclusive alcanza al ius naturalismo, que conserva en el fondo y de forma crítica —afirma Adorno— la falsedad ideológica del derecho positivo, cuya capacidad de dominio en favor de los poderosos se acrecienta por la confiscación de la conciencia, al no permitirle entender que el orden impuesto expresa el que aquellos han decidido.

La totalidad como sistema cerrado y acabado, la identidad absoluta, sólo es posible por la mala infinitud que origina en el orden social la paradoja del capitalismo, necesitado de expansión constante para permanecer igual a sí mismo. Por tanto, la lógica y la política demuestran que la identidad debe eliminarse para que la filosofía y el hombre recuperen su libertad.

La razón burguesa, que no es razón y universaliza la individualidad para reclamar igual derecho a toda opinión y parecer personales, genera un sistema opresor del espíritu donde la verdad no es posible, que demanda su permanencia a costa de reducir al hombre a sus límites y termina por negar al sujeto individual en tanto le impide objetivarse por su conciencia.

La identidad total de la sociedad, cuya culminación es el Estado, realidad ética del hombre expresada en el derecho, identificado con el poder en una unidad indisoluble —según quiere Hegel—, debe ser negada, pues mediante el derecho positivo realiza un proceso por el cual el individuo cree hacer propio lo que en verdad le es extraño, con el propósito de reconciliar la conciencia del derecho personal con el impuesto por la norma a fin de garantizar que lo individual, bajo el dominio del sistema, no sea mejor que éste.

Sin embargo, la desconfianza de Adorno en los movimientos revolucionarios, debida al envilecimiento a que ha sido objeto el hombre bajo el dominio capitalista, lo lleva a dejar en suspenso la posibilidad de encontrar el motor y el sujeto de la negación dialéctica. De ahí que Habermas considere la concepción de Adorno como una utopía en la que la dialéctica misma se vuelve dudosa e impracticable.

Herbert Marcuse (1898_1979), discípulo de Adorno, llevado a la celebridad por el movimiento estudiantil de 1968 que lo proclamó su guía, desarrolla las consecuencias de la dialéctica negativa para la crítica de la sociedad industrial avanzada, donde la filosofía del no deja sin posibilidad de transformación dialéctica debido a la imposibilidad histórica del sujeto capaz de solucionar las contradicciones sociales producto de la razón instrumental del positivismo.

Marcuse sostiene que la universalización de la irracionalidad, causante de la reducción unidimensional del hombre, impide a la teoría crítica tender un puente hacia el futuro y condena a permanecer en su pura negatividad, ofreciendo por toda salida —en el sentido de Kafka— contra la alienación y la opresión extremas el gran rechazo, la sola oportunidad de decir no y callar.

Marcuse, haciendo honor a la idea de que la razón es esencialmente política, afirma que la razón, siendo la categoría fundamental de la reflexión filosófica, deviene por necesidad crítica centrada en el destino del hombre, ligado indisolublemente a la praxis política y, en su nombre, continúa la crítica que da cuenta de la irracionalidad en que desemboca la razón del positivismo.

La sociedad industrial avanzada —sostiene Marcuse— se basa en el dominio científico y tecnológico sobre la naturaleza y el hombre, permitiendo la apariencia de racionalidad del orden irracional del capitalismo industrial monopolista, donde la enajenación proveniente de la sumisión a la técnica convertida en ideología es llevada al gobierno para originar la tecnocracia y transformarse en razón política que da fundamento al poder y justifica el dominio.

Marcuse, como también lo hace Wilhelm Reich, se vale de las categorías del psicoanálisis freudiano para elevarlas a categorías políticas y enjuiciar la opresión, la explotación y la enajenación del hombre en el mundo donde el desarrollo industrial promete y hace posibles la igualdad, la libertad y la justicia que él mismo impide. Con este recurso explica cómo en la sociedad industrial avanzada la dominación llega al punto donde el hombre se reconcilia con el sistema y su protesta, si la hay, es asimilada y convertida en prueba de las libertades que él alienta.

La racionalidad instrumental del sistema se transmite por las instituciones sociales que la hacen penetrar la existencia individual y la mente, hasta reducir la realidad total a la dimensión única del hombre alienado y administrado, cuya individualidad resulta ser un producto programado, que elige sin decidir y se convierte en un centro de reacciones conductuales predictibles conforme a la selección de estímulos a que se le sujete.

El hombre unidimensional de la sociedad industrial avanzada es el mismo de Skinner, objeto de controles represivos ocultos y no aversivos para quien los conceptos de libertad y dignidad han dejado de tener sentido. Es el hombre condicionado según el interés social decidido desde el poder, al que, una vez satisfechas la mayor parte de sus necesidades, sus actitudes, actividades, emociones, sentimientos y pensamientos le son determinados por poderes heterónomos frente a los cuales se encuentra totalmente indefenso.

La capacidad tecnológica —continúa Marcuse— permite hacer pasar los controles que sustentan a la sociedad industrial avanzada como objetivaciones de la razón en beneficio de todos, hasta el punto donde la oposición se vuelve imposible y la función crítica del derecho, manifiesta como oposición política, se anula, se vuelve anacrónica ante la exigencia de mayor racionalidad tecnológica, encaminada a la concentración corporativa del capital, la anulación de las soberanías nacionales y la supresión de la individualidad.

En el mundo unidimensional se disuelve toda fuerza histórica capaz de superarlo, la dialéctica misma se agota y la razón se aliena; en él la racionalidad instrumental invade todo espacio social y cercena la individualidad, configurada por los procesos masivos de producción y consumo de bienes y servicios que provocan la identificación automática, como forma rebarbarizada de integración del individuo con el grupo.

La razón instrumental erige un universo que cierra cualquier posibilidad de escape del proceso social en el que el hombre es "devorado por su existencia objetiva", que es una existencia enajenada por el suministro de satisfactores que hacen de la complacencia una manera racional de ser ante la cual la idea de autodeterminación pierde sentido y convierte a la democracia en la forma de control político más eficiente para el dominio.

La antigua dominación individual se transforma en dominación según el "orden objetivo de las cosas", cuyos fundamentos impiden alternativas, de manera que pensamiento y comportamiento expresan la ideología total, adecuada al mantenimiento del orden establecido conforme a la racionalidad técnica. Su trascendencia por el doble proceso de las satisfacciones materiales y el libre desarrollo de las necesidades es impedido porque la unidimensionalidad niega la existencia del sujeto histórico necesario para construir una sociedad donde libertad y justicia encuentren su verdad.

La validez de la dialéctica negativa, concluye Marcuse, es innegable, pero no puede ofrecer el remedio, de manera que condena la dialéctica a la esterilidad y la razón al deber de abdicar frente a la irracionalidad total, dejando al hombre sin guía histórica y condenado a permanecer en la pura negatividad, para, en el mejor de los casos, hacer del gran rechazo el único destino humano. 

Con Jürgen Habermas (1929), último heredero de la Escuela de Frankfurt, ayudante primero de Adorno y después de Hans Gadamer, la dialéctica negativa se mezcla con la hermenéutica deudora de Nietzsche y Heidegger, para cumplir el destino trágico de la razón en el siglo y dar origen a la teoría de la acción comunicativa y una versión procedimentalista del derecho basada en una interpretación kantiana de la filosofía de Hegel, que Habermas reconoce le provoca miedo y le parece inalcanzable.

El eclecticismo de Habermas, en el que desaparecen la razón, su objeto y su sujeto, pone de manifiesto la crisis profunda de la filosofía contemporánea —llevada a su extremo por la hermenéutica de la posmodernidad—, y su amplia aceptación algunos de los motivos de esa crisis.

Habermas construye la teoría de la acción comunicativa a partir de la sustitución de la razón práctica kantiana, insostenible por el agotamiento de la filosofía del sujeto, que termina por diluirlo, por la razón comunicativa, que deja de atribuir la razón a sujeto alguno para alojarla en el ámbito lingüístico, que media las interacciones y hace posible la estructuración de las formas de vida. 

La acción comunicativa se construye por la actividad organizada de grupos comunicantes integrados mediante el lenguaje común, según el cual la objetividad del conocimiento se encuentra fijada por reglas de interpretación de los símbolos, dado que todo intérprete actúa dentro de la estructura del mundo al cual pertenece, donde es socializado y sujeto a los intereses que la determinan. La acción comunicativa se dirige a las experiencias dadas en el mundo constituido mediante el lenguaje y sus reglas de construcción. La racionalidad comunicativa centra su atención en los procesos de interpretación de sujetos que coordinan sus conductas mediante pretensiones de validez susceptibles de crítica; su objeto de estudio no lo es ya el individuo solitario en su relación con un algo en el mundo, sino las relaciones intersubjetivas de lenguaje y acción cuando se refieren a algo común.

Habermas toma de Fichte la idea de interés y lo caracteriza como las orientaciones básicas rectoras de la autoconstitución y reproducción de la especie: la interacción y el trabajo (Marx) encaminados a la solución de los problemas sistemáticos y no a la satisfacción de necesidades empíricas específicas, media entre la historia natural del hombre y su proceso de autoconstitución y su formación implica procesos de comprensión y aprendizaje. El interés participa de la fuerza liberadora de la reflexión que le permite al hombre aclararse a sí mismo, no deforma a la razón, ya que se fusiona con ella en los actos y no se presenta externo al conocimiento. Sin embargo, la reflexión que une razón e interés no es suficiente para que el hombre se constituya, también intervienen condiciones objetivas y subjetivas de socialización en las interacciones e intercambios de materia técnicamente controlable mediante la acción comunicativa. 

Habermas, igual que Marcuse, enlaza metodológicamente la lógica de la investigación con el psicoanálisis, lo que le permite unir la hermenéutica con los logros antes reservados a las ciencias de la naturaleza. El psicoanálisis es una forma de reflexión porque la traducción del inconsciente al consciente ya es reflexión y demanda una responsabilidad ética hacia el contenido, dado que su finalidad radica en el reconocimiento del yo en un otro. Habermas incluye al psicoanálisis en las que denomina interpretaciones generales —no teorías—, aquellas que determinan los fenómenos como casos regulares de un sistema dado y suministran esquemas para historias con variantes previsibles. Sus características básicas son: 1) dependen de un lenguaje común al intérprete y su objeto, 2) su aplicación es una traducción dependiente de la comprensión hermenéutica y 3) la comprensión es una explicación.

El denso eclecticismo de Habermas incorpora a la teoría de la acción comunicativa la argumentación —de resonancias sofísticas por sus ámbitos de aplicación: retórica, dialéctica y lógica— rescatada para el pensamiento jurídico en el siglo XX por Perelman y Viehweg y a la cual ha de acudirse cuando un desacuerdo no puede ser resuelto por vías cotidianas, ni por el poder. Habermas entiende la argumentación como el conjunto de razones ligadas sistemáticamente a la pretensión de validez de una afirmación dudosa; su valor es teórico y práctico, pues también convalida normas o conductas apegadas a éstas que significan un interés común a los afectados, quienes le otorgan su reconocimiento racional.

Con la teoría de la acción comunicativa Habermas se propone superar la crítica de la razón emprendida por la Escuela y fallida porque queda prisionera de las condiciones de la filosofía del sujeto y no cuenta con las categorías conceptuales suficientes para precisar en qué consiste la integridad del hombre y la sociedad que destruye la racionalidad instrumental, por lo que para superar esta situación es necesario pasar de la filosofía de la conciencia a la racionalidad comunicativa, con lo que, al pasar de la razón a la racionalidad, transforma lo sustancial en relacional (en tributo rendido a Hegel a pesar de sí mismo).

Mimesis es la idea, tomada de Horkheimer y Adorno, a la cual recurre Habermas para transitar a la racionalidad comunicativa y la caracteriza como la facultad de transformación por la cual una persona imita y se asimila a otra, comporta conductas de identificación con un modelo por un impulso no racional ni susceptible de ser determinado por la relación sujeto-objeto de la cognición instrumental. La mimesis permite arribar a la filosofía del entendimiento intersubjetivo o comunicación, a condición de encontrar su núcleo racional.

Habermas considera que Adorno atisbó el tránsito a la racionalidad comunicativa al considerar la libertad como un fenómeno de comunicación y comprender que la emancipación individual no se plantea en relación con la sociedad, sino en la liberación de ésta del aislamiento y atomización a que son reducidos los hombres, pero no pudo obtener las consecuencias a que lleva al quedar atrapado en las contradicciones insolubles de la subjetividad y la razón instrumental.

Habermas desarrolla su teoría jurídica enlazada con la filosofía política y la sociología desde el supuesto de que la razón comunicativa establece la base de validez del habla, que se traslada a las formas de vida, pero sin generar facultades subjetivas que dicten deberes, por lo que no es una fuente de normas de conducta individual. Su contenido normativo queda circunscrito a asumir significados vinculados a factores pragmáticos por parte de los actores que por ello responden de sus actos; es una coerción trascendental, un tener qué débil y no prescriptivo de una norma de conducta, él la orienta mediante pretensiones de validez, pero sin contenido determinado alguno. Se dirige hacia la verdad y la rectitud normativa, asi como a convicciones y afirmaciones susceptibles de crítica y propias de la argumentación.

La razón comunicativa funciona como hilo conductor para la reconstrucción de los discursos que preparan las opiniones y decisiones integradas en el poder ejercido bajo la forma de derecho.

La teoría jurídica de Habermas se presenta como un intento por superar los abismos entre las concepciones normativistas, cuyo formalismo las aleja de la realidad, y las objetivistas, que prescinden del valor normativo. Mediante ella se tiende un puente entre facticidad y validez, de manera que resultan ponderables según la observancia media de las normas y en atención a la legitimidad de su pretensión de reconocimiento, dejando la oportunidad de elegir a los integrantes de una comunidad jurídica su actitud objetivante y su interpretación.

 
 
 
 
 
 
 
 
   
El sistema de los derechos del Estado democrático contemporáneo se constituye con el conjunto de derechos articulados, reconocidos por sujetos que desean regular legítimamente la convivencia social mediante el derecho positivo, fundado en dos elementos: 

1.— El principio del discurso, según el cual valen sólo las normas que pueden ser aceptadas por todos los afectados como participantes de discursos racionales.

2.— La forma jurídica, que no depende de la voluntad individual para ligarse a la norma, ya que consiste en una abstracción de la complejidad social simplificada.

Habermas aborda la relación entre facticidad y validez, que implica el problema de la justicia, a partir de una serie de críticas a teorías de la justicia que incluye la de Rawls, la cual considera débil por no tomar en cuenta que el derecho también es un sistema empírico de acción y quedar reducida al análisis de la legitimidad, sin incluir, tampoco, la dimensión institucional del derecho. Una teoría de la justicia, sostiene, debe plantear previamente el problema de la relación entre idea y realidad, entre validez y facticidad, tanto en sus procedimientos racionales de producción como en los de su aplicación, de manera que pueda cumplir su función integradora y satisfacer las pretensiones de legitimidad, necesitadas de decisiones consistentes y aceptación racional. La administración de justicia demanda seguridad jurídica y rectitud normativa, posible sólo mediante el empleo de criterios suprapositivos que permitan la integración de principios con normas —al modo de Ronald Dworkin— y siguiendo el procedimiento crítico-hermenéutico, denominado por él mismo interpretación constructiva, consistente en referir la racionalidad de la comprensión a un propósito.

Habermas distingue los principios jurídicos, o normas superiores, por su carácter deontológico, de los valores, por su carácter teleológico y ser expresiones de las preferencias de una sociedad. Los primeros, dada su pretensión de validez, únicamente permiten su aceptación o su rechazo, sin aceptar diferencias de grado, como sucede con los valores. La interpretación y aplicación del derecho no dependen de consideraciones sobre el mejor equilibrio de los valores en juego, sino de decisiones conforme a criterios deontológicos que orienten la reflexión a fin de expresar las diferentes alternativas planteadas por una situación.

La comprensión procedimental del derecho, basada en la acción comunicativa, llevada a la política identifica a ésta como un proceso de la razón y no sólo de la voluntad, de persuasión, no de poder, encaminado a lograr acuerdos justos sobre la vida social y en el cual destaca la deliberación como fórmula de la voluntad democrática, legitimada por los procedimientos que permiten las decisiones en favor de los mejores argumentos. El procedimiento democrático de generación del derecho, concluye Habermas, fundamenta su legitimidad no en el acuerdo previo de una comunidad ética, sino en sí mismo. La tensión entre facticidad y validez, en la que intervienen intereses y orientaciones valorativas, así como exigencias pragmáticas, que conducen al establecimiento de compromisos jurídico-políticos, se resuelve mediante leyes cuya pretensión de validez haga compatibles los intereses particulares con el bien común y permita la vigencia de los principios universales de justicia dentro de los límites de una forma de vida que acepte e integre múltiples concepciones valorativas (tolerancia y pluralidad).

Razón y justicia, disueltas en la racionalidad comunicativa, se resuelven en las condiciones de posibilidad de participación del discurso; en el procedimiento que lo hace posible, por un camino donde la razón, vuelta contra sí misma, deviene imposible y niega sus propios fines.• 

* Alejandro del Palacio Días es profesor-investigador del Departamento de Derecho de la uam Azcapotzalco; fundador del Área de Constitucional, es jefe del Área de Teoría General y Filosofía del Derecho. En 1992 le fue otorgado el primer Premio de Docencia de la División de Ciencias Sociales. Entre sus libros destacan Tetralogía de razón y justicia (2000-2003) y El problema de la libertad.

Notas

 1"Valerse de la identidad como paliativo de la contradicción, de la expresión de lo insolublemente no idéntico, es ignorar lo que la contradicción significa. Es un regreso al pensar genuinamente causalista" (Dialéctica negativa).

 2"La contradicción es lo no idéntico, bajo el aspecto de la identidad, la primacía del principio de contradicción dentro de la dialéctica mide lo heterogéneo por la idea de identidad… Dialéctica es la conciencia consecuente de la diferencia… la totalidad de la contradicción no es más que la falsedad de la identificación total", ibid

 3"El medio en que la objetividad de lo malo le sirve a éste de justificación y le otorga la apariencia de bien, es en gran parte el derecho", ibid.

 4"La utopía del conocimiento de Adorno sería exponer lo sin concepto en conceptos, sin asimilarlo a éstos. Tal concepto de dialéctica despierta dudas sobre su posibilidad. No es necesario discutir aquí cómo desarrolla Adorno esta idea programática en forma de dialéctica negativa, o por mejor decir: cómo la muestra en su impracticabilidad" (Teoría de la acción comunicativa).

 5"La productividad y el crecimiento potencial de este sistema estabiliza la sociedad y contiene el progreso técnico dentro del marco de la dominación. La razón tecnológica se ha hecho razón política" (El hombre unidimensional). 

 6"El impacto del progreso convierte a la razón en sumisión a las realidades de la vida y a la capacidad dinámica de producir más y más grandes realidades de la misma especie de vida. La eficiencia del sistema embota el reconocimiento individual de que no contiene hechos que no comuniquen el poder represivo del todo", ibid.

 7"La libre elección de amos no suprime ni a los amos ni a los esclavos. Escoger libremente entre una amplia variedad de bienes y servicios no significa libertad si estos bienes y servicios sostienen controles sociales sobre una vida de temor y de trabajo, esto es, si sostienen la alienación", ibid.

 8"Si en el presente libro apenas menciono a Hegel y me apoyo decididamente en la teoría kantiana del derecho, en ello se expresa también el miedo ante un modelo que sentó una cota inalcanzable para nosotros" (Facticidad y validez).

Bibliografía

Theodor Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, Taurus, 1992.

———, Mínima moralia, Madrid, Taurus, 1999.

Jürgen Habermas, Conocimiento e interés, Buenos Aires, Taurus, 1900.

———, Facticidad y validez, Valladolid, Trotta, 1998.

———, Teoría de la acción comunicativa, Madrid, Taurus, 1990.

Herbert Marcuse, Eros y civilización, México, Joaquín Mortiz, 1965.

———, El hombre unidimensional, México, Joaquín Mortiz, 1968.