Ciudad, violencia y sexualidad
* José Luis Cisneros
Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna,
jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia.

Eustacio Rivera


Sin duda, las recurrentes crisis económicas han propiciado un desquiciamiento moral e ideológico entre los habitantes de las grandes urbes, a grado tal que han generado en las personas la pérdida de sentido, por la incertidumbre e inseguridad y un porvenir incierto.

En las metrópolis actuales los individuos nos encontramos unidos por un nexo, por un sello común cuya práctica es la violencia, inscrita ésta en un nuevo realismo plagado de claroscuros, penumbras, sobresaltos y rupturas. Vivimos una práctica social inevitablemente dolorosa, llena de conflictos y tensiones, donde la violencia se presenta como constante en nuestras vidas cotidianas. Una violencia expresada en la sexualidad y narrada a través de las pasiones, los sueños, los pensamientos y las miserias de sus habitantes, los cuales se articulan a la racionalización de la sociedad y sus diversos niveles: económico, político y cultural.

Violencia fruto del claro individualismo, del marcado egocentrismo expresado en las formas de organización social en tanto cultura, en una compleja estructura de un sistema simbólico que se condensa en una realidad espacial y temporal, que no es único sino múltiple. Es la violencia de una alucinante historia trazada por la vida cotidiana de la metrópoli, en donde la realidad convencional y lo real invocado se confunden en la mente de sus personajes. Una realidad invocada en el sueño de los otros, pues soñamos que vivimos y despertamos sólo con la muerte, de tal manera que la ciudad nos impulsa a vivir con los fantasmas de la violencia y éstos nos fuerzan a convertir en realidad nuestras fantasías.

Así, la violencia nutre esta oscura realidad que se vive día con día en la ciudad de México. Una violencia cuya tragedia es comúnmente conocida, pues es aquella que comienza en los espacios más íntimos, en el nodo de la familia, con el maltrato físico, psicológico y sexual a la mujer, al marido, a los padres, a los hijos, a los hermanos. Actos que sin duda indignan y transgreden la integridad de la naturaleza humana.

Violencia constituida por un mundo propio y ajeno que se figura a través de múltiples formas de expresión, algunas fácilmente constatables, otras, ante su diversidad y sofisticación, difíciles de percibir. Este tipo de veladas manifestaciones de violencia ha clausurado el futuro al grado de que nos ha hecho desconocer la mesura, orillándonos a ser prófugos de la moral y del orden, poniendo con ello al descubierto una realidad que para muchos ya no es desconocida ni ignorada. Por el contrario, es una práctica cotidiana que nos ha hecho ser tan románticos como pedantes.

 
 

Una violencia que siempre trae implícita una inclinación al maltrato, que en muchos de los casos obedece a ciertas configuraciones culturales propias de determinadas regiones del mundo. Sin embargo, el problema de la violencia no sólo está en reconocerla como producto de un determinado momento histórico, sino, más bien, el conflicto radicaría en el manejo histórico de ésta, de sus caras, de sus facetas y de sus redes que se multiplican en los espacios contemporáneos de nuestras grandes metrópolis.

Una de estas caras o facetas de la violencia es precisamente la que se establece en la práctica de la sexualidad; ella se construye no sólo como la narrativa de un mundo binario, o con sus imágenes, sino como algo visible contenido en los mitos, temores y prejuicios.

Estos mitos sexuales, sin duda, son el torrente de la historia de uno mismo, son, digámoslo así, el resultado de la sumatoria de nuestras tradiciones ancestrales, compartidas por el imaginario colectivo de nuestras prácticas sociales, producto de las normas, valores y prejuicios de nuestras acciones cotidianas en un mundo que nos aprisiona. Sin embargo, en un principio, cuando el individuo se encontraba hundido en los espacios de la absoluta vigilancia, el significado del sexo sólo se contenía en una expresión puramente biológica, lo cual implicó que con el paso del tiempo éste se convirtiera en uno de los ejes sobre los que giraban nuestros códigos sociales de conducta.

Así, la violencia se convierte en una extensión de la vida del sujeto. Es una forma en la que éste se multiplica en la individualidad de la urbe. Por tal razón, cuando el hombre se halla frente a los grandes espacios del anonimato, busca trascender expresándose en la violencia, como si ésta fuera la parte lúdica de su conciencia, la cual se configura en la ciudad contemporánea, en donde reina la confusión y la ignorancia sexual. La respuesta inmediata no se hace esperar y aparecen muchas de las falsas creencias, de ahí la consideración de algunos actos calificados como anormales: la homosexualidad, la frigidez, la masturbación, etc., todos los cuales en un tiempo fueron castigados con la propia vida, como sucedió hace algunos siglos, cuando a muchos individuos se les condujo a la hoguera.

El mito del tamaño del pene y lo potente para generar placer es quizás uno de los actos más violentos que despiertan una fascinante fantasía estética que agusana los sueños de virilidad y provoca profundos complejos y disfunciones en el sujeto. La masturbación, putrefacta mísera de lo humano que refleja la mirada de todos aquellos que no han conocido el poder de imponerse en el juego de la sexualidad, o de aquellos que sólo reviven la nostalgia de quienes lo han perdido.

En los mitos populares de la sexualidad la violencia se reescribe todos los días, exaltando las propiedades de los genitales y su potencia sexual. Multiplicando la estúpida idea de asesinar uno de los actos más maravillosos del ser humano, con la insistente idea de la virilidad como una señal de poder y fuerza ante el débil. Así, la mujer es quien siempre pierde en esta perversa reinvención de la violencia, pues su sexualidad siempre está en función de la del hombre, ella sigue el imán de la atracción erótica y de la fertilidad. Sin duda, el péndulo de esta mentira hipnotiza y desprestigia al varón de genitales pequeños.

Otra de las violentas jaulas, narrada por la travesía de los mitos de la sexualidad, es la alucinante historia cotidiana de la repetida eyaculación durante el coito, muestra de una convencional virilidad, que invoca un pene grande y multiplicador de placer. Sin embargo, el mito de la eyaculación constante y repetida durante el mismo coito es un acto excepcional que, según algunos expertos sexólogos, sólo puede presentarse en sujetos con edades inferiores a los 18 años, aun cuando no dejan de reconocer que pueden darse casos aislados, en donde la edad y el tiempo de recuperación son una determinante (www.sexo.es).

En este sentido, los mitos populares que hacen referencia a la sexualidad masculina por lo general exaltan las propiedades de los genitales. Una de las fuentes históricas, a la cual podemos atribuir en parte estas fantasías, se la debemos a la Iglesia católica, la cual fomentó la procreación sin control alguno; así, los hombres nos convertimos en los abanderados de la prole, haciéndonos creer que la virilidad era un rasgo de poder y fuerza ante la mujer.

En el caso de la mujer, cuya sexualidad también ha sido marcada por la tradición religiosa, se ha difundido la idea de la procreación, prohibiéndole la promiscuidad. Por ejemplo, en la Edad Media el adulterio se incluyó en el listado de los pecados capitales, mientras que el travestismo se consideró como un acto de brujería. Sin embargo, fue hasta el siglo xix cuando se produjo un cambio en la percepción de la sexualidad, provocado por el hecho de reconocer que si seguían ampliando la lista de pecadores sexuales, no habría suficientes jueces para establecer las penas contra quienes los practicaran, ni médicos para atender las nuevas dudas planteadas por sus pacientes (www.newyork/university.0015.../com).

En este sentido, la mujer ha sido obligada a vivir en un sueño ajeno por el temor a ser acusada de anorgásmica o frígida. Viviendo en el sueño de otros y fornicando con nuestros fantasmas, en una orgía de miedos y tabúes ancestrales. Fantasmas que fuerzan a convertir las fantasías sexuales como sinónimo de infidelidad, aunque sea de pensamiento, y la masturbación, ni pensarlo, es difícil hablar de ello por tantos temores infundidos en la santidad del matrimonio.

De ahí que no es extraño reconocer que en nuestra cultura tener fantasías sexuales es sinónimo de infidelidad, pero debemos admitir que fantasear con otra persona, aun cuando uno mantenga una relación estable, es un acto perfectamente normal. De hecho, debemos aceptar que todos nos sentimos atraídos por alguien más que no necesariamente es nuestra propia pareja, y ello no significa nada negativo. Lo único malo es que vivimos en una sociedad monoteísta, que no acepta la infidelidad, aunque ésta sólo sea de pensamiento (www.sexo.es).

En este sentido, la violencia no posee una sola dimensión, está sujeta a la fantasía, a la evocación de los actos de la imaginación del sujeto y de su práctica de poder. Sin duda, la falta de aventura por lo desconocido convierte en realidad una violencia no escrita en el duelo del amor, la cual conduce a una incógnita sin solución, en un juego erótico de múltiples espejos. Es algo así como una dimensión espectacular y alucinante, donde los reflejos luchan por permanecer contenidos en las creencias y tradiciones.

Como podemos observar, los escenarios de la violencia nacen en la educación, en la práctica de una cultura, en la familia, en la escuela, en las calles. No se agota en una sola institución ni mucho menos en el letargo terapéutico de los consejos de "Lo que callamos las mujeres" o "Mujer, casos de la vida real", en cuya práctica perversa de violencia, sostenida por la acción de interacciones de un grupo, se intenta diluir el recurso de nuestros actos presentes, de la oscura desolación que nos aventura a perfilarnos como víctimas o como victimarios, a vivir o morir en el intento. En efecto, si coincidimos con lo anterior, debemos admitir que la violencia y la ciudad, en buena medida, se convierten en una de las vías primordiales de la construcción social de nuestros espacios más íntimos; un espacio cuya realidad habitualmente es reconocida por los sujetos como una fantasía dada por el consumo y por una ficción de la modernidad que en muchas ocasiones juega un papel de mayor importancia que la misma realidad (Canclini;1995).

Nada ni nadie se salva de la violencia, por ello a veces es preferible no detenerse a pensarla, no recordar sus actos salpicados caprichosamente de absurdas justificaciones, trazadas por la mastodóntica moral de sus esperpénticos personales.

Un claro ejemplo de esta moral son los escritos de San Agustín, quien fue considerado como pionero al definir en Occidente cómo debía ser el acto sexual correcto: en la postura, la mujer siempre sobre su espalda y el hombre encima; el uso del orificio adecuado, en este caso sólo la vagina, y el miembro aceptado, el pene. Poco después, los textos religiosos tipificaron las actitudes pecaminosas, tales como la fornicación o el coito fuera del matrimonio, así como la zoofilia, la masturbación y la sodomía, en la cual se incluía la homosexualidad y el sexo anal. Sin embargo, los teólogos no supieron cómo clasificar a la prostitución, ya que, según ellos, generaba un bien a los feligreses que la usaban.

Lo desolador de las relaciones íntimas es una extensión de la violenta vida hecha por el sujeto, una violencia construida y multiplicada en muchas dimensiones: la individual, íntima o colectiva, las cuales nos permiten trascender en la manifestación de nuestro ego, cuya violencia no es otra que la parte lúdica de la conciencia del hombre.

Así, en la intimidad cada acto de violencia posee una especial individualidad, unida en el fondo por la concordancia de la intensidad sincrónica de los mitos sexuales. De ahí que no es extraño que en un principio la vida cotidiana de la práctica sexual era comprendida sólo en un sentido puramente biológico, pero con la imposición de la violencia de una sociedad jerárquica, autoritaria, sexista, clasista, racista, impersonal e insensata, la sexualidad se convirtió en uno de los ejes fundamentales sobre los que giran la conducta social (Kaufman; 1999).

Ejes cuya estructura simbólica, articulada por las grandes mentiras del sexo han afectado profundamente las relaciones íntimas de la pareja, con la consecuencia de una sexualidad mal entendida, atrapada en las paredes del miedo y los tabúes, que finalmente se proyectan en violencia.

 
 
   

Estas modificaciones en el comportamiento del sujeto, aunado a la ignorancia en torno de la sexualidad, han provocado en buena medida la aparición de falsas creencias, que han marcado el ritmo, la condición y la existencia de un tiempo social de violencia, comúnmente directa y personalizada en el acoso sexual, la violación, el incesto, el maltrato físico, la pornografía y el aborto.

Estos factores nos condenan a una práctica cotidiana de agresiones constantes, de las que aparentemente no tenemos medios para escapar. Los prejuicios sociales fortalecen la violencia contra las mujeres, debido a nuestra romántica pedantería de pensar que hacemos el sexo para no aburrirnos, para jugar con nuestras prácticas, pensando que nuestra flexibilidad somete al cuerpo del otro a una propiedad.

Así, la estructura de la violencia está siempre en relación con nuestros espacios vividos, con nuestros mitos, con nuestros sueños plásticos, con nuestro narcisismo. Por eso cuando se habla de violencia y sexualidad implica hablar de nuestras prácticas, de nuestras determinaciones culturales, de nuestras generalizaciones morales, en un espacio como el hogar. La violencia es una dimensión que deber ser pensada sólo como una amplia red elaborada y organizada colectiva y socialmente, que da fundamento a las prácticas individuales y que se resignifica en función del uso cultural de las prácticas históricas de la sexualidad en una sociedad. De esta manera, la violencia que se configura en nuestros espacios íntimos sólo representa, significa y tiene sentido en función de las distintas prácticas cotidiana de éstos.

*José Luis Cisneros es profesor-investigador en el Departamento de Relaciones Sociales, de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Xochimilco.

Bibliografía

Mac Augé, Los no lugares, espacios del anonimato, Barcelona, Gedisa, 1996.

A. Correa Castro, Una propuesta de prevención de la violencia sexual y doméstica, México, UAQ (Educación para la vida. Mimeo), 1998.

Néstor García Canclini, Consumidores y ciudadanos. Conflictos multiculturales de la globalización, México, Grijalbo, 1995.

Anthony Giddens, La transformación de la intimidad. Sexualidad, amor y erotismo en las sociedades modernas, Madrid, Cátedra, 1997.

Agnes Héller, Teoría de los sentimientos, México, Fontamara, 1987.

Michel Kaufmann, "La construcción de la masculinidad y la tríada de la violencia masculina", en Violencia doméstica, México, cichal, 1999.

ONU, La mujer, retos hasta el año 2000, L. A., California, 1991.

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Rodolfo Tuiran, Cambios y arraigos tradicionales, Demos núm. 8, México, 1995.

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