Joseph Roth: palabra y fe

*Alexandra Délano Alonso

 

El nombre de Job lleva en sus letras el eco de la virtud. El símbolo que representa este personaje bíblico se refiere al modelo de una vida justa, regida por las leyes de Dios, que aun frente a la desgracia que lo tienta no abandona el credo en el mandato divino. En el Antiguo Testamento el libro de Job presenta de manera casi paradójica la enseñanza de que el sufrimiento y la enfermedad no son siempre consecuencias del pecado. Al poner a prueba a quien merece toda la benevolencia del Omnipotente por haber llevado una vida intachable, se enfatiza la idea de que el verdadero creyente acepta lo bueno y lo malo. Job interpreta el designio divino sin cuestionar su origen ni su razón, pues "si recibimos de Dios los bienes, ¿por qué no también los males?" (Job, 2, 10).

La parábola también muestra la misericordia de Dios frente a la rebeldía y la duda de sus discípulos. Aun para Job, el de la fe inquebrantable, la aceptación del sufrimiento tiene un límite; su lado humano, ciego por un dolor permanente que percibe injusto, lo lleva a blasfemar contra el Todopoderoso y a rebelarse contra él. A pesar de su miedo al castigo, Job llega a dudar de las ventajas de no pecar en vida y reclama tener razón contra Dios. Al final del libro, el Padre se presenta ante él y sus amigos y, contrario a lo que esperan, reconoce la verdad de Job; lo perdona y lo bendice, reivindicándolo como un ejemplo a seguir por haber mostrado la virtud de la fe en su temor al mandato divino y su incansable defensa de la verdad.

Al recuperar la palabra Job como el título y eje central de la novela que Joseph Roth publicó en 1930 en el Frankfurter Zeitung, el periódico más influyente de la República de Weimar, su relato se carga de un simbolismo religioso que va más allá de la interpretación bíblica. Esta novela, definida por su traductor al español, José María Pérez Gay, como "la más judía de la literatura alemana", refleja en más de un aspecto la añoranza de la estabilidad del imperio austro-húngaro, la seguridad de principios de siglo y la búsqueda de una identidad cultural y nacional en una patria que, como tantos otros judíos, Roth buscaba en el testamento de la diáspora.

Joseph Roth nació en 1894 en Brody, Galicia, una antigua provincia del imperio austrohúngaro (ahora Ucrania). Roth, destacado periodista y escritor, "pertenece a un linaje muy antiguo de narradores judíos orientales, cuyo idioma de escritura era el yiddish", explica Pérez Gay en el prólogo a la novela, publicada ahora por la editorial Cal y Arena. El traductor describe el origen de este idioma tradicionalmente utilizado en las narraciones judeo-orientales y recupera la importancia y la riqueza de la combinación entre el alemán y el yiddish que Roth logra plasmar en la novela.

En Job, Roth pone de manifiesto su interés por escribir de forma sencilla y ser, como su propio personaje, Mendel Singer, un maestro modesto. Esta levedad en su estilo literario está presente en la traducción de Pérez Gay que fluye, junto con las repetidas imágenes de agua y la música que le dan ritmo a la novela. El traductor también recupera en las palabras de Roth la esencia del verdadero narrador, de aquel que logra permanecer en la memoria y cuyos relatos son consejos sin nombre ni edad. En esta obra se percibe, dice Pérez Gay, "el ejercicio de un arte que, en su aparente modestia, nos sugiere las orillas de la eternidad".

La fuerza de las descripciones de Roth resuena en la memoria y se transforma en los gemidos del hijo enfermo, Menuchim, los gritos de la esposa, Déborah, el galope de los caballos de la huida y el zumbido constante de una guerra que Mendel Singer sólo puede imaginar, pero que siente y penetra en él con el peso de la muerte como si estuviera en el campo de batalla con sus hijos Jonás y Schemarjah.
 

 
 

Si bien el mensaje de la novela es tan paradójico y a la vez alentador como el de la Biblia, hay grandes diferencias entre la historia de Job y la de Mendel Singer. Mendel era un judío común y corriente, un maestro de Biblia devoto pero mediocre, cuyo físico y personalidad resume sencilla y fríamente Roth al describir su cara pálida, tan insignificante como su persona. A la inversa de Job, Mendel no tenía propiedades ni destacaba entre sus vecinos, pues
 

Dios sólo le había dado fertilidad a su naturaleza, serenidad a su corazón y pobreza a sus manos, que no tenían oro que pesar ni billetes de banco que contar. Su vida transcurría sin pena ni gloria como un arroyo entre míseras orillas.


Para Mendel la felicidad sólo fue algo efímero que la guerra derrumbó, a diferencia de la suerte y del prestigio del que gozaba Job antes de que Dios lo pusiera a prueba.

Roth hace evidente este contraste en la respuesta de Mendel al intento de sus amigos por devolverle la esperanza:
 

¿Y de qué sirve tu ejemplo de Job? ¿Acaso has visto un milagro con tus propios ojos? ¿Milagros como los que se cuentan en la historia de Job?... ¿Y por qué mi hijo Menuchim nació enfermo? ¿No era ya su enfermedad una prueba de que Dios estaba iracundo conmigo y me enviaba el primero de esos castigos que nunca he merecido?


En el relato de Roth, las pruebas que Mendel enfrenta no tienen que ver con la pérdida de sus bienes, sino con la ruptura de la humilde rutina y de las expectativas de mantener a una familia unida bajo las costumbres que daban sentido a su vida y motivaban el canto de cada una de sus oraciones diarias. El nacimiento de Menuchim fue el inicio de una cadena de desgracias en la casa de los Singer. El cuarto hijo trajo la enfermedad, la tristeza, la culpa y los aullidos que desentonaban las sentencias bíblicas con las que Mendel Singer y sus alumnos llenaban el hogar cada tarde. La primera reacción de Mendel frente a la epilepsia de Menuchim fue protegerlo y aceptarlo resignado, no como un castigo de Dios, que evidentemente no merecía, sino como un designio divino. Sin embargo, Déborah no tenía la paciencia de su marido y poco a poco perdía el respeto por sus interpretaciones de la obra de Dios, culpando a su mediocridad y a su oficio de los males que poco a poco se sumaban a la vida de los Singer.

La fuerza del carácter de Déborah, que Mendel observaba silencioso y comprensivo como evidencia de que toda mujer lleva al diablo en el cuerpo y de que no entendía la palabra de Dios, la llevó a buscar cualquier solución antes que resignarse a perder, primero a Menuchim y, más adelante, a sus otros hijos. Desde que nació Menuchim, el corazón de Déborah se había oscurecido, y cada una de sus alegrías ocultaba una pena. Todos los goces se le habían convertido en tormentos y todos los días festivos en días de duelo. Para ella no había primavera ni verano; todas las estaciones se llamaban invierno. Salía el sol, pero no la calentaba. La esperanza era lo único que no quería morir.

Su corazón, encendido por la desesperación de tener un hijo al que no podía ayudar, sólo pudo tranquilizarse hasta escuchar la voz del rabino que aseguró que Menuchim se curaría. Sus palabras marcarían la vida del epiléptico y de su familia para siempre:
 

El dolor lo hará sabio, la fealdad lo hará bondadoso, la amargura lo hará dulce y la enfermedad lo hará fuerte. Sus ojos serán grandes y profundos, y sus oídos claros y llenos de resonancias. Su boca callará, pero cuando abra los labios anunciará cosas buenas...

 
 

El rabino también advirtió que no debían abandonarlo, a pesar de que fuera una gran carga, y lo era, sobre todo para sus hermanos. La esperanza que la madre aspiró con esas palabras no tuvo el mismo efecto en Mendel, que no creía necesitar de un intermediario que interpretara el mandato de Dios, ni en los hijos, que arrastraban a su hermano por las calles con indignación.

Las diferencias de carácter entre los esposos se hacían cada vez más evidentes con los años y el retraso del milagro. La fuerza de Déborah crecía cada vez más, robustecida como sus piernas de plomo y la llevaba al reproche y a la acción, contra la debilidad y la resignación de Mendel.
 

¡Qué quieres Déborah!, le decía Mendel. Los pobres son impotentes; Dios no les arroja oro desde el cielo, nunca se sacan la lotería y deben sobrellevar su destino con resignación. A unos les da y a otros les quita. No sé por qué nos castiga: primero con Menuchim, el enfermo, y ahora con nuestros hijos sanos. Así es de miserable la suerte del pobre cuando peca o se encuentra enfermo. Pero debe aceptarla sin protestas… No hay fuerza alguna que se oponga a la voluntad del cielo. "De él viene el trueno y el rayo, él se cierne sobre la tierra y nadie puede escapársele. Así está escrito".


La respuesta de Déborah a estas explicaciones sembró en el corazón de Mendel la semilla de la rebeldía que brotaría después, pues su ofensa era una herida profunda a su persona y a todo lo que daba sentido a su vida. Déborah había encendido la chispa de la duda que cambiaría radicalmente la actitud de su marido al decirle,
 

el hombre debe ayudare a sí mismo y Dios lo ayudará. Así es como está escrito, Mendel. Has aprendido de memoria frases equivocadas. Se han escrito miles de sentencias y tú no conoces más que las inútiles. Te has vuelto tonto a fuerza de enseñar a esos niños. Tú les das a ellos tu poca inteligencia y ellos te dejan a ti su estupidez. ¡Eres un maestro, Mendel, un maestro!


Los mismos días repetidos en meses y años que parecían reproducirse sin fin vieron morir poco a poco la esperanza, al tiempo que la distancia y el rencor callado iban creciendo entre los miembros de la familia. Menuchim podía ser el nombre de la pared fría que separaba a los esposos noche y día, que los volvía extraños y convertía su compañía en una enfermedad más que soportar; de la inquietud del primogénito Jonás por salir de su casa y llenarse la garganta de alcohol y las manos de olor a establo, como los campesinos a quienes tanto despreciaban los judíos, para después convertirse en soldado; de los defectos físicos que hubieran podido evitar que Schemarjah fuera aceptado en el ejército y lo obligaron al exilio; y de la coquetería de Miriam, la hija inquieta que buscaba sin descanso los brazos de un hombre y, lo peor, de un cosaco, para abandonarse en una pasión vacía. Pero Menuchim también era el nombre de la fe de Déborah y de Mendel, que parecían olvidar a sus demás hijos, como si el enfermo fuera el único verdadero. Sin embargo, la palabra que Menuchim pronunciaba esporádicamente, sus reacciones a ciertos sonidos y la luz que Mendel adivinaba en sus ojos, no parecían ser suficientes para alimentar eternamente esa fe, sometida a la prueba de una desgracia prolongada y cada vez más pesada.
 

A pesar de que Mendel Singer no tenía ningún pecado del cual arrepentirse o una mala acción que mereciera el castigo de Dios, Déborah creía conocer el único posible origen de los sufrimientos de la familia. Sin embargo, ella nunca habló del día en que su hija Miriam se perdió misteriosamente dentro de una iglesia y Déborah entró por ella, en medio de imágenes que la incomodaban y el recuerdo del sonido de campanas que detestaba. Desde ese momento, la madre, embarazada de Menuchim, sabía que una desgracia ocurriría y que ella la llevaba en las entrañas. Aquí Roth parece sugerir que el abandono de lo judío, en este caso usando el símbolo de la entrada a otro templo, puede traer la desgracia. Aunque esta anécdota y sus posibles consecuencias no repercuten más adelante en la historia y Roth no explora más a fondo esta cuestión, puede relacionarse con el hecho de que más adelante la familia huya de su pueblo buscando encontrarse por fin con la dicha y con Schemarjah en América sin hallar nunca la tranquilidad. Para llegar allá, Mendel Singer acepta por primera vez desafiar a su destino y actuar en lugar de resignarse a perder a su hija, como a los otros, asumiendo como consecuencia el abandono de Menuchim y de la esperanza en el milagro prometido. Roth podría insinuar aquí que dejar la patria para refugiarse en otro país, como en el templo ajeno, también trae consigo el infortunio.

La salida de Rusia es relatada con gran fuerza en las páginas de Job. El dolor del abandono de cada sonido y cada color del paisaje se siente sobre todo en los pasos de Mendel Singer, que se encontraba como expulsado de sí mismo, con el frío de un cuerpo que se sabe solo y en tierra extranjera. Los Singer salieron en silencio, escaparon de noche y respondiendo a la señal de sus cómplices "se dejaron caer sobre el cielo húmedo y permanecieron inmóviles, con sus corazones desbocados sobre la tierra. Era la despedida que el corazón le daba a la patria". Sólo hundiendo la mirada en el agua, infinita, como si en ella viera a Dios, podía calmarse el miedo y el dolor de Mendel Singer.
 

 
 
   

La nostalgia de la patria perdida está presente en cada uno de los días de la segunda parte de la novela. Los olores, la lluvia, el consuelo del constante croar de las ranas y del canto de los grillos no se alejan de la memoria de los padres. A diferencia de sus hijos, ellos no aceptan sustituir sus recuerdos por lo próspero, lo nuevo y lo artificial de la tierra de la oportunidad. La nueva generación, con la que Roth ejemplifica la pérdida de tradiciones y la decadencia de la sociedad de los años veinte, sí se desprende completamente de su patria y hasta desprecia su origen. Roth entendía esto como una consecuencia de la destrucción física y moral que resultó de la primera guerra mundial. En varias de sus novelas buscaba recuperar los valores perdidos volviendo al origen religioso por medio de la sabiduría histórica del yiddish y los mitos fundadores del mundo judío. Al retomar la historia de Job en la época de la posguerra, Roth parece decir que los judíos, los justos, han sufrido y han tenido que abandonar la patria no como culpables o castigados, sino como ejemplo, como los virtuosos que finalmente recibirán, al igual que Job, la indulgencia de Dios. La injusticia y la guerra son sólo pruebas que el pueblo judío puede superar si permanece unido y cercano a sus raíces.

Durante la estancia de la familia en Nueva York, sus desgracias se cubrieron de una felicidad que inevitablemente llevaban como "un vestido extraño y prestado" y que después haría sentir el dolor y la culpa de una forma mucho más dura a Mendel Singer. Aunque América les diera prosperidad, no les había dado una patria ni les había devuelto a su hijo Menuchim. Los grandes edificios y la novedad no ocultaban el hecho de que sus tres hijos habían desaparecido, "sólo Menuchim seguía siendo el que era desde el primer día de su vida: un inválido. Y él mismo, Mendel Singer, era también el que siempre había sido: un maestro", pero había dejado atrás a su único hijo fiel. Así, Mendel y Menuchim pueden verse como un símbolo de lo que permanece, de una virtud oculta en la sencillez y en la esperanza de un milagro que sólo estando cerca de Dios puede ocurrir.

La desesperación de Mendel ante el horror de la guerra hacía que perdiera poco a poco el amor por sus oraciones y, como Job, cambiara su actitud conformista y confiada de Dios. La rebeldía llevó a Mendel a la blasfemia, a querer quemar al Padre, a culparse de no haber hecho suficiente y de haberse resignado, a maldecir su vida y a entregarse a la muerte como única solución. El dolor de perder la patria, de dejar a Menuchim, de no haber aceptado el olor de los caballos y el aguardiente, el querer de los cosacos y de no haber amado al enfermo, lo hacía enfurecer contra Dios, pero como Job, "en sus manos aún vivía el temor". A pesar de que no rezara, no se atrevía a quemar su libro de oraciones y aceptaba que sus amigos lo incluyeran en los grupos de oración, aunque él no participara. En el fondo, Mendel se confesaba cuánto le dolía no rezar y cuánto le hacía falta sentir en el cuerpo el estremecimiento que le provocaba la palabra de Dios, con lo que demuestra la fuerza de la fe que le impide romper completamente con su religión. En este contexto puede entenderse la frase que Pérez Gay rescata en su introducción, dándole más contenido a la interpretación de Roth al libro de Job: "Se dice que un judío es capaz de vivir con Dios o contra Dios, pero es incapaz de vivir sin Dios".

El final de la historia tiene el mismo mensaje que el de la Biblia: la reivindicación del justo, la indulgencia de Dios y la reafirmación de la fe. El milagro regresa en forma de música, devuelve a Mendel Singer la patria, la religión, la familia y finalmente el descanso de saber que su vida, su verdad y el sufrimiento tenían una razón de ser; no como una represalia, sino como una tentación que finalmente no venció el poder de la fe. Así, con la tranquilidad de haber vivido una vida justa y sobrepasado el dolor, Mendel Singer descansó por fin del peso de la dicha y de la grandeza de los milagros que, alejado de toda arrogancia, percibía mayor al del sufrimiento de todos los años. Como Job, Mendel murió anciano y colmado de días.

Joseph Roth no tuvo la misma suerte, pues su anhelo de que un milagro también devolviera la estabilidad de principios de siglo a Europa estaba lejos de cumplirse antes de su deceso a los 44 años, en París, mayo de 1939. Sin embargo, esta muerte temprana fue tal vez el milagro que le evitó el dolor de vivir la guerra que traería una desgracia más, la peor de todas, a los judíos a quienes quería dar el mensaje de Job. Al recuperar esta novela hoy, la palabra y la fe de Roth se imprimen en un siglo que comienza y, frente a la inestabilidad de un nuevo orden, aún busca hacer realidad la esperanza de un mundo justo.•

*Alexandra Délano Alonso (ciudad de México, 1979) es becaria de El Colegio de México en el área de relaciones internacionales. Es colaboradora en el suplemento cultural sábado del periódico Unomásuno.