El diablo suelto * ** Octavio Paz |
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Constelación
del deseo y de la muerte onocí
a Antonio Peláez cuando tendría unos diecisiete años.
Acababa de regresar de España y vivía con uno de sus hermanos,
el escritor Francisco Tario, mi vecino y amigo. Un día Francisco
me dijo: "Toño pinta y me gustaría que vieses lo que
hace. Como él no se atreve a mostrarte sus cosas, lo mejor será
que las veas cuando no esté en casa". Unos días después
Francisco y Carmen, su mujer, me llamaron: Antonio había salido
y ellos me esperaban para enseñarme las pinturas. Lo primero que
me sorprendió fue la singular (ejemplar) indiferencia de aquel muchacho
frente al arte que dominaba aquellos años. Pero si en sus cuadros
no había reminiscencias de los muralistas y sus epígonos,
en cambio sí era indudable que había visto con una sensibilidad
inteligente la pintura de Julio Castellanos y la de Juan Soriano. Esas
preferencias indicaban una doble pasión: la voluntad de orden y
el impulso poético. La geometría y el juego. En sus cuadros
de adolescente ya estaban las semillas de su obra futura. Se me ocurrió
que a José Moreno Villa —poeta, pintor y crítico de arte:
tres alas y una sola mirada de pájaro verderol— le interesaría
conocer la pintura de Antonio. No me equivoqué. Se conocieron y
unas pocas semanas más tarde Peláez trabajaba en el estudio
de Moreno Villa. Mientras pintaban, oían jazz. Bebían jarros
de cerveza y el viejo poeta español recordaba a García Lorca
o a Buñuel, a Juan Ramón o a Gómez de la Serna. Así
empezaron los años de aprendizaje de Antonio Peláez, pintor
y amigo de poetas. |
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No creo que el tímido
surrealismo de Moreno Villa haya dejado huellas en la pintura de Antonio.
Creo, sí, que su conversación y su poesía le abrieron
ventanas. Más tarde hubo un encuentro decisivo: Rufino Tamayo. Después,
viajes: París, Madrid, Nueva York, Milán, Llanes, Salónica,
Constantinopla, Micenas y Tapiés, un montón de pedruzcos
golpeados por el Cantábrico y Rothko, Dubuffet y un insoportable
mediodía en Maine Street en Olivo Seco, Arizona. Viajar para ver,
ver para pintar, pintar para vivir. Un día el pintor se quedó
solo consigo mismo: fin del aprendizaje, comienzo de la exploración
interior. Había abierto los ojos para ver el mundo: los cerró
para verse a sí mismo. Cuando los abrió de nuevo, había
olvidado todo lo aprendido. Los cuadros de esta exposición son el
resultado de ese aprendizaje.
El espacio que configuran la mayoría de las telas de Antonio Peláez es otro espacio: el muro urbano. Pared de colegio o de prisión, de patio de vecindad o de hospital: superficie que es más tiempo que espacio, sufrida extensión sobre la que el tiempo escribe, borra y vuelve a escribir sus signos adorables o atroces: las pisadas del amanecer, las huellas de las rodillas desolladas de la noche, la violencia que germina bajo un párpado abierto, el horror que deshabita una frente, la memoria que golpea puertas, la memoria que palpa a tientas la pared. Peláez pinta el espacio del espacio: el cuadro es la pared y la pared es el cuadro. Espacio donde se despliegan los otros espacios: el mar, el cielo, los llanos, el horizonte, otra pared. La función del muro es doble: es el límite del mundo, el obstáculo que detiene a la mirada; y es la superficie que la mirada perfora. Los ojos, guiados por el deseo, trazan en el muro sus imágenes, sus obsesiones. La mirada lo convierte en un espejo magnético donde lo invisible se vuelve visible y lo visible se disipa. El cuadro es una pared: la casa de lo azul, el jardín de las esferas y los triángulos, la torre de los soles, la cal que guarda las huellas digitales de la luz. En el cielo rosado del cuadro amanece un paisaje —más exactamente: el presentimiento de un paisaje— iluminado apenas por un sol infantil que sale por entre las grietas que han hecho en el muro las uñas de los días. La pared es el mundo reducido a unos cuantos signos: orden, lujo, calma, voluptuosidad: hermosura. |
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Las cuatro palabras que acabo de citar se asocian en parejas contradictorias: orden/lujo, calma/voluptuosidad. El orden es un valor que alcanza su perfección cuando no le falta ni le sobra nada; el lujo es una demasía, un exceso: el lujo trastorna el orden. La calma es la recompensa espiritual del orden pero la voluptuosidad la altera: la agitación del placer transforma en jadeo a la calma. El lujo y la voluptuosidad son transgresiones del orden y la calma. Unos son potencias sensuales, corporales; los otros son valores intelectuales, morales. El orden es economía, la sensualidad es gasto vital; uno es proporción visual, la otra es oscuridad sexual. En la pintura de Peláez la transgresión del orden por la sexualidad se expresa por la irrupción de un niño que pintarrajea el cuadro con monos obscenos, araña los colores, pincha los volúmenes, traza figuras indecentes o agresivamente idiotas sobre los triángulos y hexágonos sacrosantos, viola continuamente los límites del cuadro, pinta al margen garabatos y así vuelve irrisoria o inexistente la frontera entre el arte y la vida. La crítica pueril opera dentro del cuadro-pared y lo convierte en una verdadera pared-cuadro. El ritmo público de la pintura se transforma en la transgresión privada del graffito. El cuadro del pintor Peláez sufre continuamente la profanación del niño Peláez. Esa profanación a veces es la agresión de la sexualidad genital; otras veces, las más, se manifiesta como vuelta a la sexualidad pregenital, perversa y poliforme: erotización infantil de todo el cuerpo y todo el universo. La libido pregenital es risueña, paradisíaca y total; vive en la indistinción original, antes de la separación de los sexos y las funciones fisiológicas, antes del bien y el mal, el yo y el tú. Antes de la muerte. Es la gran subversión. La gran pureza. |
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Como otros pintores de nuestra
época, Antonio Peláez ha sentido la fascinación de
la pared. En su caso no se trata de una predilección estética
sino de una fatalidad psíquica. Como todo artista auténtico,
Peláez ha transformado esa fatalidad en una libertad y con esa libertad
ha construido una obra. Su pintura nos seduce por las cualidades estéticas
que designan las palabras orden y calma; también por la sobriedad
—lujo supremo. Pero la verdadera seducción es de orden moral: el
artista se propone poner en libertad al niño que todos llevamos
dentro. Antonio Peláez podría decir como Wordsworth: "el
hombre es el hijo del niño". Los poderes infantiles son los
poderes del juego. Esos poderes son terribles y son divinos: son poderes
de creación y destrucción. Los niños, como los dioses,
no trabajan: juegan. Sus juegos son creaciones y destrucciones, lo mismo
si juegan en un excusado o en Teotihuacan. En la pared metafísica
de Peláez las inscripciones delirantes, obscenas o indescifrables
son la transcripción de las danzas, los prodigios, los sacrificios,
los crímenes y las copulaciones que nos relatan las mitologías.
Los garabatos del niño son la traducción al lenguaje del
cuerpo de los cuentos de la creación y destrucción de los
mundos y los hombres. Todos los días y en todas las latitudes los
niños repiten (re-producen) en sus juegos los mitos sangrientos
y lascivos de los hombres. Todos los días los padres y los maestros
—jueces y carceleros— castigan a los niños. La pintura de Peláez
es la venganza del niño que ha tenido que pasar horas y horas de
cara a la pared. El muro del castigo se volvió cuadro y el cuadro
se volvió espacio interior: lugar de revelación no del mundo
que nos rodea sino de los mundos que llevamos dentro. Los soles infantiles
que arden en la pintura-pared son explosiones psíquicas; no son
signos, no son legibles —salvo como los signos de un estallido. Las devastaciones
y resurreciones del deseo. El desaprendizaje de Antonio Peláez fue
la reconquista de la mirada salvaje del niño.
México, a 27 de agosto de 1973 |
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* Tomado de
Antonio Peláez, pintor, México, SEP, 1975 (SepSetentas,
185), pp. 9-13.
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