Elizabeth Costello:  el arte de escribir 
*Guadalupe Alonso 
Poco después de que se reconociera a J. M. Coetzee con el Premio Nobel de Literatura 2003 fue publicada su más reciente novela: Elizabeth Costello. El título alude a una escritora australiana, alter ego de Coetzee, quien fuera protagonista del libro Las vidas de los animales, publicado en 2001, y el cual está integrado, junto con otros ensayos, en este trabajo cuya edición en español circula bajo el sello de Mondadori.

A lo largo de su obra, el autor sudafricano ha creado historias sangrientas y descarnadas que reflejan los problemas del ser humano en un país donde el racismo y la violencia han invadido la vida cotidiana. Sin embargo, Elizabeth Costello tiene una respiración distinta. Aquí la ficción es sólo un medio a través del cual Coetzee invita a reflexionar en torno a temas que han sido materia de ensayos y conferencias en diversos foros y que están contenidos en las "ocho lecciones" que conforman el libro. El itinerario de Costello es el pretexto para desatar el diálogo en un ejercicio donde conviven realidad y ficción. 

En la primera de estas lecciones, Realismo, Coetzee insiste sobre un tema del que ya se había ocupado en novelas como El maestro de Petersburgo, La edad de hierro, En medio de ninguna parte y Desgracia: la relación padre-hijo. En esta ocasión lo hace en el contexto de la búsqueda de la identidad de una mujer, madre y escritora, que a sus 67 años se ha convertido en una celebridad internacional. 

El trayecto da inicio en Pennsylvania, donde Costello está con su hijo John para recoger un premio que le otorga la Universidad de Altona. John ha tomado un año sabático para acompañar a su madre: "Él está aquí con ella por amor. La acompaña porque es su hijo, su hijo amoroso. La imagina como si fuera una foca, una vieja y cansada foca del circo. Una vez más tendrá que demostrar que puede balancear la pelota en su nariz". 

El debate de John se da en el sentido de identificar al verdadero ser que está detrás del personaje que ella representa. "¿Cuál es la verdad acerca de su madre? No lo sabe y, en el fondo, no quiere saberlo".

A partir del diálogo de John, el autor reflexiona sobre el papel de los escritores de cara a una sociedad donde la mercadotecnia de la fama suele convertirlos en un producto de consumo. Entre circuitos de viajes, conferencias, entrevistas con la prensa, condecoraciones y cheques al portador, la labor literaria y la tarea de profundizar quedan al margen. Coetzee lo retrata atinadamente cuando narra los momentos en que Elizabeth es acechada por los periodistas: "Su estrategia con los entrevistadores es tomar el control de la conversación a través de bloques de diálogos que ha ensayado tantas veces que él [su hijo] se pregunta si no se habrán solidificado en su mente para convertirse en una especie de verdad". 

Ante este escenario, la madre representa un enigma para John, parece encarnar una deidad acechada por fanáticos y admiradores en el gran teatro del éxito. John la acompaña, la observa, teme cuando siente que está en una situación vulnerable y desea, sobre todo, que la función termine para que ella pueda "regresar a casa con su verdadero ser a salvo, dejando atrás una imagen, falsa, como todas las imágenes". 

Detrás de estas palabras se asoma un escritor que, paradójicamente, ha sido objeto de numerosos reconocimientos: antes del Nobel obtuvo dos veces el premio de letras sudafricanas can y el premio Booker, entre otros. Sin embargo, este hombre de rostro apacible e inquietante, vegetariano y abstemio, y que actualmente reside en Australia, se maneja en un perfil bajo en lo que concierne a la vida pública. Su mirada misteriosa nos hace pensar en alguien que se expresa desde el nivel más profundo y que recela de todo aquello que atenta contra su intimidad. Coetzee parece flotar por encima de esa atmósfera trivial que obliga a ciertos personajes a fabricarse una imagen, o al menos así lo consignan quienes lo han observado de cerca. 

Cuando en 1998 participó en el coloquio Geografía de la Novela, organizado por Carlos Fuentes en la ciudad de México, Mauricio Montiel lo recuerda como un ser enigmático y silencioso que deambulaba solitario por los pasillos de El Colegio Nacional. Gabriel García Márquez evoca a un hombre adusto a quien conoció en un restaurante donde se citó con un productor de cine en Los Ángeles, California. Comenta que durante la reunión, el personaje no dijo una sola palabra y que sólo al día siguiente se enteró, para su sorpresa, que se trataba de J. M. Coetzee, el escritor sudafricano.

En cuanto a su literatura, estamos frente a un autor que no ofrece concesiones. Elizabeth Costello, en particular, exige lectores acuciosos: la narrativa es apenas un pretexto para extenderse en el ensayo y provocar una discusión alrededor de las lecciones que Coetzee propone en este libro. 

Desde Pennsylvania hasta un crucero que parte de Christchurch, Nueva Zelandia; desde Amsterdam hasta un pequeño pueblo en la zona rural de la tierra de los zulu, Costello expone, elabora, argumenta y se cuestiona sobre diversos temas donde el común denominador es el arte de escribir. En este viaje, Coetzee explora a fondo el papel del escritor en nuestra sociedad; propone, además, un análisis sobre la naturaleza de la escritura, de la ficción como un medio imprescindible para interpretar la realidad. En el texto dedicado a La novela en África, señala: "...la novela, como la historia, es un ejercicio para darle coherencia al pasado; al igual que la historia, la novela indaga sobre las contribuciones, el carácter y las circunstancias que producen el presente. La novela sugiere cómo podemos explorar el potencial del presente para producir el futuro..." 

Las humanidades en África, otro de los capítulos, es el punto de partida para abordar El problema del mal. El texto de Costello: "Testimonio, silencio y censura", desemboca inevitablemente en un debate sobre el Holocausto desde la perspectiva de que escribir es una aventura moral que tiene el poder de convertirse en un peligro. Así, el artista toma un enorme riesgo cuando pisa terrenos prohibidos: se arriesga él y arriesga a los demás. "Habría que tomar en cuenta el hecho de que al tratar el tema del mal, el escritor, inconscientemente, puede inducir a que el mal resulte algo atractivo y, por tanto, provocar más daño que beneficio".

La evocación del poeta norteamericano Robert Duncan, durante una lectura en torno al mito de Psique, desata la memoria de Costello en Eros, la séptima lección. La escritora recuerda cómo 

se sintió atraída hacia Duncan, con su hermoso y severo perfil romano; no le hubiera molestado echarse una cana al aire con él, a pesar del humor en que se encontraba entonces, ni siquiera le hubiera molestado tener un hijo suyo, como una de esas mujeres míticas preñadas por un dios pasajero y abandonadas para procrear a una criatura semidivina. 
 
 
 
 
 
 
   
Más allá de las luminarias, de esa imagen falsa que altera a su hijo, Elizabeth Costello es una mujer frágil, ávida de cariño y con profundas dudas que trata de conciliar a lo largo de este recorrido. La elegancia y la sutileza características de la prosa del Nobel sudafricano contrastan con el humor y la ironía que se revelan en ciertos pasajes del libro. Este es el caso de la estación final de Costello: "En la puerta", una parodia kafkiana en la que la escritora es obligada a reconocer sus creencias frente a un jurado para obtener un pase hacia el otro lado de la puerta, hacia el más allá. Sin embargo, "soy una escritora —dice Costello—, mi profesión no es creer, es simplemente escribir".

Joyce, Faulkner, Borges, Milosz, Swift, Blake, Kafka, son algunas de las presencias que rondan por las páginas de esta novela-ensayo que culmina con la carta de Elizabeth, Lady Chandos, a Francis Bacon. Una reescritura del texto de Hugo von Hofmannstahl: "Hundiéndonos, escribimos desde nuestros destinos separados. Sálvenos".• 

*Guadalupe Alonso es periodista cultural y productora independiente de televisión. Fue directora de noticias del Canal 22 de 1993 a 2001.