La vida loca. 
A propósito de La Mara de Rafael Ramírez Heredia
*Jorge Luis González Santana 
Michel Leiris en su libro La edad del hombre, afirma que

en la literatura me interesan las obras en los que los cuernos estén presentes de una u otra forma, donde el autor asuma el riesgo directo de hacer una confesión o un trabajo subversivo, una obra en la que la condición humana se confronte abiertamente o se tome por los cuernos y que presente una concepción del mundo que comprometa o bien al verdugo o bien a la víctima. 

Y en La Mara, intensa, densa, vigorosa, crispadora, endiablada novela, Rafael Ramírez Heredia reta al toro para vivir el placer de sentirlo pasar a escasos centímetros de la pierna, con su traza de muerte, sus ruidos, su enjundia animal, su fuerza impetuosa. 

Los Mara Salvatrucha son el pretexto, el contexto del texto; el fondo es la vida misma, el retratar, el descubrir una visión del mundo, el armar un tiempo en el que "cada segundo tiene el valor que tiene y hay que gozarlo para no tener que meterse en la ley de los hubiera".

Al igual que cuando era torero joven, porque eso del toro, de la querencia, de pisar territorio, de encarar, nunca se quita, Ramírez Heredia construyó en esta novela un texto polifónico donde la taquicardia, el riesgo, el miedo de jugarse el pellejo, primero viendo bailar a prostitutas en tugurios espantosos donde "sólo de jalar el aire le pega a uno el sida", en medio de balazos que en muchos barrios comienzan a las seis de la tarde o tomándose una copa en cantinuchas o caminando con un petate, la cara sucia y el oído aguzado y luego, quizá no menos frenético, arriesgado, ni peligroso, el trabajo de sentarse con la carga a cuestas frente a las palabras y construir el gran personaje de La Mara que no es otro sino el lenguaje mismo. 

Porque su prosa, normalmente directa, rápida, sin rodeos, adquiere aquí, en muchos casos gracias a frases cortas y excitadas, un ritmo frenético, desbocado, en el que se suceden las voces de los personajes en medio de una tensión permanente, de una violencia tozuda y obstinada, sólo paliada por la sensibilidad e inteligencia épica de la palabra de Ramírez Heredia. 

Todos sus personajes caminan en paralelo, en historias que se entrecruzan, que se hacen guiños y cambian constantes puntos de vista. Todos tienen su propio registro semántico, verbal. Todos tienen un principio y un fin, que en la frontera sur, en las tierras que bañan el Suchiate, es morir, huir o quedarse rumiando el desconsuelo, la pena de la propia vida loca.

El Satanachia es la puerta del infierno; Ximenus Fidalgus es el demonio a quien la Mara rinde culto; Giovanni, el Yoni, la Yaqueline, el Lagrimitas, los batos de la Clica, de la Mara Salvatrucha 13, son hermanos de la bestialidad, de la degradación, de la muerte, del nivel de brutalidad que es el único grado de respeto que se ganan, que reconocen, que comparten; el general, la burrona, el Moro, Sarabia, son algunos de los eslabones de la corrupción, del tráfico de indocumentados, de drogas, de armas; doña Lita, la proxeneta que explota, que regentea, que le abre las puertas del chow bisnes a innumerables jovencitas como Sabina que no pasan más allá de las riberas del Suchiate, del Satanachia, a pesar de todas las promesas al oído; Tata Añorve, el padre de la niña asesinada y violada que se convierte en la Santa Niña del Río; don Nico, el ex cónsul mexicano, recordando que las visas son la vida, apurando una gallo y oyendo la guaracha Nicolasa… sí, dime, dime qué te pasa.

Historias que no se apagan, que laten como pesadilla en medio de la vida loca, loca.

Resguardo, refugio, quizá todavía humano de los maras salvatruchas, de esos "hombres tatuados, semidesnudos, dispuestos a hendir hasta el silencio, de odio encanijado, de muerte en los ojos".

Porque el manejar las drogas, la prostitución, robar, violar y matar a los migrantes, cortarles los brazos o tirarlos del tren en movimiento, matar a sus propios familiares o a miembros de los "otros" grupos de maras que por supuesto odian y así poder pintarse las lágrimas negras que en sus mejillas representan, cada una, una muerte con sus manos, son respuestas al sentido de finitud, de caminos cerrados, de opciones que no tienen ni tendrán si las cosas siguen como están, si siguen como van.

Así, "los minutos son puntos extras en la Vida Loca y ellos tienen sólo un segundo que es lo que vale el mundo. Los extremos se cierran con claves distintas a las de un mundo terco en despreciar el goce de la vida en su último segundo".

Alucinado por los temas oscuros, los personajes marginales, los ambientes sórdidos, la gente al límite siempre de algo, Rafael Ramírez Heredia ha logrado una novela intensa, descarnada, inteligente, disfrutable y que, sin duda alguna, cala con hondura en el lector.

 
 
 
 
   
Pero también y no como mérito secundario, poner el tema de la frontera sur y de los maras salvatruchas en la palestra nacional. Por algo es que en cada una de sus obras campea, no como panfleto ni literatura comprometida, la crítica social.

Y así, con garbo, ímpetu y valor de torero, voz pasional de bolerista regalado por el duende o faraón, figura mítica de los gitanos que es la gracia, la inspiración, la genialidad que se apodera del creador, Rafael Ramírez Heredia ha convertido un fenómeno histórico y sociológico real en un hecho literario de trascendencia y permanencia.

Aquí, como en el toreo, está presente la muerte, más no como aliada, no como cómplice de la vida. La faena consiste en hacer que la muerte, como en el toro, haga de comparsa para que la vida se afirme.•

Rafael Ramírez Heredia, La Mara, México, Alfaguara, 2004, 310 pp.• 

*Jorge Luis González Santana es politólogo por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la unam. Promotor cultural y periodista, publicó el libro de cuentos Fantasmario (Centro Toluqueño de Escritores, 1984). Sus colaboraciones han aparecido en diarios y revistas nacionales.