Sobre "Catedral salvaje" de César Dávila Andrade |
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*Vladimiro Rivas Iturralde
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Cinco son los grandes poetas
ecuatorianos del siglo XX y, seguramente, los mayores de su historia literaria:
Jorge Carrera Andrade (1902-1978), Gonzalo Escudero (1903-1971), Alfredo
Gangotena (1904-1944), César Dávila Andrade (1918-1967) y
Jorge Enrique Adoum (1928). Carrera Andrade es el poeta de la luz y de
las cosas, de las inagotables y sorprendentes metáforas. Escudero,
pura voluntad de forma, es un poeta a tal punto enamorado de la sonoridad
de las palabras que desemboca en el verso escultórico, en ese barroquismo
un tanto retórico vinculado a un gongorismo démodé.
Gangotena es el poeta de los misterios católicos, del pesimismo
cristiano vinculado a los misterios de la tierra. Adoum es el poeta civil,
el testigo de su tiempo, el ciudadano que con su poesía ejerce el
deber cívico de votar en contra del estado de cosas, de la situación
degradada. Dávila Andrade es el poeta del conocimiento esotérico,
de la iluminación, de la tierra sacralizada, de los magmas terrestres
y los tejidos biológicos con los cuales se funde en un sacrificio
cuya víctima propiciatoria es el poeta mismo.
Visionario, es "nuestro Hölderlin, Hölderlin del trópico",1 en palabras de Adoum y, quizá más propiamente, nuestro William Blake. En las del poeta venezolano Eugenio Montejo: César Dávila enfrenta el poema, en su vida de ascensión y penetración místicas, ciñéndolo al movimiento de una simbología cósmica. Ciertos paralelismos con Blake y Nerval podrían establecerse. Su poetizar nos llega subordinado a las directrices que adoctrinaban su pensamiento. Este dilema capital pugna a lo largo de su obra, y de su enfrentamiento perpetuo surge tal vez esa fuerza erizada y de angustia magnética que tienen sus vocablos.2Poeta complejo, lo es también del canto coral indígena. Gravita sobre la lucidez de su poesía y en su centro solar el requiebro y la ternura de la noche primordial americana. Su poesía está vinculada a la magia, vínculo que se hace visible sólo en el clima en que esa relación se da, es decir, en las más secretas uniones del poeta "con el limo de las emociones primarias, con la materia hechizada, las tendencias viscerales y las voces telúricas", como él mismo escribió. Para darse una idea de la importancia histórica del poema "Catedral salvaje" (Caracas, 1951) de César Dávila Andrade en la literatura hispanoamericana conviene considerar el año en que fue publicado, particularmente en relación con "Alturas de Macchu Picchu" (Canto general, 1950) de Pablo Neruda, poema con el que podemos compararlo y que ha adquirido, por su difusión e influencia, el estatuto de definidor, de fundador de la poesía telúrica americana moderna. "Alturas de Macchu Picchu" y "Catedral salvaje" son prácticamente contemporáneos. En la cronología nerudiana elaborada por Hernán Loyola para la Poesía completa de Círculo de Lectores encontramos que antes de que apareciese en el Canto general "Alturas de Macchu Picchu" se había publicado en 1948, en la colección Archivo de la Palabra de la editorial Iberoamérica de Santiago, como folleto que acompañaba a los discos de 78 r.p.m. con la voz del autor. En el mismo año la librería Neira de Santiago publicó el poema en edición de 500 ejemplares exclusiva para suscriptores. Es más probable que Dávila Andrade haya conocido el poema nerudiano en la versión chilena de 1948 que en la mexicana de 1950. Pero no adelantemos vísperas con la hipótesis de una real influencia de Neruda sobre Dávila. Aunque ésta es posible, el espíritu de "Catedral salvaje" ya está presente en "Espacio, me has vencido", su poema de 1946, que es un canto al espacio (Sudamérica es, para este poeta, más espacio que tiempo; más geografía que historia, y el espacio es concebido como devorador del hombre). La publicación de "Catedral salvaje" sucede en cuatro años a la del poema de Neruda y sólo su insuficiente difusión impidió que adquiriera un reconocimiento análogo al que con justicia se ha ganado "Alturas de Macchu Picchu". Dice la segunda estrofa del poema nerudiano: Alguien que me esperó entre los violinesPero, mientras en "Alturas de Machu Picchu" el camino del poeta hacia "lo más genital de lo terrestre" era eso, un camino, un proceso, anticipado por una espera "entre los violines", en "Catedral salvaje" es brusca iluminación y deslumbramiento, consagración del instante. Comparo los inicios, sólo para entender mejor el poema que me ocupa. "Alturas de Machu Picchu" comienza así: Del aire al aire, como una red vacía,Y "Catedral salvaje": ¡Y vi toda la tierra de Tomebamba, florecida!En el primero es evidente la presencia del tiempo, que se mide en el ritmo del caminar ("iba yo entre las calles y la atmósfera"), en llegadas y despedidas. En el segundo estamos afuera del tiempo o, más bien, en un solo tiempo: el fulgor del instante: el verso inicial resume, de entrada, la visión exaltada y apocalíptica que el poeta ecuatoriano tiene de la tierra. Así como lo descrito en el Apocalipsis es contemporáneo de lo narrado en el Génesis, el nacimiento del mundo coincide en Dávila Andrade con su visión apocalíptica. El mundo se está formando en cada verso, y esa formación coincide con su destrucción, su autodevoración. San Juan contó sus revelaciones diciendo "Y vi siete candelabros de oro...", "Vi que un trono estaba erigido en el cielo...", "Y vi un libro escrito por el anverso y el reverso, sellado con siete sellos...", "Y vi el cordero...", "Y vi siete ángeles con siete trompetas...", "Y vi un caballo blanco...", etcétera. Se trata de visiones proféticas. Las de Dávila Andrade son visiones poéticas que recrean el nacimiento del mundo y que no se pueden compartir sino con una mezcla de admiración y de pasmo, el miedo de los primitivos a los elementos. El presente en el poema no llega por el dictado de la palabra divina: es un presente que se conquista. Empieza el poema con el apocalíptico pretérito del verbo ver: ¡Y vi toda la tierra de Tomebamba, florecida!El tránsito al presente perpetuo en que se instalan las acciones y descripciones del poema entero está marcado por el copretérito: ¡Todo ardía bajo los despedazados cálices del sol!Se instala de nuevo en el presente: Abajo, veo una delgada vicuña mordisquear tus hojas frías. (v. 28)Hace un breve paréntesis en pretérito entre los versos 70-82 (que constituyen, por cierto, la única alusión a la historia en el poema) y luego se instala de nuevo en el presente de las visiones, de las iluminaciones, presente perpetuo que hace al poema virtualmente inacabable. Como el poema está atravesado por un ansia de absoluto, la escritura mística de Dávila Andrade tiene un alto componente de angustia: la angustia de lo aún no nombrado, razón por la cual la búsqueda de la totalidad se resuelve en una catarata ilimitada de enumeraciones. Escribía Valéry que el poema no es sino el desarrollo de una exclamación. "Catedral salvaje" es precisamente esto: el desarrollo de la exclamación inicial, la de los primeros versos. Pero, como opina Guillermo Sucre, esta visión exaltante de la tierra no se resuelve en la consabida enumeración de los "dones" del trópico, sino que adquiere el movimiento de un ritual espacial lleno de furor y, a la vez, de reverencia: ¡Todo ardía bajo los despedazados cálices del sol! (v. 7)La interjección, que había sido relegada después del exceso de una poesía romántica, recupera, en Dávila Andrade, el tono, como en Claudel o en Saint-John Perse, del gran recitativo: un lenguaje coral. Pero el recitativo suyo es el de un ser poseso, arrebatado, que hace del drama de una raza no sólo una instancia histórica sino también cósmica. "Catedral salvaje" es un poema sacrificial y a un tiempo purificador: ¡Yo, que jugué a la Juventud del Hombre, (vs. 350-353) La idea de la exclamación como fundamento del poema lírico nos conduce al delicado tema del yo enunciador lírico. Quien exclama es el poeta, el emisor del poema, el canal encargado de comunicar lo intratextual con lo extratextual. Aparecen entonces dos concepciones del poema lírico: primera, el poema como manifestación de la intimidad, de la emoción, del estado de ánimo del poeta. Segunda, el poema como experiencia dramática, como máscara. Pedro Salinas, siguiendo a John Crowe Ransom, sostiene que el poema constituye una experiencia dramática: el poeta, como el actor, se pone, por decirlo así, una máscara que es el lenguaje poético y se endosa un disfraz que es el lenguaje poético.4 Helena Beristáin defiende la primera concepción, según la cual el poema es ante todo la manifestación verbal de la intimidad, la emoción, los estados de ánimo de un autor. Me parece más acertada la concepción de Salinas. La primera no es sino una variante de la función expresiva del lenguaje. No se sitúa a suficiente distancia del sujeto de la emoción. Por eso creo que el poema es ante todo una invención verbal, una construcción —y en tal sentido un símbolo: un disfraz y una máscara— y una ficción. El poeta lírico no expresa sus emociones a secas, sino que se sirve de ficciones poéticas, de construcciones simbólicas que expresan su intimidad y la hacen objetiva. Antonio Machado, por ejemplo, recrea o inventa —es lo mismo en este caso— los vastos campos de Castilla, los atardeceres, las fuentes de los íntimos parques para expresar su mundo interior. Borges requiere de toda una parafernalia simbólica para expresar el suyo y objetivar sus emociones: los íntimos patios y calles de Buenos Aires, los laberintos, la ceguera, el otro yo, los otros poetas, el tiempo. Villaurrutia tiene su mundo fantasmal de espejos, de calles desiertas, de tumbas y símbolos de muerte. Carrera Andrade vierte su intimidad a través de un mundo objetual de paisajes y cosas pequeñas. Garcilaso, de sus aguas cristalinas y delicados pastores. Góngora, a través de sus fábulas mitológicas y sus errantes peregrinos. En el caso de "Catedral salvaje" la intimidad del poeta se objetiva y se vierte por medio de la visión geológica, imaginativa, casi mística, de un trópico atravesado por la cordillera de los Andes. Se trata de un poema donde la exaltación hace más real la visión. ¿Qué significa la autoinmolación del poeta en el poema? Significa no sólo ceder la palabra a la Palabra —acto sacrificial— sino, en el caso de Dávila Andrade, dejarse destruir por la visión; enceguecer, como los místicos, después de haber visto. Pero el acto de ceder la palabra a la Palabra —el poeta a la Poesía y la Naturaleza— sólo puede ser sacrificial cuando queda abolida la posibilidad de hablar en primera persona, cosa que en "Catedral salvaje" no ocurre en forma manifiesta. Aunque el yo está siempre presente responsabilizándose de sus visiones, éstas son tan apabullantes que el yo del poeta queda reducido al papel de mero cronista de sus visiones, papel que le confiere el carácter sacrifical que he invocado. Si el yo poético es de por sí conflictivo, de no fácil elucidación en cualquier poema, con mayor razón lo será en un poema de índole visionaria como "Catedral salvaje", donde el yo es creador, receptor, agente y víctima de las visiones. "Nosotros, los sudamericanos", escribió Dávila Andrade, "no somos únicamente habitantes de una tierra, sino sus poseídos y embrujados, pero al mismo tiempo sus intérpretes y —por la paz— sus poseedores".5 En suma, tres son las acciones del poeta en "Catedral salvaje": ver (y enumerar lo que ve), morir y resucitar en el poema, en el altar de la catedral, el lugar de las ofrendas. Todo lo demás es ya dominio absoluto de la visión sobre el poeta, omnipresencia de la tierra sacralizada, ceguera del vidente, ofrenda del poeta al Creador. Pero no sólo el poeta sino cada criatura hace ofrendas al Creador: ¡El cóndor y la moscarda mínima ofrecen diariamente (vs. 271-275) He inventariado en el poema más de veinte acciones alusivas a la devoración: mordisquear, morder, comer, devorar, masticar, ofrecer viandas, tragar, roer, lamer, adobar, etcétera. Todas las criaturas se ofrecen en sacrificio para ser devoradas por otras: todas se nutren de todas en esta catedral a la que el poeta llama "Horno Salvaje de todas las especies" (v. 303). Y luego: ¡Sobre la piedra ardiente, trasmútalos, Horno Salvaje, (vs. 314-315) Es un gran poema barroco: parece tener horror al vacío: todo es en él presencia y presencia que se devora a sí misma. Las exclamaciones se suceden incansables en una serie ilimitada de variaciones. Dávila Andrade talla figuras en la piedra de la lengua; paciente orfebre, engasta imágenes poderosas en una catedral verbal edificada a los Andes y el trópico ecuatorianos. Tal es la aparente materia del poema. Pero en el fondo hay otro sacrificio: la renuncia del poeta a lo cotidiano para asistir a la Creación del mundo, a lo universal. De ahí que sea justa la observación del crítico Diego Araujo de que César Dávila Andrade se sustrajo del tiempo para buscar en el espacio su lugar de exilio.6 Las dimensiones temporales, históricas, no existen en su poema. Sólo hay una breve alusión, está dicho, a la llegada de los conquistadores, entre los versos 70 y 82. La relación de Dávila Andrade con el espacio es ambigua: el espacio absoluto fue para él a la vez una inspiración y una liberación, por una parte, así como un abismo y un laberinto (una selva de presencias) por otra: de ahí esa mezcla de culto reverencial y de espanto. El procedimiento es enumerativo: las visiones se suceden caudalosamente, por yuxtaposición; la enumeración es caótica (en el sentido en que hablamos de enumeraciones caóticas en Borges); el ritmo, impetuoso, vehemente y torrencial; las imágenes, alucinantes, poderosas e insólitas, propias de un visionario; el verso —casi versículo—, ancho, de amplia respiración; la impresión general, cataclísmica: leer "Catedral salvaje" es asistir a un prodigioso espectáculo de la Naturaleza —al parto del mundo—, a un volcán en erupción, como si las cadenas que sujetaban al lenguaje en su contención y equilibrio se rompiesen y diesen lugar a un incontenible desencadenamiento de palabras que van forjando, en su estrépito, en su caída, una catedral poética. Es, en suma, acercarse a la intransigencia de lo salvaje, a la visión original de lo primigenio y único. La naturaleza volcánica del paisaje descrito por Dávila Andrade da lugar a un ritmo impetuoso, vehemente: "Mi vehemencia me despuebla de toda igualdad!" (v. 62) escribe, para subrayar esta incontinencia, este furor báquico de las palabras. Aunque cada uno de los 353 versos del poema constituye una interjección, lo rescatan de una sospechosa grandilo-cuencia y de una probable monotonía la vitalidad de las descripciones y su gran fuerza imaginativa. Cada verso tiene vida propia: constituye una acción completa, con un sujeto inesperado, distinto del anterior y del que sigue, con un verbo nuevo y novedoso, casi siempre sonoro y restallante: el mundo está naciendo en cada verso. Y por otro, la insólita fuerza, originalidad y belleza de las metáforas: ¡Todo ardía bajo los despedazados cálices del sol! (v. 7) La uña del comején tiene la fosa en que se hospeda la basílica (v. 31)
De entrada sorprenden y admiran en "Catedral salvaje" la amplitud espacial de la visión y la omnividencia. Al situarse el poeta con libertad soberana en tantas formas del espacio, inclinado sobre el microcosmos, asomado al macrocosmos, dominando como el cóndor las alturas andinas, produce una suerte de vértigo metafísico, ese horror al vacío de los barrocos, horror a ese "Vacío boquiabierto" al que invocará en uno de sus poemas posteriores. Se sitúa antes y después de la Historia simultáneamente, esto es, en el Génesis y en el Apocalipsis. El mundo está en formación: ¡En esta altura, sólo se conservan los diagramas del caos, en soñolientos reinos, sin calor ni sonido! ¡Aquí, todo vuelve al corpúsculo o al trueno! ¡Dios mismo es sólo una repercusión, cada vez más distante, en la fuga de los círculos! (vs. 85-89)
Hombres, estatuas, estandartes, se empinan sólo un instante en el vertiginoso lecho de esta estrella en orgasmo.¡Luego los borra una delgada cerradura de légamo! (vs. 280-282)
¡Yo, que jugué a la Juventud del Hombre, (vs. 350-353) |
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Y esta comarca de excepción, privilegiada
por el poeta como la "cuarta comarca de las cosas" y la "cuarta comarca
de la Tierra", adonde "no acude ya jamás el tiempo", no es otra
que esa madre terrible, a la vez creadora y destructora, la Naturaleza.
Con acierto escribe Juan Liscano que
lo que más convencía en César Dávila Andrade era su empecinada voluntad en perseguir un conocimiento que al mismo tiempo le iluminaba y le cegaba... No creo que alcanzó la plenitud y el estado de autoconciencia liberada al cual aspiraba con todo su ser. Más bien padeció la tiranía de esa gran aspiración hasta desangrarse material y simbólicamente en una lucha en que la fatalidad del Destino venció a la bondad de la Providencia. Sus visiones, lejos de liberarlo, lo unían más estrechamente al círculo de las materias maternales [lo genital de lo terrestre, añado yo], a la noche femenina en que erraba, entre dudas punzantes y esperanzas desolladas, sin lograr penetrar en el día.7"Tocar lo más genital de lo terrestre" significó, en suma, para Dávila Andrade, ponerse en contacto con las inmundicias del planeta y hacerlas resplandecer como el oro barroco de los grandes templos. Todo esto, a pesar de su radical divorcio con el mundo. Como todos los místicos, Dávila Andrade fue un hombre y un poeta para quien el mundo era sólo un escalón hacia el conocimiento trascendental, un conocimiento que acabó por enceguecerlo. Escribir "Catedral salvaje" fue no sólo una invitación desde el caos a contemplar las maravillas del cosmos, sino, al mismo tiempo, edificarse el templo y la pira donde el poeta habría de sacrificarse por sus semejantes. Sacrificarse ¿para qué? Para darse la oportunidad de morir y de legarnos su poema, porque no puede haber poesía sin una previa muerte, la simbólica muerte del poeta, y, finalmente, para darse el privilegio de "atravesar la hoguera de la resurrección". |
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Catedral salvaje
¡Y vi toda la tierra de Tomebamba, florecida!
¡Todo ardía bajo los despedazados cálices del sol!
¿Qué profundos centauros pacen sobre tu corteza embrujada?
¡Aquí, suena en la noche, un pedazo de costilla contra
el aire!
¡Te llamas soledad! ¡Señorío de piedra, abandonado!
¡Territorio de cumbres enhebradas al cenit,
¡Tierra de murallas y de abismos,
Abajo, veo una delgada vicuña mordisquear tus hojas frías.
La uña del comején tiene la fosa en que se hospeda la
basílica;
¡Inmensa eres!
¿Qué animal es ese, de ojos de mujer, que mira los nevados
Mastica con lenta gracia y yace entre volcanes.
¡Aquí, el viento destruye las actitudes de la pobredumbre
Los truenos saltan sobre una inmensa pata de candelabro.
¡Nada puede entrar en su corriente sin convertirse en música
¡Los dioses ebrios tambalean y el viento les abre
¡Tremendo imaginífico, rasga este firmamento sucio de nudos
y hélices!
¡En la solemnidad de la alta noche,
¡Todo es hueco tardío
¡La tempestad reúne los más altos pensamientos de
desesperación
¡Mi corazón presintió sus navíos, como cáscaras
¡En medio del maizal, temblé al oírlos reír
en la lejanía del aire!
¡Como cáncer del viento crece la tierra de los ápices
¡En esta altura, sólo se conservan los diagramas del caos,
¡Oh, arriba, en las rojas mesetas desolladas por el viento,
¡En medio del furor del cataclismo, sigue inmóvil el Día!
¡Un hombre habitó esta roca durante siglos
¡Hoy duerme ante la boca de un horno abandonado
¡Pero en la altura; entre vitrales de granizo y lava,
¡Los torrentes despiden una lámpara que no se descuelga
jamás!
¡Acá, no llega nadie con olor de cabaña o de moneda!
¡Nadie sufre ya más en la exterioridad de la tortura,
¡Oh cuerpo trasmutado por la asfixia,
¡Aquí, el relámpago tirado contra las rocas,
¡La tumba empuja los jazmines
¡Esta es la cuarta comarca de la Tierra!
¡Un mendigo asciende por su arpa a los relámpagos universales!
¡Pero, si la escalera rutilante mata su piedra en música,
¡Abajo, ladra el fuego en su brasero de mil piernas!
¡Millares de ojos acechan entre el tenaz parpadeo de la pimienta,
¡Oh cópula sin pausa, la bestia sucesiva entra y sale de
ti,
¡Y tú, maizal de la altura, en verde arcangelería,
¡De esta tierra se exhala eternamente
¡Árbol de la goma, esta noche has llorado un vestido de
cristal!
¡Las tumbas te alimentan como poros, innumerable abismo!
El milenario funeral contemplo de los reyes y de los labriegos.
¡Alguien comió animales negros la noche de su boda;
¡Veo los campos; las llanuras peladas por la maldición;
Pero, retorno del suceso. Y encuentro al caracol que ha aprendido
¡Aquí, son tuyos los crisoles, los rayos, los volcanes,
las ánforas!
¡Oh, antepasado verídico y confuso, hoy llego hasta la
cima
¡Hoy atravieso el entusiasmo acústico de los torbellinos
¡En los humeantes conos de azufre,
¡Su innumerable cuerpo yace aquí!
¡En este insacudible pedestal de piedra y humus crea su infinitud
¡Mira: ésa es la comarca que di a su invencible necesidad¡Cuando oigas sonar los negros cañaverales de mi furia, ésa es su tierra! ¡Cuando veas manar de la cumbre miel furiosa de lava y lámparas
de piedra,
¡Cuando veas bramar los toros con sus labios hinchados de luciérnagas,
¡Aquí la ley, los diámetros, los elementos, se contaminan
de perversidad!
¡La inconocible esfinge subterránea, despide hélices,
¡Ah, vivimos atrapados entre murallas de nieve planetaria!
Alguna tarde, en una sorda pausa entre dos tempestades,
¡Veo tus mensajeros enlodados! ¡Tus arrieros palúdicos
y eternos!
¡Tus lavadores de oro, precipitarse al agua, perseguidos por los
tábanos!
¡Catedral! ¡Cataclismo de monstruos y volúmenes,
eres!
¡Humo de soledad bate el buitre con su harapo de cuero!
¡Un huracán continuo, traga y devuelve las vísceras,
las olas,
¡Quebrantan, roen, lamen y esmaltan el cadáver del amo,
Hombres, estatuas, estandartes, se empinan sólo un instante
¡Sólo el Sol! ¡El Sol indeclinable!
La savia te busca, delirante, a través de la corteza.
¡Muros de enredaderas salpicadas de nidos y de orugas,
¡Horno salvaje de todas las especies!
¡He aquí las mujeres adornadas con escorpiones de jade;
¡Sobre la piedra ardiente, trasmútalos, Horno Salvaje,
Los lacrimales de la Tierra arden sobre la nieve.
¡Este jergón de piedra, nieve y lodo,
La oscuridad revienta como un odre de vísceras e imanes.
El trueno arrea al hombre hacia las grutas de las dantas.
¡Esta es la comarca de las tumbas esféricas
Los blancos fémures de las mujeres
¡Yo, que jugué a la Juventud del Hombre,
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Notas
1Jorge Enrique Adoum, Entre Marx y una mujer desnuda, México, Siglo XXI, 1976, p. 102. 2Eugenio Montejo, "La fortaleza iluminada", apéndice de Materia real de César Dávila Andrade, Montevideo, Monte Ávila, p. 200. 3Guillermo Sucre, La máscara, la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoaomericana, 2a. ed., México, Fondo de Cultura Económica, 1985, pp. 274-275. 4Helena Beristáin, Análisis e interpretación del poema lírico, 2ª ed., México, unam, 1997, pp. 54 y s. 5César Dávila Andrade, "Chile, temblor de cielo", en Obras completas II: Relato, Cuenca, Pontificia Universidad Católica del Ecuador/Banco Central del Ecuador, 1984, p. 528. 6Diego Araujo Sánchez, "César Dávila Andrade: el dolor más antiguo de la tierra", en Ágora, núm. 8, Quito, enero, 1968, pp. 23-44. 7Juan Liscano, "El solitario de la gran obra", en Zona Franca, núm. 45, Caracas, mayo, 1967, pp. 6-7.
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