EL POEMA, PIEDRA SACRIFICIAL DEL POETA
Sobre "Catedral salvaje" de César Dávila Andrade
*Vladimiro Rivas Iturralde 
Cinco son los grandes poetas ecuatorianos del siglo XX y, seguramente, los mayores de su historia literaria: Jorge Carrera Andrade (1902-1978), Gonzalo Escudero (1903-1971), Alfredo Gangotena (1904-1944), César Dávila Andrade (1918-1967) y Jorge Enrique Adoum (1928). Carrera Andrade es el poeta de la luz y de las cosas, de las inagotables y sorprendentes metáforas. Escudero, pura voluntad de forma, es un poeta a tal punto enamorado de la sonoridad de las palabras que desemboca en el verso escultórico, en ese barroquismo un tanto retórico vinculado a un gongorismo démodé. Gangotena es el poeta de los misterios católicos, del pesimismo cristiano vinculado a los misterios de la tierra. Adoum es el poeta civil, el testigo de su tiempo, el ciudadano que con su poesía ejerce el deber cívico de votar en contra del estado de cosas, de la situación degradada. Dávila Andrade es el poeta del conocimiento esotérico, de la iluminación, de la tierra sacralizada, de los magmas terrestres y los tejidos biológicos con los cuales se funde en un sacrificio cuya víctima propiciatoria es el poeta mismo. 

Visionario, es "nuestro Hölderlin, Hölderlin del trópico",1 en palabras de Adoum y, quizá más propiamente, nuestro William Blake. En las del poeta venezolano Eugenio Montejo: 

César Dávila enfrenta el poema, en su vida de ascensión y penetración místicas, ciñéndolo al movimiento de una simbología cósmica. Ciertos paralelismos con Blake y Nerval podrían establecerse. Su poetizar nos llega subordinado a las directrices que adoctrinaban su pensamiento. Este dilema capital pugna a lo largo de su obra, y de su enfrentamiento perpetuo surge tal vez esa fuerza erizada y de angustia magnética que tienen sus vocablos.2
Poeta complejo, lo es también del canto coral indígena. Gravita sobre la lucidez de su poesía y en su centro solar el requiebro y la ternura de la noche primordial americana. Su poesía está vinculada a la magia, vínculo que se hace visible sólo en el clima en que esa relación se da, es decir, en las más secretas uniones del poeta "con el limo de las emociones primarias, con la materia hechizada, las tendencias viscerales y las voces telúricas", como él mismo escribió. 

Para darse una idea de la importancia histórica del poema "Catedral salvaje" (Caracas, 1951) de César Dávila Andrade en la literatura hispanoamericana conviene considerar el año en que fue publicado, particularmente en relación con "Alturas de Macchu Picchu" (Canto general, 1950) de Pablo Neruda, poema con el que podemos compararlo y que ha adquirido, por su difusión e influencia, el estatuto de definidor, de fundador de la poesía telúrica americana moderna. "Alturas de Macchu Picchu" y "Catedral salvaje" son prácticamente contemporáneos. En la cronología nerudiana elaborada por Hernán Loyola para la Poesía completa de Círculo de Lectores encontramos que antes de que apareciese en el Canto general "Alturas de Macchu Picchu" se había publicado en 1948, en la colección Archivo de la Palabra de la editorial Iberoamérica de Santiago, como folleto que acompañaba a los discos de 78 r.p.m. con la voz del autor. En el mismo año la librería Neira de Santiago publicó el poema en edición de 500 ejemplares exclusiva para suscriptores. Es más probable que Dávila Andrade haya conocido el poema nerudiano en la versión chilena de 1948 que en la mexicana de 1950. 

Pero no adelantemos vísperas con la hipótesis de una real influencia de Neruda sobre Dávila. Aunque ésta es posible, el espíritu de "Catedral salvaje" ya está presente en "Espacio, me has vencido", su poema de 1946, que es un canto al espacio (Sudamérica es, para este poeta, más espacio que tiempo; más geografía que historia, y el espacio es concebido como devorador del hombre). La publicación de "Catedral salvaje" sucede en cuatro años a la del poema de Neruda y sólo su insuficiente difusión impidió que adquiriera un reconocimiento análogo al que con justicia se ha ganado "Alturas de Macchu Picchu". 

Dice la segunda estrofa del poema nerudiano: 

Alguien que me esperó entre los violines
encontró un mundo como una torre enterrada 
hundiendo su espiral más abajo de todas
las hojas de color de ronco azufre: 
más abajo, en el oro de la geología,
como una espada envuelta en meteoros,
hundí la mano turbulenta y dulce
en lo más genital de lo terrestre. 
Pero, mientras en "Alturas de Machu Picchu" el camino del poeta hacia "lo más genital de lo terrestre" era eso, un camino, un proceso, anticipado por una espera "entre los violines", en "Catedral salvaje" es brusca iluminación y deslumbramiento, consagración del instante. Comparo los inicios, sólo para entender mejor el poema que me ocupa. 

"Alturas de Machu Picchu" comienza así: 

Del aire al aire, como una red vacía,
iba yo entre las calles y la atmósfera, llegando y despidiendo, 
Y "Catedral salvaje": 
¡Y vi toda la tierra de Tomebamba, florecida!
¡Sibambe, con sus hoces de azufre, cortando antorchas en la altura! 
En el primero es evidente la presencia del tiempo, que se mide en el ritmo del caminar ("iba yo entre las calles y la atmósfera"), en llegadas y despedidas. En el segundo estamos afuera del tiempo o, más bien, en un solo tiempo: el fulgor del instante: el verso inicial resume, de entrada, la visión exaltada y apocalíptica que el poeta ecuatoriano tiene de la tierra. Así como lo descrito en el Apocalipsis es contemporáneo de lo narrado en el Génesis, el nacimiento del mundo coincide en Dávila Andrade con su visión apocalíptica. El mundo se está formando en cada verso, y esa formación coincide con su destrucción, su autodevoración. 

San Juan contó sus revelaciones diciendo "Y vi siete candelabros de oro...", "Vi que un trono estaba erigido en el cielo...", "Y vi un libro escrito por el anverso y el reverso, sellado con siete sellos...", "Y vi el cordero...", "Y vi siete ángeles con siete trompetas...", "Y vi un caballo blanco...", etcétera. Se trata de visiones proféticas. Las de Dávila Andrade son visiones poéticas que recrean el nacimiento del mundo y que no se pueden compartir sino con una mezcla de admiración y de pasmo, el miedo de los primitivos a los elementos. 

El presente en el poema no llega por el dictado de la palabra divina: es un presente que se conquista. Empieza el poema con el apocalíptico pretérito del verbo ver: 

¡Y vi toda la tierra de Tomebamba, florecida! 
El tránsito al presente perpetuo en que se instalan las acciones y descripciones del poema entero está marcado por el copretérito: 
¡Todo ardía bajo los despedazados cálices del sol! 
Se instala de nuevo en el presente: 
Abajo, veo una delgada vicuña mordisquear tus hojas frías. (v. 28) 
Hace un breve paréntesis en pretérito entre los versos 70-82 (que constituyen, por cierto, la única alusión a la historia en el poema) y luego se instala de nuevo en el presente de las visiones, de las iluminaciones, presente perpetuo que hace al poema virtualmente inacabable. Como el poema está atravesado por un ansia de absoluto, la escritura mística de Dávila Andrade tiene un alto componente de angustia: la angustia de lo aún no nombrado, razón por la cual la búsqueda de la totalidad se resuelve en una catarata ilimitada de enumeraciones. 

Escribía Valéry que el poema no es sino el desarrollo de una exclamación. "Catedral salvaje" es precisamente esto: el desarrollo de la exclamación inicial, la de los primeros versos. Pero, como opina Guillermo Sucre, 

esta visión exaltante de la tierra no se resuelve en la consabida enumeración de los "dones" del trópico, sino que adquiere el movimiento de un ritual espacial lleno de furor y, a la vez, de reverencia: 

¡Todo ardía bajo los despedazados cálices del sol! (v. 7) 
La interjección, que había sido relegada después del exceso de una poesía romántica, recupera, en Dávila Andrade, el tono, como en Claudel o en Saint-John Perse, del gran recitativo: un lenguaje coral. Pero el recitativo suyo es el de un ser poseso, arrebatado, que hace del drama de una raza no sólo una instancia histórica sino también cósmica. "Catedral salvaje" es un poema sacrificial y a un tiempo purificador: 
¡Yo, que jugué a la Juventud del Hombre,
alzo esta noche mi cadáver hacia los dioses! 
¡Y mientras cae el rocío sobre el mundo,
atravieso la hoguera de la resurrección! 
(vs. 350-353) 
La resurrección de que se habla al final de este poema tiene un carácter simultáneamente religioso y poético: la transmutación de un yo individual en un yo colectivo".3

La idea de la exclamación como fundamento del poema lírico nos conduce al delicado tema del yo enunciador lírico. Quien exclama es el poeta, el emisor del poema, el canal encargado de comunicar lo intratextual con lo extratextual. Aparecen entonces dos concepciones del poema lírico: primera, el poema como manifestación de la intimidad, de la emoción, del estado de ánimo del poeta. Segunda, el poema como experiencia dramática, como máscara. Pedro Salinas, siguiendo a John Crowe Ransom, sostiene que el poema constituye una experiencia dramática: el poeta, como el actor, se pone, por decirlo así, una máscara que es el lenguaje poético y se endosa un disfraz que es el lenguaje poético.4 Helena Beristáin defiende la primera concepción, según la cual el poema es ante todo la manifestación verbal de la intimidad, la emoción, los estados de ánimo de un autor. 

Me parece más acertada la concepción de Salinas. La primera no es sino una variante de la función expresiva del lenguaje. No se sitúa a suficiente distancia del sujeto de la emoción. Por eso creo que el poema es ante todo una invención verbal, una construcción —y en tal sentido un símbolo: un disfraz y una máscara— y una ficción. El poeta lírico no expresa sus emociones a secas, sino que se sirve de ficciones poéticas, de construcciones simbólicas que expresan su intimidad y la hacen objetiva. Antonio Machado, por ejemplo, recrea o inventa —es lo mismo en este caso— los vastos campos de Castilla, los atardeceres, las fuentes de los íntimos parques para expresar su mundo interior. Borges requiere de toda una parafernalia simbólica para expresar el suyo y objetivar sus emociones: los íntimos patios y calles de Buenos Aires, los laberintos, la ceguera, el otro yo, los otros poetas, el tiempo. Villaurrutia tiene su mundo fantasmal de espejos, de calles desiertas, de tumbas y símbolos de muerte. Carrera Andrade vierte su intimidad a través de un mundo objetual de paisajes y cosas pequeñas. Garcilaso, de sus aguas cristalinas y delicados pastores. Góngora, a través de sus fábulas mitológicas y sus errantes peregrinos. 

En el caso de "Catedral salvaje" la intimidad del poeta se objetiva y se vierte por medio de la visión geológica, imaginativa, casi mística, de un trópico atravesado por la cordillera de los Andes. Se trata de un poema donde la exaltación hace más real la visión. 

¿Qué significa la autoinmolación del poeta en el poema? Significa no sólo ceder la palabra a la Palabra —acto sacrificial— sino, en el caso de Dávila Andrade, dejarse destruir por la visión; enceguecer, como los místicos, después de haber visto. Pero el acto de ceder la palabra a la Palabra —el poeta a la Poesía y la Naturaleza— sólo puede ser sacrificial cuando queda abolida la posibilidad de hablar en primera persona, cosa que en "Catedral salvaje" no ocurre en forma manifiesta. Aunque el yo está siempre presente responsabilizándose de sus visiones, éstas son tan apabullantes que el yo del poeta queda reducido al papel de mero cronista de sus visiones, papel que le confiere el carácter sacrifical que he invocado. Si el yo poético es de por sí conflictivo, de no fácil elucidación en cualquier poema, con mayor razón lo será en un poema de índole visionaria como "Catedral salvaje", donde el yo es creador, receptor, agente y víctima de las visiones. "Nosotros, los sudamericanos", escribió Dávila Andrade, "no somos únicamente habitantes de una tierra, sino sus poseídos y embrujados, pero al mismo tiempo sus intérpretes y —por la paz— sus poseedores".5 En suma, tres son las acciones del poeta en "Catedral salvaje": ver (y enumerar lo que ve), morir y resucitar en el poema, en el altar de la catedral, el lugar de las ofrendas. Todo lo demás es ya dominio absoluto de la visión sobre el poeta, omnipresencia de la tierra sacralizada, ceguera del vidente, ofrenda del poeta al Creador. 

Pero no sólo el poeta sino cada criatura hace ofrendas al Creador: 

¡El cóndor y la moscarda mínima ofrecen diariamente
sus huevos grises y sus cenizas voladoras al Altísimo! 
¡Quebrantan, roen, lamen y esmaltan el cadáver del amo,
las alimañas, las flores sedientas, las corolas carnívoras,
las mariposas vagabundas, las orquídeas de la fornicación! 
(vs. 271-275) 
Se trata de un Amo que también se inmola (se disuelve) en la Naturaleza para nutrir y ser nutrido: un canibalismo universal: todos comen de todos y ese alimento es consagrado en una catedral, a la vez salvaje y sagrada (sacrificio y sagrado se encuentran semánticamente a través de la palabra latina sacrare: consagrar, dedicar a una divinidad). 

He inventariado en el poema más de veinte acciones alusivas a la devoración: mordisquear, morder, comer, devorar, masticar, ofrecer viandas, tragar, roer, lamer, adobar, etcétera. Todas las criaturas se ofrecen en sacrificio para ser devoradas por otras: todas se nutren de todas en esta catedral a la que el poeta llama "Horno Salvaje de todas las especies" (v. 303). Y luego: 

¡Sobre la piedra ardiente, trasmútalos, Horno Salvaje,
en tu infinita borrachera seca, que mata y glorifica! 
(vs. 314-315) 
Esta catedral salvaje, la naturaleza toda, es un horno donde se cuecen todas las especies para ser devoradas por otras. Porque no sólo perecen. En la devoración universal hay un ritual de sacrificio: siempre muere un ser para que otro viva. Enfocada esta devoración desde la hospitalidad religiosa se convierte en un misterio: el de la transustanciación ("trasmútalos, Horno Salvaje"). Por ello todas las imágenes del poema aparecen representadas en acción dentro de un marco sacro: la idea y la imagen de la catedral, edificio supremo del rito religioso. No es aventurado afirmar que quien preside esta marcha de las criaturas hacia la muerte y la resurrección es el poeta, devorado simbólicamente por el poema, inmolado simbólicamente en él y resucitado en él. "Catedral salvaje" es un himno, un canto solemne y, como la plegaria, un acto de comunión con el universo. 

Es un gran poema barroco: parece tener horror al vacío: todo es en él presencia y presencia que se devora a sí misma. Las exclamaciones se suceden incansables en una serie ilimitada de variaciones. Dávila Andrade talla figuras en la piedra de la lengua; paciente orfebre, engasta imágenes poderosas en una catedral verbal edificada a los Andes y el trópico ecuatorianos. Tal es la aparente materia del poema. Pero en el fondo hay otro sacrificio: la renuncia del poeta a lo cotidiano para asistir a la Creación del mundo, a lo universal. De ahí que sea justa la observación del crítico Diego Araujo de que César Dávila Andrade se sustrajo del tiempo para buscar en el espacio su lugar de exilio.6 Las dimensiones temporales, históricas, no existen en su poema. Sólo hay una breve alusión, está dicho, a la llegada de los conquistadores, entre los versos 70 y 82. 

La relación de Dávila Andrade con el espacio es ambigua: el espacio absoluto fue para él a la vez una inspiración y una liberación, por una parte, así como un abismo y un laberinto (una selva de presencias) por otra: de ahí esa mezcla de culto reverencial y de espanto. 

El procedimiento es enumerativo: las visiones se suceden caudalosamente, por yuxtaposición; la enumeración es caótica (en el sentido en que hablamos de enumeraciones caóticas en Borges); el ritmo, impetuoso, vehemente y torrencial; las imágenes, alucinantes, poderosas e insólitas, propias de un visionario; el verso —casi versículo—, ancho, de amplia respiración; la impresión general, cataclísmica: leer "Catedral salvaje" es asistir a un prodigioso espectáculo de la Naturaleza —al parto del mundo—, a un volcán en erupción, como si las cadenas que sujetaban al lenguaje en su contención y equilibrio se rompiesen y diesen lugar a un incontenible desencadenamiento de palabras que van forjando, en su estrépito, en su caída, una catedral poética. Es, en suma, acercarse a la intransigencia de lo salvaje, a la visión original de lo primigenio y único. La naturaleza volcánica del paisaje descrito por Dávila Andrade da lugar a un ritmo impetuoso, vehemente: "Mi vehemencia me despuebla de toda igualdad!" (v. 62) escribe, para subrayar esta incontinencia, este furor báquico de las palabras. 

Aunque cada uno de los 353 versos del poema constituye una interjección, lo rescatan de una sospechosa grandilo-cuencia y de una probable monotonía la vitalidad de las descripciones y su gran fuerza imaginativa. Cada verso tiene vida propia: constituye una acción completa, con un sujeto inesperado, distinto del anterior y del que sigue, con un verbo nuevo y novedoso, casi siempre sonoro y restallante: el mundo está naciendo en cada verso. Y por otro, la insólita fuerza, originalidad y belleza de las metáforas: 

¡Todo ardía bajo los despedazados cálices del sol! (v. 7) La uña del comején tiene la fosa en que se hospeda la basílica (v. 31) 

Los truenos saltan sobre una inmensa pata 

de candelabro. (v. 48) 

¡El rayo deshojado lame la arteria rota del discóbolo! 

(v. 105) 

La oscuridad revienta como un odre de vísceras 

e imanes. (v. 334) 


Es una suntuosidad verbal llena de tensión, plutonismo y misticismo que, según Lezama, caracterizan al barroco americano. En virtud de ese frenesí y esa tensión no hay aquí hipertrofia del lenguaje, grandilocuencia ni verbalismo decorativo. Como en toda gran pieza barroca, lo que hay es horror al vacío: todo es ansiedad por colmar el espacio físico, todo es presencia y presencia que se entredevora o se autoconsume. Es el canibalismo de la Naturaleza que se traduce en un canibalismo de las palabras: toda imagen poética parece aniquilar a la precedente. Al margen del tiempo, Dávila Andrade eligió el espacio como lugar de exilio. Hay en su poema un tremendo impulso épico. Sólo que es una épica ahistórica, cósmica, cuyos combatientes no son las ideas ni los hombres, sino los elementos, transfigurados por la capacidad visionaria del poeta. 

De entrada sorprenden y admiran en "Catedral salvaje" la amplitud espacial de la visión y la omnividencia. Al situarse el poeta con libertad soberana en tantas formas del espacio, inclinado sobre el microcosmos, asomado al macrocosmos, dominando como el cóndor las alturas andinas, produce una suerte de vértigo metafísico, ese horror al vacío de los barrocos, horror a ese "Vacío boquiabierto" al que invocará en uno de sus poemas posteriores. Se sitúa antes y después de la Historia simultáneamente, esto es, en el Génesis y en el Apocalipsis. El mundo está en formación: 

¡En esta altura, sólo se conservan los diagramas del caos, en soñolientos reinos, sin calor ni sonido! ¡Aquí, todo vuelve al corpúsculo o al trueno! ¡Dios mismo es sólo una repercusión, cada vez más distante, en la fuga de los círculos! (vs. 85-89) 


Y la historia es imposible, asfixiada por la geografía: 
 

Hombres, estatuas, estandartes, se empinan sólo un instante en el vertiginoso lecho de esta estrella en orgasmo.¡Luego los borra una delgada cerradura de légamo! 
(vs. 280-282) 


Llama la atención que "Catedral salvaje" comience como un poema del esplendor del universo y termine como uno de la oscuridad, un canto a la "inconocible esfinge subterránea", aunque en ambos casos, en ambos momentos, con tono exaltante. Es como si el poeta hubiese ido paulatinamente encegueciendo, víctima acaso de sus propias visiones. El poema se mueve en una esfera cósmica: en él no tienen cabida ni lo social —en consecuencia, queda excluida la poesía conversacional— ni lo histórico —en consecuencia, excluido el despojamiento informativo y la austeridad del "Boletín y elegía de las mitas", por ejemplo, que Dávila publicaría ocho años más tarde, en 1959—. Tampoco tiene cabida lo erótico en tanto deseo y entrega de un cuerpo a otro cuerpo. Si el erotismo existe aquí es como promiscua entredevoración de las criaturas, como acto de comunión del poeta con el universo, como visión ecuménica del mundo, erotismo entendido también como sacrificio: 

¡Yo, que jugué a la Juventud del Hombre,
alzo esta noche mi cadáver hacia los dioses! 
¡Y, mientras cae el rocío sobre el mundo,
atravieso la hoguera de la resurrección! 
(vs. 350-353)
 
 
 
 
 
 
 
   
Y esta comarca de excepción, privilegiada por el poeta como la "cuarta comarca de las cosas" y la "cuarta comarca de la Tierra", adonde "no acude ya jamás el tiempo", no es otra que esa madre terrible, a la vez creadora y destructora, la Naturaleza. Con acierto escribe Juan Liscano que 
lo que más convencía en César Dávila Andrade era su empecinada voluntad en perseguir un conocimiento que al mismo tiempo le iluminaba y le cegaba... No creo que alcanzó la plenitud y el estado de autoconciencia liberada al cual aspiraba con todo su ser. Más bien padeció la tiranía de esa gran aspiración hasta desangrarse material y simbólicamente en una lucha en que la fatalidad del Destino venció a la bondad de la Providencia. Sus visiones, lejos de liberarlo, lo unían más estrechamente al círculo de las materias maternales [lo genital de lo terrestre, añado yo], a la noche femenina en que erraba, entre dudas punzantes y esperanzas desolladas, sin lograr penetrar en el día.7
"Tocar lo más genital de lo terrestre" significó, en suma, para Dávila Andrade, ponerse en contacto con las inmundicias del planeta y hacerlas resplandecer como el oro barroco de los grandes templos. Todo esto, a pesar de su radical divorcio con el mundo. Como todos los místicos, Dávila Andrade fue un hombre y un poeta para quien el mundo era sólo un escalón hacia el conocimiento trascendental, un conocimiento que acabó por enceguecerlo. Escribir "Catedral salvaje" fue no sólo una invitación desde el caos a contemplar las maravillas del cosmos, sino, al mismo tiempo, edificarse el templo y la pira donde el poeta habría de sacrificarse por sus semejantes. Sacrificarse ¿para qué? Para darse la oportunidad de morir y de legarnos su poema, porque no puede haber poesía sin una previa muerte, la simbólica muerte del poeta, y, finalmente, para darse el privilegio de "atravesar la hoguera de la resurrección". 
*Vladimiro Rivas Iturralde es profesor-investigador en el Departamento de Humanidades de la UAM Azcapotzalco. Entre sus libros hay cuento (El demiurgo, 1967; Historia del cuento desconocido, 1974), ensayo (Desciframientos y complicidades, 1991) y novela (El legado del tigre, 1997; La caída y la noche, 2000). Ha colaborado en revistas como Vuelta, Letras Libres, Zona Franca, Letras del Ecuador, Revista del Banco Central del Ecuador y Ágora.

Catedral salvaje
César Dávila Andrade

¡Y vi toda la tierra de Tomebamba, florecida!
¡Sibambe, con sus hoces de azufre, cortando antorchas en la altura!
¡Las rocas del Carihuayrazo, recamadas de sílice e imanes!
¡El Cotopaxi, ardiendo en el ascua de su ebúrnea lascivia!
¡Hasta la mar dormida en la profundidad,
después de tanta audacia estéril y voluble!

¡Todo ardía bajo los despedazados cálices del sol!
¡Las infinitas grietas corrían como trenzas oscuras
sobre los bloques poderosos en que respira cada siglo el Cielo!

¿Qué profundos centauros pacen sobre tu corteza embrujada?
¿Qué dromedario, ardiendo, come tu polen
y lame tus piedras claveteadas de rocío pálido y amargo?

¡Aquí, suena en la noche, un pedazo de costilla contra el aire!
¡Alguien pretende huir de su semilla como de un chorro enloquecido!
¡Atemos las potencias a sus cavidades:
mire la bestia su escultura de fuego sin morir!

¡Te llamas soledad! ¡Señorío de piedra, abandonado!
¡Te llamas bosta de animal, quemada contra su mismo corazón!

¡Territorio de cumbres enhebradas al cenit,
por ti, está ya árido el pecho de los ángeles!
¡Pero tú roncas, concentrando el oro que hace llorar a los locos
y pone a bailar la puntiaguda ropa del demente!

¡Tierra de murallas y de abismos,
cruzas sobre tus llaves de guayacán y azúcar,
como avispa engordada con sangre, tambaleando!
¡Ceniza de rocío desesperado, vuelve a la catarata!

Abajo, veo una delgada vicuña mordisquear tus hojas frías.
Veo al loro gárrulo maldecir su lengua seca como la nuez.
¡Oigo a millares de ratas hambrientas,
royendo tus estribos de almidón, en la noche!

La uña del comején tiene la fosa en que se hospeda la basílica;
pero no suena porque trabaja al son de las palabras.

¡Inmensa eres!
¡Entre madejas de trigos y cabuyos te retuerces, dormida!
¡Y te entregas mil veces como una ría ociosa
sobre mantos de piedra, devorados por el cielo!

¿Qué animal es ese, de ojos de mujer, que mira los nevados
como un aposento de espejos o una piedra de placer?

Mastica con lenta gracia y yace entre volcanes.
¡Tiene vagina de muchacha y cohabita con los pastores solitarios
de las cumbres, en coito poderoso
de escultura funeraria!

¡Aquí, el viento destruye las actitudes de la pobredumbre
y las huellas deliciosas se convierten en cicatrices pálidas!
¡Entre el humo del cataclismo los ríos son despeñados a la aurora!
¡Los nombres pierden sus casas entre olas de candela!
¡En sus cabellos revolotean el granizo y los relámpagos!

Los truenos saltan sobre una inmensa pata de candelabro.
¡Nada resiste al gran viento y el mismo vacío se emborracha
con la piel arrancada a los espacios!

¡Nada puede entrar en su corriente sin convertirse en música
o en crujido de muelas que blasfeman!
¡En su lecho de espanto, renace el cielo a cada esquirla suelta!
¡Allí yace el cóndor con su médula partida
y derramada por la tempestad!
¡Amauta valeroso, toda verdadera canción es un nautragio!
¡Aquí, no cantará nunca el pajarillo matinal!

¡Los dioses ebrios tambalean y el viento les abre
sus brillantísimas mandíbulas de Genios
hasta arrancarles saliva de frenesí!

¡Tremendo imaginífico, rasga este firmamento sucio de nudos y hélices!
¡Mi vehemencia me despuebla de toda igualdad!

¡En la solemnidad de la alta noche,
los Arquetipos lloran por sus pequeños títeres!

¡Todo es hueco tardío
en esta velocidad que apaga su futuro, al besarlo!

¡La tempestad reúne los más altos pensamientos de desesperación
sobre la tierra escupida por sus hijos pródigos y crueles!
¡Esta es la comarca soñada por los malhechores blancos!

¡Mi corazón presintió sus navíos, como cáscaras
roídas por los vagabundos del Océano!
¡Pájaros de las grandes aguas, sobre maderos perdidos,
flotando a la deriva de la sabiduría,
sobre cruces y cortezas vinieron!
¡Por el mar que se nutre de hojas transparentes
y profundos pastos atados a las heces del abismo!

¡En medio del maizal, temblé al oírlos reír en la lejanía del aire!
¡Venían fibrosos de sed y de lujuria!
¡Tenían dentera de hambre;
mandíbulas para las hazañas
testículos de machos cabríos para penetrar selvas vírgenes
y cambiar los ojos de las mujeres en gemas agonizantes!

¡Como cáncer del viento crece la tierra de los ápices
y cuelga entre cristales el zapato del venado!

¡En esta altura, sólo se conservan los diagramas del caos,
en soñolientos reinos, sin calor ni sonido!
¡Aquí, todo vuelve al corpúsculo o al trueno!
¡Dios mismo, es sólo una repercusión, cada vez más distante,
en la fuga de los círculos!
¡Su mansión chorrea en el ojo que ha cesado de arder
y que empujan las moscas quereseras!

¡Oh, arriba, en las rojas mesetas desolladas por el viento,
las termitas suspenden su bolsa de miel negra!

¡En medio del furor del cataclismo, sigue inmóvil el Día!
¡Las cabelleras de las diosas yacen como arroyos de ungüentos
entre el humo sellado de las formas!

¡Un hombre habitó esta roca durante siglos
y fue alimentado por la aurora de las espigas
y las fuentes de semillas descubiertas por los loros!

¡Hoy duerme ante la boca de un horno abandonado
y escarba en la guitarra bilingüe del mendigo!

¡Pero en la altura; entre vitrales de granizo y lava,
los pastores trabajan con sus almas en el velo llameante del paraíso!

¡Los torrentes despiden una lámpara que no se descuelga jamás!
¡El rayo deshojado, lame la arteria rota del discóbolo!

¡Acá, no llega nadie con olor de cabaña o de moneda!
¡Yo escribí cien corolas en cada Cordillera!
¡Viejo Geógrafo, tiéndeme tu mano!

¡Nadie sufre ya más en la exterioridad de la tortura,
porque la muerte, como la demencia, ataca al corazón con talismanes!
¡En el ápice del alarido, el alma se rasga
en infinita eyaculación!

¡Oh cuerpo trasmutado por la asfixia,
ante ti se presenta la cuarta comarca de las cosas!
¡El mundo meteórico recibe las almas en su velo
convertido en palacio por el huracán y el acertijo!

¡Aquí, el relámpago tirado contra las rocas,
tiene una vértebra confusa que llega hasta las vestiduras más aisladas!
¡La cucúrbita duerme su séptimo semen!
¡Los árboles suspiran en un lecho que vuela!

¡La tumba empuja los jazmines
hacia las raíces enguantadas de los agonizantes!
¡Aquí, la mano izquierda puede beber íntegramente
la operación musical de la derecha!
¡Y los niños consiguen saquear impunemente las cascadas,
como armarios de cristal!
¡Aquí, se mira ya el movimiento de la nueva boca
sobre la piel de la leona bañada por los leones!

¡Esta es la cuarta comarca de la Tierra!
¡Acá, no acude ya jamás el tiempo!

¡Un mendigo asciende por su arpa a los relámpagos universales!
¡Y la humildad disuelve como un veneno el paraíso!

¡Pero, si la escalera rutilante mata su piedra en música,
la tierra del abismo matutino
amaestra la mortal joyería de la araña cabelluda!

¡Abajo, ladra el fuego en su brasero de mil piernas!
¡Las hormigas empalidecen la carcajada del tigre
con la cruel armonía de un minuto de miel!

¡Millares de ojos acechan entre el tenaz parpadeo de la pimienta,
al hombre que come mujer
y al animal que cabalga sobre su hembra
y come fuego en mesa encabritada!

¡Oh cópula sin pausa, la bestia sucesiva entra y sale de ti,
pudriendo la gran noche salobre como una vianda,
en continuo horario de carne pisoteada
por carne aguda que se baña
en el hueco de la chorreante llamarada!

¡Y tú, maizal de la altura, en verde arcangelería,
cabeceas bajo un falo trasmutado en plumaje!
¡Dulce entre todas las gramíneas,
mujer y muchacho a un tiempo en la infinita vivienda
de los ídolos vestidos por la aptitud eterna!

¡De esta tierra se exhala eternamente
el fantasma de la resurrección! ¡Sepulcro de mil cúspides!
¡Cada cima es un obelisco hacia la muerte!
¡Cada crepúsculo, un paulatino funeral!
¡Grandes barcos de nieve cabecean colmados de cadáveres
y frutos con semillas resurrectas
que agonizan empapadas en miel!

¡Árbol de la goma, esta noche has llorado un vestido de cristal!
¡Oh infinito antepasado de mil rostros, mil alas y mil colas!
¡En el profundo rebaño de las simientes y las sombras, duermes!
¡Te desnudas sobre playas de moluscos y abanicos de gemas;
sobre la cruel orfebrería de los cráteres;
entre la candela borracha que manan los volcanes!

¡Las tumbas te alimentan como poros, innumerable abismo!
¡Antros inmemoriables, tribus profundas, secretas multitudes
de bestias y alimañas trasmutadas!
¡Desde la fundación del paraíso
en infinitas vidas y en incesante muerte,
cambiáis la sorda piel del Universo, en una vestidura de furor!

El milenario funeral contemplo de los reyes y de los labriegos.
¡El alma del monarca huye indefensa por imperios de estupor!
¡El hueso innumerable sube a pie, hacia el viento que baña
nuestro dédalo!

¡Alguien comió animales negros la noche de su boda;
y antes de retornar las llaves de sus uñas
escuchó lo que iba de su médula oblonga al infinito oscuro!

¡Veo los campos; las llanuras peladas por la maldición;
las visitas desiertas por error o por espanto!
¡Veo las casas en las que todos los hermanos han muerto
dejando un caballo enfermo para el rayo!

Pero, retorno del suceso. Y encuentro al caracol que ha aprendido
a lamerse la agonía frente al agua. ¡Corro por los desfiladeros!
¡El árbol ofendido, devora sus flores, por justicia!

¡Aquí, son tuyos los crisoles, los rayos, los volcanes, las ánforas!
La iguana se desnuda de hierba entre dos llaves de madera.
¡Los peones caminan en hilera por el monte
y van perdiendo siempre el ultimo hombre que nadie ve
al volver el rostro; hasta que el síncope llega al guía
y lo devora sólo con una palmada!

¡Oh, antepasado verídico y confuso, hoy llego hasta la cima
de tu templo partido por la majestad de la muerte
en tumbas singulares!
¡Cada cabeza pura, arde sobre la pluma de un cometa!

¡Hoy atravieso el entusiasmo acústico de los torbellinos
que ruedan como embudos de cuarzo, entre las cumbres!

¡En los humeantes conos de azufre,
oigo el puntiagudo galope de los machos cabríos!
¡En esta montaña nace el Hombre, a toda la longitud del día creado!
¡Sin cesar, por entre muslos de mujer, nace aquí!
¡Y muere, sin cesar, a cada crepúsculo vespertino,
golpeado el corazón por todo el pueblo!

¡Su innumerable cuerpo yace aquí!
¡Sus ojos desolados, sus cartílagos tiernos que nadie oye!

¡En este insacudible pedestal de piedra y humus crea su infinitud
y prepara su individual cadáver, llamado arriero, agricultor,
alfarero, o adivino futuro de la Tierra!

¡Mira:

ésa es la comarca que di a su invencible necesidad
de muerte y de firmeza!
¡Cuando oigas sonar los negros cañaverales de mi furia,
ésa es su tierra!

¡Cuando veas manar de la cumbre miel furiosa de lava y lámparas de piedra,
ésa es su tierra!

¡Cuando veas bramar los toros con sus labios hinchados de luciérnagas,
ésa es la tierra!
¡Cuando el caballo toque, tres noches, a la puerta del herrero hechizado
ésa es la tierra!
¡Cuando las campanas caigan en el pasto y se pudran sin que nadie las alce,
ésa es la tierra!

¡Aquí la ley, los diámetros, los elementos, se contaminan de perversidad!
¡El aceite penetra en sombríos laberintos para cuidar al monstruo venidero!
¡La culebra se desviste cada año entre bandejas de frutas y de pájaros!
¡La sal gema del monte, presiente el apetito picante de los indios,
les atrae hacia sus blancos sótanos y les adoba con eternos cáusticos!

¡La inconocible esfinge subterránea, despide hélices,
fonemas, ectoplasmas, bulbos dotados de uñas sanguinarias;
y concierta mortales contubernios con el alma del hombre,
incestos con la gran inmaculada que suministra leche a ciertas plantas,
pactos sexuales con las orugas de la abulia y el olvido!

¡Ah, vivimos atrapados entre murallas de nieve planetaria!
¡Entre ríos de miel salvaje; entre centauros de lava petrificada;
entre fogatas de cristal de roca;
entre panales de rocío ustorio;
entre frías miradas de serpientes
y diálogos de pájaros borrachos!

Alguna tarde, en una sorda pausa entre dos tempestades,
torna a elevarse el negro cóndor ciego, hambriento de huracanes.
¡En el más alto límite del vuelo, cierra las alas repentinamente
y cae envuelto en su gabán de plumas…!

¡Veo tus mensajeros enlodados! ¡Tus arrieros palúdicos y eternos!
Tus pequeños soldados con la guerrera cubierta por las zarzas,
riendo del aguardiente seco de la muerte!
¡Veo tus oscuros ladrones de ovejas y caballos, caer aullando
en los patios de los Andes, quemados con machetes al rojo los talones!
¡Veo esos hombres pálidos, atragantados por el cepo
queriendo rascarse las moscas de los remotos pies acalambrados!

¡Tus lavadores de oro, precipitarse al agua, perseguidos por los tábanos!
¡Tus viejos albañiles, caer desde las torres
golpeados por los grandes guacamayos!
¡Tus osos hormigueros, embrujando las misteriosas viandas de la profundidad
con sus hocicos volubles como una flor...!

¡Catedral! ¡Cataclismo de monstruos y volúmenes, eres!
¡Piedra veloz circula por tu fuego como un pez sanguinario!
¡Llueve sol consumido y verde! ¡Moho y sangre! ¡Sal y esperma!
¡Como árbol que se pudre, gotea corrupción el firmamento!

¡Humo de soledad bate el buitre con su harapo de cuero!
¡Esta piedra es mueca y tumba de muecas!
¡Acá, sube el hombre a su Genio, a su médula hechizada!
Aquí, hay delirios blancos.
¡Entre las cumbres flota el polvillo helado del gran síncope!
¡Oh, huracanes en los que el alma cae en añicos!
¡Aquí hay sombras en la íntima esquirla del vidente!
¡Ortiga esplendorosa para sudar cadáveres!
¡Coloquios con las formas superiores de la tortura y del éxtasis!
¡Aquí, el Creador y la creatura copulan en silencio,
anudados durante siglos, pisoteados por las bestias!

¡Un huracán continuo, traga y devuelve las vísceras, las olas,
las escamas, las formas otorgadas y los mitos!
¡El cóndor y la moscarda mínima, ofrecen diariamente
sus huevos grises y su cenizas voladoras al Altísimo!

¡Quebrantan, roen, lamen y esmaltan el cadáver del amo,
las alimañas, las flores sedientas, las corolas carnívoras,
las mariposas vagabundas, las orquídeas de la fornicación!
¡Todo se envilece y rueda en caos palpitante de nebulosa
intestinal, tremenda; hasta llegar a la bosta, al vómito,
a la blasfemia, al parto de monstruos, al sismo que engulle
la arquitectura susurrante de los pequeños pueblos!

Hombres, estatuas, estandartes, se empinan sólo un instante
en el vertiginoso lecho de esta estrella en orgasmo.
¡Luego, los borra una delgada cerradura de légamo!
¡Aquí, no envejecen las murallas ni los ídolos!
¡Todo es presencia efímera! ¡Sombras en trance de terror o de cántico!

¡Sólo el Sol! ¡El Sol indeclinable!
¡Desde establos de cañas y tablones, sube el caballo añoso,
y con alma de potrillo, te agradece la alfalfa matutina!
¡Los viejos pumas llenan de oro y vigor su hígado en tu luz!
¡Oh, altar de la lascivia y la resurrección!
¡El antropófago danza con sus dos carnes, en tu fiesta!

La savia te busca, delirante, a través de la corteza.
Se abren las aguacollas, en la espesura.
El asno consulta entre los vientos, la sagrada lejía
que dilata la ubre de la pollina.
Tejen los árboles sus tiaras de cien millas. ¡Los pájaros
te miran como un soplo de polen sobre la vestidura
siempre hueca que les libra de estiércol y rocío!
Las anchas frutas tapizadas como úteros, acunan abalorios
que despertarán entre los dientes del salvaje.

¡Muros de enredaderas salpicadas de nidos y de orugas,
cuelgan de los acantilados y cantan sobre los féretros de los delfines!
¡Los manglares penetran en el mar, borrachos de salmuera!

¡Horno salvaje de todas las especies!
¡El sacerdote antiguo come carnes saladas por el viento
y en su ara de leña, te ofrece los sensuales holocaustos!

¡He aquí las mujeres adornadas con escorpiones de jade;
el pico purpúreo del tucán; las pinzas del cangrejo moro;
el pene tortuoso del erizo; la hiel violeta
de los onocrótalos;
el ojo de la bestia bifronte; ei huevo de pieles de la gran cebolla!
Las parvas ataviadas con cañas velludas; las ristras de peces llorosos.
Los anzuelos, las ocarinas, las hondas cargadas con piedra
de torrente; las caracolas de cuerno, cocidas en brebajes.
¡Los jóvenes con el vientre abierto como un chorro de mirtos!

¡Sobre la piedra ardiente, trasmútalos, Horno Salvaje,
en tu infinita borrachera seca, que mata y glorifica!
¡Catedral de la altura, rezada por millares de insectos y de cóndores!
¡Cataclismo incesante, sin sonido ni escombros!
¡Todo arde en ti, con fuegos ulteriores,
dispuestos más allá de las bullentes formas combustibles!
¡Un trueno de infinita lentitud devora tus llanuras!

Los lacrimales de la Tierra arden sobre la nieve.
En negras herrerías cantan los dioses ebrios.
¡Las recuas caen al abismo como hojarasca ensangrentada!
¡Los puentes son talados como peines
por las furiosas cabelleras!

¡Este jergón de piedra, nieve y lodo,
pisotean las mulas y los dioses!
¡Cantamos ebrios, airededor del ataúd de un niño
electrizado por la aurora!
¡Retumba el cubo óctuple de la tiniebla eterna!
¡Devoran los caníbales mariposas preñadas de sangre!
¡Los trenes de naranjas mueren ahogados en arena!
¡Los sismos desentierran nidos de calaveras extasiadas!

La oscuridad revienta como un odre de vísceras e imanes. 
Los tálamos descienden a los líquenes inmemoriales. 
¡Las mujeres se convierten en laberintos ansiosos 
 de semilla, 
desde los muslos que sacuden su tortuosa compuerta, 
hasta la piel borracha de los pómulos!

El trueno arrea al hombre hacia las grutas de las dantas. 
¡Las dulces bestias convidan sus lechos a los extraviados!

¡Esta es la comarca de las tumbas esféricas 
hechas por los oscuros alfareros del Sol! 
¡Dentro, en cuclillas, los cadáveres de los incas, 
frente a un puñado de maíz, esperan el retorno de sus almas 
coronadas de plumas y rociadas de especias!

Los blancos fémures de las mujeres 
duermen entreverados con los fémures rojos de los reyes. 
¡Larga boda sin calor ni semilla, 
asegura en la tierra mortal, un lecho sepultado!

¡Yo, que jugué a la Juventud del Hombre, 
alzo esta noche mi cadáver hacia los dioses! 
¡Y, mientras cae el rocío sobre el mundo, 
atravieso la hoguera de la resurrección!•

Notas

1Jorge Enrique Adoum, Entre Marx y una mujer desnuda, México, Siglo XXI, 1976, p. 102. 

2Eugenio Montejo, "La fortaleza iluminada", apéndice de Materia real de César Dávila Andrade, Montevideo, Monte Ávila, p. 200. 

3Guillermo Sucre, La máscara, la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoaomericana, 2a. ed., México, Fondo de Cultura Económica, 1985, pp. 274-275. 

4Helena Beristáin, Análisis e interpretación del poema lírico, 2ª ed., México, unam, 1997, pp. 54 y s. 

5César Dávila Andrade, "Chile, temblor de cielo", en Obras completas II: Relato, Cuenca, Pontificia Universidad Católica del Ecuador/Banco Central del Ecuador, 1984, p. 528. 

6Diego Araujo Sánchez, "César Dávila Andrade: el dolor más antiguo de la tierra", en Ágora, núm. 8, Quito, enero, 1968, pp. 23-44. 

7Juan Liscano, "El solitario de la gran obra", en Zona Franca, núm. 45, Caracas, mayo, 1967, pp. 6-7.