Separación entre Palabras

Sergio Pérez Cortés*

Detodaslascosasqueformanla
tramadenuestravidacotidiana.

Ésta es la historia de una minucia, del espacio en blanco que separa las palabras entre sí. Para nosotros, lectores modernos, su presencia pasa inadvertida, excepto cuando está ausente, como en el epígrafe anterior. Las páginas impresas o electrónicas lo exhiben como un lugar vacío, el índice de una ausencia, un blanco. Pero tanta discreción oculta la enorme importancia que ha tenido en la legibilidad de la página y, en consecuencia, en la historia de la producción y preservación del saber. Éste ha sido el tema de investigación de Paul Saenger por más de 20 años, que ha culminado en un libro importante, Space Between Words. The Origins of Silent Reading. En este artículo nos esforzaremos por añadir elementos adicionales a su libro y a sus artículos, pero nos parece que cualquier referencia al tema ha quedado inevitablemente ligada a su nombre.

En honor de Paul Saenger

La separación entre palabras tiene una historia, es decir, no siempre ha existido. Su presencia debió establecerse en forma opuesta a un tipo de representación escrita que carece de divisiones entre palabras, llamada scriptura continua. Distanciarse de este tipo de representación requirió de un periodo notablemente largo, que se extendió desde la época helenística hasta la aceptación generalizada del blanco entre palabras en el continente europeo, durante el siglo XI d.C. Un texto en scriptura continua se presenta como una serie ininterrumpida de letras que carece de separación entre palabras, entre frases y entre párrafos, que no incluye signos prosódicos, que exhibe escasos o ningún signo de puntuación, y con muy pocas ayudas a la lectura. Los griegos habían desarrollado una página semejante a partir del siglo II a.C., y los latinos decidieron imitarlos a finales del primer siglo de nuestra era. La scriptura continua es una particularidad de las escrituras alfabéticas, porque en los sistemas anteriores, cuyo carácter era logográfico (como el sumerio o el egipcio), o que indicaban sólo los signos consonánticos, como las escrituras semíticas clásicas, la omisión del espacio entre palabras provoca verdaderos crucigramas a descifrar. Como ejemplo, he aquí el nombre del autor de este artículo en escritura semítica, sin indicación de vocales, y sin espacio entre palabras: SRGPRZCRTS.

El espacio entre palabras está, pues, asociado a la legibilidad de la página. Puede decirse incluso que la ausencia o la presencia del blanco es más importante para la velocidad de la lectura que otras características gráficas, como la forma de la letra o su tamaño. El espacio en blanco permite la identificación de la palabra como entidad autónoma, y la percepción de la llamada forma Bouma, es decir, del perfil compuesto por sus letras inicial y final, y por los rasgos altos y bajos, que es decisiva para el rápido reconocimiento visual. No es casual que, durante el predominio de la scriptura continua, los gramáticos antiguos carecieran de un equivalente preciso para el concepto moderno de palabra.

El espacio entre palabras es una convención gráfica. Lo que el oído percibe es un flujo sonoro ininterrumpido. Es por eso que los niños en su primer aprendizaje tienden a omitir la separación entre palabras, en el esfuerzo de representar lo que oyen. Según Suetonio, el mismo Augusto, cuando al escribir se le agotaba el margen derecho, trazaba una línea que cruzaba la página hasta conectarse con el inicio del renglón siguiente. Algunos paleógrafos estiman que no se le ha hecho justicia al blanco en su papel dentro de la página, pues durante mucho tiempo éste sirvió para marcar el final de un tema o tópico, cuando el escriba iba hacia el margen izquierdo para iniciar un nuevo renglón, y algunas veces se le había utilizado para señalar la importancia de una pausa más o menos larga. En la época de Augusto fue usado como equivalente del guión moderno, y para hacer resaltar un enunciado se le colocaba entre dos blancos, como guiones ausentes. También había servido como equivalente de una coma, y se había recurrido a él para poner énfasis en la presencia de algún signo de puntuación colocado a su lado. Y desde luego, ninguna página puede ser bella, sin una sabia distribución de sus espacios en blanco.

El espacio en blanco no ha sido la única forma de separación entre palabras. Las más antiguas inscripciones griegas muestran un punto colocado a media altura, realizando la misma función. De hecho, la práctica de separar palabras es de gran antigüedad y puede remontarse al menos hasta las escrituras cuneiformes. Los griegos lo habían heredado de la escritura cretense y es probable que esa práctica haya sobrevivido a la edad oscura, cuando los caracteres micénicos fueron sustituidos por el alfabeto griego (ca. 750 a.C.), pero pronto fueron el primer pueblo en utilizar la scriptura continua. Por ese entonces, los latinos indicaban la separación entre palabras por medio de una línea vertical ( | ), o bien mediante tres puntos alineados verticalmente (), esto último para evitar la confusión con la letra "I". Estos puntos fueron posteriormente simplificados a dos y luego a uno, colocado a la mitad de la banda de escritura. El interpunto como divisor de palabra llegó a ser corriente en etrusco y en latín desde fechas muy tempranas, y sólo sufrió variaciones por motivos decorativos, como la llamada hedera, una hoja de hiedra que aparece en diversas inscripciones. Los latinos decidieron abandonar estas prácticas, imitando a la cultura griega aun en sus peores características.

Todavía al inicio del Imperio (ca. 65 d.C.) existían los interpuntos, y Séneca no atribuía su presencia a las necesidades de la lectura, sino a la manera más lenta que los latinos tenían de ejecutar la retórica. Un siglo después de la muerte de Séneca, la página romana se había hecho muy similar a su equivalente griego. La separación era ya virtualmente desconocida, sellando así una de las más notables regresiones conocidas en la historia de la escritura.

El rollo clásico, griego o latino, se ofrecía entonces como una serie de columnas compuestas por un bloque de letras (unciales, semiunciales o capitales) comprimidas en una trama cerrada y continua, que sólo se interrumpía en la conclusión de un gran tema. No carecía del todo de ayudas a la lectura, pero ofrece tan poco apoyo que puede resultar impenetrable para un lector moderno. Algunas de esas ayudas tenían una gran antigüedad: primero, el formato en columnas, de anchura variable, escritas perpendicularmente a lo largo del rollo; luego, las letras que iniciaban esos grandes temas estaban diferenciadas con claridad, o eran mayores que el resto de la escritura, o podían estar colocadas fuera de la caja de la columna, desbordándose ligeramente hacia el margen izquierdo. Era raro, sin embargo, encontrar alguna ayuda adicional al interior de esos bloques de escritura.

El autor no había agregado puntuación alguna, porque había dictado su obra, y el secretario tampoco lo había hecho porque actuaba ante la página de manera mecánica. Lo significativo es que una página así imponía al lector ciertas conductas, ante todo porque dificultaba la lectura inmediata. En la antigüedad, la lectura instantánea de un texto desconocido no era la norma, y cuando se lograba era considerada índice de una destreza excepcional, por eso el lector promedio requería de una preparación previa al acto de leer, que los latinos llamaban praelectio. El primer paso consistía en que el lector agregara las divisiones pertinentes entre palabras, y entre las otras partes del texto, lo mismo que hoy puede pedírsele que separe las hojas de un libro. Era el lector y no el escriba el responsable de agregar la puntuación necesaria. A ese trabajo preliminar se le llamaba distinguere, que por extensión llegó a significar "marcar mediante un punto", es decir, "puntuar". Al puntuar su texto el autor tenía dos propósitos, primero, evitar ambigüedades, porque la scriptura continua ofrece pistas falsas al lector inadvertido, por ejemplo haciendo que lea dos palabras donde sólo hay una, o inversamente (afortunada mente y afortunadamente); su segundo objetivo era reconocer los valores métricos y estilísticos previstos por el autor, que la scriptura continua no permitía resaltar.

Puesto que la segmentación dependía de las necesidades de cada lector, ésta nunca era sistemática, y resultaba extraño que un texto fuera puntuado en su totalidad. Los signos eran agregados en forma directa a la página que iba a ser leída, y no serían reproducidos en las copias ulteriores. El lector tenía a su disposición una serie de signos que le ayudaban en la segmentación del texto (que los antiguos llamaban prosodiae), y que introducía sólo en aquellos lugares potencialmente ambiguos, primero, una serie de puntos colocados a diversas alturas; un punto alto, equivalente a nuestro fin de oración, para indicar que el sentido estaba enteramente expresado; un punto bajo, equivalente a la coma moderna, para indicar que la frase recibiría un complemento, y un punto medio, indicador del lugar de una pausa de respiración. En tiempos de Adriano, Nicanor ideó un sistema tan complejo que le valió el sobrenombre de "el puntoso" (stigmatias). Además de los puntos, el lector podía hacer uso de la diástole, un signo que los griegos utilizaban desde el siglo II a.C., y que daría origen a diversos signos medievales de separación entre palabras. Un tercer signo a disposición del lector era el llamado ápex, o acento agudo, útil porque según las reglas romanas de acentuación sólo una sílaba podía recibir el acento tónico, de manera que esa indicación ayudaba de forma indirecta a establecer los límites plausibles de palabra.

La scriptura continua imponía al lector una segunda actitud, la de leer en voz alta. La práctica de la lectura en voz alta en la antigüedad es un fenómeno complejo, pero uno de sus fundamentos es la correlación existente entre las dificultades que el sistema gráfico plantea, y la necesaria manipulación oral de la página. Puesto que la escritura no hace de las palabras entidades autónomas con valor ideográfico, el reconocimiento no es sólo visual, sino también fonético. Las dificultades del ojo hacen que la actividad cognitiva previa a la detección de las palabras sea mayor; entonces, se recurre al oído, que es un sentido mucho mejor preparado para reconocer las palabras y frases independientes. El lector antiguo se aproximaba al texto sílaba por sílaba, en lo que puede llamarse una "alfabetización de fonetización": "En estas circunstancias, el lector antiguo estaba obligado a leer en voz alta o en un murmullo, porque la pronunciación física abierta lo ayudaba a retener en la memoria de corto plazo el fragmento de palabra o frase que ya había sido fonéticamente decodificada, mientras el trabajo cognitivo de reconocimiento procedía a la decodificación de una sección subsecuente del texto."1 Como si se tratara de una página con notas musicales, la scriptura continua era una transcripción que sólo se convertía en mensaje inteligible cuando era ejecutada oralmente, para los otros o para sí mismo.

La escritura sin separación entre palabras imponía al lector una tercera conducta adicional, es decir, cierta lentitud en la ejecución, porque, comparada con la actividad del lector moderno, el patrón de búsqueda visual del lector antiguo resulta muy complejo. Experimentalmente se sabe que en la lectura el ojo no se desplaza a lo largo de la página a una velocidad constante, sino mediante una serie de fijaciones y saltos. En la moderna página impresa, esas fijaciones y esos saltos tienen como auxilio los espacios en blanco, lo mismo que otras convenciones gráficas, como las letras mayúsculas o los acentos. Pero debido a la carencia de esas ayudas, el lector antiguo requería más del doble de fijaciones por línea de texto que las realizadas por uno moderno, simplemente para verificar que las palabras habían sido correctamente separadas.

Más aún, los psicolingüistas han mostrado que la velocidad de la lectura moderna depende en gran medida de la visión parafovea y de la visión periférica, que permiten al lector anticipar, sin haberlo decodificado aún, el segmento venidero del texto. Tanto la visión parafovea como la visión periférica, son longitudes de percepción visual que se extienden más allá de la reducida área de visión aguda, en la que el ojo percibe en detalle la forma de cada letra. Ambas se apoyan en la presencia de espacios en blanco, signos prosódicos, mayúsculas y espacios de separación de párrafo, porque en ellas sólo se detecta la silueta de las palabras, su forma Bouma y las grandes divisiones del texto. Pero estas ventajas estaban ausentes de la página antigua que, carente de esas ayudas, reducía drásticamente el campo de visión del lector. Los psicolingüistas llaman "efecto túnel" a esa reducción, para indicar el encajonamiento del campo visual y la reducción del texto que puede ser percibido en cada fijación. Por eso la memoria del lector antiguo no retenía tanto una imagen visual, cuanto un eco verbal de la sílaba, cuyos bordes debían ser aún verificados. Si a esta lentitud obligada por factores técnicos se agrega la dramatización que el lector realizaba en su ejecución oral, se tendrá la imagen de la lectura en la antigüedad como una tarea lenta, muscular y fatigosa. No es, pues, extraño que los médicos de la antigüedad aconsejaran a sus pacientes leer para conservar su salud, lo mismo que les sugerían caminar o correr.

Las premisas de la escritura sin separación de palabras hacen inevitable la pregunta acerca de su permanencia durante tantos siglos. ¿Qué razones la justificaban? Ante todo debe tenerse presente la valoración de la palabra hablada. La antigüedad consideró el habla persuasiva y bien ejecutada como la cima de la vida civilizada, y una de las primeras fuentes de prestigio y de poder, mientras la escritura era un medio subsidiario. La cultura clásica tenía pocas razones para cambiar ese estado de cosas, pues los antiguos no conocían nuestro apremio por leer con rápidez un gran número de textos, porque ejercían la lectura sobre pocos de ellos, intensamente estudiados. Esa cultura tampoco conoció la masa de libros científicos o técnicos modernos que requieren de una lectura de consulta, por eso un manual de referencia como el diccionario fue enteramente desconocido en el mundo clásico. Adicionalmente, la lectura en voz alta era un placer individual y colectivo, por el satisfactorio y profundo compromiso psicológico que establecía entre el lector y su auditorio. Por último, no existía presión alguna por democratizar el arte de la lectura, que en la antigüedad clásica fue siempre obra de profesionales. No había ninguna urgencia entre la aristocracia para mejorar la legibilidad de la página, porque gran número de las dificultades recaían en los esclavos y libertos profesionales encargados de leer.

En breve, la situación permaneció inalterada durante siglos, no por falta de inventiva, sino porque prácticamente todas las ventajas que la lectura rápida y de referencia aportan a la cultura contemporánea eran inútiles a la antigua, y no sólo no representaban motivación alguna, sino que iban a contracorriente del prestigio de la palabra hablada. El fundamento de la scriptura continua se encontraba en la serie de relaciones, reales y simbólicas, del lector con su página, y con una comunidad de lectores y auditores. Para que esta situación cambiara fueron necesarios siglos de transformación en esas mismas relaciones.

El espacio entre palabras es una cuestión vinculada al concepto de legibilidad. Fue entonces, en el horizonte de la legibilidad, cuando irrumpieron las motivaciones para insertar la separación con un blanco. Y sucedió exactamente en los bordes de la latinidad, en los monasterios irlandeses y británicos, en los cuales el latín era una lengua libresca, extranjera, y distante. De hecho, a partir del siglo VIII d.C., el latín se había separado del conjunto de lenguas romances, convirtiéndose en un sistema primordialmente escrito, sin referencia a ninguna lengua viva. La escritura dejó en ese momento de ser la transcripción más o menos literal de la actividad fonética, convirtiéndose en una entidad autónoma, pero este proceso, perceptible en el siglo VIII d.C. para los hablantes de lenguas romances, fue resentido mucho antes entre los monjes anglosajones, para quienes el latín contenido en los textos sagrados representaba un sistema existente sólo en libros, diferente de la lengua hablada. Resultó mucho más sencillo para ellos reconocer en el escrito una manifestación específica del lenguaje, dotada de sustancia propia y susceptible de un desarrollo visual y gráfico particular.

Fueron los monjes irlandeses quienes, por su lejanía, su desconocimiento del latín, y su necesidad de una representación gráfica menos ambigua, iniciaron el proceso de insertar el espacio entre palabras, a partir del siglo VI d.C. Tenía que ser un espacio en blanco, porque ya estaban presentes otros signos de puntuación, frente a los cuales otro signo habría sido redundante y confuso, pero en el tránsito entre la scriptura continua y el espacio entre palabras se presentaron muchos pasos intermedios. A los manuscritos en los que el espacio aparece de manera errática y caprichosa, Saenger los llama "escrituras aireadas", porque en algunos casos los escribas insertaban el blanco sólo después de una larga fila de letras encadenadas, y el espacio podía caer lo mismo entre sílabas que entre palabras. En otros, los escribas intercalaban el espacio con más frecuencia, pero aleatoriamente separaban palabras entre sí, o sílabas dentro de una misma palabra. El espacio no identificaba todas y cada una de esas unidades, pero ayudaba al lector a detectar un cierto número de límites. Finalmente, en algunos manuscritos, espacios más grandes de lo usual separaban bloques jerárquicos de letras, al interior de los cuales se esparcían, de manera asistemática, espacios en blanco. Todavía erráticos, esos intentos indicaban una búsqueda, muchas veces inconsciente, de mayor legibilidad; cada uno significaba un progreso, porque un escrito sin separación entre palabras aumenta su legibilidad, a medida que el espacio entre las letras se incrementa. La cantidad misma de espacio necesario entre palabras fue también objeto de ensayos sucesivos e inciertos. Para que la separación permita identificar de manera eficiente a la palabra como unidad autónoma, se sugiere que el blanco debe ser al menos dos veces el espacio contenido al interior de la letra "o", mientras el espacio entre letras debe ser menor. A modo de comparación, en los manuscritos clásicos conservados en los que se utilizaba el interpunto, el espacio máximo entre palabras apenas alcanza el 0.67.

La aparición del espacio en blanco estuvo acompañada de otras convenciones gráficas destinadas a mejorar la percepción independiente de cada palabra. Algunas de estas convenciones afectaban la forma de las letras, por ejemplo la letra "t" vio elevarse su rasgo vertical por encima de la banda de escritura, estableciendo una clara diferencia con la letra "c". En otros casos se generalizó el uso de ligaduras entre letras que normalmente aparecían juntas como "ct", "st" y "et", y se continuaron utilizando las formas y los tamaños especiales para determinadas letras, cuando aparecían en posición terminal de palabra, en particular para los signos R y S. Una ayuda indirecta provino del hecho de normalizar el guión de unión de palabra en el límite derecho del renglón (porque se le había colocado también en el extremo izquierdo del siguiente renglón, o en ambos lados simultáneamente), hecho que no se logró sino hasta el siglo X d.C.

Una legibilidad mayor de la página en general acompañó a la mejor identificación de cada palabra, y de nuevo los escribas anglosajones introdujeron aportaciones notables. Incluyeron el uso de letras capitales (litterae notabiliores) no sólo al inicio de los tópicos, sino también al principio de los párrafos y, posteriormente, al inicio de cada frase. Así, la mayúscula después de cada inicio de frase apareció como signo de puntuación. Esos mismos monjes establecieron mayor vinculación entre los elementos decorativos y la escritura, hasta desembocar en el uso de esas enormes iniciales que, llenando la página por sí mismas, señalan el comienzo de un texto. Fueron ellos también quienes mediante el tamaño y el color de las letras indicaron la jerarquía y la autoridad que se encontraban detrás de las citas, glosas y comentarios incluidos en el texto. Con el espacio en blanco surgieron nuevos signos de puntuación, cuya vida estaba asfixiada entre las apretadas filas de la scriptura continua. Entre esos nuevos signos merece ser destacado el de interrogación, el punctus interrogativus, un signo completamente desconocido en la antigüedad, mencionado por vez primera en el siglo VII d.C. Desde luego, una de las innovaciones más importantes se presentó en la forma misma de la letra, con la invención en el continente de la llamada "minúscula carolina", quizás el mayor logro caligráfico de occidente, un tipo de letra tan legible que sus descendientes aún pueblan nuestros libros y las pantallas de las computadoras.

El proceso de diseminación del espacio entre palabras fue lento y gradual. Iniciado en el siglo VI d.C. en los monasterios irlandeses, no alcanzó a los escribas en el continente de manera sistemática sino a partir del siglo X. Estos escribas también buscaban facilitar la lectura, pero mediante convenciones gráficas tomadas de la tradición de la scriptura continua. Hubo algunas excepciones en este periodo, que se debían a la influencia de personajes que, como Alcuino, J. Scottus o S. Scottus, habían sido atraídos al continente por la corte de Carlo-magno, pero que intelectualmente pertenecían a la tradición textual anglosajona. El espacio entre palabras alcanzó primero a las regiones que tenían mayor intercambio con los monasterios insulares, el norte de Francia, los Países Bajos o Normandía, extendiéndose hacia el sur de Europa y arribando a Italia, a finales del siglo XI d.C. Esta dirección y lentitud se explican porque los escribas continentales, especialmente aquellos cuyas lenguas conservaban una gran proximidad con el latín, como el occitano o el italiano, no resentían la necesidad de aportar mayor legibilidad a sus textos. A ello debe agregarse que la lectura medieval se ejercía, sobre todo, en el contexto litúrgico, en un conjunto de libros conocidos e intensamente memorizados, ante los cuales no cabía extrañeza particular alguna. Finalmente, la lectura era una de las habilidades que separaba al mundo secular del mundo eclesiástico, el que por supuesto no mostraba un entusiasmo excesivo por facilitar el acceso a la página.

Sería inexacto, sin embargo, pensar que el continente carecía de impulsos internos para la adopción del espacio entre palabras, y dos de ellos merecen señalarse: la presencia de una serie de autores llamados "protoescolásticos", y la irrupción de la cultura árabe. El término "protoescolásticos" incluye personalidades muy notables de la cultura medieval como Pedro Abelardo, Gerberto de Aurillac o Abbo de Fleury, entre otros, a quienes por encima de sus diferencias los unía la búsqueda de una expresión clara e inequívoca de sus pensamientos por medio de sus textos, y no podían sino resentir y forcejear contra las barreras que les oponía una escritura sin separación de palabras. El segundo impulso provenía del efecto profundo que la cultura árabe tuvo en la Europa del siglo VIII d.C., sólo comparable al influjo que la cultura griega había provocado en la Roma Imperial. Al entrar en contacto con una cultura más desarrollada, el medievo europeo no pudo sino adoptar, entre muchas otras cosas, el formato de sus libros. Como se ha visto, en los textos escritos en esa lengua semítica que es el árabe, la separación entre palabras no es opcional, sino un hecho intrínseco constatable desde sus primeros ejemplos de escritura. Cuando los escritos científicos árabes, que incluían a Aristóteles, las cifras y el astrolabio, fueron transliterados primero y luego traducidos, trajeron consigo el espacio entre palabras, y fueron los primeros manuscritos en circular invariablemente en ese formato; sin embargo, la resistencia no era pequeña. Una de las aportaciones más brillantes era justamente la grafía de los numerales árabes. Debido a las complejas reglas que gobiernan sus relaciones, el proceso de lectura de los numerales romanos siempre había sido un problema particular, y es probable que el lector se viera obligado a verbalizarlos para retener en la memoria sus elementos durante el proceso de manipularlos. Las cifras árabes concluían con esas dificultades, pero suponían el uso sistemático de espacios entre ellas, lo cual provocó que no lograran desplazar de inmediato a los numerales romanos, que siguieron apareciendo en los libros por un cierto tiempo, aunque rodeados de convenciones gráficas especiales para hacerlos más independientes del texto y más rápidamente legibles.

El proceso fue lento, pero hacia inicios del siglo XII el espacio entre palabras se había convertido en el formato dominante en los medios académicos y eclesiáticos. Resultaba muy eficaz para la lectura, porque simultáneamente desapareció la irregular separación entre sílabas, y este fue el formato que prevaleció en la tardía Edad Media y el Renacimiento, hasta implantarse en la página impresa. Dos transformaciones mayores se habían producido cuando se pasó del sistema antiguo que marcaba pausas con espacios en blanco y divisiones de palabra mediante signos, a un sistema como el actual, que usa el blanco como divisor de palabra, y signos para marcar las pausas. Por otra parte, la segmentación y la puntuación de la página, que había sido responsabilidad del lector, había pasado a ser responsabilidad del escriba. La página debía contener todas las instrucciones necesarias para su rápida decodificación, y desde el punto de vista fisiológico el espacio aumentó la eficiencia del reconocimiento visual, permitiendo el uso intensivo de la visión parafovea y periférica. La lectura descansaba ahora en el reconocimiento visual, sin el aporte de la fonetización, y así, el ojo se convirtió en el sentido privilegiado. Ambos procesos confluyen en la posibilidad de aumentar la velocidad de lectura. La lectura rápida, inmediata, de consulta o de referencia, tal como la conocemos, podía iniciar su vida práctica.

Al perder su vínculo con la verbalización, la lectura y la escritura, que son nuestros hábitos intelectuales básicos, no sólo aumentaron su velocidad sino que se hicieron sigilosos. Ha sido uno de los propósitos de Saenger mostrar que el espacio entre palabras produjo un nuevo sentido de intimidad y de interiorización de la conciencia. De manera opuesta al colectivo, multicolor, y animado mundo de la oralidad, la lectura y la escritura silenciosas impulsaron la constitución de una esfera interior, personal e irrepetible. Se creó entonces una unidad entre recogimiento, soledad y lectura de la que aún hoy no podemos escapar, aunque las consecuencias de esta asociación son difíciles de evaluar, y pueden resultar en cierto modo especulativas, pero su interés es innegable para la formación de la individualidad moderna.

En los medios monásticos medievales esos hábitos fueron asociados con una forma particular de espiritualidad, la meditación, que era un esfuerzo, en parte intelectual, pero mayormente afectivo y espiritual, por encontrar verdades personales en el laberinto de conocimientos acumulados en la memoria. Supone, pues, la existencia de un refugio interior privilegiado, pero en un mundo en el que la razón no descansaba únicamente en el cerebro, sino también en el corazón, la lectura silenciosa se convirtió en el medio privilegiado para alimentar el affectus cordis, es decir, los impulsos afectivos y memorísticos, que a su vez eran el verdadero soporte de la mente. Los monjes pensaban que ahí residía su verdadera fortaleza, por eso, en su lucha personal, Richalm denunciaba cómo los demonios lo forzaban a leer en voz alta, interrumpiendo su lectio silenciosa y privándolo de las recompensas espirituales prometidas por la meditación. Lo mismo que afectaba al lector, la nueva intimidad creada por el silencio alcanzó al autor en relación con su obra. Desde la antigüedad, los autores se habían declarado inhibidos por la presencia de secretarios y amanuenses, a los que habían dictado sus obras, pero cuando surgió el hábito de escribir por sí mismos, aquellos pensamientos que el autor nunca se hubiera atrevido a verbalizar ante otro empezaron a ser puestos por escrito. Irreprochables autores cristianos, como Guibert de Nogent y Odéon de Orléans, tuvieron el arrojo de escribir versos eróticos, aunque el primero debiera arrepentirse más tarde, afirmando que ya no estaba poseído por esos sentimientos. Solos consigo mismos, los autores podían permitirse los atrevimientos y las vacilaciones que antes debían refrenar en presencia de sus escribas, y aunque durante algún tiempo siguieron produciéndose esas ilustraciones medievales que mostraban a autores como los evangelistas o san Pablo, transcribiendo en la página lo que les era dictado por un ángel o una paloma, a partir del siglo XII empezaron a surgir representaciones en las que el autor escribía en silencio, en la soledad de su estudio, o rodeado de paisajes idílicos.

Los lectores y escritores silenciosos lo invadieron todo. Era notable, porque a lo largo de la Edad Media el que leía o escribía lo hacía en voz alta o murmuraba para sí mismo. Las técnicas de lecto-escritura habían obstaculizado el cumplimiento cabal de la regla de silencio que san Benito había impuesto a la vida monacal, desde el siglo VI; por eso, cuando un monje recibía como castigo el silencio absoluto, y era enviado a su celda, también le estaba prohibido leer y escribir. Naturalmente, en las bibliotecas y los scriptoria medievales la lectura vocalizada era una práctica aceptada; quizá la propia voz era una protección contra el estrépito de murmullos y susurros circundantes, pero cuando el individuo comenzó a leer y escribir en silencio, cualquier actividad verbal próxima se con-virtió en un inconveniente. Por eso, a partir del siglo XV, las bibliotecas (Oxford, Angers, La Sorbonne) introdujeron, entre las normas de sus nuevas salas colectivas, la obligación de guardar un silencio absoluto, algo que hubiese sido impensable si esas mismas salas hubieran estado llenas de lectores medievales.

El espacio entre palabras y los hábitos sigilosos que posibilitaba alcanzaron al mundo laico un tanto más tarde. La parte más importante de la literatura en lengua vernacular entre los siglos XII y XIII, fue todavía compuesta, memorizada y ejecutada oralmente, y sólo con posterioridad puesta por escrito, con una sintaxis y una ortografía todavía erráticas. San Luis, rey de Francia, siempre escuchó leer en compañía de miembros de su corte, pero a partir del siglo XIV los monarcas y la aristocracia francesa empezaron a adquirir el hábito de leer por sí mismos. Cuando lo hicieron, encontraron de difícil comprensión la pesada letra gótica textualis, con la cual se escribían los libros eclesiásticos, de manera que debieron desarrollarse nuevas escrituras cursivas que condujeron a la llamada lettre batarde, que sería la escritura corriente de las cancillerías renacentistas. Y como el gobierno de esos complejos estados ya no podía estar en manos de iletrados, debieron también ejercer la escritura, y al menos desde Carlos V se instaló el hábito de que el rey firmara personalmente su correspondencia y escribiera una parte de ella.

Tal como ocurrió en el ámbito religioso, la lectura privada produjo entre los laicos un impulso hacia la vida interior. Éste se manifestó en un nuevo tipo de libros portátiles, que contenían plegarias destinadas a la devoción personal, y que podían ser leídos en silencio durante el servicio litúrgico, mientras sus equivalentes, en latín, eran objeto de una recitación pública. Era una nueva actitud. Hasta 1300 d.C., en la iglesia de Occidente la plegaria silenciosa había sido prácticamente desconocida, y objeto de sospecha, porque denotaba una forma de evasión de la obra colectiva. Todavía Hugo de san Víctor recomendaba la plegaria oral, argumentando que ella conducía al grado más alto de devoción. Pero para el siglo XV ésta se había convertido en un coloquio silencioso entre el alma y Dios, y los autores vernaculares empezaron a referirse a esa práctica sigilosa como "orar con el corazón", para subrayar el carácter íntimo, personal e intransferible que suscitaba. Los guías espirituales pronto se percataron de que se trataba de una nueva forma de expresar la fe; la lectura y la plegaria personales, representadas de manera gráfica en los "libros de horas", presentaban a un creyente inmóvil, con las manos unidas y a veces entrelazadas, en actitud de recogimiento, recorriendo los senderos interiores del alma, e individualizando el camino de la Gracia.

Pero si algunos fueron impulsados hacia la espiritualidad, otros más, en cambio, se orientaron hacia senderos más terrenales, y renació así el antiguo género de la literatura erótica. Hasta el siglo XIII, las decoraciones y las referencias sexuales contenidas en los libros eran más bien oblicuas y destinadas a señalar los éxitos que, contra la carne, obtenía la vida en castidad. En la Francia del siglo XV la literatura erótica estaba desde luego aún prohibida, pero la lectura privada impulsó la producción de libros ilustrados para consumo de los laicos, que fueron tolerados porque eran leídos y diseminados en secreto. En secreto circulaba ahora ese material que nosotros llamaríamos pornográfico, y que en la tolerante y pagana cultura clásica había sido leído en voz alta y expuesto abiertamente a la curiosidad de todos. Es esa misma literatura la que habría de prolongarse hasta el siglo XVIII mediante "esos libros que se leen con una sola mano", en los cuales los personajes se incitan mutuamente a ardientes prácticas sexuales, excitados a veces por la lectura de otros libros.

La página, cuya legibilidad había sido transformada por la inserción del espacio entre palabras, podía conducir a actitudes contrapuestas, pero todas ellas asociadas con el descubrimiento de esa nueva vida interior. Puesto que permite al lector entenderse con sus propios pensamientos, formular sus discrepancias sin temor a sufrir represalias, confrontar al autor leído contra las reflexiones propias, la lectura y la escritura en silencio fueron capaces de alentar lo mismo una nueva espiritualidad que una profundización del conocimiento, un conjunto de dudas, o una actitud de ironía o escepticismo. Ambas prácticas sigilosas acompañaron a los pensadores más profundos, como Tomás de Aquino, Guillermo de Ockam o Alberto Magno, pero también fueron compañeras de los pensadores más heterodoxos y participaron, sin ruido, en la transmisión de las ideas que pau-latinamente prepararon el derrumbe del mundo de las autoridades tradicionales. Desde luego, no resulta fácil evaluar el papel exacto que el pequeño espacio blanco cumplió en la historia, pero es seguro que al producir, mediante la lectura y la escritura privadas, una nueva forma de aislamiento, colaboró en la remodelación del interminable diálogo que los seres humanos en sociedad se ven obligados a entablar, con los otros, y con ellos mismos.

Sergio Pérez Cortés (México, D.F., 1947). Realizó el doctorado en lingüística en la Universidad de París-X, Nanterre, y el doctorado en filosofía en la Universidad de París-I, Sorbonne. Es investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa en el Departamento de Filosofía.
1 Paul Saenger, 1997, p. 8.

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