La masculinidad: la cultura y las tendencias
genéricas en el México contemporáneo

* Rafael Montesinos

Identidad genérica y cultura

Antes de iniciar la discusión sobre la identidad genérica, particularmente la masculina, es pertinente establecer una definición general de lo que es identidad, pues la tesis de este trabajo sostiene que el mantener en el imaginario colectivo la idea de una identidad masculina sustentada en valores tradicionales, olvidando los cambios culturales que se viven a fin de siglo, provoca conflictos y malestares en la práctica social de los individuos, particularmente aquellos que no alcanzan a comprender ni aceptar la emergencia de nuevas formas de identidad femenina que le permiten a la mujer participar del poder que con anterioridad mantuvieron monopolizado los hombres. Entendemos por identidad: el conjunto de elementos materiales y simbólicos que permiten a los individuos identificarse como parte de un grupo social, al mismo tiempo que diferenciarse de los otros. De esta forma se hace más sencillo plantear la identidad genérica basándonos en el conjunto de elementos materiales y simbólicos que permite a hombres y mujeres reconocerse como miembros de uno de los géneros, masculino o femenino. Sin embargo tal definición ha de ser interpretada a la luz de las transformaciones de las sociedades sobre las que se quieran ensayar estas ideas. En ese sentido,  el tiempo socio-histórico del que se trate será un factor determinante para destacar  cuál es el carácter y especificidad del conjunto de normas, valores, principios, costumbres y expectativas que establece una determinada cultura, pues es ésta la que define los elementos, sobre todo simbólicos, que permiten a los individuos identificarse con uno u otro género.1

Se trata de advertir que si bien el  cambio cultural se expresa a partir de un proceso social con menor dinámica que los cambios registrados en la economía y la política,2 la transformación donde se percibe dicho cambio, por ejemplo, el espacio familiar o el laboral, tratados parcialmente, pueden observar todavía un proceso mucho más lento que el de la cultura en general. Esta situación se comprueba al detectar que existen hombres y mujeres que no se sobreponen al cambio de los pepeles sociales asignados actualmente a su género, como sucede en el caso masculino, donde los hombres no se “resignan” a aceptar que las mujeres son sus iguales, y en no pocas ocasiones superiores. La identidad masculina comienza a entrar en una crisis que se desprende tanto de una conducta atada a la tradición, que el hombre no puede transformar como de un mundo simbólico que ha dejado de corresponder a la realidad, al situar a éste en una relación de superioridad sobre la mujer.

El cambio cultural y la emergencia de nuevas identidades genéricas

Los últimos decenios del siglo están marcados por cambios tan dinámicos que, prácticamente, coexistimos en un mundo diferente al que vivieron las generaciones adultas de los años sesenta y setenta. No se trata sólo del nuevo papel de la tecnología que hace aparecer a un mundo materialmente distinto, ni a la caída del Muro de Berlín que abre las puertas a la conformación de un nuevo mapa geopolítico, sino a los cambios de la cultura que tienen un alcance general pero también particular, legando incluso a propiciar una reproducción diferente de la vida cotidiana.

Hoy es incuestionable que las relaciones sociales han adquirido un sentido inédito a la herencia de la tradición cultural que estableció las formas de interacción entre hombres y mujeres, por ejemplo, en el espacio privado. Las relaciones familiares, que situaron al hombre en la máxima posición de autoridad, reflejaron fehacientemente los “privilegios” que consolidarían al poder masculino en todos los ámbitos de la vida social, de tal manera que la transformación de esta relación explica cómo comienza a participar en el ejercicio del poder, aun cuando la mujer se mantiene, en general, subordinada a las  posiciones masculinas.

El problema que pretendemos plantear, precisamente, es que el cambio cultural, expresado en las relaciones entre hombres y mujeres en los espacios públicos y privados, en especial las nuevas formas de identidad femenina que emergen poco a poco en nuestra sociedad y que adquieren materialidad, sobre todo en las grandes ciudades, han provocado conflictos tanto en unas como en otros. La emergencia de una nueva cultura no se expresa tan sólo con cambios en los principios y normas que rigen las conductas de los individuos, o en valores y expectativas que guíen los proyectos de vida de los miembros de cada género y de la colectividad misma, sino en procesos mucho más complejos que dan cuenta del efecto provocado por la introyección de un nuevo esquema simbólico registrado en las estructuras subjetivas. Dicho proceso alude a una reconfiguración psicológica que confronta el subconsciente con el consciente, esto es, los residuos de una cultura mediante la cual fuimos socializados y un nuevo imaginario construido con valores modernos que nos hace aparecer como individuos conscientes de un tiempo social diferente, por tanto, en el plano cultural, de la igualdad de la mujer y del nuevo papel que el hombre ha de desempeñar tanto en el trabajo como en la familia o la pareja. Nos referimos, por ejemplo, a una situación en la cual –cuando la propia mujer no asume el nuevo rol social desempeñado desde los años setenta– se reproduce un conflicto entre el papel que tiene registrado de sí misma y una actividad social moderna. Esto es, la idea convencional del papel de madre/esposa y una actividad remunerada económicamente que refleja cómo ha conquistado el espacio público.3 Esta nueva situación provoca que la mujer se autoculpe al no cumplir con el papel de madre/esposa a la usanza de los años sesenta, en el que, al estar confinada al espacio privado, tenía la responsabilidad absoluta de garantizar la reprodución de la familia. Esta situación muchas veces pesa sobre la mujer moderna que ha logrado desarrollar una carrera universitaria y ha avanzado en su proyecto profesional, escalando posiciones de poder todavía resguardadas para los hombres, pues su actividad le resta tiempo para cumplir con el estereotipo del ser mujer, heredado de un proceso de socialización que le “grabó” sus obligaciones para con los otros: el padre, los hermanos, el esposo, los hijos.4

Se trata de mujeres y hombres que son producto de un impasse cultural, en el que la identidad genérica queda atrapada entre el pasado y el presente, entre valores anticuados y un mundo nuevo que envía mensajes simbólicos que poco tienen que ver con las prácticas sociales de hoy. De esta manera, las mujeres que sufren estos conflictos se debaten entre su incapacidad para superar una estructura tradicional de valores  y una actitud masculina de la práctica concreta; por sutil que esto sea, reproduce el esquema tradicional que sigue colocando a la mujer en una suerte de servidumbre hacia el hombre, aun cuando esto se limite a un ritual social en el cual esta última guarda ciertas atenciones a “su hombre”, o que en el espacio familiar, así se cuente con los recursos económicos para emplear personal doméstico que se encargue de las tareas de la casa, continúe con la responsabilidad de estas actividades.

Si este tipo de situación revela cierto grado de conflicto en la mujer, las condiciones actuales sitúan a los hombres, quizás, en una posición algo más difícil. Por una parte, es éste quien se ha visto desplazado por una mujer que, al revelarse en contra de la autoridad masculina, “invade” espacios resguardados por una cultura “machista”5 que niega no los derechos, sino la capacidad de la mujer para desempeñarse en ámbitos regidos por atribuciones que la sociedad sólo le concedía al género masculino, como es el caso de la razón, la objetividad, la ambición, la autoridad, la seguridad, el pragmatismo, etc., es decir, en general, la inteligencia.6

El primer conflicto masculino se centra en la cuestión de la igualdad de la mujer y el hombre. Una cosa es que éste “acepte” que la mujer se relacione como su igual en el espacio privado y en el público, y otra que ella compita con él de tú a tú, por ejemplo, para ocupar un puesto de mayor nivel jerárquico, o que cuestione su autoridad en el espacio privado. Esto sintetiza un proceso complejo mediante el cual la mujer salió al espacio público, diversificando su presencia en todas las ramas económicas, es decir, creando las bases para su independencia económica, y luego con el apoyo de una carrera profesional ascendió a puestos de poder que le permiten tomar decisiones que influyen en el ámbito público.7 Se trata de un proceso mediante el cual se replantea el equilibrio del poder entre los géneros, impidiendo en los hechos que el hombre continúe con prácticas autoritarias.8 Si ya iniciada la emancipación femenina el trabajo remunerado de las mujeres era visto por el hombre como una “ayuda” a la manutención del hogar, independientemente de que cubriera la doble jornada, las mujeres que han tenido acceso al poder constituyen muchos casos en los que su ingreso es superior al de su pareja. En estas condiciones de igualdad y a veces de desventaja, el hombre, se persuade a abandonar las justificaciones sociales para actuar autoritariamente; ahora tiene que compartir el poder y en muchos casos hega a perderlo, pues la base económica que sustentó su autoridad se ve mermada, cuestionada o minimizada al grado de considerarla virtualmente en desaparición.9

No se trata de un proceso con una presencia generalizada en nuestra sociedad, sino de transformaciones parciales que poco a poco modifican los imaginarios colectivos y que dan cuenta, sí, de un cambio cultural que marca nuevas pautas de interacción en la vida cotidiana. Esto es, un cambio compartido por la colectividad que sin necesidad de ser experimentado individualmente se incorpora a la estructura de valores culturales compartidos socialmente y que, por tanto, influyen en sus prácticas sociales y percepciones del mundo.

Las nuevas identidades sobre todo de las mujeres que han alcanzado posiciones valoradas socialmente, ya sea el reconocimiento a una práctica artística, deportiva, intelectual, o bien, una actividad altamente remunerada, representan la transformación de las estructuras simbólicas que con anterioridad le permitieron al hombre encontrar “razones” para evitar o limitar el acceso de las mujeres a las posiciones sociales en las que se ejerce alguna cuota de poder.10 Estamos en el quid de la discusión sobre el papel del hombre en el contexto de cambio cultural, en el que es necesario discutir si los hombres han de incorporarse como promotores de las transformaciones sociales o como elementos de contención que vuelven más tortuosas las nuevas relaciones entre los géneros.

En ese sentido nos referiremos a dos ejemplos, el primero se sitúa en el marco de las relaciones familiares, donde la pareja comparte o no la reproducción del espacio privado. La disyuntiva se plantea entre una posición moderada que mantiene, en esencia, las actitudes tanto femeninas como masculinas que continúan colocando al hombre en condiciones de privilegio respecto a la mujer, y una nueva conducta en la que el propio hombre adopta nuevas formas de participación en el espacio privado. Esto nos explica un giro cultural a partir del cual el hombre moderno plantea otras formas de interaccionar con su pareja y los hijos. Las mismas formas de expresión sentimental y emocional propician un espacio en el que, poco a poco, se supera la violencia simbólica a la que de manera inevitable conducía el monopolio del poder masculino. Los padres están ahora frente a la oportunidad, por ejemplo, de mantener una relación afectiva con sus hijos, sobre todo hombres, que coadyuva a la recreación de un clima realmente familiar. Al mismo tiempo, el desterrar de las prácticas privadas los viejos valores machistas que presumiblemente dotarían a los varones de la seguridad propia de su género, permiten construir relaciones más favorables para que cada miembro de la familia adquiera la seguridad que tanto hombres como mujeres requieren. Esto constituye una de las principales estrategias para eliminar la reproducción de la violencia familiar.

Otro de los tabúes que el hombre actual no ha logrado franquear, y quizás el más sencillo en la práctica, es el asumir su responsabilidad en las tareas domésticas. No se trata de participar en la actividad que más gusta al hombre, ya sea el cocinar o hacerse cargo del jardín, sino de compartir equitativamente las cargas de trabajo. Una relación equilibrada en la vida cotidiana, en forma aparente tan sencillo, propiciará la construcción de bases sólidas que sin duda serán aprovechadas por las nuevas generaciones, pues es precisamente en el espacio familiar que los individuos van comprendiendo el sentido de los símbolos que le permitirá actuar de manera coherente con su entorno social. El hecho de que los hijos, hombres y mujeres, vean al padre cumpliendo funciones que antes estaban destinadas socialmente al género femenino, establece una situación de rompimiento con la tradición, que en el caso mexicano se expresa a partir de los extremos masculinos con las posiciones machistas que desprecian cualquier tipo de acción asociada con el género femenino.

Una nueva conducta masculina en la vida cotidiana con certeza será más benéfica para la educación de los hijos, que su sometimiento a una cascada discursiva en la que se pone de relieve la importancia de crear relaciones igualitarias entre los géneros. La expansión de estas nuevas formas de relación familiar combatirá de manera “natural” las relaciones tradicionales  y, por tanto, marcará el inicio de la mejor ruta para desterrar las prácticas machistas que castran las relaciones plenas entre el hombre y la mujer.

El machismo constituye un lastre no sólo para la mujer sino también, y hoy quizás en mayor medida, para el hombre mismo. Las propias condiciones sociales plantean situaciones adversas para que el hombre continúe como responsable/encargado de tomar las decisiones que definen el destino de la familia. Las formas muchas veces grotescas de cómo el hombre tiene que demostrar su valentía se han vuelto un peso del que hoy podemos deshacernos. Al igual que el hecho de que éste tenga que ser el principal proveedor del hogar. La actitud conflictiva de los hombres que en el fondo no aceptan que sus mujeres participen económicamente en el sustento familiar en igualdad de circunstancias, o que en ocasiones ganen más y aporten mayores recursos revela la persistencia de una identidad masculina que corresponde al pasado, de una percepción machista de las relaciones de pareja. Esto constituye la piedra angular de la nueva cultura que reconoce la igualdad entre los hombres y las mujeres, pues así como el hecho de que el hombre fuera el proveedor exclusivo de la familia sentaba las bases del poder masculino, la ausencia de esta referencia deja al varón sin “justificación” para que siga monopolizando el poder en las relaciones de la pareja. Se trata, precisamente, de uno de los principales conflictos que enfrenta el hombre moderno, un conflicto entre los resabios de una cultura tradicional y los nuevos requerimientos de las prácticas cotidianas actuales. Sin duda, el hacer conciencia de este problema nos conducirá en mejor forma a superar este cambio cultural.

El segundo ejemplo sobre el que se llama la atención es el de las relaciones de género en el ámbito laboral, pues en ese espacio puede reconocerse cómo las conductas machistas, la exaltación de valores masculinos, constituyen la principal muralla que contiene el desarrollo de las mujeres en las estructuras de poder en las diferentes organizaciones, públicas o privadas. Me refiero a lo que las mujeres estudiosas del poder femenino llaman “techo de cristal”, es decir, el conjunto de elementos subjetivos e informales que evitan que las mujeres tengan acceso a los máximos niveles del poder, a una cultura dominada por valores masculinos, y en todo caso a una sutil y a veces burda manifestación del machismo.

En el ámbito laboral se vuelven evidentes las contradicciones que produce la ausencia de una identidad masculina que haya superado los “valores” machistas. En este espacio social los hombres someten a las mujeres a un juego en el cual la normatividad organizacional, es decir, los criterios institucionales, aparentan establecer un ambiente estructurado por valores que tratan por igual a hombres y mujeres. Sin embargo, la herencia de una cultura tradicional que ha privilegiado al hombre y resguardado las máximas esferas del poder para ese género impone una barrera invisible que contiene el ascenso de las mujeres a esos puestos. La cultura constituye, entonces, el conjunto de valores, principios, normas, percepciones sobre la vida y sobre los otros, que evita un contexto de competitividad realmente equilibrada entre hombres y mujeres.11

El conflicto para el hombre acontece cuando una o más mujeres desarrollan las capacidades suficientes para ganar en la competencia mejores posiciones jerárquicas a los hombres. En muchas ocasiones este resultado provoca por parte de estos últimos, la acusación de que las mujeres recurren a su sexualidad para obtener los ascensos. Y no se trata de la existencia o no de estas prácticas, que las hay, sino de advertir que en general los mexicanos utilizamos, tanto hombres como mujeres, este tipo de agresiones para desvalorizar los logros de compañeras de trabajo. En tal sentido, se advierte cómo el machismo se vierte en contra de los hombres, quienes se ven a sí mismos desvalorizados, pues una expresión deformada de lo que ha de ser la masculinidad moderna no puede continuar recreándose a partir de la superioridad sobre las mujeres. Esta concepción lo único que provocará es poner en riesgo la seguridad y estabilidad de la identidad masculina, pues es inevitable que las nuevas identidades femeninas derrumben las expectativas generadas por valores machistas.12

Otro aspecto importante es que el machismo adquiere enel espacio laboral expresiones aberrantes que deberían ser consideradas como un atentado contra la condición humana en general, y no sólo como una agresión al sexo femenino: el acoso sexual. Se trata de una percepción masculina que aún en la actualidad continúa concibiendo a las mujeres como objetos sexuales, situación que adquiere mayor nitidez cuando vemos a hombres que al llegar al poder, a un puesto en el que se ejerce cierta cuota de poder, sienten que las mujeres bajo sus “órdenes” se suman como una prestación más al cargo.

En todo caso, este fenómeno es la contraparte del caso de mujeres que, en efecto, utilizan la sexualidad como un instrumento más para ascender en su carrera profesional. La cuestión es que esta percepción de la mujer como objeto sexual ofrece diversos “espectáculos” que evidencian cómo incluso el hombre que tiene poder acaba siendo víctima de valores machistas, hasta caer en situaciones de ridículo. Por ejemplo, si una mujer utiliza la sexualidad para obtener sus objetivos representa un intercambio entre ella y su superior, pero habrá de reconocerse que existen mujeres que conscientes de sus “cualidades” sexuales juegan con el deseo masculino, ofreciendo sin conceder. Obtienen lo que se plantean como objetivo en las organizaciones, públicas o privadas, sin llegar a consumar algún tipo de intercambio sexual. Se trata de mujeres que sacan provecho de las fantasías sexuales de los hombres, sometiéndolos a su voluntad con la “promesa” de que algún día obtendrán lo que desean. Es el caso del varón domado por el deseo sexual. En este contexto, el hombre al desempeñarse en un puesto de poder aparece despojado de éste, al verse incapacitado para imponer su voluntad a quien, en una óptica autoritaria, le debe obediencia. De esta manera, tal conducta machista, la cual refleja la permanencia de percepciones instrumentalistas de la mujer como objeto sexual, termina alterando los papeles. Ya que la mujer a la que un “superior” desea, domina al poseer el “bien” que a él interesa.

A manera de conclusión

En la perspectiva de este ensayo se ha tratado de hacer patente que la interpretación sobre las relaciones genéricas inevitablemente gira en torno del otro. Así, el tratamiento de la masculinidad nos ha obligado a repasar sucintamente la problemática contemporánea de las mujeres que, ante las evidencias estadísticas, demuestran cómo la emergencia de nuevas identidades femeninas explican una importante dimensión del cambio cultural, de la misma forma que el tratamiento clásico de los estudios de la mujer condujeron, sin pretenderlo y en ocasiones hasta intentando evitarlo, a conocer las formas y tendencias históricas de la masculinidad.

Para decirlo de manera contundente: el estudio de uno de los géneros nos conduce, inevitablemente, al reconocimiento del otro, de tal manera que resulte extremoso el intentar aislar una parte que es inseparable del todo. La cultura genérica o de los géneros.

Sin embargo, una línea que sintentiza los diferentes aspectos a los que hemos hecho referencia es la concentración histórica del poder en el género masculino y la subordinación de la mujer. Tal situación refleja el ejercicio autoritario del poder que hoy amenaza tanto a hombres como mujeres, pues resulta cierto que el manejo monopólico del poder por parte de los hombres impuso una desigualdad armoniosa en el marco de la familia nuclear. Hoy, tanto las condiciones económicas como las culturales hacen impensable que las mujeres modernas, sobre todo aquellas que son conscientes de sus posibilidades de desarrollo, acepten una situación de desigualdad, por cómoda que ella resulte.

En ese sentido, y de aceptarse tal conclusión, tendremos que pensar cómo construir una cultura que supere las situaciones marcadas por una igualdad caótica. Una cultura que ubique, en todo caso, la solidaridad que se deben los géneros en las relaciones amorosas, amistosas o institucionales. No creemos adecuado adoptar una actitud pasiva ante una situación en la que los espacios sociales, públicos o privados, se conviertan en campos de competencia donde un género intenta demostrar que es superior al otro, pues ambos se verán afectados por el rencor del género coyunturalmente en desventaja.

Reconocer esta nueva condición social nos obliga a trabajar en todos los ámbitos para extirpar conductas que reproduzcan las prácticas autoritarias del pasado. Evidentemente, el reto es titánico, pero al menos, en la lógica de este ensayo, debemos tener claro que es urgente identificar los ámbitos más riesgosos, como son, por ejemplo, los espacios donde se recrea aún la violencia material y simbólica, y que hoy como siempre atenta más contra el género menos fuerte, como es la mujer y desde luego los niños. De esta manera, nuestra lucha debe apuntar a contrarrestar los excesos del machismo que someten a la mujer al hostigamiento o acoso sexual, o incluso hasta el aberrante extremo de la violación. La defensa de la mujer en este terreno garantiza la defensa de valores humanos generales, de la condición humana misma con la cual tanto hombres como mujeres quedamos comprometidos.

En ese sentido, es fundamental señalar que no se trata de generar tan sólo una nueva cultura genérica, sino de promover un cambio cultural general que propicie mejores condiciones económicas, políticas y sociales a las relaciones entre los géneros. Estaremos fracturando la realidad social, confundiendo una batalla con la guerra. Planteamos esto porque, precisamente, una hipótesis que guía este ensayo es que las actuales condiciones económicas y sociales van en detrimento de la percepción que de el hombre tiene de él mismo, provocándole una profunda crisis en su identidad genérica que le hace confundir si la causa proviene de la emergencia de las nuevas identidades femeninas o de condiciones económicas adversas. O será posible pensar que la crisis de la identidad masculina no afecta en la actualidad a las mujeres. De no ser así, tendremos que actuar conjuntamente para transformar con rápidez una cultura que todavía parece resistirse al cambio.

* Rafael Montesinos e sociólogo, maestro en economía y política internacional, así como candidato a doctor en ciencias antropológicas, y actualmente se desempeña como profesor-investigador del Departamento de Sociología de la Universidad Autónoma Metropolitana- Iztapalapa.
1 Estas definiciones sobre identidad y cultura son mías; evidentemente, existen otras más autorizadas como, por ejemplo, la de Marvin Harris que explica a la cultura como el conjunto aprendido de tradiciones y estilos de vida, socialmente adquiridos, de los miembros de una sociedad, incluyendo sus modos pautados y repetitivos de pensar, sentir y actuar (es decir, su conducta). Antropología cultural, Madrid, 1995, Alianza Editorial, pp. 20.

2Esta idea respecto a que el cambio de la cultura responde de manera menos dinámica que la economía y la política es de Daniel Bell. Las contradicciones culturales del capitalismo, Madrid, 1987, Alianza Universidad.

3Esta idea ha sido desarrollada ampliamente por Griselda Martínez refiriéndose a la progresiva incorporación de la mujer en el mercado de trabajo, su participación en la educación universitaria y su ascenso a las esferas del poder. “La mujer en el proceso de modernización en México”, revista El Cotidiano, núm. 53, marzo-abril, 1993.

4Basaglia, Franca. Mujer, locura y sociedad, México, 1987, UAP.

5 Para Marvin Harris “En Latinoamérica, los ideales de supremacía masculina, se conocen como machismo.En toda Latinoamérica, a los hombres se les exige ser macho –es decir, valientes, sexualmente agresivos, viriles y dominantes sobre las mujeres–. En casa, controlan el dinero a sus mujeres, comen primero, esperan obediencia inmediata de sus hijos, especialmente de sus hijas, van y vienen a su antojo, y toman decisiones que la familia entera debe seguir sin discusión”. “Llevan los pantalones”..., Antropología cultural, Madrid, 1995, 3a. reimpresión, Alianza Editorial, pp. 530.

6 Véase por ejemplo, el trabajo clásico sobre las características de los géneros de Anne-Marie Rocheblave Spenlé. Lo masculino y lo femenino en la sociedad contemporánea, Madrid, 1968, Ciencia Nueva.

7  Martínez, Griselda. “Empresarias y ejecutivas: una diferencia para discutir el ejercicio del poder femenino”, en El Cotidiano, núm. 81, enero-febrero, 1997. Además, “Las mujeres en las estructuras del poder político”, en revista Bien Común y Gobierno, núm. 22, septiembre, 1996.

8  Elias, Norbert. Conocimiento y poder, Mdrid, 1994, La Piqueta. En este libro el autor reflexiona sobre la relación de los géneros, estableciendo que el poder tiene que analizarse a partir de un cambiante equilibrio que permite explicar cómo la mujer viene participando, poco a poco, en el ejercicio del poder.

9  Harris, Marvin. Op. cit. En este trabajo el autor destaca cómo se ha incrementado en las sociedades hiperindustriales, la presencia de familias matrifocales, esto es, familias encabezadas por mujeres. La principal causa que él encuentra se ubica en una precaria situación económica a partir de la cual el hombre se encuentra ausente al perder la capacidad de sostener a la familia, y en su defecto, de apoyar en dicho sustento.

10  Martínez, Griselda V. y Rafael Montesinos. “Mujeres con pode: nuevas representaciones simbólicas”, en revista Nueva Antropología, núm. 49, marzo, 1996.

11 Se trata de comprender cómo la cultura “general” atraviesa la cultura organizacional que independientemente de los criterios institucionales, no puede escapar al conjunto de valores, normas, conductas y percepciones entre los géneros que prevalecen en el exterior.

12 Montesinos, Rafael. “Cambio cultural y crisis en la identidad masculina”, en revista El Cotidiano, núm. 68, marzo-abril, 1995.