Los límites del poder femenino
 
*Griselda Martínez Vázquez
Introducción

Es común escuchar que una de las características del fin de siglo es una transformación general de la vida social en el mundo. Los cambios de la política y la economía han dado forma a un nuevo sistema internacional que da cuenta del paso de la modernidad. Asimismo, las repercusiones de la tecnología en el desarrollo de los medios de difusión masiva han adquirido su expresión en la conformación de una nueva cultura que cuestiona la simbología que otorgaba identidad a los pueblos, las naciones, los grupos sociales, pero también a los individuos: hombres y mujeres.

De hecho, como muchos sociólogos y antropólogos de relieve internacional sostienen, el movimiento feminista es, sin duda, el fenómeno social que más ha impactado en los últimos cambios en el mundo. La emergencia de nuevas formas de identidad femenina significa el rompimiento con los valores y representaciones que sustentaron a las sociedades que hoy, a la luz del cambio cultural, aparecen como recuerdo del pasado. En ese sentido, el proceso de modernización que impulsa el movimiento feminista tiene su principal efecto en la reproducción de la vida cotidiana, de la que subyacen las relaciones sociales, principalmente las relaciones entre hombres y mujeres. De esa manera, se advierte cómo la configuración de nuevas formas de expresión del ser mujer da cuenta de un complejo proceso cultural que encuentra su explicación a partir de una re-valoración social de ésta.

Sin embargo, es indispensable reconocer que el cambio cultural generado por la emergencia de nuevas identidades femeninas no siempre ha sido recibido con beneplácito. Las instituciones conservadoras siempre han hecho patente su repudio en contra de las formas de participación actuales de la mujer; sea en el plano económico, político o sociocultural. Por otra parte, también es pertinente reconocer que la radicalización del feminismo de los años sesenta tomó banderas que no necesariamente propusieron alternativas para equilibrar las relaciones entre los hombres y las mujeres. El desafío que el movimiento feminista lanzó en Estados Unidos y Europa en los sesenta y setenta adquirió una semblanza amenazante para el status quo, que resintió una actitud intolerante de la juventud en general en contra de sus estructuras materiales y simbólicas.

En ese contexto adquiere importancia identificar los polos opuestos que definen la naturaleza del cambio cultural, pues es vital observar que la sociedad moderna enfrenta la disyuntiva de promover una cultura igualitaria entre los sexos o retroceder al pasado. Por esa razón la lucha entre lo viejo y lo nuevo se expresa a partir de un conjunto de contradicciones que se reproducen al unísono de relaciones sociales, que no terminan de definir su estructura a partir de valores proyectados por la tradición o la modernidad. Las posiciones de las fuerzas conservadoras (de la tradición) y del feminismo radical distan mucho de actitudes solidarias que impulsen la construcción de una etapa social que reconozca la igualdad entre los individuos. La falta de capacidad propositiva de estos extremos obedece, sobre todo, a que las dos posiciones intentan anular al contrario. En realidad se trata de una lucha entre antagónicos, entre dos extremos en extinción, puesto que el proceso cultural terminará por dar forma a una cultura moderna que no reconozca la validez de expresiones del pasado. Es obvio que falta mucho para que este proceso se generalice, y eso es exactamente lo que habrá de resolverse en términos de propuestas sociales que hagan más gentil esta etapa híbrida del proceso.

Partamos del hecho de que todo proceso de cambio genera contradicciones que en el campo de las relaciones sociales entre los géneros se pueden expresar a través de conflictos o crisis. Entonces, habrá que desentrañar, primero, la complejidad de un mundo proyectado desde posiciones que pretenden imponerse como verdades absolutas: los conservadores negando los avances culturales que propician las nuevas identidades femeninas y las feministas radicales que no reconocen que toda la sociedad ha avanzado en la revaloración del papel de la mujer. En esta dualidad se debate el objetivo de este ensayo, pues plantea las condiciones generadas por la emergencia de nuevas identidades femeninas que benefician a las jóvenes generaciones y explica de manera general las limitantes en el desarrollo económico, político y cultural de las mujeres modernas. Se trata, entonces, de un planteamiento que intenta ser más analítico y propositivo que las posiciones conservadoras y radicales. En ese sentido se dirigen las siguientes ideas.
 

 
 
El techo de cristal

El techo de cristal es un término metafórico que intenta sugerir la existencia de un límite que impide la continuidad del desarrollo de la mujer en cualesquiera de los ámbitos sociales en los que se desenvuelve. El techo sugiere que la mujer encuentra un límite en su ascenso en las estructuras de poder y, por tanto, a una condición inédita, pues históricamente ha estado excluida del poder. La idea del cristal alude a un límite imaginario y, por ende, subjetivo, que impide a las mujeres que ya participan en el ejercicio del poder escalar las máximas posiciones jerárquicas. En ese sentido, el techo de cristal representa un límite simbólico que resguarda para los hombres las posiciones más altas en las que se ejerce la toma de decisiones.

Evidentemente, el término alude a un tipo de mujer que sale de la generalidad, pues no se trata sólo de un sujeto social que ha impulsado el cambio cultural, que ha conquistado el espacio público, sino de una mujer que ha irrumpido en el último espacio que la sociedad tradicional resguarda para el hombre: el poder. En ese contexto, es necesario ubicar que esta nueva condición sociocultural propicia la emergencia de una nueva forma de identidad femenina que da cuenta del cambio cultural, de las expresiones del paso de la modernidad.

La primera reflexión en torno de las mujeres con poder (líderes, funcionarias, ejecutivas, empresarias, intelectuales, artistas, deportistas, etcétera) exige destacar algunos elementos que tienden a ocultar, y a veces a satanizar, su presencia. El primero, que atribuyo a las corrientes conservadoras que censuran en general la participación de la mujer en actividades que, según ellas, habrían de permanecer resguardadas para los hombres. En el fondo se trata de una argumentación simplona que insiste en que la participación de la mujer en los espacios públicos ha provocado el desorden de la vida cotidiana y, por tanto, el deterioro de la célula fundamental de la sociedad: la familia. En esta perspectiva, el "desorden" se resolvería si la mujer vuelve a su espacio natural: el privado.

El segundo, corresponde al feminismo radical, que sigue obstinado en negar que la sociedad se ha transformado al grado de abrir espacios de participación para la mujer.

La presencia de las mujeres que han accedido al poder aparece negando la principal bandera de esta posición, pues sostiene per se la idea de que continúan subordinadas a la autoridad masculina. La combinación de estas dos posiciones da como resultado una calificación peyorativa de estas mujeres, quienes al ejercer el poder entran en un proceso de deterioro genérico en el cual pierden su identidad femenina, comenzando a introyectar los esquemas masculinos. Esto es, según esta interpretación, las mujeres se masculinizan.
 

 
 

Tercero, la visión como objeto de estudio que las especialistas en estudios de la mujer tienen de aquellas que ejercen
el poder, en un contexto académico en el cual predomina el estudio de las marginadas: obreras, campesinas, costureras, indígenas, presas, trabajadoras domésticas, etcétera. En el fondo, la presencia de mujeres que ejercen el poder aparece como contrahipótesis de sus objetos de estudios, además que sintetizan el proceso cultural que ha visto emerger a las nuevas identidades femeninas. Sobre todo, respecto de la subordinación hacia el hombre en el espacio privado. Aunque en los últimos años el tema de las mujeres con poder se ha vuelto una novedad, se mantiene la subordinación de éstas, con una serie de limitaciones en el ejercicio del poder.

Cuarto, el tratamiento que hacen "estudiosas" del género femenino, en el que se privilegia la descripción estadística, y que como algunos estudios rudimentarios sobre mujeres marginales le conceden mayor importancia al ¿cuántas mujeres con poder son?, ¿dónde se encuentran? Se trata de trabajos que al adolecer de un enfoque de género empobrecen el conocimiento acerca de las mujeres que ejercen el poder. Por último, están las imágenes que proyectan los medios masivos de difusión, donde las revistas "femeninas" como Vanidades, Kena, Cosmopólitan, etcétera, se han encargado de difundir una identidad de las mujeres ejecutivas destacando la feminidad e instruyendo sobre estrategias para alcanzar el éxito.

Estas perspectivas acerca de las mujeres con poder dan cuenta, sin quererlo, de la complejidad y variedad cultural que implican estas formas de expresión de la identidad femenina. Por ejemplo, las interpretaciones conservadoras que identifican en la participación económica de la mujer la causa de la descomposición social, no hacen sino reflejar las transformaciones de la vida cotidiana que ha propiciado el hecho que la mujer haya irrumpido en la vida pública. Su nueva condición social conferida por un proceso paulatino, a partir del cual la mujer va conquistando su independencia económica, propicia una transformación que se va advirtiendo poco a poco, pero que rápidamente adquiere un profundo carácter que marca las nuevas relaciones sociales en el espacio privado. Aquí, la importancia de que la mujer participe en el mercado de trabajo constituye la base de la que parte un proceso de emancipación que cuestiona en la cotidianidad a la autoridad masculina y se establecen diversas formas de relacionarse en el espacio laboral. Un tema no estudiado es el uso de estrategias femeninas, sobre todo la seducción, para conquistar los espacios de poder en las organizaciones, situación que pone en desigualdad de oportunidades a los hombres que están en el mismo nivel y con las mismas calificaciones que las mujeres, pero no con las mismas posibilidades para el ascenso.

El cambio cultural que propicia las nuevas formas de participación social de la mujer provoca un desajuste en la estructura tradicional de la familia que se sustenta, por un lado, en el papel proveedor del hombre y, por otro, en la definición del espacio privado como el "natural" de la mujer. El status quo de la sociedad tradicional que sustenta su armonía en la imagen de una mujer que se realiza como persona a través de los otros, el esposo, los hijos o la familia en general, va perdiendo razón de ser en la medida que la mujer, a partir de los años sesenta, adquiere conciencia de su independencia económica.

La cercanía de un proceso de autonomía individual va quedando cada vez más al alcance de los roles sociales que corresponden al ser mujer. El estereotipo de la ama de casa va dejando de ser el modelo a seguir de las nuevas generaciones, las cuales comienzan a experimentar conductas sociales que toman como parámetros valores que contravienen a las estructuras de una sociedad convencional, regida por valores asociados al pasado. El matrimonio, por ejemplo, sufre el deterioro de instituciones que dejan de responder a los cambios de los nuevos tiempos. La modernidad, como expresión de lo nuevo, adquiere relieve en el replanteamiento de las relaciones sociales en los espacios cotidianos. La virginidad pierde importancia como valor colectivo, aunque esa transformación no se exprese de manera generalizada en los espacios privados. Sin embargo, el cambio cultural que registra el mundo en los años sesenta es el inicio de un proceso que aún no concluye, pero que apunta, según las tendencias que se registran en los noventa, hacia la construcción de una cultura moderna que se regirá por otros valores sociales.
 

 
 

La redefinición de las relaciones en el espacio privado plantea una reestructuración jerárquica, pues en la medida que la mujer va comenzando a controlar el ambiente donde se reproduce la familia, la autoridad del hombre —reflejada en la figura paterna— se va deteriorando. Lo anterior se presenta en general en el proceso de independencia de los hijos, quienes, fundamentalmente en la lógica de la sociedad tradicional, al incorporarse al mercado de trabajo van construyendo su independencia respecto de la figura paterna. En ese sentido, la mujer que se va incorporando al trabajo crea poco a poco las bases de su independencia. Se trata de una nueva condición social a partir de la cual cuenta con los recursos para no atarse de por vida a un hombre, del que en otras circunstancias dependería su sobrevivencia.

En ese mismo sentido, pensemos en el caso de las mujeres que obtienen los mismos recursos económicos que sus parejas. Por supuesto, no queda garantizada una relación equilibrada entre ellos, pues cae sobre el rol femenino el peso de una cultura que le asigna la responsabilidad de los quehaceres domésticos. En ese contexto se da, todavía, la tendencia de la doble jornada femenina, pues su pareja no asume una relación con iguales derechos.

Pero, independientemente de la variedad de casos que se presentan en la realidad, el hecho de que la mujer participe en la economía propicia la erosión de las estructuras simbólicas que sustentan la autoridad masculina. Esto se observa en muchos otros casos donde la mujer puede estar ganando algo menos que el hombre, pero que participa en las decisiones que definen el rumbo de la familia. Situación confirmada con aquellas que ganan más que su pareja, pues ahí parece inevitable reconocer los mismos derechos del hombre, aunque existan también casos en los que se dé una relación de subordinación de la mujer, aunque ésta gane más que el hombre. Lo importante de una situación de este tipo es la presencia de valores tradicionales en muchas mujeres que han demostrado capacidades para ejercer el poder.

Respecto de las posiciones que reniegan de las nuevas presencias de la mujer, el caso de aquellas con poder genera una contradicción entre una realidad cambiante y una concepción que obedece más a una condición ideológica que a una actitud analítica y propositiva. La calificación peyorativa de "mujeres masculinizadas" refleja, contradictoriamente, condiciones sociales que van cediendo espacios al paso de la mujer moderna. No se dan cuenta de que las mujeres con poder representan muchas posibilidades para impulsar su carrera dentro de las diversas estructuras del poder. En todo caso, no tienen la capacidad para reconocer que la experiencia de las mujeres que han accedido al poder representa una amplia gama de estrategias que habrían de considerar aquellas otras mujeres que se plantean como objetivo de su proyecto personal llegar a ejercer el poder. Con su presencia en los niveles donde se toman decisiones reflejan, en todo caso, que hoy el poder no es algo privativo de los hombres. Y no se trata de un proceso de masculinización que transforma de forma subjetiva a la mujer, sino de un fenómeno que demuestra que el poder no tiene sexo.

El problema que plantea esta situación ha de observarse a la luz de las formas de liderazgo que, en efecto, tiene formas de expresión autoritarias a partir de las cuales tanto hombres como mujeres adopten conductas que hagan factible calificarlos como autoritarios. De esa manera, tendrá que reconocerse que no todos los liderazgos masculinos son autoritarios ni todos los femeninos son democráticos, pues podemos afirmar que existen mujeres que ejercen el poder de manera autoritaria.

En el caso de las posiciones escépticas respecto de las nuevas presencias femeninas a partir de mujeres que ejercen el poder, se advierte una sorpresa que no se sobrepone ante los hallazgos que representa ese objeto de estudio. Pero, en realidad, se trata de un tipo de mujeres que pueden reproducir patrones en el ámbito de su vida privada, como es el caso de la necesidad de establecer redes de apoyo para que se hagan cargo de sus hijos mientras terminan con sus responsabilidades laborales. Es evidente que las condiciones son en realidad diferentes, pues las diferencias sociales sugieren situaciones polarizadas entre la vida familiar de una obrera, por ejemplo, y una ejecutiva, pues las remuneraciones que reciben las mujeres que ejercen el poder posibilitan a la familia condiciones para contratar trabajadoras domésticas que se hacen cargo de los hijos, sobre todo cuando se encuentran en las etapas infantiles. Por otra parte, la actividad de las mujeres que han accedido al poder propicia actitudes que promueven relaciones más igualitarias con sus parejas. Sería absurdo que tuvieran capacidad para tomar decisiones en una empresa tan importante como un banco, una institución pública, etcétera, y se mostraran subordinadas en el espacio privado.
 

 
 
   
En el caso de las interpretaciones estadísticas, éstas invitan a una reflexión que supere la capa de humo arrojada sobre el tema, pues las "estudiosas" que no cuentan con el recurso de la interpretación genérica sugieren conclusiones mecánicas, ya que no tienen la capacidad para cuestionar los datos. Me refiero a lo siguiente: las estadísticas muestran que existen, por ejemplo, tal número de ejecutivas o funcionarias, pero esto no cuestiona las condiciones culturales que esas mujeres tuvieron que revertir para acceder a esos puestos. Sería pensar que una Tatcher representaría una situación generalizada, en la cual todo depende de la decisión de quien quiera llegar hacia una posición de poder. Advertir que las ejecutivas van en ascenso porque existe una directora de área es ignorar una infinidad de aspectos que plantean la diferencia entre mujeres y hombres ejecutivos, que, en todo caso, es el fin de la interpretación que privilegia la categoría del género. Ni mucho menos podría aproximarse hacia el estudio de las mujeres que han accedido al poder a partir del fenómeno del techo de cristal, que descubre los límites que una sociedad patriarcal le impone a las mujeres que van escalando las estructuras de poder.

Por su parte, las imágenes de las revistas "femeninas" nos proyectan la idea de una feminidad profundamente estereotipada, que en la figura de las mujeres con éxito —normalmente profesionales o ejecutivas, personificadas por modelos— adquiere una imagen distorsionada de ellas. Además, estos artículos que versan sobre la vida de las mujeres con éxito van acompañados de una serie de tips que supuestamente les ayudarán a tener una actitud más asertiva. Sin embargo, resulta interesante advertir que las imágenes que en esos medios se proyectan de las mujeres con éxito, con obligado iusacel en mano, se combinan con un manejo mercadotécnico de la feminidad que proyecta al cuerpo de la mujer como objeto del deseo masculino, y una indumentaria que en todo caso sería reflejo de una suerte de masculinización. El traje sastre y los blaizer pueden sugerir que los espacios del poder imponen ciertas normas informales, hacia los cuales tanto hombres como mujeres se han de adaptar.

El techo de cristal aparece como un conjunto de elementos subjetivos, informales, que impiden de manera generalizada que las mujeres con poder alcancen las posiciones más altas en las estructuras jerárquicas, trátese de organizaciones privadas o públicas. De tal manera que es fundamental un tratamiento de las mujeres con poder desde el punto de vista de la cultura, pues los imaginarios colectivos y de género representan los referentes inmediatos que definen las relaciones entre los géneros, ya sea en el espacio privado o en el público. En ese sentido, el techo de cristal representa un conjunto de estructuras simbólicas a partir de las cuales los hombres dificultan o impiden el desempeño de las mujeres en los espacios de poder. Al mismo tiempo, este fenómeno permite reconocer que el predominio de una cultura patriarcal termina por definir, también, las expectativas de la mujer, de tal forma que los valores que ellas introyectan en su proceso de socialización imponen elementos subjetivos de autolimitación en su desempeño en las estructuras de poder.

A manera de conclusión

Aproximarse a los problemas de la mujer exige contar con el instrumental conceptual adecuado para identificar su presencia en el contexto general del desarrollo de la sociedad. En ese sentido, la teoría es el elemento que posibilita ordenar una realidad que, por su complejidad y dinámica de cambio, impide su comprensión. Así, el carácter de las formaciones sociales se fragmenta, de tal manera que facilita el análisis de los cambios sociales registrados. Por esa razón, los procesos estructurales económico-sociales y los culturales, ideológicos y políticos definen grosso modo los ámbitos a los que dirigiremos nuestra atención, privilegiando los propósitos que persigue la transformación social desde la perspectiva de la cultura, en la medida que es en ésta donde se registran, de manera sintética, las transformaciones y la vinculación entre cada una de las esferas sociales que señalamos anteriormente.

Visto así, la situación y el papel que juegan las mujeres se tienen que analizar en el marco del continnum histórico de la sociedad mexicana, en el entendido que el rol asignado socialmente a la mujer es uno de los elementos principales en el cambio cultural que permite observar la transición de una sociedad tradicional a una moderna.• 

*Griselda Martínez Vázquez es profesora - investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco, en el Departamento de Producción Económica. Tiene una especialidad en estudios de la mujer por El Colegio de México; maestra en ciencias sociales por la Flacso-México; maestra en gestión socioeconómica por la Universidad de Lumière y doctorante en ciencias antropológicas por la UAM-Iztapalapa.
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