Palabra y silencio: la lucha por la expresión


* Luis Ignacio Sáinz

El objeto del lenguaje no es lo real sino su manifestación sígnica. Las palabras son vestigios de la reflexión; formas heroicas de superación del silencio, ecos de vida, pero sólo eso: sonidos y, las más de las veces, ruidos. La paradoja navega sin término aparente, flota en búsqueda de su sentido exacto, pues "así, en un extremo, la realidad que las palabras no pueden expresar; en el otro, la realidad del hombre que sólo puede expresarse con palabras", en la sentencia de Octavio Paz.

Queramos o no estamos forzados a confiar en el lenguaje; sumidos en su geografía incierta que —al mismo tiempo— encierra y libera a sus moradores. Es nuestra única opción para enfrentar al mundo y, con violencia, vencerlo. Con él y contra él, tan inasible deviene nuestra actitud, ambigüedad que nos marca y lacera. Somos entes gramáticos empeñados en expresarse "realmente" más allá de los símbolos y los signos.

El sistema de signos que es el lenguaje, que con su pura existencia transfiere todo de antemano a algo ya preparado por la sociedad, defiende a ésta según su propia figura, antes de cualquier contenido.
Theodor Wiesegrund Adorno

Empero, los retos que las palabras nos imponen son todavía mayores, ya que los "vasos sagrados", en la denominación de San Agustín, vierten sus contenidos de modo permanente; la realidad —justo sería señalar las realidades— se transforma a gran velocidad y sin tregua, modifica sus perfiles y agota las posibilidades comprensivas de nuestro vocabulario. El lenguaje viaja con lentitud, se diría que con parsimonia, como convencido de lo inútil de su esfuerzo por rendir cuentas de un mundo en constante rotación. Por ello, quizás, el silencio resulte en ocasiones más elocuente para descifrar los enigmas de la historia y de los seres que deambulan en su territorio. Incluso podríamos calificarlo, al silencio, de un "no decir expresivo" frente al asombro que le impone el mundo y sus manifestaciones.

Sin escapatoria, estamos condenados a vivir de palabras, recreando sus sonidos y especulando sobre sus significaciones, pues el sujeto de conocimiento antes de actuar "escucha ya en la estepa de sus tímpanos retumbar el gemido del lenguaje", de acuerdo con los versos magníficos de José Gorostiza. Todo lenguaje es de naturaleza sucesiva, salvo las palabras compuestas y las derivaciones, las lenguas resultan ser inexpresivas. No aprehenden la realidad, la piensan y suponen; de hecho la reconstruyen vía la postulación de conjeturas. Imposible entonces argüir que pensamiento y realidad son traducibles. Ludwig Wittgenstein, apesadumbrado por ello, escribió: "Sólo puedo nombrar los objetos. Los signos los representan. Yo solamente puedo hablar de ellos; no puedo expresarlos. Una proposición únicamente puede decir cómo es una cosa, no qué es una cosa".

Tal vez por ello alguien ha propuesto que las palabras deben someterse a tratamiento de rehabilitación, debiendo ser amasadas una y otra vez hasta que adquieran elasticidad suficiente para ser instrumentos capaces de transferir sentido y significado. El poeta sugiere y amonesta:
 

Dales la vuelta,
Cógelas del rabo (chillen, putas),
Azótalas,
Dales azúcar en la boca a las rejegas,
Ínflalas, globos, pínchalas,
Sórbeles sangre y tuétanos,
Sécalas,
Cápalas,
Písalas, gallo galante,
Tuérceles el gaznate, cocinero,
Desplúmalas,
Destrípalas, toro,
Buey, arrástralas,
Hazlas, poeta,
Haz que se traguen todas sus palabras.


Las palabras como fuentes de convicción; fuerzas interesadas en hacerse materiales al pretender arrebatarle al mundo sus secretos. Su límite: la efectiva comunicación, ya que la combinación de letras y consonantes, el diseño de una cadena fónica significativa, no forzosa o mecánicamente cumple el propósito de predicar la realidad y sus fenómenos en el ámbito de una auténtica comunidad de diálogo. Las palabras sin sentido compartido pueden terminar reducidas a la melancólica condición de "islas de monólogos sin eco".

Consciente de tales limitaciones y resuelto a superarlas, Jorge Cuesta ofrenda una suerte de oración secular en "Una palabra obscura":
 

 
 
En la palabra habitan otros ruidos,
como el mudo instrumento está sonoro
y al inhumano dios interno el lloro
invade y el temblor de los sentidos.

De una palabra obscura desprendidos,
la clara funden al ausente coro,
y pierden su conciencia en el azoro
preso en la libertad de los oídos.

Cada voz de ella misma se desprende
para escuchar la próxima y suspende
a unos labios que son de otros el hueco.

Y en el silencio en que sin fin murmura,
es el lenguaje, por vivir futura,
que da vacante a una ficción un eco.

La palabra como acto de voluntad e inteligencia orientada a desandar las distancias entre los sujetos, tanto como a reintegrar la totalidad de lo existente que, lejano y extraviado el Paraíso, sólo se nos muestra en migajas y fragmentos. Ella, tal vez sin saberlo, encarna un desafío: el de querer ser como los dioses, emularlos y desplazarlos con la apropiación del poder de nombrar las cosas. Con el ánimo de contener semejante rebeldía, San Buenaventura solía definir al silencio, esa escurridiza contra-imagen de la palabra, como la actitud mística frente a la inefabilidad del ser supremo. La negación del sonido como postración y homenaje en calidad incluso de renuncia al ser, al olvidar o renunciar a la plena humanización que se conquista por el trabajo y el lenguaje. El silencio como respeto y manifestación del azoro ante lo infinito y lo inexplicable, deviene elocuencia pura, una actitud cargada de significación e intención, reverencia ante lo absoluto.

La palabra se vincula con la expresión de una fuerza sustancial, de una posibilidad asociativa y comprensiva, sin que en sí misma encuentre su valor en un significado determinado. Trasciende los contenidos para entronizarse en una especie de energía predicativa. Lo hace de esta manera justo porque la realidad se le niega y oculta, no le es directamente propia. El lenguaje nunca parte o comienza su recorrido a partir del universo fenoménico, sino que, antes al contrario, hacia él se dirige. En este sentido, las voces articuladas constituyen instrumentos reconstructivos que, desde el lanzamiento de una o varias conjeturas, postulan "su realidad".

Para Giordano Bruno la materia gusta de la metonimia, desplaza su sentido a través de imágenes y emblemas siempre renovados; se solaza en disfrazarse y en ese intento por diluirse y ocultarse reivindica la imposibilidad de ser conocida de modo directo. Será preciso, entonces, perseguirla paso a paso mediante nuestro único arsenal: el de los conceptos o las palabras. Formas de entendimiento que descubren una verdad atávica: el mundo es en sí mismo lo que no se sabe. Eterno desconocido, el mundo, la materia o la realidad, recurriendo a la denominación más apetecible, está allí como un testimonio, un punto de referencia que sólo se ofrece marginalmente a la intuición. Por ello, la recurrencia a la poesía y los poetas en la pretensión por descifrar misterio tan insondable, mitiga o explica la distancia entre las palabras y el silencio.

 
 

Marco Antonio Montes de Oca extrema la percepción de dolor tan singular, cuando reclama decepcionado:
 

De nada sirvió el gran prodigio
si cada hombre habla en el desierto, come de su voz,
rasga el aire murado de la palabra,
tortura a solas los sangrantes flancos de la sílaba
y pierde entre sus labios el esfumado mendrugo
de la claridad.


La misma desesperación por lograr una expresión fluida y —sobre todo— una respuesta al pronunciamiento predicativo contenido en las palabras, atraviesa el discurso de Gilberto Owen, quien en Sindbad el varado enuncia el delicioso sin-sentido de "y el vacío me nombra con tu boca", agregando:

Pero ahora el silencio congela mis orejas;
se me van a caer pétalo a pétalo;
me quedaré completamente sordo;
haré versos medidos con los dedos;
y el silencio se hará tan pétreo y mudo
que no dirá ni el trueno de mis sienes
ni el habla de burbujas de los peces.

Los hechos, comprendidos cual si fueran cualidades dadas son inaprehensibles para la mente humana; su representación sígnica es lo que atrapa el sujeto, ya no cosas sino objetos elucidados y construidos. Alegórico o figurado, la realidad del mundo y el mundo de la realidad comparecen ante nosotros por cortesía y mediación de las palabras y, claro está, gracias a la elocuencia, misteriosa y episódica, del silencio. "Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo", Wittgenstein dixit.

Sin más, nos ubicamos "en la orilla letal de la palabra" abusando de Muerte sin fin. Aquí pudiera anclarse la definición aristotélica de "afección del alma" cuando explica el nexo fecundo y problemático entre el nombre (la palabra, la voz, el concepto, el signo) y el designado (la cosa, el objeto, el fenómeno, la realidad). Proceso —el de la apropiación del mundo que buscan las palabras— en el que participan indiferenciados los momentos de la percepción, la demostración y la atribución. Todas ellas son operaciones intelectuales, distanciadas del referente, la circunstancia histórica o fenoménica, que se afanan en disectar y comprender. Dar cuenta de seres, entes y accidentes escurridizos es, ni más ni menos, que el enorme —quizás inalcanzable— cometido que persiguen las palabras: estar siempre al acecho de su presa, el mundo.
 

 
 
   

Salvador Novo tenía razón al delinear los confines de la potencia expresiva, cuando nos convida en "Ofrenda" dos versos impecables: "Mi lengua, perforada de palabras, libó miel en silencio…" La magia del lenguaje reposa en una convicción fundamental: la de ser algo más que una operación lógica que genera la (aparente) correspondencia de sujeto y predicado mediante la cópula; pues vehemente intenta abatir la distancia entre el pensamiento y el universo fenoménico, jamás ceja en su compromiso por vencer el abismo que separa a los seres y las cosas, pero al no lograr
4140lo por completo —a la manera de un castigo del eterno retorno, Sísifo por caso— renueva su destino, que no es otro que el de fundar los esponsales de tan esquivos y díscolos contrayentes: el mundo y la palabra.

Habrá que asumirnos como huéspedes del silencio, asentarnos en sus dominios, habitarlo literalmente, para infundirle sentido e intención con la energía de las palabras, respetando su rara elocuencia y cumpliendo nuestra condición de seres gramáticos, ya que "las palabras vuelven… como tatuajes o cicatrices ásperas". Son las señas de identidad de nuestras escaramuzas cotidianas, por ello debemos valorarlas y —sobre todo— fluir en ellas, arremetiendo contra el silencio. Ésta es la lucha por la expresión. Sólo así, librándola a plenitud, podremos ser protagonistas en la realidad, el mundo y la materia.•

*Luis Ignacio Sáinz (Guadalajara, Jalisco, 1960). Politólogo egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ensayista dedicado a temas de filosofía y teoría política y estética. Entre sus libros destacan: Los apetitos del Leviatán y las razones del Minotauro; México frente al Anschluss: La anexión de Austria por la Alemania nacional-socialista en 1938; Disfraz y deseo del jorobado: Hacia una teoría del amor cínico en Juan Ruiz de Alarcón; Nuevas tendencias del Estado contemporáneo; Entre el dragón y la sirena, la Virgen: Apuntes sobre un cuadro de Baltasar de Echave Ibía; Los apetitos del Leviatán y las razones del Minotauro: Hermenéutica política y dominación; Xavier Esqueda: Un homenaje; de próxima aparición, De Arieles, Prósperos y Calibanes: Notas políticas sobre América Latina.