Huitzilopochtli y Guadalupe:
la simétrica reinvención del mito

*Carlos Gómez Carro

El de 1604 resulta un año axial para la concepción del mundo mexicano. Es el comienzo, como señala Jacques Lafaye en su Quetzalcóatl y Guadalupe, de un largo siglo en el que se delinean los rasgos inherentes, el marco general de la identidad cultural en México. Es en ese año que se publica "Grandeza mexicana", extenso poema de Bernardo de Balbuena en el que el amor por una mujer inaccesible lo trastoca en el de una prodigiosa patria adoptiva, equiparable al Paraíso. Amalgama entre mujer y entorno que, con diversas tonalidades, inauguraría esa insistente asociación (popular, musical, literaria) de una patria imbuida de atributos femeninos. A veces mujer imposible, fatal o violada, imagen sagrada o madre venerada, que después del poema de Balbuena encontraría en aquel siglo otros momentos singulares, epifánicos, en la "Primavera indiana" de Carlos de Sigüenza y Góngora, o en los endecasílabos de un soneto de Luis de Sandoval y Zapata, en los que, a propósito del milagro de la conversión de las rosas en la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, al que aluden las apariciones en el Tepeyac, celebran la supremacía de aquellas flores (que al morir se hacen María) sobre el asombro del Fénix, cuyo polvo renace en pluma.

Lo cierto es que, como reflexiona Lafaye, el poema de Balbuena parece crear las condiciones espirituales para el surgimiento de lo maravilloso durante el siglo xvii novohispano, que contrasta con ese fin de la historia, el apocalipsis que se había vivido en la centuria anterior. La invención más prodigiosa de la Nueva España no es en el plano de las ideas o de carácter estético, razonaba Octavio Paz, sino en el orden de las creencias. Alrededor de la Virgen de Guadalupe se condensarían y recrearían los distintos imaginarios que en relación con un entorno común, metafísico y terrenal, habrían convocado castas, criollos e indígenas en el siglo posterior a la conquista. Acontecimiento que, de acuerdo con el historiador alemán Richard Nebel, ha jugado un papel determinante en la configuración de la historia de México.1

Desde que nacimos, vinimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte.
 
Nican mopohua

Y si el historiador se cuida de llamarle "acontecimiento" y no "aparición", no es sólo por el señalamiento de que tal suceso no ha concluido, pues sigue conminando nuevas adhesiones a la fe propuesta, sino porque en el examen exhaustivo, riguroso, de la documentación disponible no ha sido posible hacer la confirmación histórica de los hechos que la tradición guadalupana consigna. En efecto, no hay una sola nota específica por parte de Fray Juan de Zumárraga, personaje central del relato de las apariciones, acerca de los sucesos en el Tepeyac, y sí, en cambio, una muestra de su escepticismo frente a la necesidad de nuevos milagros. Tampoco hay noticias de las apariciones en Mendieta, Durán, Las Casas o Sahagún; aunque sí preocupación, por parte de este último, acerca del culto a Guadalupe en el mismo sitio en que se le ofrendaba a Tonantzin Cihuacóatl ("Nuestra venerada madre, Mujer serpiente") hasta antes de la conquista española. Esta falta de evidencias directas y registros contemporáneos, aunado a las similitudes del relato del Tepeyac con las narraciones de apariciones marianas en España, en especial la de Guadalupe de Extremadura, es lo que ha alimentado la histórica polémica entre aparicionistas y antiaparicionistas, desde el siglo xvii hasta nuestros días.2

Lafaye nos indica que en el primer cuarto del siglo xvi el padre Diego de Ecija habría escrito el Libro de la invención de Santa María de Guadalupe, texto que fija la tradición aparicionista de la Guadalupe española; en Nueva España, también con más de un siglo de distancia, como en el caso antes señalado, Miguel Sánchez publica en 1648 Imagen de la Virgen María madre de Dios de Guadalupe, milagrosamente aparecida en la ciudad de México, primer texto publicado en el que se consigna el relato de las cuatro apariciones de la Virgen de Guadalupe en el Tepeyac, en 1531.

Un año después, en 1649, Luis Lasso de la Vega publica a su vez, en náhuatl (lengua que manifiesta no manejar bien, y a pesar de que antes de la publicación del libro del bachiller Sánchez dice desconocer la tradición de las apariciones), la leyenda piadosa referida a los acontecimientos milagrosos de 1531, Huey tlamahuicoltica… texto que para unos, Joaquín García Icazbalceta y Lafaye, es la adaptación del libro de Miguel Sánchez, y para otros, en su parte medular, es el traslado de una crónica indígena, cuyo manuscrito no se ha encontrado, de la segunda mitad del siglo xvi, el Nican mopohua ("Aquí se narra"), que habría sido redactada por Antonio Valeriano, un indígena formado en el colegio de Santiago Tlatelolco y discípulo de Fray Bernardino de Sahagún ("quien sabía hablar latín" y hacia 1573 fue "juez gobernador" en Tenochtitlan, apunta Tezozómoc en su Crónica mexicáyotl, texto de principios del siglo xvii). De este parecer son Carlos de Sigüenza y Góngora, quien afirma, jura, tener en su poder dicho documento; Lorenzo Boturini, expulsado de la Nueva España y confiscada su biblioteca antes de que pudiera escribir su proyectada historia guadalupana fundada en fuentes indígenas; Mariano Fernández de Echeverría y Veitía, heredero de los escritos de Boturini, y Ángel María Garibay. Este último considera que Valeriano, junto con otros condiscípulos del colegio de Tlatelolco, recopila y redacta el Nican mopohua entre 1560 y 1570, cuando un grupo nahua escribía el Codex Florentinus y los Colloquios y Doctrina christiana, si no con la anuencia sí con la tolerancia de Fray Bernardino de Sahagún; suposición que O'Gorman y Nebel descartan, dado el notorio rechazo de Sahagún a cualquier tipo de sincretismo entre lo propiamente cristiano y las creencias del antiguo México.

A los argumentos de Garibay, en donde el nahuatlato reconocería rasgos estilísticos indígenas en el Nican mopohua, se agregan las observaciones acerca del refinado náhuatl empleado en el relato de las apariciones que, entre otros, señala James Lockhart; el estudio comparativo que, sin ser exhaustivo pero sí suficientemente elocuente, efectúa Richard Nebel3 de este texto y los Cantares mexicanos, que muestra coincidencias sorprendentes e innegables de naturaleza discursiva entre las dos obras, y, sobre todo, el acucioso y puntual estudio, de carácter lingüístico y filológico, que emprende Miguel León Portilla en su Tonantzin Guadalupe, en el que además de describirnos el empleo en el Nican mopohua de un lenguaje sofisticado y estético, nos muestra los vasos comunicantes que mantiene el relato con lo mejor de la tradición clásica de la literaria indígena, y con ello también la razonable certidumbre de que su autor, presumiblemente Antonio Valeriano, manejaba con destreza las sutilezas argumentativas y verbales de "no poco del universo de símbolos característicos del náhuatl clásico, a través de los cuales los tlamatinime o sabios se comunicaban entre sí".4 Estos argumentos refuerzan la idea de que se trata de un texto concebido originalmente en náhuatl por un profundo conocedor de la tradición tolteca-azteca, lo que complica notoriamente la verosimilitud de los argumentos que sostienen la autoría de Lasso de la Vega. Sobre este punto Francisco de la Maza negaba, en 1953, cualquier posibilidad de plagio, señalando que los "arcaísmos" nahuas a los que se refiriera Ángel María Garibay y que habría empleado Lasso de la Vega son para "indigenizar" su relato y hacerlo "propio para ellos", los cuales pudo haber tomado de los Anales, sin entrar en mayor análisis; él, que en todo lo demás se muestra tan cuidadoso.

 
 

De cualquier manera, ya sea un documento indígena o un ejercicio de tutela religiosa cristiana, dados los evidentes lazos del relato guadalupano del Tepeyac con la tradición aparicionista española, tenemos un texto que habría procurado de manera consciente establecer un puente de diálogo entre la tradición literaria y mítica nahua y la exégesis religiosa cristiana, lo que de forma convencional llamamos sincretismo. Esto lo haría, tal vez, el producto más significativo del diálogo religioso y cultural que se diera entre indígenas y misioneros, sobre todo en el tiempo en que existió el colegio de Santiago Tlatelolco. Y si el Nican mopohua es un texto conscientemente sincrético, ¿hasta qué punto lo es también el cuadro guadalupano, más allá de la ambigüedad popular de llamar de manera indistinta Tonantzin ("Nuestra querida madre") a Guadalupe y a Cihuacóatl-Coatlicue?

Si retomamos la explicación que propone Lafaye acerca de la autoría del cuadro, es destacable que descarte a la imagen que hoy conocemos como la misma que motivara en el siglo xvi una enorme controversia entre los misioneros franciscanos y el arzobispo de México. Como es sabido, en el sermón del fraile franciscano Francisco de Bustamante (por cierto, en contra de los atributos milagrosos de la imagen de Guadalupe), pronunciado el 8 de septiembre de 1556, habría señalado, descubierto, que el autor de la imagen era el pintor indígena Marcos Cípac de Aquino, artista también referido, debido a su celebridad, por Bernal Díaz del Castillo.

La imagen que hoy vemos habría sido modificada de manera sustancial en varios momentos, de acuerdo con Lafaye, a fin de distanciarla de manera notoria de su original modelo extremeño y acercarla, así, al mito. Con ello, no sólo ganaría verosimilitud la leyenda, sino que se evitaba compartir las ganancias del templo del Tepeyac con el de Extremadura, al subrayarse que no se trataba, de ninguna manera, de la misma Virgen. De hecho, el acabado y muy atendible cuadro hipotético que nos propone el historiador dificulta concebir una impronta indígena en la elaboración del cuadro y en la concepción del relato de las apariciones (no encuentra razones para suponer que no sea Lasso de la Vega el autor del Nican mopohua). Conviene, en este sentido, llamar la atención sobre un personaje indígena que Lafaye examina y que forma parte también del contexto inmediatamente posterior a la conquista, Martín Océlotl, cuya fama residiría en haber sido de los que anunciaran a Moctezuma el fin del sol azteca, lo mismo que a los misioneros, poco después, el fin del sol franciscano. Interesante, en el sentido de que nos muestra la preocupación por parte de los depositarios del saber indígena de integrar dentro de su percepción del mundo la destrucción y conquista del Anáhuac. Esto, dentro de la más radical angustia ontológica (Spengler considera que es el único caso en el que una civilización no se extingue por su propio agotamiento) que pueda concebirse (los pasajes bíblicos del Apocalipsis debieron ser para los indígenas en ese entonces los más llamativos e interesantes, del mismo modo que, como señala Seler, los pasajes relacionados con Quetzalcóatl resultaban los más atractivos desde el punto de vista del pensamiento de los misioneros). El hombre indígena, señala en relación con este tema Miguel León Portilla, "experimentó el más hondo de los traumas"5 (un canto indígena anónimo de 1528 lo dice así: "y fue nuestra herencia una red de agujeros…/ Pero nuestra soledad/ ni con escudos pudo ya sostenerse"),6 pero también la necesidad y el deber de preservar la herencia, la topializ, "lo que nos compete guardar y preservar". Si la imagen guadalupana fuera un producto de esa circunstancia, ¿debiera reflejar este contexto especulativo? Seguramente sí.

Sobre la imagen religiosa apunta Lafaye: "Pero la factura de la imagen de Guadalupe de México no presenta ningún carácter indígena típico, salvo su característica variante con referencia a su probable modelo del santuario de Extremadura, la ausencia del Niño Jesús".7 Para después agregar: "No hay duda acerca de que la luna creciente de la Guadalupe debe más, mucho más, a la tradición del antiguo mundo europeo y del cercano Oriente que al pasado mexicano".8

En efecto, ¿cómo poder hablar de la obra de un pintor indígena sin que en ella aparezcan caracteres del mundo indígena? En lo general, se nos muestra una Inmaculada de rasgos indígenas, de expresión amorosa y maternal, en un rostro especialmente bien logrado, con las manos unidas junto al pecho, y abajo de ellas un cíngulo morado alusivo a su embarazo. El pelo dividido en dos y en el cuello un broche de oro, con una cruz en el medio rodeada por un círculo negro. Hay en ella emoción contenida y recato. Francisco de Florencia apuntaba en el siglo XVII: "Digamos algo de su hermosura. Es tan superior la de su rostro y talle, acompañada de tan extremada modestia y compostura, que arrebata los ojos, embelesa los entendimientos y se roba los corazones…" Agréguese a la estampa la luna a los pies, en la que parece apoyarse la figura; el manto que la cubre se encuentra poblado de estrellas, motivo que junto con la luna subrayan el carácter celeste de la imagen; en la túnica se encuentra, entre varios motivos bordados, el dibujo de flores apiñadas, alusivas, tal vez, al milagro. Rodean a la imagen puntas doradas a modo de corona solar, y en la parte baja una estampa infantil, alada y angélica. En suma, nada necesariamente de carácter indígena o que no pudiera ser exotismo europeo, aun si coincidimos con el franciscano Juan de Mendoza, quien explicaba en un sermón de 1672 que el traje de la Virgen y el "cotoncito" del ángel son como los de los "naturales de esta tierra", y cuyo cuidadoso mimetismo se explicaría por la necesidad de profundizar en la evangelización indígena.

Lo interesante, quizás, es la reunión de los elementos descritos. Son los mismos que aluden al mito del nacimiento del dios tutelar de los aztecas. De hecho, un observador indígena del siglo XVI, consciente de la toltecáyotl, de la tradición tolteca-azteca, vería en el sol que cubre las espaldas de Guadalupe una alusión a Huitzilopochtli, su dios tutelar; en la cruz al cuello, rodeada del círculo negro, la unión de los cuatro puntos cardinales en que se divide el universo, sobre los que brilla el sol, y en su centro el arriba-abajo; en el manto estrellado de la Virgen, a los Centzon Huitznahua, "los cuatrocientos dioses surianos", representación de las innumerables estrellas, y sobre quienes Huitzilopochtli habría prevalecido en su confrontación mítica; en la luna situada a los pies de la imagen (además de aludir al nombre de México), a Coyolxauhqui, la diosa hermana de Huitzilopochtli, derrotada y desmembrada por éste, y en general el mito del nacimiento del dios protector y guía de los mexicas, quien al nacer en Coatépec, "La montaña de la serpiente", lugar del prodigio, derrota la conspiración en su contra de los cuatrocientos surianos y de su hermana Coyolxauhqui.

 

 
 

Si atendemos al análisis que realiza Justino Fernández9 del enjambre de símbolos de la escultura de la Coatlicue ("La del faldellín de serpientes", diosa madre de Huitzilopochtli) que se conserva en el Museo Nacional de Antropología de la ciudad de México, se observa en ella, él lo hace, una estructura piramidal con sus cuatro territorios, en la que se presentan, en su registro vertical, sobrepuestos y escalonados, los 13 cielos del espacio mítico azteca: "El 13 era el número supremo del calendario y tenía el sentido de embarazo y, diríase que, del alumbramiento", señala Fernández.10 En la zona media aparecen los Centzon Huitznahua y su guerra con Huitzilopochtli, la referencia a la luna por medio del símbolo de la decapitación, dos estrellas como representaciones de Quetzalcóatl y Xólotl, astros matutino y vespertino, respectivamente; en la parte superior, el principio dual, Ometecuhtli y Omecíhuatl, y en la parte baja de la escultura, señaladamente, el alumbramiento de Huitzilopochtli. Si el paralelismo es plausible, la pintura de Guadalupe nos habría escatimado hasta ahora el, quizá, mayor de sus secretos, la figura que en la parte baja del cuadro aparece, y que la tradición ha querido ver ya sea como el ángel Gabriel o el arcángel San Miguel, en realidad se trataría de una representación del Niño Dios, concebida bajo los esquemas del mito del nacimiento del dios tutelar de los aztecas y, de modo paralelo, del nacimiento de Huitzilopochtli bajo la retórica visual cristiana de la Edad Media tardía. No se trata, pues, de una Inmaculada sola, sino de una Inmaculada con el Niño, pero situado este último, de manera insólita (para nosotros, pero no para su autor si fuera éste un indígena en aquel contexto cultural), en la parte baja del cuadro, en el momento de su alumbramiento.

En la imagen, la Virgen se apoya en la luna en el momento de la Concepción; el Niño Águila-Niño Dios, no la sostiene, no es su función: surge de ella, de entre su ropaje. Visto así, el cuadro se nos propone como una reafirmación sorprendente del principio dual de la cultura tolteca-azteca (Ometecuhtli y Omecíhuatl, "Señor y Señora de la dualidad") en el imaginario de la Virgen y el Niño. La idea de que María es Guadalupe, y Tonantzin Cihuacóatl, Coatlicue, y todas advocaciones de la misma "Señora del cielo": cuerpo del que nace y, a la vez, pirámide de la que desciende el dios, Dios. El argumento codificado de que Jesús y Hutzilopochtli son el mismo. (Puesto que Huitzilopochtli y sus seguidores tienen el poder de "forjarse un pasado a la medida de lo que pretenden llegar a ser).11 El cuadro pasaría de ser una típica representación de la Inmaculada sola a una singular representación de la Inmaculada y su Hijo, en el marco general de la toltecáyotl.

México Tenochtitlan, nos dice Miguel León Portilla, antes de su fundación por los hombres fue pensada por los dioses, quienes le confirieron un destino.12 El espacio vacío, tenebroso, en el centro de un lago, es imbuido de arquetipos divinos y convertido en espacio sagrado en donde el pueblo elegido habría de erigir su morada y levantar el templo desde el que ejercería el poder. Fundación signada por dos sucesos singulares que fungen uno como espejo del otro. Por una parte, la peregrinación mexica emprendida desde Aztlan Chicomóztoc, y que culminaría en la cuenca lacustre de México, tendría su punto más crucial (de acuerdo con la Crónica Mexicáyotl, de Tezozómoc, y la Historia de los mexicanos, de Cristóbal del Castillo) cuando un grupo opuesto al sacerdote guía Huitzilopochtli, dirigido por una hermana de éste, de nombre Coyolxauhqui o Malinalxóchitl, habría especulado si debían los mexicas proseguir la búsqueda del sitio sagrado o si se debiera fundar, como ellos pensaban, ahí mismo México, propuesta que en un pueblo agotado y desesperado por la larga marcha habría creado un importante consenso. El conflicto habría llegado al plano militar, en el enfrentamiento desarrollado en Coatépec, "La montaña de la serpiente". Los aliados de Huitzilopochtli habrían no sólo prevalecido sobre sus oponentes, sino que, en un gesto desmesurado y terrible, a éstos, después de quitarles sus atavíos y sus armas, se les extraería el corazón, el cual el mismo Huitzilopochtli habría de exhibir como su alimento. El estupor y asombro que tal demostración causara en el pueblo mexica tendría el efecto de constituirse en el más eficaz ejercicio de afianzamiento del poder concebible, al punto que ese poder se prolongaría aun después de la muerte de semejante guía.

El suceso obtendría una relaboración, una sacralización posterior (Códice Florentino, Códice Matritense). Coatépec, "La montaña de la serpiente", convertida en zona sagrada, sería el escenario mítico donde Coatlicue, mujer piadosa y embarazada sin intervención de dios u hombre alguno, concebiría a Huitzilopochtli, deidad solar, dios de la luz. Al nacer tiene que vencer la conspiración de sus hermanos, imbuidos de los poderes nocturnos (al derrotarlos, los habría hecho dar cuatro vueltas a la montaña sagrada); a los cuales despoja de sus atavíos y armas y les devora el corazón, para con tales actos apoderarse simbólicamente de su destino, de su tonalli, sin lo cual el "dios trabajador" (como llama Paul Westheim a las deidades mesoamericanas) no podría cumplir con su tarea divina, procedimiento que los aztecas seguirían después con los pueblos sojuzgados por ellos. En tal representación cósmica, Huitzilopochtli funge como el sol, la luz del sol, su hermana Coyolxauhqui, la luna, y los aliados de ella, los Centzon Huitznahua, las estrellas ("las cuatrocientas estrellas del sur"). El arduo y perenne triunfo, pues, del día sobre la noche necesita para consumarse de los sacrificios humanos y de su parte más preciada, los corazones, para que el dios pueda proseguir su eterno combate. Puesto que, como señala Alfonso Caso, si la victoria no ocurriera "los poderes nocturnos se apoderarían del mundo".13
 

El otro suceso crucial lo constituye el momento en que los mexicas encuentran la señal anunciada, el águila portentosa (¿representación de una Coatlicue encinta?) erguida sobre un nopal simbólico, el "árbol del sacrificio", cuyos frutos, los cuauhnochtlis o tunas de águila, las tunas rojas, aluden (de acuerdo a lo sustentado por Alfonso Caso) a su vez a los corazones humanos, en donde al ave se le ve desgarrar y devorar su alimento. En tal sitio, en medio del lago, se levantaría el Templo Mayor, el templo de Huitzilopochtli. La rememoración de la victoria del dios guía de los mexicas sobre sus enemigos, la mítica y la histórica, reflejada en el mismo acto fundacional, se convertiría en el motivo central de la principal celebración de México Tenochtitlan, la fiesta de Panquetzaliztli ("Se alzan banderas"). La pirámide, basamento del templo de Huitzilopochtli, era, en primer término, una representación de la "montaña de la serpiente" (Coatépec), y los sacrificios humanos, aparte de servir como el necesario alimento del "dios trabajador", se constituían en un recordatorio permanente, para los aliados y los rivales, de la victoria del dios solar sobre sus enemigos nocturnos. Celebración que adquiría para el pueblo mexica los caracteres de un destino y de legitimación de su poder.

El artista, en un alarde especular, al representar en la imagen de Guadalupe el nacimiento de Dios en los términos de su herencia cultural, propone la metamorfosis, el cambio de piel de su propio mundo en el de uno "nuevo". De cualquier modo, y a diferencia de su creador, quien estaba absolutamente consciente de las motivaciones estéticas y religiosas (duales y sincréticas) de su cuadro, para un observador ajeno a la metafísica del Anáhuac, del siglo XVI o XVII, y aun más acá, le hubiera sido inadmisible una representación en donde el Niño Dios no ocupara, jerárquicamente, el centro visual de la imagen. No sólo inadmisible: también imposible de contemplar. Incluso, la representación plástica del momento de un nacimiento resulta tan extravagante en el contexto de Occidente como típica en el mesoamericano. ¿Y si la Iglesia en aquel entonces hubiera advertido los alcances sincréticos de la alegoría que encierra el cuadro? Lo más probable es que hubiera sido destruido, y lo único que sabríamos de él, a lo sumo, sería lo que consignaran los registros de la Inquisición. Consciente de ello (la destrucción de su mundo la vivía como una realidad cotidiana e irremediable), el artista tuvo que someter la concepción de la imagen (la misma tarea se emprendería con el relato de las apariciones) a un riguroso mimetismo que siguiera en su concepción general los de una Inmaculada convencional. ¿Cuál? Posiblemente una imagen de bulto, copia de la Virgen del coro, del templo de Guadalupe, en Extremadura, España, fundamentalmente, que a Marcos Cípac de Aquino le habría servido como modelo principal para crear su obra. Propósito, por cierto, consecuente con la actitud medievalista que debieron adoptar los religiosos que sancionaron la validez de la representación, en el sentido de que, como comenta Umberto Eco, mientras que en la modernidad se aspira a la originalidad absoluta, en la Edad Media lo que se pretendía era participar de lo ya dicho, de la tradición, y cuando llegaba a aparecer algo nuevo o distinto de aquélla se intenta denodadamente de ocultar, lo que dificultaba y dificulta su reconocimiento.

En este entorno mimético, de asimilación del otro a partir de su simulación simbólica, no es desdeñable que en el relato aparicionista, el Nican mopohua (la contraparte narrada, el espejo de la imagen guadalupana), Juan Diego tenga el mismo nombre que Fray Juan de Zumárraga, el primer obispo de la Nueva España, a quien en el relato aquél le participa del prodigio y le muestra la tilma con la imagen de la Virgen. Tampoco el hecho de que el nombre de la esposa de Juan Diego, antes de ser convertida a través del bautismo, haya sido el de Malintzin (en su primer encuentro, Moctezuma le habría presentado a Cortés un indio idéntico a éste, como modo de manipulación mágica). Del mismo modo que no es gratuito, dentro de este propósito de manipulación simbólica a partir de simetrías deliberadas, que el nombre de la Virgen del Tepeyac sea Guadalupe, como el de la imagen española, pues se adecuaba perfectamente al homófono náhuatl Cuauhtlapcupeuh ("La que surge de la región de la luz como el águila del fuego"). De manera reveladora, el nombre de Tonantzin Cihuacóatl, la divinidad a la que en el mismo sitio se le rindió culto, es traducible también como "Nuestra venerada madre, la Mujer gemela", de modo similar a como Quetzalcóatl significa también el "Gemelo precioso". En este sentido, Juan Diego debió ser un personaje tan real como el obispo, condición fundamental para que el gesto mágico operara y porque, para la recreación del mito (cuyo valor para el conocimiento del pasado, si hacemos caso a cierto razonamiento de Robert Graves, no es menos relevante y seguro que el que nos provee la historia), lo esencial es la pertinencia alegórica y no lo ficticio, concepto que, por otra parte, aún no se inventaba en el Nuevo Mundo.14

De acuerdo con lo señalado por Francisco de Florencia en La estrella del norte de México (1688), Juan Diego y su esposa eran célibes, promesa refrendada al momento de su conversión (¿fama pública transmitida de forma oral o hagiografía conveniente?). No es difícil imaginar que un hombre, un matrimonio, con estas convicciones y en un mundo casi en agonía, estuviera doblemente obsesionado con la idea de la virginidad y de la concepción. Tampoco es difícil pensar que en estas condiciones un individuo así vea, o crea ver, lo que el registro mítico dice que vio. Pero hay aquí algo, quizá más significativo: es un hombre que ha prometido abstenerse de probar carne humana, en sentido literal y figurado. Juan Diego, el espejo mexica del obispo, promete en nombre, simbólicamente, de todos los indios abstenerse de realizar sacrificios humanos a cambio de su redención. La tela, con su prodigioso dibujo, funge como la prueba necesaria de que el cielo ha escuchado y aceptado sus preces, la plegaria de sus vasallos indígenas y que, por lo tanto, los padres misioneros y los demás poderes terrenales, miméticamente, lo tienen que hacer también.

Nos cuenta el Nican mopohua que la Virgen se le aparece cuatro veces a Juan Diego. El cuatro, lo sabemos, era un número sagrado en la tradición tolteca-azteca, pues corresponde a los cuatro territorios del numen. Una aparición por cada uno de ellos. Dos transcurren el sábado 9 de diciembre de 1531, de acuerdo con lo indicado por el relato; las otras dos, el martes 12 de aquel mes. En el primer encuentro de la Virgen con Juan Diego, éste llega por el poniente del Tepeyac, de modo que al mirar hacia el oriente, los resplandores del amanecer se confunden con la luminosidad que emana la presencia de la Virgen; la segunda vez lo hace por el lado sur, al regresar de su primera entrevista infructuosa con Fray Juan de Zumárraga; la tercera ocasión, Juan Diego rodea el cerro por la parte norte, al intenta evadir a la "Señora del cielo", porque le urge llevar un sacerdote a su tío moribundo, y la Virgen lo intercepta por el lado poniente del Tepeyac; la cuarta ocasión, al descender por el mismo lado del cerro, ya con las rosas que la Virgen tomará y a continuación depositará en la tilma del indio y habrán de probar la veracidad de su historia.15 Al llegar a Tlatelolco, los sirvientes del obispo intentan tres veces tomar las rosas de la tilma de Juan Diego, sin lograrlo; es hasta la cuarta vez, ya con la presencia del religioso, que las rosas, al esparcirse por la habitación en la que se encuentran, se transustancian en la imagen divina.16 La primera aparición ocurre al amanecer, del mismo modo como ocurría en la fiesta de Panquetzaliztli. En esta ceremonia que, como ya se dijo, se representaba la victoria de Huitzilopochtli en Coatépec, una imagen llamada de Paynal ("El que es llevado de prisa") era llevada por los cuatro rumbos del mundo. De modo que el relato aparicionista opera de un modo equivalente, pues de la Virgen se crea un nuevo Paynal, una tela en calidad de sustitución, que ritualmente se muestra ante los cuatro territorios del mundo.

Y si el Tepeyac, "en la cima del monte", donde se rendía culto a Cihuacóatl, "la Mujer serpiente", es un símil, una reiteración mimética de Coatépec, la "montaña de la serpiente" (o la "montaña gemela", la montaña de la dualidad), lo es también, de modo análogo, a como lo era el Templo Mayor. El conjunto del relato puede leerse como una alegoría de los acontecimientos centrales que culminan en el encuentro y fundación del sitio sagrado. Las idas y venidas de Juan Diego desde Cuauhtitlan (significativamente, "Lugar del águila", que se conjunta muy bien con el nombre de Juan Diego antes de su conversión, Cuauhtlatoatzin, "El que habla como el águila", que aquí debiera entenderse como "el que habla en nombre de la Virgen") hasta Tlatelolco, pasando por el Tepeyac, los diversos avatares y penalidades que sufre el pueblo del sol en su peregrinación. La demanda de la Virgen de construir un templo en ese sitio, en las inmediaciones de lo que fue Tenochtitlan, es, en términos míticos, la misma consigna de los dioses que demandan y conciben en su pensamiento, antes que en el de los hombres, la fundación de la ciudad y su templo. En esta recomposición simétrica, la Virgen se muestra a los ojos del vidente Juan Diego cubierta de destellos solares (dice el texto: "su vestidura era radiante como el sol"), en la cumbre de un cerro (que simula el basamento de una pirámide y que es en rigor donde solicita que se construya su templo),17 en donde sólo se dan, lo señala el Nican mopohua, abrojos, nopales y otras hierbecillas, de manera equivalente a como se les muestra el águila emblemática a los mexicas. El "milagro de las rosas" no sólo consistiría en la conversión de las flores en el dibujo de la tela, sino también en la transformación del fruto del nopal, la tuna roja, en rosas. Como un sacerdote mexica, Juan Diego sube a la cumbre del cerro-templo, corta las flores-corazones para, en seguida, ofrecérselas a "La Señora del cielo": la propuesta simbólica de que las apariciones han sido producto de un sacrificio, de que la tela es producto de ese sacrificio, de que la tela ha sido pintada con la sangre de corazones humanos. ¿Sólo una figuración o, en efecto, un indicio de que en la elaboración de los tintes que componen la tilma sagrada se utilizó sangre humana? Se recordará que las deidades aztecas del Templo Mayor estaban, lo consigna Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, bañadas de sangre humana.

Por otra parte, el relato, a diferencia del discurso doctrinario de los misioneros, se presenta, nos señala Nebel, como un diálogo entre la divinidad y el hombre; en el relato, la persona, Juan Diego, no es sólo el receptor pasivo de los enigmas de la fe, sino que, consecuente con el marco religioso mesoamericano, colabora para que los propósitos divinos se cumplan, siendo su acción necesaria.

Un cuarto personaje del relato aparicionista (¿si el autor del relato hubiera sido en verdad el presbítero Lasso de la Vega, habría escogido el número cuatro como cifra reiterada?) tiene un relieve y una significación especial, el tío de Juan Diego, quien, enfermo de cocoliztli (viruela), está por morir, de nombre Juan Bernardino.18 El tío es restablecido por obra de la Virgen: "¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? [¿Se dirige al mismo tiempo al Hijo que está por nacer?] ¿Qué más has menester?", le dice. La secreta solicitud del relato: que la Virgen opere el milagro de restablecer la salud del pueblo indígena que ha sido terriblemente diezmado por la viruela. De modo que el cuadro guadalupano y el Nican mopohua forman parte de un idéntico propósito, espacial y temporal, respectivamente; de un mismo simulacro mítico. Simulacro en donde se habrían involucrado y elegido escenarios y personajes reales. Ciertamente, un elaborado y fascinante ejercicio de subversión en el plano de lo simbólico. Pero de todo ello habría existido una falla: Fray Juan de Zumárraga mantendría su incredulidad reticente (una investigación, realizada quizá por un informante de Sahagún, habría identificado a Cípac de Aquino como el autor de la tela), a pesar del exacto montaje; señala, tajante, en 1547, que el mundo no necesita de nuevos milagros. Esta incredulidad del fraile frente al origen milagroso de la imagen habría inducido, quizá, a los autores del acontecimiento a manejar una misma fecha, de manera tentativa, con dos calendarios distintos.
 

 
 
La fecha en la que se sitúa el acontecimiento del Tepeyac es el año "13 caña". Si atendemos a la cita que se hace de lo dicho por Justino Fernández, líneas arriba, acerca de lo que simboliza el número 13 en el universo mexica, es posible indicar que para el mundo indígena tal fecha significaba notoriamente no sólo el señalamiento de que en ese año ocurren las apariciones de la Virgen de Guadalupe, sino que también anuncia el nacimiento de Dios. El año corresponde al de 1531, como es sabido; sin embargo, Wigberto Jiménez Moreno19 asevera que el culto a la Virgen del Tepeyac habría comenzado hasta 1555, si se atiende al uso calendárico que prevalecía en Tlatelolco, donde Juan Diego habría sido instruido en la fe cristiana y en donde Antonio Valeriano habría redactado el Nican mopohua. El dato resulta interesante al cotejarlo con los Anales de Juan Bautista, que señala que en 1555 Santa María de Guadalupe se mostró en el Tepeyac, anotación que, como las otras de textos indígenas del siglo xvi referidas al milagro del Tepeyac, adquiere su pleno sentido en este contexto.20 La elección de este "segundo calendario" estaría en relación con la actitud favorable hacia la imagen (y posiblemente también hacia el relato oral del acontecimiento) del sucesor de Zumárraga, el arzobispo Fray Alonso de Montúfar, quien habría permitido el libre culto en la ermita del Tepeyac en diciembre de 1555, soterrado hasta entonces. Al año siguiente, el 6 de septiembre de 1556, en ese lugar pronunciaría un sermón en honor de la Virgen María, lo que habría sido celebrado, con la cautela debida, por el mundo indígena, y que en la tradición guadalupana aparece como una acción realizada por Fray Juan de Zumárraga: para el relato mítico no habría diferencia, puesto que al ejercer ambos la misma función jerárquica, como en el caso de un actor que es sustituido por otro en una representación teatral, la acción es ejecutada por un mismo personaje (si se hubiera sido fiel a la exactitud histórica, Juan Diego hubiera tenido que ser "Alonso Diego", lo cual hubiera dado al traste con el simulacro mágico y religioso, minuciosamente preparado).

La respuesta al sermón por parte de los franciscanos fue inmediata. Dos días después, como es sabido, el provincial franciscano Francisco de Bustamante, en la capilla de San José de los Naturales, en la ciudad de México, ante nada menos que el virrey y la Audiencia, descalificaría de manera vigorosa el culto a Guadalupe; habría señalado el peligroso sincretismo que ahí operaba, pues la María Tonantzin seguía siendo en primera línea la Coatlicue Tonantzin precristiana, y solicitaba cien o doscientos azotes a quien afirmara que la imagen era milagrosa, la cual había sido pintada por el indio Marcos Cípac, y que el culto en el Tepeyac "no había tenido grandes principios y se había levantado sin fundamento". Los últimos señalamientos como un deslinde completo y definitivo (muy en concordancia con la política de ruptura con las creencias indígenas previas a la conquista emprendida por los franciscanos) de los acontecimientos que registra el relato aparicionista.

La vehemente reacción franciscana frente a la habilitación del templo de Guadalupe por parte de Fray Alonso de Montúfar, habría tenido como consecuencia que el acontecimiento guadalupano sólo hubiese repercutido, en un principio, en el mundo indígena, y el paraíso que anuncia (Juan Diego, al llegar a la cumbre del cerro para cortar las flores que le ha encomendado la Virgen María dice: "miré que estaba en el paraíso") habría de constituirse en la semilla que en el siguiente siglo, el XVII, daría pauta, como se ha señalado, a una renovada expectativa del mundo novohispano frente a lo maravilloso.

Para el pensamiento criollo el acontecimiento guadalupano propiciaría una singular interpretación de la conquista de la Nueva España; ésta habría tenido como fin último, como secreta finalidad, permitir la aparición de la Virgen María en el Tepeyac, quien a la vez que legitimaba su presencia en el Nuevo Mundo y descargaba a los indios del pecado de su "idolatría", hacía prescindible e innecesaria la dominación española. Aparición que confería a antiguos y nuevos mexicanos, al elegirlos la Virgen María como pueblo, de una gracia inconmensurable y eterna (Non fecit taliter omni nationi, "No hizo cosa igual con ninguna otra nación", resumía Florencia esta actitud en la conocida frase bíblica y que, agregada a la imagen, terminaría por formar parte de la leyenda). La concepción misma de la antigua basílica en forma de águila21 (alegoría de la que prescinde de manera lamentable el nuevo recinto) culmina lo que antes habría sido el esbozo de una, en apariencia, feliz intuición, a decir de Francisco de la Maza, del bachiller Miguel Sánchez, y que hacía explícita la identificación, tanto de naturaleza sagrada como patriótica, entre el águila emblemática azteca y la Virgen de Guadalupe, para con ello, al menos en el plano metafísico, reunir en uno solo los destinos de criollos e indígenas. Identificación que tiene su fuente primordial, como bien se sabe, en los conocidos pasajes del capítulo 12 del Apocalipsis, en los que Miguel Sánchez reconoce como una misma a la mujer ahí descrita (y que en un momento culminante adquiere alas de águila) y a la Virgen de Guadalupe, argumento en el que insistiría una parte considerable de los exégetas guadalupanos. Habría en esto la conjugación sincrética entre la Mujer Águila del Apocalipsis, el águila providencial de los aztecas y la Virgen de Guadalupe. Identificación que sirvió de punto de partida al patriotismo criollo, y con ello el prolijo desarrollo de la hipótesis de que la invención del relato de las apariciones en el Tepeyac y la imagen sagrada fueron concebidas bajo ese propósito.

No obstante, conviene añadir a lo dicho un dato simbólico de primer orden. 1531 (o 1555 en la cronología propuesta por Wigberto Jiménez Moreno), el año del prodigio, es un año "13 caña"; su singularidad radica en que es el último de una cuenta, de una atadura de 52 años (tiempo que tardaban los dos calendarios empleados por los aztecas, el adivinatorio y el solar, en volver a coincidir). "Cuatro veces trece (anota Westheim) forman el círculo sagrado de los cincuenta y dos años".22 Es también el último de cuatro ataduras de años, a partir de la fundación de México Tenochtitlan en 1324 (de acuerdo a la Tira de la Peregrinación o Códice Boturini). Mismo número de periodos que tuvieron que transcurrir desde el inicio de la migración mexica, desde el mítico Aztlan Chicomóstoc, en 1116, hasta la fundación de la ciudad.23 Y puesto que en la primera mitad del siglo xvi, aún estos saberes se encontraban frescos entre los indígenas iniciados en la toltecáyotl, para ellos 1531 es un año necesariamente excepcional. Una fecha con antelación esperada y cargada de presagios en el que algo verdaderamente prodigioso debía ocurrir, de la misma magnitud que la aparición del águila emblemática erguida en el "árbol de los sacrificios", en medio de la laguna de aguas de jade. De hecho, al ubicarlos en la misma fecha mítica se trata, por tanto, en el pensamiento calendárico del Anáhuac, de la reiteración del mismo acontecimiento. Sin embargo, sobre este punto no aparece rastro alguno en la literatura novohispana relacionada o no con el acontecimiento guadalupano, de modo que se desconocía completamente el sentido mítico de la fecha (en un sermón de 1757, Cayetano Antonio de Torres se preguntaba: ¿por qué si fue para proteger a los indios, la Virgen se apareció hasta 1531?).24

Al surgir tal identificación, entre el águila alegórica y la Virgen María, primero en el pensamiento nahua antes que en el criollo, hace posible concluir que tanto la imagen guadalupana como el relato de las apariciones, en el contexto de los argumentos expuestos, son obras originalmente indígenas, no exentas necesariamente de los propósitos que el mundo novohispano les atribuyó, pero creadas no sólo con esos propósitos (distante, pues, de la tradición "sencilla" e "ingenua" que nos propone De la Maza);25 origen del que, a partir del siglo xvii, es parcialmente despojado. Más un proceso sistemático, aunque contradictorio, de "criollización", antes que, como sugiere Jaime Cuadriello, de "indianización".26 Uno se pregunta cuánto influye en esta inversión de los términos, y que constituye la percepción secular más consolidada, en donde el imaginario alrededor de Guadalupe es visto como consecuencia de los paradigmas de un naciente (muy legítimo, por lo demás) patriotismo criollo, una mentalidad que insiste en concebir a los indígenas como objetos y no como sujetos de la historia; imaginados e inventados, ellos y sus obras, desde las categorías occidentales.

No obstante, el asunto no se resuelve con sólo atribuirle a algún indígena la autoría, ya sea de la pintura sagrada o del Nican mopohua, si se parte, implícitamente, como hasta ahora se ha hecho por parte de antiaparicionistas y creyentes convencidos, de que se trata de obras cuya naturaleza doctrinaria es esencialmente cristiana. Al proponernos una explicación válida de cuáles pudieron ser los motivos que habrían llevado al indígena Antonio Valeriano a escribir el relato de las apariciones, Miguel León Portilla supone que habría sido a instancias del arzobispo Alonso de Montúfar, interesado en que "se escribiera un relato acerca de lo que ya se propalaba"; es decir, la noticia de las apariciones de la Virgen en el Tepeyac, o porque a él mismo "el asunto le atrajo". En el primer supuesto, traslada, sin decirlo, a Montúfar la autoría de la tradición guadalupana; elección plausible en cuanto que el prelado no compartía con los franciscanos (al menos al mismo nivel) la política de tabla rasa que la orden mendicante seguía frente a las creencias indígenas, sospechosas de idolatría, pero con la dificultad de que a tal personaje no se le podrían atribuir los propósitos patrióticos que los antiaparicionistas ven en Miguel Sánchez. Y si fue por voluntad propia, para darle registro a lo que se decía, habría que explicar el milagro de que en los primeros años de la Nueva España, en un mundo muy, pero muy lejos de ser cristianizado (y en esto coincidimos con el escepticismo que en este aspecto subraya Lafaye), se propale en los ámbitos populares indígenas un mito propio del medievo europeo. A menos que el milagro de las apariciones de la Virgen María al macehual Juan Diego en verdad haya sucedido. De modo que, ineludiblemente, si el autor de la tradición es un indígena, las apariciones de la Virgen en el Tepeyac necesariamente ocurrieron; si uno se resiste a creer en el milagro, se concluye que se trata de un sofisticado mecanismo de manipulación ideológica y religiosa, concebido por Montúfar, Miguel Sánchez, Lasso de la Vega, o por algún otro criollo o europeo. Se es aparicionista o antiaparicionista sin posibilidades de posturas intermedias.

 
 
   
Y si de todos modos fue como Miguel León Portilla piensa, y el Nican mopohua hubiera sido escrito por Antonio Valeriano bajo los auspicios, y si no la simpatía, de nada menos que el arzobispo de México, ¿cómo explicar que el manuscrito permaneciera oculto, sin que nadie hiciera la más mínima referencia acerca de él, hasta mediados del siglo siguiente? A Montúfar le habría servido de mucho en su confrontación con los franciscanos. Lo único factible es que Valeriano sólo pudo crearlo por iniciativa propia, pero no por lo que se propalaba, porque nada de eso era posible que se propalara, sino que él mismo creó el mito. Y siendo Valeriano un tlamantini, un depositario del saber antiguo, lo debió hacer para fundamentar un propósito que a él le concernía, un propósito desconcertante para nosotros o para cualquier observador criollo o español de la época, y que el mismo Miguel León Portilla nos había expuesto en su Toltecáyotl habían tenido los tlamantinime en su diálogo con los misioneros franciscanos en los primeros años de la Nueva España, el de convencerlos de que Jesucristo y su dios Huitzilopochtli eran el mismo. Para ello, el tlamantini Valeriano habría convocado al tlacuilo Marcos Cípac de Aquino para que visualmente, en las condiciones que ya se ha descrito, mostrara semejante ideario.

Lo indudable es que la imagen y el culto a la imagen ya existían a mediados del siglo XVI, bajo severas suspicacias de los misioneros franciscanos, quienes advertían que los indígenas hacían la lectura de la tela en función de su contexto cultural, aún vivo entonces, y no del providencialismo cristiano deseado y prescrito por los misioneros. Lectura que convocaba por multitudes a los indígenas a la humilde ermita del Tepeyac y no a otros templos marianos, y que mucho preocupaba a Sahagún, aspecto que casi todos los estudiosos soslayan. Ya lo sospechaba el bachiller Jerónimo de Valladolid en su dedicatoria al libro de Florencia, cuando afirmaba que la pintura en realidad debía ser leída como un códice, y su relato, agregamos por nuestra parte, como su explicación cifrada.

El imaginario que nos propone semejante artificio, el de Guadalupe en el Tepeyac, la imagen y el relato, procura reunir en una sola dos tradiciones religiosas en apariencia incompatibles, lo que de por sí resulta un propósito asombroso. La simetría entre el nacimiento de Jesucristo y el de Huitzilopochtli, en una fecha que funde en un solo acontecimiento el augurio del águila azteca y las apariciones marianas en el Tepeyac. A la vez, la obra final y definitiva del Anáhuac, su epitafio, y la creación fundacional, el símbolo maestro como dice Nebel, de la cultura en México. En el siglo xvii, abolido el mundo indígena y diezmada su población, el mito del Tepeyac renacería como el Fénix, para dar pauta a ese ánimo por lo maravilloso que caracterizaría a aquel siglo de oro novohispano.

Dadas las implicaciones heréticas (desde la perspectiva católica, no desde las creencias indígenas) implícitas en la imagen y en el texto del relato de las apariciones, resulta improcedente vincular, por tanto, en su concepción, ya sea a Montúfar, Luis Lasso de la Vega y, menos aún, a Fray Bernardino de Sahagún. ¿Por qué entonces, en el marco de nuestra disertación, Lasso de la Vega se atribuye la autoría del Nican mopohua? Seguimos sin saberlo, pero podemos fundamentar mejor, tal vez, algunas de sus razones, y no atenernos sin más a un mero gesto egoísta. Hay que agregar a lo anterior otra pregunta: ¿por qué si tenía el original Sigüenza y Góngora no lo difunde y le proporciona, en cambio, a Florencia una traducción parafrástica del documento? No lo difunden ambos, es de suponer, porque no pueden dar a conocer todo el contenido. En los dos casos habría existido un voluntario ejercicio de censura, atribuible a elementos que de modo explícito se apartaban de la ortodoxia religiosa, y de eso no podía hablarse sin convocar a que la Inquisición interviniera y con ella sus previsibles consecuencias, tanto personales como relacionadas con la pervivencia misma de la tradición, valoración que ya antes habrían realizado sus autores indígenas. Por mera seguridad personal, a Lasso de la Vega le conviene decir que es suyo el relato, pues de ese modo se deslindaba de las implicaciones heréticas del relato original, y por lo mismo, Sigüenza y Góngora sólo puede decirnos, y nada más, que el verdadero autor es el indígena Antonio Valeriano. Para ellos, la mariofanía es de hecho casi el único campo posible de especulación religiosa (agreguemos las sofisticadas y eruditas elucubraciones del mismo Siguenza y Góngora y Fray Servando Teresa de Mier para criollizar a Quetzalcóatl) y quizá de cualquier tipo. Después de todo, la Inquisición era el instrumento por excelencia con el que el imperio español ejercía el control ideológico sobre sus vastos territorios americanos, instrumento que finalmente se revertiría en su contra. De esta manera, es posible que el texto que conocemos del Nican mopohua sea una versión parcialmente censurada.

En los autores de la imagen y del relato, en el contexto de la reflexión aquí propuesta, se advierte una profunda angustia existencial, ontológica, y la necesidad de comprender y asimilar lo que ha sucedido en el Anáhuac a partir de su encuentro con Occidente. Comprensión de lo sucedido en el entorno de los símbolos, de sus símbolos. En el relato, entre el tercer y cuarto encuentro de la Virgen con Juan Diego, hemos dicho, la madre de Dios convertirá la cumbre del cerro, en la que sólo había abrojos y nopales, en un paraíso del cual Juan Diego tomará las flores de cuya metamorfosis surgirá la imagen de María. En la alegoría, la "Señora del cielo" convierte físicamente los nopales en flores, o mejor, su fruto, las tunas rojas (los corazones humanos), nada menos que en rosas. Rosas que dichosas mueren, si aludimos de nueva cuenta al soneto del poeta novohispano Luis de Sandoval y Zapata, para ser María. La muerte por sacrificio concebida como el modo privilegiado de acceder al paraíso, de formar parte de Dios. La manera, quizá, de conciliar en términos cosmogónicos, en una tela y en su prodigioso relato, lo que para el pueblo mexica significó la conquista, y el modo de aprehenderla dentro de sus concepciones existenciales: la mortaja en la que sus corazones pintaron el cielo.• 

*Carlos Gómez Carro es profesor-investigador del Departamento de Humanidades, de la Universidad Autónoma Metropolitana Azcapotzalco.
Notas

1 Richard Nebel, Santa María Tonantzin Virgen de Guadalupe. Continuidad y transformación religiosa en México, México, fce, 1995, p. 13. 

2 No obstante, aparecen tres menciones, escuetas y enigmáticas, en textos indígenas del siglo XVI, de las cuales al menos una de ellas se podría interpretar como una alusión directa a las apariciones en el Tepeyac. De las dos primeras, una la hace el historiador Chimalpahin y la segunda está anotada en los Anales de Juan Bautista, y señalan que Santa María de Guadalupe se apareció o se mostró en el Tepeyac, en los años 1556 y 1555, respectivamente, y que igual pueden referirse a la hechura del lienzo o a una procesión. La mención que se hace, en cambio, en los Anales de México y sus alrededores parece relacionarse mejor, sin dejar de ser ambigua, con el milagro. Indica que en el año 1556, 12 pedernal, "descendió la señora al Tepeyac; en el mismo tiempo humeó la estrella". Y aunque hay alusiones a otros textos, son los únicos documentos indígenas realmente existentes, recalca Francisco de la Maza. La "estrella", de acuerdo con el mismo autor, se refiere al Cerro de la Estrella o Citlaltépetl. Véase Francisco de la Maza, El guadalupanismo mexicano, México, fce, 1984 (c. 1953), pp. 27-33. O'Gorman, por su parte, coincide en señalar los mismos documentos; véase Edmundo O'Gorman, Destierro de sombras, 2ª. ed, México, unam, 1991 (c. 1986), pp. 27-30.

3 Ibid., pp. 227-233 y 246-257.

4 Miguel León-Portilla, Tonantzin Guadalupe. Pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el "Nican mopohua", México, fce, 2000, p. 51.

5 Miguel León-Portilla, Toltecáyotl. Aspectos de la cultura náhuatl, México, fce, 1980, p. 32.

6 Apud, Miguel León-Portilla, op. cit.

7 J. Lafaye, Quetzalcóatl y Guadalupe. La formación de la conciencia nacional en México, México, FCE, 1977, p. 331.

8 Ibid., pp. 336-337.

9 Justino Fernández, Coatlicue. Estética del arte indígena antiguo, México, Instituto de Investigaciones Estéticas, 1959, pp. 244-253.

10 Ibid., p. 246.

11 Ídem, México Tenochtitlan. Su espacio y tiempo sagrados, México, Plaza y Valdés, 1987, p. 46.

12 Véase Ibid., pp. 9-18.

13 Alfonso Caso, "El águila y el nopal", en Memorias de la Academia Mexicana de la Historia, México, abril-junio de 1964, p. 102.

14Juan Diego es, desde esta perspectiva, necesariamente real, un personaje de carne y hueso que cree en la Virgen no menos que en su Hijo, pero que también le es fiel a la toltecáyotl, al ámbito cultural creado por sus ancestros, sobre todo en lo que se refiere a la esencia dual, masculina y femenina, de lo divino.

15A partir de una versión de Carlos Tapia Centeno y Joseph Julián Ramírez (1770), diversas traducciones muy difundidas (las de Primo Feliciano Velásquez, 1926 y 1931, y Mario Rojas Sánchez, 1978) han agregado unas líneas que no aparecen en el texto de Luis Lasso de la Vega de 1649, sin señalar sus fuentes, las cuales adicionan un encuentro más entre la Virgen y Juan Diego (cinco en el total), ocurrida el domingo 10 de diciembre, después de la segunda entrevista del vidente con el obispo de México, en la que tampoco el indígena ha conseguido que se le crea su historia y se le pide una prueba de la veracidad de lo que sostiene. Líneas que pretenden, quizá, evitar presentarnos a un Juan Diego incumplido, pues el día anterior el indio le había prometido a la Virgen acudir a informarle de inmediato de los resultados de su segunda entrevista con el obispo, promesa que no cumple. El texto fuente nos propone a un Juan Diego que se siente abrumado, pues ha fracasado ya dos veces en su intento de convencer al obispo acerca de los designios de la "Señora del cielo" y porque no sabe qué clase de prueba puede él, un infeliz jornalero, presentar, dilemas que lo llevan a evitar su encuentro con la Virgen; además, al día siguiente, lunes, se le agrega a sus problemas la enfermedad mortal de su tío, lo que le dará una nueva justificación, muy válida, para intentar otra vez evitar a la "Señora del cielo", rodeando el cerro del Tepeyac por la parte norte, sin conseguirlo. Las líneas adicionadas se proponen saldar la "falta" de Juan Diego, sin considerar que tal gesto, el no acudir a informarle a la Virgen de su segundo fracaso ante el prelado y de la petición de una prueba acerca de la veracidad de sus afirmaciones, resalta la naturaleza de sus temores, su fragilidad humana, el concepto que tenía de sí mismo y la sensación de que la tarea divina a él encomendada sobrepasaba con mucho sus posibilidades, presentándonos el relato a un personaje muy verosímil, líneas que al agregarse tampoco advierten ni consideran el plan general y la estructura de la obra.

16 Sin participar de los argumentos aquí expuestos, Miguel León-Portilla, en la traducción que hace del Nican mopohua, señala que en la obra son distinguibles cuatro partes, de modo que así la divide en la presentación que de ella hace en su Tonantzin Guadalupe. Pensamiento náhuatl y mensaje cristiano en el "Nican mopohua".

17 El sitio en donde la Virgen pide que se erija su casa es también un punto de controversia. En un principio, en su primer encuentro con Juan Diego señala la Virgen plantada en la cumbre del cerrito "que aquí me levanten mi casita divina" (inic nican nechquechilizque noteocaltzin), para líneas más adelante, en una aparente contradicción, aclarar que ese aquí (nican) es allá en el llano ("se me levante mi casa divina en el llano", inic nican nechcalti, nechquechili in tlalmantli noteocal). En otros momentos del relato en donde se toca el punto no se encuentra mayor precisión; sin embargo, hacia el final de la historia, ya ocurrido el "milagro de las rosas", hospedados Juan Diego y su tío con el obispo, se indica que están ahí mientras ya "se levanta la reverenciada casa de la noble señora allá en el Tepeyac, donde se le mostró a Juan Diego" (inoc ixquich ica moquetzinò iteòcaltzin tlahtoca ihuapilli in oncan Tepeyacac, in canin quimottitili in Juan Diego), y el sitio preciso "donde se le mostró" fue la cumbre del cerro y no en el llano. Si la aclaración de que la edificación se hiciera en la base del cerro provino de su autor original, reflejaría sus dudas acerca de dónde debería ubicarse el templo dedicado a la madre de Dios, si como lo hacían los indígenas antes de la conquista, en la cima de una pirámide que semeja un cerro o en un sitio plano, como la mayor parte de los templos católicos; dudas que sólo podía concebir un narrador indígena y muy difícilmente compartirlas un sacerdote católico. Y si la "aclaración" se debió al editor del texto de 1649, no se hizo con la pulcritud debida.

18 ¿Juan, otra vez, como una duplicación representativa del sobrino, y Bernardino por alguien que funge como "doble" de Fray Juan de Zumárraga, Fray Bernardino de Sahagún; o por su asociación con San Juan en Patmos, como creen la mayor parte de los guadalupanólogos; o por todos estos motivos juntos?

19 Véase Nebel, op. cit. p. 145.

20 La expresión enigmática "en el mismo tiempo humeó la estrella", que acompañaría las apariciones de la Virgen y anotada en los Anales de México y sus alrededores, más que a un hecho geológico, se referiría a la ceremonia del Fuego Nuevo, verificada cada cincuenta y dos años, precisamente en el Cerro de la Estrella, salvo que la fecha que se indica, 1556, es un año después de cuando debió ocurrir el ritual, si se procedió de acuerdo con los usos en Tlatelolco.

21 Véase Jaime Cuadriello, "Visiones en Patmos Tenochtitlan. La Mujer Águila", en Artes de México, núm 29, México, 1999 (c. 1995), p. 19.

22 Paul Westheim, Arte, religión y sociedad, México, fce, 1987, p. 22.

23 En la leyenda de los soles cada una de las eras tiene una duración que es resultado de un múltiplo de cincuenta y dos. La primera y la tercera, dominadas respectivamente por Tezcatlipoca y Quetzalcóatl, tuvieron una duración de 676 años; es decir, trece veces cincuenta y dos años, de modo que en la concepción azteca, y en general mesoamericana, acerca de su pasado, lo histórico se encuentra subordinado a lo mítico y lo mítico determinado por un sofisticado, aunque repetitivo, juego numérico. A modo de anécdota curiosa, si consideráramos como fecha inicial de nuestra era, la del Quinto sol dominada por Huitzilopochtli, el año de la fundación de México Tenochtitlan en 1324, el múltiplo de trece por cincuenta y dos años sumado al de aquel año (1324 más 676) nos daría como fecha inicial de la nueva era o "nuevo sol" la del año 2000, lo cual hace que coincidan la tradición calendárica azteca con la tradición milenarista y calendárica occidental. Acerca de las eras solares y su duración, véase José Alcina Franch, Los aztecas, Madrid, Historia 16 (Biblioteca de Historia), 1999, pp. 129-135.

24 Véase De la Maza, op. cit., p. 168.

25 Aunque "hermosa" y en parte original, agrega el autor, con lo que uno sí está más de acuerdo: "Esta tradición sencilla, ingenua y hermosa, única en su acto final", ibid., p. 9.

26 "No se olvide que a la par de este fenómeno de arraigo y de apropiación simbólica también ocurría el proceso de `indianización' de la Guadalupana y que a partir de Becerra Tanco y De Florencia, no sólo tomaba rasgos indígenas sino era vista como una mujer de la nobleza nahua", Cuadriello, op. cit., p. 23.•