De avatares herbóreos, ilusión y pretexto

*Luis Ignacio Sáinz

Lazarillo implacable, Patricia Lagarde nos conduce por los vericuetos de una sorpresa: esa que consiste en suponer que su vocación se limita a la fotografía. Nada más lejano a la verdad si nos atenemos a las espléndidas evidencias del libro que hoy nos convoca a su disfrute y disección. Lo que semejante mujer hace es crear, a partir de un sinnúmero de pretextos y coartadas visuales, mundos alternos a los que suele atrapar nuestra mirada. Hace de la cámara y sus lentes dispositivos de análisis y modificación de todo aquello que se muestra a nuestros ojos; tales instrumentos devienen, por su esfuerzo reflexivo, alfabetos creativos, auténticos lenguajes que predican —y al mismo tiempo inventan— la naturaleza de lo real.
 

Se trata, entonces, de una especie singular: la de un chaman —tlacuilo renovado— que transforma los gajos de realidad en trozos matéricos de ilusión. Inventa y no reproduce; está inmersa en la etimología primigenia de la voz "imagen": el eidos griego que remite a los contornos de los seres y las cosas. Sí, justo eso que denominamos, sin mejor término, la idea. Su empeño fabril consiste, pues, en forjar ideas. Emblemas que concilian imágenes y conceptos.

Artista en la más amplia acepción de la palabra, capaz de postular su propia versión del mundo y de quienes lo habitan a través del lenguaje fotográfico. La mirada escrutadora de Patricia Lagarde ofrece —en sus anécdotas florales— un viaje insólito: el de los avatares herbóreos de la intertextualidad de las imágenes. Extraño periplo, aquel que parte de la realidad pensada, aprehendida en las láminas de un codex y que arriba a la realidad observada en el hábitat natural de las especies, atesorada en placas y registros fotográficos que evocan más las posibilidades expresivas de la litografía.

Su empeño convertido en volumen es un auténtico juego de serpientes y escaleras que oculta su verdadera intención: ex-humar algunos de los convidados botánicos preservados gracias a Bernardino de Sahagún, sus informantes, escribas, dibujantes y traductores en los Primeros Memoriales, el Códice Florentino y la Historia General de las Cosas de Nueva España. Empero, las veinte plantas medicinales recuperadas en Herbarium, plantas mexicanas del alma (diecinueve en interiores y una en portada) son "fantasmas" que gozan de cabal salud; están allí en nuestros campos y jardines atendiendo malestares y enfermedades, del cuerpo y del alma.

Esta novedad, estimo, deja huella en la elección "conceptual y textual" de Patricia Lagarde: la condición "cuasi virginal" del saber mesoamericano, en su versión náhuatl. Más allá del estatuto científico del Códice Florentino, se yergue seductora la criba indígena, el filtro de los guardianes mexicas para preservar y atesorar sus tradiciones y costumbres. De las 266 plantas descritas, de las cuales hasta la fecha sólo han sido identificadas plenamente 179 de ellas, que corresponden a 75 familias taxonómicas, la artista detiene su atención en unas cuantas que atraparon su propia sensibilidad: la raíz gorda del Floripondio, la rastrera del Manto de la Virgen, las fértiles turmas del Peyote, la inquietante Flor de Manita, las hojas amargas del Estafiate, el remedio contra la gota de la Yerba del Diablo, la volátil Trompetilla, las hojas vellosas y tiñadoras de la Salvia Real, el siamés del Pirú o Yeloquilte, el desinflamador Tabaco, la varita leñosa de la Yerba de la Calentura, hasta la hechura del corazón de la Magnolia o los honguillos inquietantes del Derrumbe, entre otras maravillas.

De la flora simulada a la herbolaria transmutada; del jardín botánico a la estética; de la mimesis a la deconstrucción. Exquisiteces de un paladar óptico —el de la autora— que sacia sus apetitos en el ejercicio incansable de una substitución atávica: la de las cosas por sus representaciones, la de los seres por sus signos, la de las realidades por sus apariencias. Las fotografías resultantes parecieran no serlo, semejan más bien productos editoriales, dibujos en piedra impresos en plano: homenajes a Alois Senefelder (1771-1834) y el arte litográfico que apenas surgiera en Bavaria hacia 1776. Quizá por ello Patricia Lagarde recurre a un mecanismo barroco de desplazamiento del sentido y la significación, ya que no se aboca a recolectar visualmente las plantas escogidas, sino que, para nuestro asombro, elige las representaciones iconográficas de algunas plantas que forman parte del territorio del Libro undécimo "De las hierbas medicinales" del Códice Florentino.
 

 
 

Así las cosas su interés no podría ser, al menos no exclusivamente, el que le despiertan determinadas especies en sí y por sí mismas; a contracorriente y obedeciendo a un razonamiento hermético diverso nuestra artista opta por algunos dibujos de los elaborados por los tlacuilos de Bernardino de Sahagún. ¿Por qué selecciona a este fraile y, sobre todo, tal obra?

¿Y no, como podría esperarse, la Historia Natural de Nueva España, suma científica en dieciséis volúmenes remitidos a Felipe II en 1576 y completados por otros seis más después al regresar a España, conocida parcialmente hasta 1790 y sólo en su versión íntegra en 1959, en la que Francisco Hernández proporciona información etnobotánica acerca de 3,076 plantas medicinales o, en dado caso, a la versión abreviada que elaborase Francisco Ximénez en 1615? Todavía más, ¿por qué no recurrir a esa delicia que es el Libellus de medicinalibus indorum herbis de Martín de la Cruz, de 1522, en traducción latina de Juan Badiano? Preguntas enigmáticas que —tal vez— la autora esté dispuesta a despejar, pero que podrían rondar, los fundamentos de la elección, los linderos del azar, de la molicie o del antojo…

Por mi parte no podría argumentar a favor de la belleza compositiva del Códice Florentino, sobradísimo está por demás anotarlo; pues los otros manuscritos mencionados resultan, a mi entender y gusto, más sorprendentes en la forma y la soltura
del trazo. Con seguridad, el atractivo reside, para Patricia Lagarde, en los meandros hermenéuticos de la obra magna en tres tomos, con doce libros escritos a dos columnas, una de ellas en náhuatl y la otra en latín, profusamente ilustrados, del autor que laborase incansable en el recinto del Colegio de la Santa Cruz de Tlatelolco entre 1548 y 1585.

El Códice Florentino huye de las etiquetas rígidas, de suyo no representa una auténtica farmacopea al estilo de la de Francisco Hernández, entre otras cosas ya que se trata de una visión de conjunto, siendo quizá la más pormenorizada y completa de todas las que fueran elaboradas durante la Colonia. Además, trasciende la concepción europea distintiva de los tratados que le fueron contemporáneos. Encarna un balance de una civilización a punto de diluirse en ese proceso que designamos como la evangelización o la conquista espiritual. El propósito consistía en conservar tan intacta como fuese posible, la erudición de los antiguos mexicanos.

Modernidad renacentista del arte de conocer que privilegia los testimonios, la historia oral o huehuetlatolli de los vencidos, en la voz autorizada de "los principales", a grado tal que no conforme con los resultados del capítulo dedicado a las plantas medicinales de los Primeros Memoriales (1558-1560), Sahagún decide someter a consideración de siete médicos indígenas el conjunto de la información que fuera recopilada en Tepepulco: Juan Pérez, Pedro Hernández, José Hernández, Miguel García, Francisco de la Cruz, Baltasar Juárez y Antonio Martínez. Este es el origen intelectual del trabajo plástico, más que fotográfico, de Patricia Lagarde; su punto de partida para, recurriendo a las bondades de la tecnología actual (la película polaroid y la técnica de la transferencia), decodificar una serie de plantas medicinales, llamadas justamente por ella «del alma».

Empero, la mirada curiosa y sensual de la artista revela una erudición poco frecuente, pues quienes observamos y admiramos su quehacer estamos obligados a rastrear paralelismos semejantes y rutas parecidas.
 

 
 
Así, en el Berlín de 1928, Karl Blossfeld (1865-1932) edita un volumen titulado Urformen der Kunst (Art forms in Nature) integrado por imágenes de plantas cuyo tratamiento terminaría generando un verdadero culto haciendo de sus platas sobre gelatina fetiches muy apreciados, especialmente por los surrealistas. En este sentido, destacan especialmente las texturas de su Amapola oriental (c1920), emparentadas, acaso, con el tono y las fibras de los tejidos de la Flor de manita (Macpalxóchitl) contenida en nuestro Herbarium.

También asoma una coincidencia entre la impresión en platino del Cigarette No. 17 (1972) de Irving Penn (1917) y la descomposición violácea, "pudrición" si recurriésemos al término de Baltasar Gracián, de los sacos seminales del Peyote (Péyotl) que nos ofrece Patricia Lagarde en su desfile óptico.

Para no abusar de las extrapolaciones, citaré un último ejemplo, el del fotograbado Hydrangea (1908) del Barón Adolph de Meyer (1868-1946), célebre por sus trabajos sobre Nijinsky (1911), con su cauda de misterio por la indefinición de los pétalos de la flor y la transparencia nebulosa del tallo, relacionada con la meliflua belleza de nuestra Yerba de San Miguel Pericón (Yiauhtli).

Asimismo en los tratamientos que Patricia Lagarde le aplica a sus selecciones botánicas, se escuchan ecos, como antecedentes, de las litografías anónimas, impresas en el famosísimo taller de M. Murguía y Cª., obtenidas a partir de los dibujos de Antonio Cal y Bracho que ilustran la Historia Antigua de México (1853) de Francisco Xavier Clavijero; entre las que destacan las dedicadas al Floripondio, la Flor de la Mano (especie que ya había recibido un tratamiento superlativo en la edición que hiciera la Imprenta litográfica del Callejón de Santa Clara núm. 8, sin año, con el título de El árbol de las manitas, para El Museo Mexicano) y la Flor del Corazón.

 
 
   

La sofisticación, artística y conceptual, del trabajo de Patricia Lagarde nos impone retos sin fin: de aproximación, de interpretación, incluso, de ubicación. Pero el esfuerzo del voyeur se ve recompensado por la intensidad de las imágenes, la singularidad del discurso que las concibe y ordena rindiendo tributo a un pasado ilustrado.

El estilo de los registros induce a pensar en extraños abecedarios visuales que sitúan la obra del Herbarium, plantas mexicanas del alma entre géneros: la fotografía y la litografía, con un inequívoco toque poético. Imágenes que son ideas, constelaciones ópticas que son emblemas, gajos del barroco de la artista jalisciense que hacen más fácil la vida y que cumplen también con el interés de Bernardino de Sahagún de dar a "conocer el quilate de esta gente mexicana, el cual no se ha conocido" (Historia General de las Cosas de Nueva España, prólogo del Libro I).

En conclusión sumaria, la seducción de Patricia Lagarde no reposa en los atractivos de la botánica; lejos de ello, ha sucumbido —para nuestro beneficio— a los encantos pictóricos de los tlacuilos que fabricaron el Códice florentino. Su gusto es el de la pintura, por eso no retrata hierbas y tampoco ofrece mimesis vegetales; su debilidad es una muy distinta: aquella inherente a las representaciones de lo real: las conjeturas sobre un universo intuido, el de la flora pintada.
 

*Luis Ignacio Sáinz (Guadalajara, 1960) es politólogo egresado de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ensayista dedicado a temas de filosofía y teoría política y estética. Entre sus libros destacan: Los apetitos del Leviatán y las razones del Minotauro; México frente al Anschluss; Disfraz y deseo del jorobado: Hacia una teoría del amor cínico en Juan Ruiz de Alarcón; Nuevas tendencias del Estado contemporáneo; Entre el dragón y la sirena, la Virgen: Apuntes sobre un cuadro de Baltasar de Echave Ibía.

Patricia Lagarde, Herbarium, plantas mexicanas del alma, textos de Salvador Elizondo, Xavier Lozoya, Alfredo López Austin, México, CNCA/Artes de México/UAM/Fonca, 2000, 56 pp.