Piernas
*Rodolfo Bucio
Are You a lucky little lady
in the city of lights
or just another lost angel […]

Never saw a woman
so alone
so alone.

Jim Morrison: "L.A. woman"


La nueva maestra de segundo A era un bombón: rubia, alta, bonita, de cuerpo monumental, de los que dicen pararían el tránsito en Reforma a la una de la tarde. Así era La Güera, como todos comenzamos a llamarle. En mi escuela, donde yo empezaba el cuarto año de primaria, con El Fresa, sólo se habló de ella durante varias semanas.

Mi maestra de primero era más graciosa y guapa y todos estábamos enamorados de ella, pero cuando llegó La Güera comenzamos a sentir que teníamos un animal dentro. O como externó Garnica, quien estaba en quinto B con uno de mis primos: "Con La Güera ahora sí se nota que somos hombres".

*

Nuestras profesoras tenían prohibido vestir pantalón. Aún faltaban un par de años para que la minifalda se pusiera de moda. Pero era agradable verles las piernas, pese al largo de las faldas. Como hombres, todos volteábamos a ver a La Güera cuando con su grupo subía al segundo piso de la escuela, mientras permanecíamos formados en el patio. Ella, muy recatada, se pegaba a la pared del pasillo y nos dejaba ver, a través de los barrotes del barandal, sólo lo que cada quien deseaba imaginarse.

—¿Se fijaron? —se ufanaba El Pecas Salinas—. Se le vio arriba de la rodilla.

—¡Ni máiz! —gritó El Che—. Hasta media pierna. Estás ciego, güey —y le brillaban los ojos verdes.

—No se vio nada —decía El Abuelo.

—Usted cállese, viejito pendejo. Está más ciego que un topo. Bueno, sin ofender a Fidel —señalaba con sapiencia el mayor de los Juárez, defendiéndome, separándonos a pesar de que ambos (El Abuelo y yo) usábamos anteojos.

—¿Tú qué viste, Robot? —interrogaba el otro Juárez a su vecino de la Segunda Privada de Jardín.

Antes de contestar, El Robot carraspeaba.

—Es que me está cambiando la voz —señalaba en su defensa—. No, pues no vi nada. Digo, las pantorrillas. Eso sí: las más rositas que he visto en mi vida.

—Pinche Robot, ¿de qué te sirve la vista de rayos X? —se burlaba El Pecas.

Y todos a coro cantábamos, para estar a tono con el apodo de El Robot, quien se ganó el epíteto porque gracias al ejercicio parecía bóiler y, por tanto, el doble del robot de Perdidos en el espacio:

—¡Peligro, peligro, peligro!

—¡Le voy a romper la madre a más de uno, ojetes! ¡Peligro, peligro! —se defendía El Robot.

*

El Abuelo, quien disputaba conmigo ser el mejor alumno de cuarto B, me confesó unas semanas más tarde que sólo soñaba con La Güera.

—Me la paso pensando en ella. A cualquier hora. Creo que estoy enamorado —admitió, mientras atacaba su torta de frijoles con huevo en el recreo.

—Yo no cambio a la maestra Irma. Bueno, es que tú no estuviste con ella, ¿verdad, Abuelo? —le respondí, aludiendo a su calidad de extranjero, o sea de no haber estado en la escuela desde primer año.

—No. Pero reconozco que es bonita.

—¿Bonita? ¡Pendejo! ¿Nunca has visto cómo se le hacen hoyitos en los cachetes cuando se ríe? Eso es belleza, güey —y le di una mordida a mi torta de nata con azúcar.

—Sí, pero La Güera tiene mejores piernas.

—¿Y qué? La maestra Vicky tiene mejores tetas. ¡Y ese lunar, cabrón! ¿Y quién dice algo, zoquete? Mejor desempól-vate. Con razón te dicen El Abuelo.

*

Las semanas comenzaron a pasar y La Güera parecía más incómoda. No se acostumbraba a que cerca de quinientos monitos, incluyendo alumnos, profesores y empleados la acosaran y buscaran declararle su amor. El numerito de subir la escalera y su grupo pasando por el corredor del segundo piso, continuaba igual.

De pronto una mañana supimos que La Güera se iba a casar. ¿Con quién?, fue nuestra pregunta colectiva. Tenía que ser alguien de fuera, supusimos. Con nadie de los profesores o empleados se le había visto. No faltó un chismoso: El Che. Con su voz rasposa, nos anunció durante un recreo:

—Ya sé con quién se va a casar La Güera.

—¿Con quién? —dijo el mayor de los Juárez.

—No lo van a creer. No lo van a creer. 

—Ya dilo, cabrón —apuró El Pecas Salinas.

—Con el profe de educación física.

Creo que todos trajimos a la mente la figura de ese maestro: un atleta, requemado por el sol, de excelente figura. No era guapo ni mucho menos. Pero…

—¡No puede ser ese güey! —soltó el menor de los hermanos Juárez—. Me cae que…

Y se puso a llorar.

—¿Y por qué lloras? —preguntó El Pecas.

—Es injusto, mano. Deberían de repartirnos a La Güera, ¿a poco no? —respondió.

Todos quisimos decir que sí, pero nadie se atrevió a secundar lo dicho por el menor de los Juárez. Siguió llorando. Creo que todos lo hicimos por dentro.

*

Llegaron las vacaciones de Semana Santa. Y con ellas la fecha de la boda de La Güera con el maestro de educación física. Nos despedimos con ganas de darnos el pésame los unos a los otros. El rival menos pensado, el que estuvo siempre a la sombra, se había llevado la cereza del pastel.

Las vacaciones fueron un martirio. Largas, largas. Sin futuro.

*

El primer día del reinicio de clases llegué al quince para las ocho a la escuela. Me sorprendió ver una bola de niños, entre ellos mis amigos, rodeando a uno de los alumnos de sexto, a quien le apodaban El Bolas. Éste llevaba un periódico en las manos y leía y releía una noticia.

Vi a Bruno Díaz y le pregunté por qué tanto alboroto.

—¿No sabes lo que pasó?

—No, güey, si voy llegando. ¿Qué pasó?

—No, pus entérate tú mismo.

—No mames, pinche Bruno. ¿Qué ocurrió?

—Pus pégate ahí con El Bolas, mano.

No me quedó de otra. Como pude, aventé a otros niños, poco a poco, y quedé como a dos metros de El Bolas. Imposible pasar más allá, porque ahí estaban los alumnos de quinto y sexto, contra los cuales no podía luchar. 

Oí clara la voz de El Bolas. Releyó por quién sabe qué vez la noticia que ostentaba aquel periódico que todos le querían arrancar de las manos: el maestro de educación física, el recién casado con La Güera, se había ahogado en Acapulco, durante la luna de miel.

Comencé a verles las caras a los demás. Sentí que alguien me jaló del brazo. Vi hacia abajo y miré los zapatos lustrados de El Fresa, mi maestro.

—¿Qué pasó, Fidel? ¿Por qué hay tanto alboroto? —dijo con su voz aflautada.

—¿No sabe, maestro?

—No. Por eso te estoy preguntando. ¿Por qué el alboroto?

Lo miré a los ojos. No sé qué vio en los míos. Él estaba despreocupado.

—Se murió el maestro de educación física. El esposo de La Güera, quiero decir, de la maestra de segundo.

—¿Cómo que se murió?

—Sí, eso dice el periódico: que se ahogó durante la luna de miel.

Se le descompuso la cara al Fresa. Creo que le vi más roja la nariz. Sacó un pañuelo y se lo llevó a los ojos. No sé si lloraba. Corrió hacia la entrada de la escuela y lo vi perderse en el tumulto.

*

 
 
 
 
 
 
 
 
   
*

La mayoría de las maestras vestían de negro. Lo mismo los pocos profesores. Cuando nos formamos en las filas respectivas para entrar a los salones, ya casi todos estaban al tanto de la noticia. El director, desde el pasillo del primer piso, con riguroso traje negro, dio la noticia oficial de la muerte trágica de nuestro maestro de educación física.

Pese a que todos lo sabíamos, se oyó un grito de admiración, como si acabáramos de enterarnos. Las maestras comenzaron a llorar. La Güera no apareció por ningún lado. El grupo de segundo A tuvo clases ese día con el señor Narro.

*

Cuando salimos al recreo parecía que una pesada losa había caído sobre la escuela. Nadie jugaba, corría, gritaba. Todos estábamos en silencio, apenas cuchicheando en voz baja.

Comimos nuestras tortas, bebimos nuestros refrescos o lo que llevábamos sin decir palabra. Aquello semejaba un cementerio. Pero si alguien hubiera sido observador, habría visto las sonrisas en los ojos de los casi quinientos niños que deambulaban esa mañana luminosa en ambos patios. Era un triunfo. El animal que todos llevábamos dentro, como bien dijo Garnica, se relamía los bigotes.•  

*Rodolfo Bucio estudió filosofía en la UNAM. Fue becario INBA-Fonapas (1982-83) y del Centro Mexicano de Escritores (1985-86) en narrativa. Ha publicado los libros de cuentos Las últimas aventuras de Platón, Diógenes y Freud (sep, 1982) y Escalera al cielo (Cuadernos de Estraza, 1982), y el de prosa poética Geoda (UAM- Xochimilco, 2000).