El golpe de jab. 
Apuntes sobre la narrativa estadunidense contemporánea
*Manuel Guillén
Entre las diferentes características de la literatura del recién finalizado siglo XX, una de las más notables y apreciables ha sido la diversidad. Cada vez resulta más difícil establecer un único y rígido conjunto de normas canónicas, sancionadas unilateralmente por un grupo de expertos, que determinen de una vez para siempre (por lo menos esa es la pretensión) lo que cuenta como buena literatura. Por supuesto, virtudes retóricas y semánticas de comprobada utilidad siguen formando una clase de elementos necesarios para generar literatura sin más. Elementos como un estilo personalizado, identificable en distintas circunstancias contextuales, apego a las normas lingüísticas académicamente establecidas, utilización de figuras discursivas probadas, así como su variación y modificación con afanes innovadores y practicar de maneras extraordinarias, sorpresivas, no obvias, las funciones indicadoras de la lengua (nombrar, describir, dar cuenta de algo, mover a la imaginación o a la evocación, etcétera). Fuera de ello, poco más es relevante. Es suficiente con que el texto tenga algo qué decir, que resulte significativo para alguien, no importando cuáles sean los medios de ese "querer decir".

Es posible que en el siglo pasado no hubo una literatura que haya hecho tanto por la diversidad, ruptura de esquemas tradicionalistas, fomento del crossover o combinación genérica, disolución de fronteras entre lo críptico y lo popular, el éxito de mercado y la pérdida de la agorafobia intelectual, como la estadunidense. Ésta ha enseñado no tanto a dejar la preocupación por observar las cualidades retóricas y semánticas canónicas, sino a tener un criterio liberal y receptivo a la mezcla de géneros, al advenimiento de la cultura de masas y sus múltiples elementos comunicativos —que tanto molestaban a un crítico como Barthes, por ejemplo— y al reflejo de la conducta humana común y corriente. 

Atiborrada e innovadora como es, propia de un imperio como no había conocido Occidente desde Roma, la literatura estadunidense es un claro ejemplo del cambio en la apreciación literaria que con fortuna nos dejó el siglo XX. 

Enseguida, cuatro textos de los noventa pertenecientes a dicha tradición. La elección ha pretendido bucear en aguas poco profundas para descubrir en estos ejemplos de literatura, que de un modo u otro es masiva pero marginal (es decir, paralela al consentimiento obvio de la crítica), el desplazamiento de paradigmas retóricos y textuales que con fuerza ha empujado la tradición norteamericana de las últimas décadas.

El parque jurásico

El lector queda atenazado por todas partes. No puede dejar inconclusa una trama de trepidante suspense. La imaginación ha engranado con un mundo posible que pareciera estar a sólo unos años de tornar presente, por más que algo advierta que eso, la historia narrada, sea imposible ahora y en cualquier otro momento de la evolución científica humana. La decantación de información científica —en particular sobre ingeniería genética—, con el buen manejo del atractivo plástico de una de las ramas matemáticas más inquietantes del último cuarto de siglo, la Teoría del Caos, así como el temor reverencial que generan las teorías físico-matemáticas, da carne y sangre al cuerpo del texto de ficción. Con esta serie de elementos, sobre todo efectistas, más un lenguaje creíble y exacto para los fines de la narración, la mejor novela de Michael Crichton se instaló en la difícil frontera entre el best-seller (género considerado por los puristas como literatura chatarra) y la literatura "seria". El genio comercial de Crichton lo llevó a la senda del genio literario. Ruptura de tabúes. Desorden desde la periferia. Un subgénero, el technothriller, logra insertar en la buena literatura, o por lo menos en una parte de ella. Cosa que no es casual en una época en la que el lector es, ante todo, un consumidor.

En cuanto al tejido de la trama, lo verdaderamente electrizante de El parque jurásico no es el eficaz manejo de lo abominable, o la evocación del acecho del caos en las obras que los humanos producen cuando juegan a ser dioses. No, ambos elementos recibieron ya su mejor tratamiento, que los convertiría en canónicos y nos los vuelve de sobra conocidos, hace ya un par de buenos siglos, durante el romanticismo decimonónico. En efecto, el tema de la bestia que se emancipa, que vaga perdida siguiendo sus instintos, el riesgo que se vuelve aleatorio, el azar entre nosotros, causado por nosotros, han movido la maquinaria literaria de cientos de narraciones desde la aparición de El monstruo del doctor Frankenstein de Mary Shelley, obra fundadora del género. 

No, el rayo y el trueno de la novela de Crichton están, por una parte, en su capacidad para destilar temas científicos y matemáticos de tal manera que se conviertan en parte de la maquinaria literaria, accesibles al gran público y —aquí es donde está el truco— en pautas de verosimilitud, en guías verdaderas para llegar a fines falsos, de ficción. Por otra, en su endemoniada capacidad para ordenar de manera atractiva y misteriosa los fetiches de una sociedad que el sociólogo estadunidense Daniel Bell ha llamado posindustrial. La ciencia no como un medio para llegar a la libertad a través de la verdad, sino como un instrumento más de producción de capital. El viejo dictum de Loyola, que los científicos pioneros creyeron aplicable a su arte, ha mutado con la muerte del dios metafísico para ceder sus plegarias al más terrenal dios de nuestro tiempo: el dinero; la verdad (científica) nos hará ricos. No a todos, por supuesto. Sólo a aquellos que hacen ciencia de verdad, ciencia corporativa, producción masiva de los resultados de laboratorio; índices de eficacia en libros contables. Pero esta ciencia desbocada, ciencia sin límites, al servicio de las grandes corporaciones y el gran capital, no inspira seguridad sino temor: 

Hammond —el dueño de la compañía de biotecnología InGen y del Parque jurásico— era aparatoso, un histrión nato y, en 1983, tenía un elefante que llevaba consigo en una jaulita. El elefante tenía veintitrés centímetros de alto y treinta de largo y estaba perfectamente formado, salvo por los colmillos que estaban atrofiados… A los inversores potenciales… les ocultaba el hecho de que la conducta del elefante había cambiado de modo esencial en el proceso de reducción del tamaño al de una miniatura: el pequeño ser podía parecer un elefante, pero se comportaba como si fuera un roedor violento, de rápidos movimientos y pésimo carácter.


Existe, entonces, un punto crítico, un momento de no retorno en el que inexorablemente nuestras invenciones se revierten contra nosotros, y entre más sofisticación mayor es el grado de peligro posible. Es ya parte del conocimiento del hombre de la calle: entre más avances, desarrollos y logros obtenga el genio científico, mayor será el grado de entropía. Tanto en la realidad como en la imaginería del siglo xx y principios del xxi, esto es válido lo mismo para la exploración espacial que para la energía atómica; para la manipulación genética que para la generación de armas químicas. En este sentido, la novela recoge el espíritu de una época. El tiempo dirá hasta dónde este fabuloso divertimento se convierte en parte del acervo documental de la última década del siglo XX.

Luego, entran en escena los dinosaurios. Quizá los seres biológicos más preciados de nuestra imaginación. Tan lejanos y espantosos como los dragones, las gárgolas y los serafines, y tan cercanos y temibles como las cobras, los tigres y los tiburones. Mezcla perfecta de nuestras oscuras fantasías y de la claridad de nuestra condición de frágiles animalillos que perdieron la cola, subrayada por la presencia de la otredad del resto de las especies, en particular cuando son terroríficas. Otredad biológica irremediable, atroz y sublime a la vez, que ya en más de una ocasión ha puesto a temblar nuestros más caros sueños de grandeza; por ejemplo, el que dice que Dios nos hizo a su imagen y semejanza. 

En El parque jurásico la asombrosa facticidad de lo improbable revela la futilidad del paso de la especie humana por el planeta. La resucitación de seres extintos, acabados por la razón que sea pero que escapó a nuestra voluntad, e incluso capacidad para buscar y obtener respuestas escudriñando y descifrando con un poderoso aparato teórico todo lo que nos resulta enigmático, desnuda nuestra grandilocuencia. El Parque jurásico, esa isla hi-tech con la que su dueño el industrial, visionario y avaro Hammond soñó que la filosa tecnología de la época podía controlar a un conjunto de seres de otro tiempo, un tiempo sin humanos, se convierte en el amargo reflejo de una realidad largamente ignorada. 

Ni las cercas electrificadas, las escopetas con balas expansivas o las zanjas de cinco metros; ni el absoluto control lógico de los sistemas cibernéticos que automatizan por completo al parque, puede detener lo inevitable: el imperio del caos. Porque los sistemas biológicos no se someten a nuestras necesidades racionales; se abren paso siguiendo una lógica compleja y paradójica en la que la estabilidad está ligada a lo aleatorio. Ciertamente puede describirse en ella un orden, que incluso es posible interpretar matemáticamente. Pero esta interpretación, como ocurriera a los teólogos medievales cuando descubrieron que a Dios apenas se le podía nombrar para decir algo significativo acerca de él, sólo muestra que al pie de nuestro balbuceo teórico se encuentra un infinito abismo (biológico, cósmico y temporal) al que sólo podemos admirar y temer.

"Descubrimiento de Japón"

Es posible que este cuento de veintitantas páginas (recogido en The Informers) sea el mejor ejemplo de lo que es capaz de producir la gran capacidad literaria de Bret Easton Ellis. La notable diferencia entre éste y el resto de su obra —obra que tanto revuelo ha causado en los últimos quince años— es la mesura del escritor. Simple, práctico, contundente. Apegado al manual, sí, sin duda, pero personalísimamente eficaz. Easton Ellis recrea con singular agudeza el estado de uno de los pilares de la cultura popular de la segunda mitad del siglo xx: el mundo del rock. Con él, el estado general de una cultura que, literal y metafóricamente, se mueve al ritmo que toquen sus popstars.

Bryan Metro, el personaje central, que sin dificultad podría ser Axl Rose, Tommy Lee u Ozzy Osbourne, ha llegado al tope en todo. Rockero, millonario, machista, sadista, bisexual, alcohólico, coca y heroinómano, ha perdido el control de su fama ("Ajusta mis sueños por mí, Roger _—dice a su yuppie manager—, ajusta mis sueños por mí"); para él, la realidad ya no es el mundo poblado de objetos inanimados, animales y personas, sino un mundo en el que sólo existen luces, masas y satisfactores inmediatos de los deseos más apremiantes que, por lo general, colapsan para desbocar de manera intempestiva a través del apetito sexual, acompañado con violencia y languidez. 

Bryan ha alcanzado lo que Douglas Coupland llama la posfama. El estado psicológico (social y financiero) en el que el famoso no es más dueño de sí mismo en tanto que sujeto con una historia, una narración de vida hilvanada con la coherencia de un pasado, un presente y un futuro. Tal narración ha sido alterada; ya no es más la añeja posesión íntima y privada que los antiguos reservaban para la conversación confidente o la transcripción en un diario. Ahora esa historia se ha vuelto pública y abierta, vulnerable; está sometida a fuerzas que ya no son las del individuo, obligada a ser un eterno presente, escrita y reescrita día a día por las reglas de la vida pública: imagen, aparencia, simulación. 

Bryan Metro es un simulacro de sí mismo, por eso ha llegado al hartazgo. Es una especie de imperfecta copia al carbón de algo —su vida, su mente, su entorno— que debió ser real pero que ya sólo sirve como un referente, una marca, el ombligo de aquel lejano cordón que alguna vez unió al útero de la vida cotidiana. Por eso el hastío lo ha alcanzado. Es como si fuera un espectro. Sedado y negligente, ha rebasado la culpa y la cobardía para, por lo menos, ser cínico, alguien a quien las causas y los efectos mundanos pasan de largo. En una de las primeras secuencias del relato (secuencia: como en el lenguaje cinematográfico), Bryan se corta la palma de la mano, abriéndose una vena, y lo más que hace es quedarse dormido en medio de la borrachera. Sube al escenario y olvida las letras de las canciones, sus propias letras. Ve a la masa de fans japoneses y murmura "pinches amarillos". Su mánager, Roger, es lo único que lo ata, de vez en vez, al mundo real: nadie quiere que se suicide la gallina de los huevos de oro.

El escritor transmite con pulcritud el estado de irrealidad de Bryan y de muchos integrantes del show-business; con ellos, de una parte de la sociedad contemporánea. O mejor: de la hiperrealidad (Baudrillard) de nuestros días. Realidad mediática. Interacción de iconos. Saturación de imágenes. Realidad transformada y trastocada por doquier. Filtrada por la electrónica, las comunicaciones instantáneas y las drogas. El mundo desde un avión o dentro de una suite de hotel de cinco estrellas es, sencillamente, el mismo en todas partes. 

Fiel a sus temas y a ese testarudo estilo de la narración en primera persona, el aún joven escritor angelino se aparta en este cuento de los excesos dramáticos de su consagrada novela American Pyscho, y de la repetición temática, que en más de una ocasión resulta aburrida, de Less than Zero. A diferencia de estas obras, "Descubrimiento de Japón" es un ejercicio sin rebabas —algo similar quiso lograr con su novela Glamourama, aunque sin el éxito deseado—. Tal vez debido a las características estructurales de la cuentística, el escritor no pone una alusión, una frase, una referencia fuera de lugar. Trama y alegoría empalman con naturalidad a través de referentes transparentes, tanto directos como elípticos, pulcros, cercanos y significativos, de sobra conocidos, aunque poco analizados. El cuento, así, es un mini manual de anatomía del ojo contemporáneo: el órgano que capta apariencia y realidad.

Es una pena que Easton Ellis no haya dado una obra tan pulcra como ésta ni antes ni después de su publicación, en 1994. El sarcasmo, que en American Pyscho de tan estridente se vuelve moralino, aquí es la diáfana estructura de la narración. El escritor es neutro en lo moral, descriptivamente distante y el resultado es, como instruyera de manera metafórica Hemingway, un golpe de jab

El receptor queda noquedo por la sencilla razón de que en su sistema cognitivo todo lo contado ya lo sabía, lo conoce desde siempre. Ha estado ahí en una ojeada a Rolling Stone, un vistazo a la mtv o a E! En la vida diaria. En el mundo en el que vive, engarzado entre cierta esquizofrenia mediática y el jaloneo obsesivo de una cultura que parece arcaica, a pesar de que apenas hace 150 años era la vanguardia. El cambio de paradigma del texto escrito al bombardeo de gráficos. Del valor de lo perdurable al de lo efímero. De la mesura al exceso. De la saturación de códigos comunicacionales. El advenimiento de la hipercomplejidad social.

La sublime ironía del cuento, establecida desde el título, es el inicio y cierre del mismo. Círculo preciso que delimita tanto la estructura como su significado: un mundo aparte, cerrado en sí mismo; enmarañamiento de retórica y semántica, la primera tiene como resultado a la segunda, y la segunda hace inteligible a la primera. Al inicio del relato, Bryan piensa:

Con rumbo a la oscuridad, mirando por la ventanilla de un avión el toldo negro y sin estrellas, más allá de la ventanilla que está tan fría que me entumece las yemas de los dedos y me miro la mano. Retiro la mano lentamente de la ventanilla y Roger se acerca por el pasillo en penumbra.

—Adelanta ese reloj —dice Roger.

—¿Qué dices? —pregunto yo.

—Que adelantes el reloj. Hay diferencia horaria. Estamos aterrizando en Tokio —Roger me mira fijamente, disimulando una sonrisa—. Tokio, Japón, ¿ok?


Y al final, el cerrojo. El compás que termina de dibujar la circunferencia. Para entonces ya ha quedado claro que para Bryan Japón es un montón de molestas masas de piel amarilla, la puta que decora el póster de Hustler edición japonesa (a quien, por cierto, se cogió durante su primera noche tokiana) y Godzila; que los acontecimientos de la vida, las emociones y los estímulos, quedan reducidos a un arponazo o a unas tabletas de librium con champaña, a una buena golpiza a la primera grupie que se le meta a la cama; que el mundo, ese que cubrirá con su World Tour, es uno y el mismo —empequeñecido desde un avión— desde un escenario, desde las luces, desde una infinita repetición de imágenes mediáticas, desde el aquí y el ahora, desde el triunfo y la gloria que apenas duran dos horas —que además son tan aburridas e intrascendentes—, desde la nada:

En el avión alejándome de Tokio voy sentado solo al fondo jugueteando con los mandos de un pizarrín magnético y Roger está a mi lado cantando "Over the rainbow" pegado a mi oreja, las cosas cambian, se vienen abajo, se desvanecen, otro año, unos cuantos movimientos más, una persona a la que todo le vale madres, un aburrimiento tan monumental que abruma, arreglos fugaces por parte de personas que ni siquiera sabes que exigen que pierdas el sentido de la realidad que podrías haber adquirido, expectativas tan irracionales que te vuelves supersticioso cuando piensas cómo afrontarlas. Roger me ofrece un toque y doy una calada y miro por la ventanilla y me relajo durante un momento cuando las luces de Tokio, que no me había dado cuenta de que está en una isla, se pierden de vista, pero esta sensación sólo dura un momento porque Roger me está contando que otras luces, en otras ciudades, en otros países, en otros planetas, quedarán pronto a la vista.


Cuando falla la gravedad

Uno de los subgéneros literarios más interesantes, cuya obra fundadora fuera Do Androids Dreams of Electric Sheep? de Phillip K. Dick, es el cyberpunk. Si bien es cierto que, como algunos críticos han afirmado, el género está casi agotado, víctima de su fórmula cerrada y reiterativa, hay en él un núcleo de desencanto de la modernidad, de languidez social, un estado de apatía acerca del irremediable futuro (imaginario) por venir, que lo vuelven un oblicuo reflejo de lo posible. De ahí su interés.

La esperanza de un futuro idílico construido sobre fundamentos científicos, ascéptico, ordenado y lleno de regocijo, ha muerto. Desde la segunda guerra mundial, e incluso desde la primera, y en especial a partir del éxito y la materialización bélica del Proyecto Manhattan, la humanidad toda, pero en particular Occidente, sabe que los pilares tecnológico-científicos que pusiera en marcha la joven modernidad dieciochesca, tienen un rostro oculto, que no es ni lastre, ni desperdicio, ni entropía —aunque estos elementos también son relevantes—, sino un avance absolutamente calculado y racional hacia lo irracional, el caos, el desorden y la enfermedad. Aquí halla el cyberpunk su razón de ser. 

Hijo rebelde de la ciencia-ficción, allí donde encontrábamos ciudades luminosas, ordenadas y resplandecientes, pone, en cambio, urbes en ruinas, aleatorias, en las que la tecnología de punta se mezcla con el tribalismo y el paulatino retorno de lo arcaico. Los gobiernos, a diferencia del buen big brother de la sci-fi que ha logrado el bienestar a través de la sabiduría científica acumulada, son o bien corporaciones, o grupos de truhanes, o un déspota dominante que dejan correr su poder a lo largo de una gran cadena de abusos y corruptelas que traspasan una sociedad caótica y atiborrada (de razas, vicios, lenguas, crímenes, esperanzas frustadas). Al final, como bien han sabido plasmar cinematográficamente directores como Ridley Scott (Blade Runner), Jean Pierre Jeunet (Aliens: Resurection) o Terry Gillian (Brazil), las máquinas, naves y edificaciones no transmiten la pulcritud del aluminio, el titanio o el acero inoxidable, propios de la imaginería futurista de la década de los cincuenta del siglo pasado, sino la mugre y el herrumbre, el óxido y la corrosión de un mundo que hace mucho tiempo dejó de preocuparse de sus viejos fetiches ilustrados.

En efecto, el cyberpunk es una partitura ya hecha. Como todas, sólo depende del talento del ejecutante con sus variaciones, destiempos e improvisaciones. George Alecc Effinger ha sabido imprimir de manera excepcional ese estilo personal a su primera novela de corte cyberpunk, Cuando falla la gravedad. Ante todo, Effinger deja claro que el género es el viejo noir rejuvenecido en una incubadora de ciencia-ficción. El antihéroe es un elemento esencial de la trama, lo mismo como personaje central alrededor del que ocurrirá la sucesión de acontecimientos de la narración, que como principal narrador de los mismos. Su punto de vista es la perspectiva que el lector tendrá para acceder al mundo de la novela. Así, Marîd Audran, un ex policía que rebasa la mitad de la treintena y que ahora se dedica por su cuenta a los "negocios" relacionados con asuntos propios de su antigua profesión, es el antihéroe de la historia de Effinger. Conforme transcurre su narración descubrimos un mundo cuyo límite del caos es una delgada membrana de complicidad, honor entre bandoleros y pragmatismo de supervivencia. 

Los espacios geográficos propician una atmósfera claustro-fóbica, lugares pertrechados en una sociedad cerrada y centrada en sí misma, recelosa de lo exógeno, perturbadora y cínica: 

El cabaret de Chiriga se hallaba justo en el centro del Budayén, a ocho manzanas de la puerta Este y otras ocho del cementerio. Resultaba muy útil tenerlo tan a mano. El Budayén era un lugar peligroso y todo el mundo lo sabía. Por eso, una muralla rodeaba tres de sus lados. A los viajeros se les advertía que no se acercasen al Budayén, pero iban a pesar de ello. Toda su vida habían oído hablar de él, y no se perdonarían regresar a su casa sin haberlo visto por sí mismos.
Pero al mismo tiempo, ese espacio geográfico protegido —amurallado— ofrece lo que muy pocos lugares pueden ofrecer: impunidad, vicio, emociones fuertes, perversiones a mano y todo lo demás que hace que la vida valga la pena. En un mundo en el que finalmente ha logrado mezclarse la biología con la cibernética, puede hallarse en el Budayén los más sofisticados e ilegales dispositivos intracraneales que lo mismo son capaces de modificar por completo la personalidad de los sujetos que proporcionar las más vívidas experiencias eróticas o violentas. (Por cierto, en la cinta Strange Days de Katherine Bigelow, James Cameron, quien escribió el guión, utiliza ampliamente este tema sin reconocer la evidente procedencia de la novela de Effinger.) 

El enmarañado tejido social del mundo futurista en el que vive Audran ve surgir, por igual, el afianzamiento de un tercer género sexual, andrógino, clínicamente preparado y listo para insertar con suavidad en un entorno en el que parece que la única sorpresa proviene de la intriga. Y no sólo eso, sino que las relaciones con esta nueva clase de seres humanos se han convertido en la regla y no la excepción. (El mismo Marîd vive con uno y mantiene estrechas —en más de un sentido— relaciones con un par más.)

Novela sin resolución sorprendente (el antihéroe termina golpeado pero vencedor), con una trama criminal sólida y solvente, Cuando falla la gravedad es un emblema de lo mejor de todo un género que viera sus mejores momentos con las obras de William Gibson y el ya mencionado Philip K. Dick, y que pareciera que la hiperaceleración socio-tecnológica de nuestros tiempos comenzara a convertir en fantasías con vocación profética.

The Sweet Hereafter

Un perro. Seguro que fue un perro lo que vi. O creí ver. En aquel momento nevaba bastante, y entre la nieve se ven cosas que no son o que no están precisamente allí, pero como tampoco se distinguen algunas cosas que sí están, válgame Dios, cuando se ve algo hay que reaccionar como sea y fiarse del instinto maternal, ya me entienden.


Accedemos así a uno de los mejores inicios de la novelística estadunidense contemporánea. Semejante a un tele reportaje, con uno de los entrevistados contando su experiencia privilegiada, a la vez aventajada y limitada, de un acontecimiento dual: cósmicamente trágico y vulgarmente cotidiano. El punto de partida de la narración, con la voz introductora del chofer del autobús escolar del pueblo de Sam Dent, Dolores Driscoll, encadenará con la polifonía prismática de un conjunto clave de involucrados en el trágico acontecimiento que modificará de forma radical el sistema social de dicha población.

Perdido en algún lugar del norte del estado de Nueva York, Sam Dent es un distorsionado reflejo humano de la imponente e intimidante geografía que lo circunda y determina. La escritura de Russell Banks es indisociable de la geografía. Puntual en sus descripciones y psicológicamente veraz, su realismo engarza fino dos características compartidas por los sistemas psíquico-sociales y por su entorno, el ecosistema: caos y regularidad. Lo imprevisto y lo monótono. En medio de los centenarios bosques de la tundra norteamericana, circundados por la helada e imperturbable cordillera y el arañazo de la mancha humana, y por bosque, nieve, más bosque y más nieve, el aleteo del azar irrumpe de repente. La casualidad, lo que escurre al control humano, desdibuja para siempre la monotonía aparente de un lugar ensimismado, en perpetuo recelo y disimulo de y ante lo ajeno. 

Como en una exploración de los fríos bosques del norte de Estados Unidos, que comienza con un sobrevuelo en helicóptero y termina con la observación cercana, la quietud y la regularidad dan paso a un complejo panorama de relaciones vitales. La pasmosa calma de la naturaleza vista desde los aires se convierte, una vez comenzadas la exploración a pie y el análisis del ecosistema, en un abigarrado cúmulo —con su lógica propia— de intersecciones, choques y convivencias. De igual manera, una vista efímera (como la de los múltiples vacionistas de invierno que pasan a vuelo en su autos deportivos con el equipo de esquiar al toldo) de Sam Dent y sus habitantes sólo revelaría un pueblo de tantos: rancio, soso y rústico; un lugar en el que pareciera que todo es siempre igual. No obstante, un observador más fino y acucioso, alguien que pudiera irrumpir en la dinámica social del lugar, identificaría de manera paulatina un intempestivo microcosmos desvelado ante su mirada escrutadora. Esa persona es Mitchell Stephens, abogado.

Como el defroster de su Mercedes que revela lo que ocurre al otro lado del parabrisas en medio de la noche helada, desempañándolo, el involucramiento con las consecuencias del suceso del camión escolar desvanecerá para Stephens el vaho del pueblo. Suceso que no accidente, porque "Los accidentes no existen. Ni siquiera sé lo que significa esa palabra, y nunca confío en nadie que afirme saberlo". La voz del abogado de la ciudad de Nueva York será el punto de vista externo. La descripción analítica y —en la medida de lo posible— precisa de cuanto ocurre a los tocados por la tragedia. Es una voz externa pero no objetiva. El observador contamina su objeto de estudio con su filtro cognitivo, con sus creencias, convicciones y sospechas. Así, Mitchell Stephens se convierte en el portador de un fundamento moral sobre el que se erige un juicio —frío como la ley exige, vehemente como el temperamento del abogado— acerca del derrape, caída y hundimiento en una laguna congelada del camión escolar del poblado y la muerte de catorce niños del lugar:

¿Furioso? Sí, estoy furioso; mal abogado sería si no lo estuviese. Parece como si tuviera un incesante hormigueo en el culo que me impidiera sentarme. Que no es lo mismo, entiéndalo bien, que estar azuzado por la avaricia… Pero no fue la codicia lo que me llevó hasta allí; la avaricia nunca me desvía tanto de mi órbita. Sino la indignación. Qué demonios, no me da vergüenza. Soy así. Tampoco estoy orgulloso, pero por lo menos soy de utilidad. Cosa que nada tiene que ver con la avaricia.
Recto y pragmático, Stephens es el símbolo de la moral posible en nuestros días. Ajena a la trascendencia. Extraña lo mismo al orden y al castigo divinos que a la corrección trascendental de nuestros juicios morales, como soñara hace ya casi tres buenos siglos Emmanuel Kant. La moral del abogado es el escape de sus caras frustraciones. La búsqueda de la justicia en las causas ajenas es el medio de exculpar la incapacidad individual, íntima, dolorosa. Una hija junkie, sero-positiva y mitómona, perdida en algún tugurio de Los Ángeles o el Bronx, inyectándose heroína, ratifica esta opción, la única que garantiza el desinterés. La rabia y no la avaricia. 
 
 
 
 
 
 
 
 
   

En tanto que la ética es un cálculo de perjuicios y beneficios. No nos confundamos más; los seres humanos, o por lo menos los seres humanos occidentales y capitalistas, no pueden observar una ética solidaria, desinteresada, ajena al egoísmo casi genético de nuestra especie. La ética, esa delgada malla que nos impide despedazarnos unos a otros de una buena vez, es sólo el cálculo sobre si no seremos destruidos primero antes de hacerlo con el prójimo. Y el abogado —es decir, este abogado— se encarga de garantizar que ese cálculo siga efectuándose. Es el guardián de la malla.
Pero siempre que me entero de un asunto como el desastre de aquel autobús escolar, me convierto en un misil que busca el calor, dirigiéndome a un objetivo que sin duda será algún chapucero y corrupto organismo estatal o una empresa multinacional que ha calculado la diferencia entre un tornillo de diez centavos y un arreglo amistoso de un millón de dólares y ha decidido sacrificar unas cuantas vidas por esa diferencia. Eso es lo que hacen, calcular el resultado total; lo he visto tantas veces que he llegado a dudar de la especie humana. Son monos inteligentes, nada más… Y de la gente como yo depende que salga más barato construir el autobús con ese tornillo de más, añadir un metro de barrera protectora o desecar la cantera. Es la única forma de pararlos. El único modo de garantizar la responsabilidad moral en esta sociedad. Que resulte más barato.


Novela de contrapuntos, tejido que se deshila de a poco (con sus diferentes trucos, rejuegos y senderos narrativos sorpresivos), The Sweet Hereafter conserva y refresca las extraordinarias características del género más y mejor desarrollado en la tradición estadunidense: el realismo. Dando pleno cumplimiento al dicho que Faulkner enfatizara al recibir el Nobel hace cincuenta años, Russell Banks no hace sino ocuparse del alma humana, en su oscura perversión y en la nitidez de su complejidad que la hacen oscilar entre lo abyecto y lo sublime.• 

*Manuel Guillén es profesor de filosofía de la UNAM. Imparte clases de lógica en la Universidad Internacional. Fue becario del Instituto de Investigaciones Filosóficas de la UNAM.
 Nota

 1Aunque, sin lugar a dudas, siguen y seguirán existiendo notables diferencias entre los escritores vanguardistas, aquellos que tratan de ir un paso adelante, arriesgando y experimentando, buscando la obra universal, recuento lingüístico y convergencia de tradiciones, evocaciones, mitos y realidades, y aquellos que se limitan a seguir la fórmula, que sólo combinan los consabidos ingredientes de éste o aquél género. Así, no es tanto que "exista un abismo" entre Don DeLillo y Thomas Harris, sino más bien que uno va en un Dodge Vyper y el otro en un VW Sedán.