El artificio vital del verbo
*Fernando Martínez Ramírez
Cobertura retórica

Resurrección y muerte, entrada y salida a ese algo que somos y perseguimos en expediciones insensatas, así es el artificio vital del verbo, al que el poeta se vuelve para ser un poco más él mismo, como el aventurero lo hace con la vida.1 He aquí la primera contradicción aparente, la flagrancia poética donde el artificio es la vida, donde la palabra resulta la relación de los hechos que me constituyen, el oximorónico trance entre la razón y las cosas, entre los sentidos y el mundo, entre la duda o la certeza.

Relación de los hechos donde las palabras toman la estafeta para ver si insistiéndolas logran alcanzar a ese ser que no miro, y desarticular a ese otro que las propias palabras, las palabras-cultura, protegen y ocultan. Bajo todas nuestras certidumbres bien vestidas, las palabras que al querer decir soslayan su propio silencio, su imposibilidad definitiva, su exigua impostura ontológica. Y al final se revelan como artifugios, como males necesarios, el único verdadero mal necesario: la palabra que no alcanza a la Palabra, mi yo que no alcanza a un Yo presentido y siempre pospuesto, nostalgia de sí mismo perdida en el verbo, soliviantada en la página escrita, donde refugiamos una parte del azar que desarticula nuestras búsquedas, donde la melancolía es la forma de ocultar el entusiasmo que las cosas insisten en promover y, no obstante, escéptica y cautelosamente sesgamos.

He aquí la cobertura retórica que abre al trópico tabasqueño de donde emerge "el que dice", el que relata los hechos, el poeta Becerra proveniente de "esa aristocracia provinciana tan rica en recuerdos y reliquias, en caserones y relaciones, y tan pobre en dinero constante y sonante",2 ese trópico premonitorio que desde muy temprano decidió concederle sólo treinta y tres años al poeta para que no muriera sabio: un día, en uno de esos paseos por la playa, José Carlos niño atrapaba cangrejos y estuvo a punto de ahogarse al caer en una fosa muy grande; de pronto, vio una pierna oscura a la que se aferró sin pensarlo: un negro corpulento le había salvado la vida. Ésta es la primera relación de los hechos.

A la otra orilla

Ante la sorpresa que de pronto representa "esa vieja costumbre de vivir", la mejor manera de traer a esta orilla de la memoria nuestra propia historia consiste en escribirla, en extender las frases sobre el mundo para que se llenen poco a poco de sentido, para que se confiesen y hagan menos opacos los recuerdos. Éste es el intento, y sin embargo dice el poeta: "Una brisa muy joven sopla en los almendros, una brisa lejana sopla entre mis labios, y es el silencio, el silencio de la torre de la iglesia bajo la luz del sol, el silencio de la palabra iglesia, de la palabra almendro, de la palabra brisa". Es el silencio como un salto de las cosas a sus nombres, es el mundo que se pone ante mí queriendo decir algo, y cuando lo dice es sólo para refugiarse, primero en la mirada, más tarde en aquello que lo nombra. Las palabras son el eslabón imperfecto y sobrecogedor, y por más que lo deseemos no son como las cosas. Pero coger la pluma para el poeta es coger el alma, y al comenzar a relatar lo visto o lo sentido —el día caluroso, las aguas del río— es únicamente para descubrir que yo iba a decir algo, yo tenía esta pluma en la mano. Son las palabras que dicen y al hacerlo elaboran su propio silencio, probablemente más profundo, un silencio escrito que refleja los estados del alma, dudosos y pasajeros, pero escritos. Y de nuevo la paradoja que va del devenir de los sentidos a la fijación de la escritura, el absurdo de un talante pasajero que me pone con la pluma en la mano y el alma en un hilo.

Esta es la segunda perífrasis enfática sobre el ser de la palabra, autorreferencial porque así la vislumbra el poeta, por eso supo corregir a tiempo el título de un libro que iba a llamarse La corona de hierro, título al que renuncia cuando el volumen estaba en prensa. Prefirió Relación de los hechos (1967), lo cual genera un compromiso distinto con la palabra, primero oral y luego escrita, oral y escrita a un mismo tiempo cuando el versículo resulta la forma natural de decir, un verso totalizante y largo, muy largo, que da cuenta de los hechos. Y claro, sin pretender que sea una explanación trascendente de su poesía, puede reconocerse la filiación de José Carlos con el verbo si decimos que las primeras "influencias" literarias que reconoce provienen de la radio y de los relatos orales que escuchó en su casa: "Hacia los diez años comenzó a escribir `novelas' que protagonizaba `Carlos Lacroix' (Carlos, como él y su padre, y Lacroix como el segundo apellido paterno), un detective interpretado por Tomás Perrín, cuyas aventuras transmitía a toda la república la xew cada domingo a las ocho de la noche".

Apariciones

"¿De quién son ahora estas palabras? ¿Qué movimiento realizan en la conclusión de mis actos? ¿Qué apariciones y qué ausencias las hacen posibles? ¿Quién las está escuchando? ¿Quién las dirá de nuevo?"

Las palabras ahora son esos vínculos misteriosos entre el poeta y nosotros. Nos ha presentido como sus lectores en el tiempo, lectores en quienes la edad ominosa de los treinta y tres promueve una complicidad de temor. A través de las palabras el poeta se advierte como "suyo" y sin embargo ya se extraña en la mirada de los otros, los que habrán de ser convocados por su decir. Conciencia inútil si se piensa en el poeta muerto, diálogo feraz si se piensa en los que estamos vivos. Se trata de esa potencialidad lúdica contenida en el poema, donde bien puede verse reflejado un nuevo amante y reduplicada en el nuevo lector la recursividad del verso.

Esto nos lleva, por caminos azarosos, hasta la simbólica de la palabra, asociada con el gesto dador de vida y buscador de sentido, con el principio vital. Es el versículo bíblico como forma, es el verbo como gesto fecundante, portador del germen de la creación, anterior a todo y comunicador de la sabiduría divina. Pero también es el logos, el discurso, la razón, la inteligencia, el hermeneuta de la realidad según Aristóteles, la tarea del Nomotetes platónico (NomoqethV), aquel Forjador de Denominaciones, legislador de la palabra4 al que imaginó el filósofo escogiendo libremente el material fónico para hacer transparente la esencia de las cosas. Enorme tarea si se piensa en la arbitrariedad del signo, pero filosóficamente enderezada cuando Platón describe al Nomotetes como quien pone los sonidos y las sílabas de acuerdo con la palabra en-sí. Esto es, el Artista de las Denominaciones apela a los eidos, de los cuales el mundo es un reflejo. Pero no cualquiera logra acceder a las ideas, a la visión noética del Ser, sino el filósofo, y por ello el Gran Legislador de las Palabras debe dejarse auxiliar por este hombre dialéctico, único que alcanza la visión, el topos uranos,5 donde "duermen" los arquetipos en su absoluta permanencia e inescrutabilidad profana. Por eso el poeta, muy a pesar de Platón, llegó a ser el sujeto donde se conjugan el hombre dialéctico y el Hacedor de Lenguaje.

La palabra simboliza "de modo general la manifestación de la inteligencia en el lenguaje, en la naturaleza de los seres y en la creación continua del universo; es la verdad y la luz del ser". Como dice Pseudo Dionisio Areopagita en su tratado sobre los Nombres divinos: "Sólo el Verbo superesencial asume para nosotros nuestra propia sustancia de modo entero y verdadero; por su acción como por su pasión él sólo, propia y singularmente, asume la totalidad de la operación humano-divina".

Por eso la palabra acude al poeta para erigirse en defensora solícita ante la obstinada página en blanco, como instrumento de la rememoración, pero también como artefacto fallido que no logra hacer reconocible, en aquella irrupción de objetos y situaciones, a la amada antigua, que ni termina de llegar y ni acaba por irse. Así son las palabras, los umbrales caprichosos donde la recordación y el olvido se acechan y vacilan: 

Dame otros instrumentos para llamarte —profiere el poeta—, la posesión de un lenguaje donde pueda escucharse el ruido de puertas y ventanas golpeadas por el viento que corre por estas imágenes, por estos sitios de representaciones equívocas. Dame ahora otras palabras para reconocerte, dame ahora otros signos para destruirte [...] Oh tardes de entonces, enciendo estas palabras para iluminar los angostos pasillos de estas escasas descripciones, enciendo estas palabras para quemar las últimas hojas, las consecuencias de esta obstinada página en blanco.


El método fenomenológico

José Carlos Becerra pensaba que algo fundamental para la formación literaria eran la disciplina y los esfuerzos que se hicieran en el campo de la prosa, donde se puede adquirir la malicia necesaria. Para él, también el cine, las imágenes cinematográficas resultaron un motivo de aprendizaje literario, hicieron posible inclusive un estilo. No concebía, en general, textos en forma aislada. Algunos de ellos le daban la clave, como una especie de visión clara a partir de la cual podría armarse un libro. Tras la visión, seguía una voluntad de estilo, a partir de la cual iba creciendo un todo orgánico, apoyado siempre en una voluntad formal, de representación unitaria.

La poesía consiste en atrapar los instantes y volver a vivirlos, aunque únicamente para descubrir que la repetición es otra realidad, distinta de aquélla donde nacieron; sólo para descubrir que al convertir en palabras los momentos que la imaginación atrapó al vuelo, las palabras constituyen una nueva realidad. Se trata de una nostalgia perenne del instante revelador y para siempre perdido. Como en una relación amorosa, donde el verdadero amor se da por instantes, "donde la presencia de la mujer se convierte en una aparición reveladora que nos invade y que invadimos, y donde por un momento obtenemos una vida total, pasada, presente y futura".

Y su Relación de los hechos resulta expresión de esta voluntad totalizante que comienza por el verso y abarca todo el libro, acumulando instantes donde estalla el psiquismo existencial. A través de sus letras descubrimos esa ubicua preocupación por el ser de la palabra, donde ahora buscamos una idea de la poesía, a la que seguimos en sus repercusiones, tratando de ahuyentar a toda costa al crítico racionalizante y acudiendo a la poética fenomenológica. No interesa el poeta y su humanidad desgraciada, aunque no queramos olvidarlo y acudamos aquí y allá a él, cosa que podemos hacer perfectamente porque no es a él a quien perseguimos sino a la palabra, y en ella a la poesía, y en la poesía a nosotros mismos. Tal es el tránsito fenomenológico. Se trata de un devenir de la expresión que es a su vez un devenir de nuestro ser, según concepción feliz de Gaston Bachelard, para quien "el poeta, en la novedad de sus imágenes es siempre origen del lenguaje".9 He aquí de regreso al Hacedor platónico.

Complicidad y conmiseración vital si se quiere, pero como mero recurso pintoresco con el cual deseamos establecer un ritmo para nuestra prosa; sin embargo, lo que importa es la emergencia del lenguaje, vivido en sus repercusiones y afianzado irresponsablemente. Se trata de un "no" callado al psicologismo y una aceptación arbitraria de la fenomenología como el otero desde donde buscamos el ser de la poesía. 

El fenomenólogo —aduce Bachelard— no va tan lejos. Para él la imagen está allí, la palabra habla, la palabra del poeta le habla. No es necesario haber vivido los sufrimientos del poeta para recibir la dicha hablada que ofrece —dicha hablada que domina el drama mismo. La sublimación, en poesía, supera la psicología del alma terrestremente desgraciada, es un eje: la poesía tiene una felicidad que le es propia, sea cual fuere el drama que descubre.10 


Pero tomemos distancia. Nuestra situación no busca el extremo de la epojé fenomenológica husserliana, en la cual toda toma de posición con respecto al "mundo objetivo" queda inhibida, donde los valores que me representan como "sujeto real" deben ser suspendidos para ganarme a mí mismo como ego puro y trascendental. Nuestra posición se parece más al cogito cartesiano —de las Meditaciones—, donde lo mundano es tal y como se recuerda, se siente, se experimenta, juzga, valora y desea, con la reserva de que todas estas actividades, en nuestro caso, no son estrategias metafísicas sino posicionamientos existenciales que buscan ser informados por el fenómeno, que hoy es la palabra del poeta, la del genio maligno.11 No obstante, de Husserl tomamos el hecho de que la realidad entera está ahí, como fenómeno mío que hace posible el ser y la ilusión, el ser y el engaño: se trata de tomar posición con respecto a esa ilusión, aunque para ello se deba matizar una vez más nuestra perspectiva filosófica, sin olvidar que nuestra deuda fundamental es con Bachelard.

La idea de fenomenología que pretendemos guarda algún parentesco con la que caracteriza Heidegger cuando hace la exégesis de la doble complexión del término:12  por un lado "fenómeno" (phainómenon, jainomenon) y por otro "logos" (logoV). El fenómeno es lo que se muestra, lo patente, independientemente de que al mostrarse oculte su "verdadero" ser, es decir, que si bien es probable que lo patente sea una pura apariencia —en cuanto phantasmata o imagen ocultadora—, esa posibilidad no interesa al sentido de la fenomenología; lo que debemos acuñar de la acepción es el "mostrárseme" en cuanto tal. Con ello, Heidegger anula presuntamente lo que en lenguaje kantiano sería la cosa en-sí (noúmenon, nomoenon), inaccesible, insospechable, sin interés. El logos, por otro lado, es la palabra: la que permite ver, la que des-oculta (alethés, alezeV) al ente y sin embargo puede hacerlo pasar como falso (pseudesdé, yeudeszai). Dado que la palabra recurre a algo que ella no es, a los sonidos (phoné, jwnh), conserva la posibilidad de encubrir, o sea, es percepción racional, no percepción sensible, en el sentido de que la percepción sensible siempre apunta a su objeto: el oído a los sonidos, el olfato a los olores, la vista a las formas, el tacto a los contornos y texturas, el gusto a los sabores, mientras que el logos apunta a las cosas pero nunca atrapa su en-sí, su primariedad ontológica. A pesar de esto, el logos, al poner las cosas "ante los ojos", es fundamentante, es decir, logos es ratio. La palabra, además, posibilita la relación entre los entes, es síntesis (sunzesiV) del mundo porque muestra las cosas juntas, relacionadas. Todos estos atributos del logos nos llevan a la noción de fenomenología como aquella que permite "ver lo que se muestra, tal como se muestra por sí mismo, efectivamente por sí mismo".13 ¿Y a quién se le muestra? Al ser-ahí, al "hombre-en-el-mundo". Por todo esto, la palabra es el instrumento de que se vale el hombre para conocer las cosas tal y como se muestran, en su circunstancia existenciaria; es un instrumento cognoscitivo, el más basto y preeminente, que abre el ser de los entes, y este abrírseme es concomitantemente una apertura de mi propio ser-en el-mundo, ser que hoy viene hasta nosotros a través de la palabra que se camina a sí misma, la del poeta.

Relación de los hechos

La palabra es la Palabra: metonimia que suplanta a todos los deseos, todas las aspiraciones y resquemores noctívagos; en ella se revuelven las atmósferas-duermevela que dan forma a las alucinaciones y a los recuerdos; en ella los maderos salados de la nave deslizan las estaciones, relatan los hechos y concitan memorias. El poeta deja de ser él y llega a ser víctima del verbo, que lo asedia y lo enamora. Es la palabra hambrienta y padecida que vive en estado de inminencia somática cosquilleando en la yema de los dedos, subordinado al individuo a ese afán urgente por el verso. "Mi camisa —escribe el Hacedor— estaba llena de huellas oscuras y diurnas, y la Palabra, la misma, devorando mi boca, comiendo como un animal hambriento en aquel que la padece y la dice".

Rueda nocturna

En el idus nocturno otra vez la frase nacida en el légamo de un sueño como un insecto indeciso y brillante. Y de pronto o de nuevo el recuerdo, como surgido de las fronteras de los párpados, sin saber si es la frase incipiente o los restos de algún suceso; de pronto ese rictus memorioso, y de nuevo el verbo, sólo para descubrir, una vez más, que de las cosas sólo quedan la palabras. "No, no se recuerda nada, la mirada extendida, curvada por el peso de aquello que no mira, que no necesita comprender, la penumbra que queda en las palabras".Los versos-agua por donde pasa la amada, uno junto al otro pero ninguno junto a ella. Son las palabras como un remanso funesto, el acto prestidigitador donde desaparecen, a pesar del recuerdo, los recuerdos-beso, los recuerdos-boca, rostro y nombre. Tal es el simulacro paradójico de la creación: un cuarto, la ciudad, el sueño, las reminiscencias, y el verbo: la concreción escrita donde desemboca la rueda nocturna donde el Hacedor se fatiga y descansa.

El reposo del guerrero

El poeta posee una conciencia impúdica de su situación "distinta". Es el guerrero que, como cualquier otro ser humano, también tiene historias amorosas, pero en quien su belicismo parece sugerir un afán por la victoria. Sin embargo, esta victoria es resultado de una hermeneusis posterior al acto con que el poeta se salva o se mete a la vida, o a la muerte: el de la escritura. Cuando el triunfo ha llegado no tiene otra opción que lamentarse por esa cola de miel con que se presenta, confundiendo la versión apócrifa con la Verdad de donde ha surgido la Belleza —con mayúsculas para hacerlas menos pretenciosas, para personificarlas y vincularlas con las búsquedas íntimas del poeta y no con el canon en perpetuo ascenso de los iniciados—. A pesar de todo, la Victoria está ahí para vestir, habrá que desalojarla con cautela, sin soberbia para no ser malentendido, guardarla en todo caso para diversión de las visitas que vendrán, esos lectores incautos que se acercan al poeta tabasqueño con veleidades de esteta cooptados por el ruido —por lo demás, sin estridencias innecesarias—, pero cautivados por el versículo, por el Hombre Dialéctico que alumbra el camino de las visitas que buscan en la palabra un espejo "infiel" de las cosas, de la vida, ese todo impersonal que comunica al poeta con sus visitas vespertinas:
 

nunca tuve valor para arrebatar la historia que me pertenecía,
no he sabido llorar al ritmo de mi vida ni al ritmo 
de mi muerte,
no he llorado sabiamente de parte de nadie,
y esta fiereza que ahora finjo complacido al escribir estas frases, este sol negro que sale de mis manos,
este depósito verbal alumbrado por el poniente,
no estuvo en mí cuando padecí la cosecha de mi triunfo,
la cola melosa de la Victoria.

No tengo de qué arrepentirme, pero tampoco 
por qué decirles la otra versión de mi Verdad;
la Belleza ha sido cortada de las ramas de mi amor
y la mentira vuela sobre todas las cabezas aromando 
el amor que vendrá.

Ahora observemos sin muchos aspavientos a nuestra 
Victoria,
llenémosle su plato de leche y de carne, y si tiene ganas de desalojar el vientre
saquémosla prudentemente al jardín. Después
con un moño azul alrededor de su cuello, la dejaremos echada sobre un cojín del sofá
para diversión de las visitas que vendrán esta tarde.

Esta tarde, hoy, es los treinta y tres de un lector, desde luego con otra historia, escéptico ante el supuesto rechazo al triunfo no solicitado que el poeta esgrime como posición. Es el Verbo y es la Vida, y la versión definitiva se inclina por la vida, aunque esa versión, más que oculta, se halle detenida en la palabra, única capaz de reunir al Hacedor con sus Visitas. Pero, claro, si no quiere vistas que no viva la vida, o mejor, si no las quiere que no escriba. Bienvenido, pues, el reposo del guerrero, esa palabra escrita donde descansan las cosas, los hechos transfigurados por la necesidad imperiosa de decirlos, de poetarlos —y reunimos en este infinitivo el afán indeciso e inevitablemente duple entre la vida y la palabra.

Las reglas del juego o el fugitivo

Las palabras y la vida, las palabras muertas, instrumentos de la recordación donde quedan las enumeraciones en que se fragua, verso tras verso, el silencio y se recupera el sueño. Las palabras que contienen y arremansan a la historia carenando el casco viejo de los hechos y postulando al decidor como profeta falso al que la gracia lo asalta de pronto, como una concesión o un reconocimiento de los otros al supuesto poder adivinador que lo distingue. 

Las reglas provienen de este afán poetante: primero la frase delibera su querer decir, de inmediato atiende a su asombro y, al azar, busca lo que ignora, para que de pronto, en medio de la aventura, nocturna casi siempre, aparezcan los primeros caracoles-verso, las primeras estrellas de mar. El asunto es siempre despertar antes de tiempo, para sorprender al azar y a nuestro esqueleto haciéndole señas a los árboles. Sólo así, sin esperar que la frase llegue automáticamente, siempre antes de tiempo. Ésas son las reglas del juego creativo, y en ellas no tienen sitio las musas, sólo el entusiasmo tirante del Verbo, y desde luego aquello que es origen del pensamiento: el asombro aristotélico que ese miércoles de mayo del setenta hizo su aparición y abrumó las visiones desveladas del poeta, quien mientras conducía un auto viejo miraba con los párpados caídos las montañas o el cielo, o tal vez la línea asfáltica que se extendió hasta sus sueños. El caso es que murió al desbarrancarse, en las cercanías de San Vito de los Normandos, en Italia, mientras se dirigía hacia Brindisi, donde pretendía tomar un trasbordador que lo llevaría a Grecia, y todo ello, desde luego, antes de tiempo. No obstante, no podemos dejar una imagen falsa de su relación con el mundo, al cual seguramente execró, sobre todo de su Razón y de su Ciencia, según lo dejan ver sus poemas, pero nunca pudo odiarlo como hubiese deseado. Al igual que cualquier otro, comió entre nosotros, compartió lo compartible y en la sobremesa también supo ser un hábil cortesano: amó el progreso, deseó a las hijas de los hombres, admiró al poeta ajeno y contribuyó a hacer más grande su gloria, y todo ello lo guardó más tarde en su cuarto para poder narrarlo mejor. Después, asumida una parte del triunfo, se desconoció en sus propias palabras y descubrió el eterno retorno de un afán inexorablemente suyo: ese afán cognoscitivo que mora en las palabras y a intervalos despierta en el filósofo o en el poeta, o en cualquier otro.

Los que me aplauden mienten, los que me niegan mienten;
soy el falso profeta que nadie esperaba,
soy mi hermoso recuerdo, soy mi falso recuerdo, 
soy el tigre de la oveja y la oveja del tigre 
en un antro de espejos.

Por eso he huido, pero huir puede ser una forma 
literaria, un regodeo ante mis perseguidores,
y el antifaz azul de la noche está sobre mis ojos como 
mi propia carne;
por eso no dicto el amanecer, por eso no gozo 
el producto de una supuesta gracia, ni estoy 
enrolado a ninguna adivinación.

En mi palabra no almuerzan la advertencia 
ni el resguardo, la súplica o la dádiva, 
con mi palabra no alimento tampoco a los muertos, 
a los que llevan una antorcha apagada en lugar 
de sonrisa,
una mueca nocturna en lugar de lágrimas,
una cabeza degollada —la propia— como feroz 
alimento.


Licantropía

Escribir es el reducto perfecto donde podemos perseguir nuestra imagen y tal vez localizarla en ese juego de espejos en que se ha convertido la cultura: lo que creemos estar siendo no es sino el reflejo dialéctico donde nuestro pasado se colude con la rebanada de ideología y el pedazo de alma que hemos asumido, y tal asunción no es sino la manera en que la libertad nos aprisiona. Sorprendemos así a nuestra propia insignificancia instalada a sus anchas, la alimentamos y terminamos por adoptarla porque encuentra su parapeto perfecto en esta metafísica de la personalidad que nos defiende y reconforta, que hace posible el trance revelador del otro-nuestro y mejor que nos espera con paciencia, siempre.

Así es la certidumbre de la cultura, una certidumbre ganada a costa de nuestra propia divinidad, a pesar de nuestras iconoclasias más fieles, arrebatada a los dioses que un día pudimos ser; sin embargo, preferimos la ética saludable de los espejos. Nuestra demencia, nuestra locura, el amor, el odio, nada resultó más poderoso que la cultura refractaria. La posposición perpetua ha llegado a ser nuestra condición y, contentos, hasta le asignamos el nombre de esperanza, que aquí se vuelve melancolía, allá nostalgia o más allá angustia, con sus distintos matices de heroísmo.

Inoculados de una guerra —dice el Nomotetes de nuestras lucubraciones— y de un poder extraño a nosotros, vacíos hasta la indigestión del vacío, sentados a una mesa ganada a nuestra vida, sentados a una cultura ganada a nuestro amor, ordenados hasta el desorden, prudentes hasta perder el juicio, sonriendo hasta que la sonrisa nos cubre los ojos, hemos razonado acerca de todo esto, hemos hecho Ciencia de todo esto, Arte de todo esto, y en nuestra boca un reino de insectos ha construido un reino de frases, complicadas y dulces, inteligentes y veloces, y por los pasillos de este lenguaje se oyen las pisadas de los dioses muertos. 


Ebrios en un mar de símbolos, hoy desearíamos la inocencia originaria, si es que alguna vez existió, quisiéramos unos colmillos menos retorcidos que no nos hicieran sospechar hasta de nuestras certidumbres, y los lances amorosos que concitan las palabras, lances fraguados a costa del sueño, no promoverían su propio fastidio. Este artificio dialéctico de los espejos hace que todo pueda ser explicado y comprendido: siempre estará el otro para darnos o darle la razón. Y el poeta, tras deambular por la textura de sus palabras, a lo largo del opio de sus razonamientos, es decir, después de afrontar el prurito de decir asumiendo su propia arbitrariedad, logra por fin alejar por un instante el peligro de tener la razón, y en mitad de la noche o en medio del amor aleja por un momento el miedo, y la sonrisa surge diáfana ante la frágil constancia de sí mismo que ha nacido en ese cotejo con las palabras.

 
 
 
 
 
 
 
 
   
La inocencia redes-cubierta

El azar es la desarticulación del destino, es el hombre y su historia caminando a distintos ritmos y coincidiendo donde no se lo esperan. Así lo concebía Kierkegaard y llevó hasta sus últimas consecuencias las improntas que el azar adujo en contra o a favor de él, y siempre deploró la máscara con que los hombres huyen de su anhelo de zozobra. "Pero la vida es la respiración de la muerte", y la muerte es el festín del polvo donde nos volvemos indistintos. Por eso, mientras la vida es necesita protegerse: las manos usan guantes y los rostros antifaces, hasta que de modo inadvertido nos convertimos en el artificio de nuestras protecciones, la careta donde nos empeñamos en reconocernos olvidando el trasplante originario, la huida del óbito cóncavo donde una tarde se desmoronarán los cuerpos. Hoy somos parte de un movimiento corrosivo de aguas donde la indagación es un rumor de remos que está a punto de pasar inadvertido. Un rumor que quiere devolvernos la inocencia. "Todos sabemos de alguna manera que el terror es una pasión sagrada, una puesta en escena de nuestra propia inocencia y de nuestra propia revelación".Revelación que surge porque hubo y siempre habrá alguien cuya razón de vivir no le conmueva, que observe con la actitud de la tarde todas las redes que ocultan esa música antigua [que] se oye a lo lejos, alguien que añore el regreso a la Ítaca de su felicidad.

Después de todo, a pesar del descubrimiento fallido de que la inocencia es esa isla añorada por Ulises, el poeta siempre seguirá esperando la Palabra desconocida y presentida, sabedor de que el regreso es imposible, de que su poesía es un muerto echando a andar su tumba. Porque siempre hay algo de espera, algo por descubrirse, aunque sólo sea el vacío dulce de una palabra "nueva". "No importa si las lágrimas enseñan sus dientes menudos, esa débil mordida en las mejillas es como una palmada en el alma..."• 

*Fernando Martínez Ramírez es profesor-investigador de la UAM Xochimilco, en el Departamento de Política y Cultura. Filósofo y escritor, ha publicado dos libros, uno de cuentos, La babel de los payasos (Miguel Ángel Porrúa, 2000), y el ensayo monográfico sobre Kierkegaard El más desgraciado (UAM Xochimilco, 2000).

Notas

 1 Dice José Carlos Becerra en una carta a su admirado José Lezama Lima: "Condenados al artificio vital del verbo, creo ya que los escritores debemos volvernos hacia el lenguaje, como otros se vuelven hacia la `vida', entregándonos". José Carlos Becerra, El otoño recorre las islas. Obra poética 1961/1970, prólogo de Octavio Paz, edición de José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid, México, Era-UAM, 1991, p. 302.

 2 Dice Isabel Fraire. En ibid., p. 18.

 3 Ibid. Las comillas son de los preparadores de la edición.

 4 Platón, Cratilo, versión de Ute Schmidt, México, UNAM (Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana), 1988.

 5 Ibid., 390 d.

 6Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, Diccionario de los símbolos, Barcelona, Herder, 1986.

 7Ibid.

 8 Becerra, op. cit., entrevista con Federico Campbell, pp. 286-287.

 9 Gaston Bachelard, La poética del espacio, México, Fondo de Cultura Económica, 1983.

 10 Ibid., p. 22.

 11 Edmund Husserl, Las conferencias de París. Introducción a la fenomenología trascendental, México, UNAM, 1988.

 12 Martin Heidegger, "Introducción", El ser y el tiempo, México, Fondo de Cultura Económica, 1988.

 13Ibid., p. 45.

Bibliografía

Gaston Bachelard, La poética del espacio, México, Fondo de Cultura Económica, 1983.

José Carlos Becerra, El otoño recorre las islas. Obra poética 1961/ 1970, prólogo de Octavio Paz, edición de José Emilio Pacheco y Gabriel Zaid, México, Era-UAM, 1991.

Jean Chevalier y Alain Gheerbrant, Diccionario de los símbolos, Barcelona, Herder, 1986.

Martin Heidegger, El ser y el tiempo, México, Fondo de Cultura Económica, 1988.

Edmund Husserl, Las conferencias de París. Introducción a la fenomenología trascendental, México, UNAM, 1988.

Platón, Cratilo, versión de Ute Schmidt, México, UNAM (Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana), 1988.