TRAZOS
*Salvador Flores 
 …se muere siempre demasiado pronto, 
aunque sea a los 80 años.
 
José Saramago,
Cuadernos de Lanzarote
I

Atrás se quedó el insomnio.
Atrás, también, se quedó el otoño, la luz, tu aliento
Y tu cuerpo amoratado.

Atrás, más atrás
Se quedaron tus recuerdos, tus anhelos,
Tus hijos, tus nostalgias, tus sufrimientos,
Tus miedos y tu fortaleza.

Atrás, ¿quién sabe dónde?,
Se quedó tu mano crispada, 

Tu vómito, tu excremento,
Tus tripas, tus huesos, tus olores,
Tus uñas largas, tu vieja sábana
Y tu sonrisa.
Atrás, antes de darnos cuenta,

Te despediste de ti,
Del mundo, de tu casa,
De tu patio, de tus papeles
Y de tu propia sombra.

Atrás, antes del alba, antes de morirte,
Te levantaste de tu cama,
Aventaste los tubos de formol,
Te arrancaste todas las máscaras
Y pudiste respirar, a tus anchas,
Hasta que te moriste

Atrás, más atrás, más lejos de tu noche oscura,
se quemó el sonido,
se quebró el gemido,
se durmió el latido,
tu frío se hizo más frío
y tu silencio salió despavorido al escuchar la muerte.
Esa muerte, que llevaste a cuestas durante tanto tiempo,
Te abrió los brazos
Te besó y te cerró los ojos para siempre.
Debería decir más bien,
Te abrió los ojos
Y te asombraste con la claridad de la noche,
Viste las estrellas brillar de otra manera
Y comenzaste a bailar hasta que desapareciste.

Atrás, más allá del dolor,
De la desesperanza, de la soledad,
Nos dejaste en la memoria
Tus gestos obscenos,
Tus palabras incoherentes,
Tus mismas historias,
Tus canciones, más bien, tu canción,

Que repetías a diario como una forma de oración.
Todo eso, y tus objetos, tus objetos, más nos dejaste,
Mientras agonizabas en la fría camilla,
De un corredor inhóspito
Y de un hospital inhóspito, también.

Atrás, ayer, se quedó incompleto tu cumpleaños,
Tu pastel, tus zapatos nuevos,
Tu regalo, tu chamarra, tu cartera, tus objetos.
Hoy, más atrás,
Se ven tan solitarios tus zapatos,
Tu pastel, tu nombre, tu foto, tu chamarra,
Tu cartera, tus objetos.
Hoy, uno entiende, cabalmente, tu partida.

Atrás, no sé cuándo,
Se acabó el infierno:
El suplicio, los gritos, el dolor,
La indiferencia, los gestos inconclusos,
la mirada que ya no mira,
las manos entumecidas,
la barba blanca que anuncia tu partida,
tu papada, remedo de tu cara,
y sin embargo, tu alma,
tu corazón y tu cuerpo esperaron
ansiosos el momento de despedirse.

Atrás, hace más de diez días,
Te volviste a morir
Cuando le dije a tu esposa
Que ya estabas muerto,
Sus preguntas, su angustia,
Su dolor, sus lágrimas,
Te sacaron de la muerte
Y te volviste a morir de nueva cuenta. 

Atrás, minuto tras minuto,
Día tras día,
Mes tras mes,
Te nos vuelves a morir a cada instante,
Pues vamos arropados con los jirones de tu muerte.

II

Hoy, supimos de tu muerte,
Antes de que te murieras.

Hoy, nos enteramos del pacto
Que hiciste con la muerte.
Te moriste como se mueren los poetas,
Los filósofos y los dioses.
También los dandys, los golfos, los vagos,
Los indigentes y las putas también se mueren así.

Hoy, supimos que negaste a la vida
Entrar en tu organismo
Y sólo permitiste como alimento
El aire que te astillaba los pulmones.

Hoy, sabemos que estuviste
Cuatro días y cuatro noches
Batallando con la muerte hasta que venciste,
Te bastó sólo tu desnudez, tu cuerpo inerte,
El suelo helado, la calidez del frío,
La somnolencia del ensueño,
La placidez del ayuno,
La modorra del tiempo,
Y trocaste tu cuarto y tu casa en santuario,

En cementerio, en féretro

Y comenzaste a viajar

Como viajan los príncipes.

Todo te ayudó a bien morir.

Hoy, lo sabemos demasiado tarde

Y de nada sirven ya nuestros lamentos.

¿En dónde sacaste tanta fuerza?

¿En qué fuente te inspiraste?

¿Quién te enseñó a morirte?

¿Por qué no nos dejaste ninguna señal para seguirte?

Hoy, todo esto lo sabemos

Por boca de mi madre,

Que te dejó partir como dejan partir a las palomas.

III

Hoy, hace muchos años
Que te perdimos.
Todavía está abierta la herida
Que nos produjo tu muerte.
Estamos sanos, enteros,
Es cierto, 

Y sin embargo, desde aquella madrugada
Algo nos sigue faltando.

¿Estaremos, otra vez, completos
cuando se junten las muertes
de todos nuestros muertos
con nuestra propia muerte?

¡Cuántas muertes para llegar a ser hombres!

Primero, el estertor, el primer grito y el primer llanto,
Cuando nos arrancaron de ese dulce sueño,
Tan dulce,
Que se confunde con la muerte,
Luego, la vida-muerte que se apodera del aliento,
Luego, la muerte del abuelo y de la tía,
Después, la primera novia, la compañera, la maestra,
Luego, la muerte más terrible y dolorosa,
La del desamor,
Y después, más y más muertes hasta que uno
Se harta de la muerte.

¡Basta!

IV

Tus nietas, también, te
Rescataron de la muerte.

Tuviste que morirte
Para que entraras a esa casa
—ya no hubo demonio que te detuviera—,
llegaste tarde,
y de mi mano,
y te instalaste tranquilamente.
Ahí dormiste hasta que te encontraran una cripta
Y te oficiaran una misa.

Y todos en esa casa, y en esa casa
Se sentían incómodos,
Tú por reconocer los nuevos espacios, los colores,
Los ruidos,
Ellas, por tenerte así de esa manera.

Te dejé en manos de tus nietas
Y me despedí de ti.
(Yo había elegido el mar o la montaña
como sepultura.)

Salí de ahí, aliviado y triste,
Pues abandoné al compañero que me acompañó
Durante dos largos días por toda la ciudad.
Al día siguiente te enclaustraron
Y yo te sepulté bajo este montón de palabras.

V

Esa noche,
En el hospital,
Se enemistó con tu noche,
Y supe entonces,
que tu fin estaba próximo.
Esa noche la oí quejarse,
Lastimarse, levantarse, apagarse;
Ahí estaban revolcándose como dos borrachos,
Como dos furias, como dos amantes desolados,
Esa noche se eternizó con tu noche
Y supe, entonces,
Que tu fin estaba próximo.
Esa noche se extravió en la otra noche
Y te declararon muerto en la madrugada.

Esa misma noche soñé
Que ya no despertarías,
Te vi recostado en tu cama
Y supe que te estabas despidiendo. 

Los largos minutos de la espera,
El deambular sin rumbo por esos pasillos,
Con esas gentes,
Entre olores, con esos ruidos, con esos dolores,
Con esas caras de angustia
Todo, te repito, se paralizó cuando anunciaron
Tu nombre por el sonido local
(fue la última vez que escuché tu nombre completo),
y sin embargo, ese nombre ya no era tu nombre
ni tu noche, tampoco era tu noche
era, más bien, la inscripción de un muerto.

Atravesé la puerta
Y me entregaron tus últimos despojos; tu camisa, 
tu sábana, tu cobija;
Alcé la vista
Y supe, papá, que ya
La noche te arropaba en su noche.

No quise quedarme para imaginar
Tus últimas caras, tus últimos minutos,
Tus últimos lamentos
Estaba bastante lejos de ti.
Me echaron del paraíso
Y me arrojaron a la boca del infierno.

Lenta, muy lentamente,
Tomé tus cosas
Y las guardé conmigo;
Era lo único que me dejaban.

Al llegar a casa
Las bajé, pensé en lavarlas
Para arrancarles ese olor a muerte
Pero, finalmente, las deposité en la basura;

Esa noche me adelanté a tu muerte
Y para mi mala fortuna no me equivoqué.

Al despertar oí el camión de la basura
Y vi la misma sábana,
La misma cobija,
La misma camisa
Y supe, entonces,
Papá,
Que ya no estabas con nosotros.

Esa mañana confirmó
Lo que la noche ya había anunciado.

El resto es pura imaginación.

VI

Un mes antes de tu muerte
Ya estaba herido de otra muerte;
Una sombra diurna me entregó una mariposa 
muerta
En lugar de entregarme una flor.

Está bien que los muertos jueguen con la muerte
Que se escondan de ella, que la entierren,
Que la escupan, que la maldigan,
Que la dejen colgada en cualquier armario,
Que la veneren, que la linchen…
Está bien que se burlen del amor
—quise decir—
está bien… está bien… 
¡Son tan complicados los caminos de la muerte
pero, son más complicados los caminos del amor!

VII

Esa mañana se cerró para siempre
Y tu alma entera comenzó a dormitar.
Todo lo que ayer, todavía, tenía algún sentido
Esa mañana oscura te lo arrebató.

Ya no eres más el padre, el hijo, el abuelo,
El amigo, el compañero,
A partir de esa mañana empezaste a jugar el papel
Del desconocido, del extraño.
Ahora, papá, ya no eres sino un montón de huesos rotos
Ahora, no eres sino un cadáver
Y los cadáveres son menos que nada.

Cuántos sufrimientos a cuestas para desaparecer 
en un solo instante.

Esa mañana frente al mostrador, en admisiones.

Y después de una búsqueda infructuosa
Comprobé que ya te habías ido.

Esa mañana no era la mañana
Sino la prolongación de tu noche negra.

En ese momento
—aguardando la noticia—
me planté sobre mis plantas, me recargué de un tubo
(un frío intenso recorrió todo mi cuerpo)
aspiré profundo y conocí el olor de la muerte.

Ahí, en esa mañana, en esa noche, en ese hospital,
Con ese ruido, con la imágenes desvaneciéndose de

La televisión, del trajinar de las enfermeras, de los
Doctores, de los burócratas, de los vendedores,
Vi cómo se iba tejiendo, lentamente,
Tu mortaja y me despedí de ti con un lamento.

VIII

El largo y oscuro corredor
—interminable—
desembocó de pronto en una gaveta
de acero retorcido
que albergaba tus despojos.

Ese túnel que succionaba el aire
Y apestaba a rayos
Me llevó de la mano
Hasta encontar en tu cuerpo la verdadera muerte.

Ese peregrinar entre aceites,
Algodones, emplastos, detergentes
Y todo lo innumerable
Iba marcando un tiempo,
Que anunciaba
Tu entierro antes de enterrarte.

Una puerta se abrió
Y apareció el vacío.
Luego, otra puerta se abrió
Y apareciste en tu nicho
Como un héroe derrotado.

Y así, en esa postura,
Envuelto en una sábana pestilente
Estaba todo lo que quedaba de ti.

Al principio, bajé la vista,
De dolor, de asco, de miedo,
Pues no me atrevía a mirarte

Y me negaba, también, cómo la muerte
Te iba carcomiendo lentamente.

Levanté después la mirada y lo primero que vi 
fue tu pierna izquierda descubierta,
Y vi de cerca el color de la muerte:
Me hipnotizó
Esa textura de tu piel
Ese color amarillento, sedoso,
Me sedujo y me pareció de una extraña belleza.

De pronto,
Ahí, enclaustrado,
Me enseñaste la belleza de la muerte,
Luego, descubrí tu pie,
Tus uñas largas, afiladas,
Para defenderse de la tierra,
O mejor, para clavarse tierra adentro
Y no dejarte salir nunca más.

Y yo estaba ahí parado,
Absorto, enmudecido, tratando de morirme contigo,
De entenderte,
de abrigarte, de consolarte.
Un sudor frío recorrió la espalda,
Todavía pude levantar la cabeza y vi tu mano,
Torcida, gritando,
Fuera de lugar y tu cabeza recostada en la pared de
Acero y exploté.

Mi llanto te identificó y salí corriendo de aquel
Oscuro
Y largo corredor.
 
 

IX

Me duele tu partida,
Me duele tu ausencia,
Me duele tu muerte
Pero más me duele la distancia.
(No la distancia de la muerte.)
Sino la que nos impusiste
Y con la cual viviste y con ella te moriste.
Esa distancia,
Aterradora,
Que todo lo abarcaba,
Esa distancia que comprendimos demasiado tarde
Y que sin darnos cuenta fue creciendo como la
Hiedra. 

Ahí estaba, en su altar,
Esperando que la derrumbáramos,
No era un muro, una fortaleza,
Una armadura, por el contrario,
Era una distancia amable, frágil, sencilla,
Exactamente,
Como es la vida.

Me duele esa distancia,
Porque te alejaba de mis secretos
Y te alejaba, también, de mis alegrías.

Me duele esa distancia
Por sus gestos, sus silencios, por sus dioses
Ocultos,
Por sus plegarias ajenas
Y por sus noches inacabadas.

Me duele esa distancia
Como duele el amor, como duele el olvido,
Como duele el frío
Y como duele la muerte.

Me duele esa distancia
Como duele la herida, como duele la mentira,
Como duele el rencor, como duele la maldición,
Como duele el llanto, como duele la amargura,
Como duele la tristeza.

Me duele esa distancia,
Porque las palabras significaban cosas distintas,
Porque el hombre es diferente,
Y porque la vigilia, es también diferente.

Sin embargo, esa distancia me enseñó
A respetarte, a aceptarte
Como se acepta la vida
Y como se acepta, también, la muerte.

X

Cuatro años antes de morirte,
Y sin darnos cuenta siquiera,
Comenzaste a adornar tu cuerpo y tu alma
Con las vestimentas del olvido.
Fuiste dejando atrás,
Día tras día,
Siempre el otro día,
Los elementos que nos reviven día con día.

Desde hace cuatro largos años
Iniciaste el camino hacia el altar
Para desposarte con la muerte.

Eras el tiempo exacto
Que jugaba a esconderse de la muerte
Cuando tú mismo
Eras ya su propia encarnación.

El gemido, el desaliño, el sudor, el color,
El parpadeo, la mugre, el pelo revuelto,
El carácter agrio, la somnolencia, la apatía,
La prisa que tenías por esconderte,
Por pasar desapercibido.

Todo, todo, te repito, te llevaba hacia el olvido.
Tú mismo eras un hoyo donde
El propio olvido ya no cabía.

Las gentes en la calle
No te bajaban de loco, los perros se asustaban,
Los niños te arrojaban piedras, otros más se compadecían,
Y tú, sin perder la compostura,
Te orinabas en sus narices
Y seguías tu rumbo tan campante.

Fue la noche, papá, la que te educó 
Tardíamente,
A que usaras ese traje gris, esos zapatos
Deslavados,
Ese chaleco con escamas, esa barba hirsuta,
Esos ojos apagados, ese paso desgarbado,
Fue la noche, insisto,
La que te educó,
Y te obligó a entregarte por completo a tu locura.

Sólo los locos, los sabios o los indigentes,
Podrían lucir esos harapos
Como tú los lucías.
Desde hace cuatro años te preparaste
Y en esos cuatro años lograste
Lo que muchos hombres nunca lograron.

 
 
 
 
 
 
 
 
   
* * *

No me dolió tu dolor,
Ni me dolió tu partida:
Tampoco me conmovieron tus lágrimas
Ni tus súplicas ni tu despedida.

Me carcajeé de tus barbas
De tus harapos, de tus achaques.
Jamás, jamás, te lo juro padre mío,
Dolor mío, señor de las uñas largas,
Señor de los insectos, señor de los insultos
Y señor de la suciedad.
Jamás, padre, te confieso con dolor,
Me conmovió tu muerte.

Y cómo ibas a tocarme, padre mío,
Dolor mío, si ibas en sentido contrario de la noche,
Si ibas en contra de los días

Y de los minutos,
Si ibas en contra de tu soledad
Buscando tu muerte a todas horas.

No se puede, papá,
Ser padre y muerte al mismo tiempo,
Y en ti, padre, para tu desgracia,
La muerte se anidó a tu alma
Desde antes de que te murieras.

¿No había otras señas
menos grotescas
que las que usaste como adioses?
Hasta para morirte, papá,
Te comportaste como un payaso.
¿Te burlabas de mí o te burlabas de ella?
No se puede morir así
Tan a la ligera, como tú simulaste que te morías.
Sin darte cuenta, papá,
Que cargabas a la muerte en tus espaldas.

Desde hace cinco años, papá,
Traigo un dolor y un sabor que no puedo quitarme
ni con el estropajo ni con el agua caliente.
Está presente en las mañanas, en mis sueños,
En mis insomnios, en mis siestas, en mis ratos muertos,
En mis tristezas, en los abrazos y a la hora de la entrega.

Hay algo de ti que se quedó clavado en todo mi ser
Y no sé cómo desahacerme de ti.
He recurrido a todo
Y todo ha sido unútil.
Te pido, papá, por piedad
Que me liberes de esos males.
Te suplico, papá,
Que me devuelvas la vida.
O que me lleves de la mano
Hasta la muerte.•

*Salvador Flores (Monterrey, 1952) es director teatral, con más de 20 puestas en escena. Publicó, entre otros libros, La palabra (poesía, 1982). Fue productor, director y adaptador de programas de televisión como Poesía e imagen, El correo amoroso y Cartas para recordar. Para enero próximo prepara el montaje de Elogio de la locura, de Erasmo, que se presentará en el Teatro Casa de la Paz.