Juan Ruiz de Alarcón
ante la crítica 
* Jorge Ruedas de la Serna 
libro que hoy lanzamos al público es una de las más importantes aportaciones contemporáneas a la historiografía de la literatura mexicana.  

Es de resaltar, primero, el rigor filológico y la enorme erudición en los que descansa el trabajo y que le dan factura de nivel internacional, en el terreno de los estudios literarios. No hay aspecto sobre la vida y la obra de Alarcón que no haya sido pertinentemente colocado por la autora.  

Debe también encomiarse la postura crítica inteligente y abierta asumida ante sus propias interpretaciones, que no se arrogan el patrimonio de la "verdad absoluta", sino que se presentan como una posibilidad de lectura frente a otras plausibles. Ello tiene la virtud de acercar —y no de separar— al lector de los textos originales, que, al preservar su plurisemia y su riqueza invitan al lector a hacer su propia exégesis, una vez que está armado con los instrumentos y las referencias que la investigadora le ha cedido para que los haga suyos.  

Pero debemos, sobre todo, agradecer la amenidad de la prosa que hace, siempre, grata e interesante la lectura. La prosa de Margarita Peña me recuerda mucho la de Alfonso Reyes: la cortesía con el lector, se le invita a estar cómodo y sentirse bien, sin abrumarlo con excesiva sabiduría, con demasiados datos, con todo el andamiaje de la cocina, con un lenguaje petulante e ininteligible, sólo para deprimirlo, para que vea, y no le quepa duda, de que es un ignorante. Por el contrario, Margarita nos trae, como Reyes, con esa elegancia sencilla y natural de su prosa, los platos bien sazonados y digeribles, adornados con un pasita de misterio, y, todavía, con una ramita de su gracia. Véase el siguiente ejemplo, en el que discute, ya aceptando, ya dudando, sobre la existencia de una fe de bautismo de Alarcón que adelantaría ocho o nueve años su nacimiento:  

Aceptemos o no las hipótesis de Carranco Cardoso es evidente que su libro de prosopopéyico título1 constituye, en algunos aspectos, fuente autorizada para documentar la biografía y geneaología del dramaturgo, aunque el hecho de que la fe de bautismo que sustenta su tesis no pueda ser examinada, no haya sido fotografiada (lo que nos permitiría certificar el hallazgo), y que todo lo afirmado por Carranco parta de una transcripción, arroja una sombra de duda sobre sus planteamientos. Su libro es, hasta donde se sabe, el único en materia de aportación documental aparecido en México durante la segunda mitad del siglo xx (p. 85).  

Vemos, así, que la investigadora que busca con afán y recto juicio la verdad, y no permite que una "sombra de duda", por la falta de un documento, no oscurezca el mérito de un estudio aportativo, ingenuo hasta cierto punto, por su provinciano entusiasmo, lo que no deja de anotar sutilmente la estudiosa con lo de su "prosopopéyico título". Quienes conocemos a Margarita, desde hace muchos años, sabemos que en esos determinativos se filtra su sentido del humor. Es gran cosa que un filólogo consiga hacer tan suya la escritura crítica, de tal manera que imprima en ella su personal modo de ser. Por eso es que se respira una aire de amabilidad en su prosa, un clima transparente y espacioso, confortable, de rasgos largos y elegantes, acompasados, como escritos con una pluma de ganso, diría Quevedo. La prosa de Margarita es la prosa de la madurez o, mejor, de la plenitud.  

No es función de un presentador hacer propiamente una reseña, ni tampoco una síntesis del contenido, sino tratar de transmitir aquellas impresiones que el libro le produjo, desde que lo tuvo en sus manos, recién nacido. Cuando vemos, a través del cristal, a un bebé recién nacido, no le hacemos una anatomía. Hemos visto un nuevo ser por vez primera, vemos sus rasgos, su textura, el color de su piel, su sonrisa, y transmitimos esa sensación, o esa primera percepción. Luego lo veremos crecer y fortalecerse, con vida propia, y luchar y defenderse. Hay bebés que nacen mal, enclenques, y hay libros que ya vienen cojos, o a destiempo, sobrepasados, que se caen, que no pueden levantarse. Como dice uno de mis poetas brasileños: "Las glorias que vienen tarde / ya vienen frías". El de Margarita no, llega a tiempo, oportuno, promisorio y actual para la historiografía de la literatura mexicana.  

En este fin de siglo, tan extremadamente imaginativo y onanista, en que se lanzan tantas teorías descabelladas e insustentables, en que el lenguaje crítico se nutre de sí mismo, se complace a sí mismo, se refleja en sí mismo, y se olvida de su objeto, que le sirve de mero pretexto, es reconfortante presenciar, en el libro de Margarita, un renacer de la filología, sabrosa, incitante, que nos devuelve el amor por los documentos y los infolios. Que anima y pone en rotación los datos antes dispersos y congelados, los pulsa y los compulsa y nos pone al tanto de la situación que guardan los archivos alarconianos en todas las partes del mundo en donde por ventura se hallan, de sus vicisitudes, la incuria, la depredación, el hurto, la suerte que han corrido esos viejos y preciados documentos durante los cuatro últimos siglos. Nos trae depuradas las muchas, muchísimas horas que ha pasado en numerosos repositorios de México, Europa, Estados Unidos, realizando esa pacientísima labor de verdadera investigadora, que sabe que, aunque nunca dé con la verdad última, vale la pena invertir la vida en perseguirla, porque como en el viaje a Ilheus, no es tan importante llegar, como demorarse en el camino. En esta primera fase, de experta investigadora, Margarita rinde implícito homenaje a uno de nuestros grandes maestros, Ernesto Mejía Sánchez, quien nos enseñó a reconocer, a ver en detalle, a sopesar, a anatomizar los libros y los documentos viejos. Bastábale ver un libro, abrirlo, mirar la portada, mirar el colofón, hurgar en sus páginas, hacer abstracción, y volver a la portada, para fecharlo con seguridad. Eso no se aprende en las aulas, ni en las charlas de café, sino en el intenso y sostenido convivio con las bibliotecas y los archivos. 

 
 
 
Pero con todo, Margarita no se queda ahí, sino que, creo, supera a su maestro, lo que debe darle gran alegría al viejo Mejía, pues ése y no otro, debe ser el ideal del maestro: que sus alumnos lo aventajen. Margarita funde la filología con la vida, con la de Alarcón y la suya propia, y éste es uno de los más grandes valores de su libro. La figura humana de Alarcón, tan maltratada por la insidia de sus contemporáneos, le inspira una reprimida ternura. Reivindica su apariencia de los trazos "malévolos" con que lo pintaron sus rivales. Basándose en un cuadro del pintor Juan van der Hamen y León, de 1620 a 30, Margarita hace su propio retrato del dramaturgo:  

Nada más lejos de una afilada cara de búho que ese rostro de labios gruesos, nariz recta y corta, cejas delineadas, frente despejada, bigote espeso, cabellera abundante, patillas rizadas, no exento de cierta gallardía pero alejado de la imagen del aquilino búho de las seguidillas o de la descripción proporcionada por testigos en los años 1607, 1608, de Alarcón como un hombre pequeño, corcovado, teheño y pecoso… (p. 294).  

Según la tradición eran las mujeres el público apasionado de Juan Ruiz. Y no es arbitrario suponer que el destinatario virtual de su teatro fuera la mujer. No es extraño, entonces, que muchos de sus rasgos ocultos, como en esa pintura en claroscuro, sean más plenamente captados por una investigadora —y lo digo sin sexismo— con sensibilidad y emotividad tan finas. Cuando Margarita se lanza, en Madrid, a buscar la casa donde vivió y murió Alarcón, me recuerda a aquella otra gran investigadora italiana del setecientos Vernon Lee, cuando fue a buscar la casa solariega donde, en el Monte Ménalo, existió la Arcadia. Describe con el mismo detalle y emoción la calle, la verja, el jardín cuidado por un viejo hortelano y su familia, las desgastadas esculturas de mármol, la hiedra trepadora y los descoloridos tapices y retratos. Así también Margarita nos cuenta:  

Alarcón vive sus últimos tiempos en la calle de las Urosas, en Madrid. Sobre ésta sabemos que actualmente lleva el nombre de "Calle Luis Vélez de Guevara" (valga la ironía) y que según las crónicas, siempre ha atravesado "desde la de Atocha a la de la Magdalena: su origen le toma de la casa y la huerta que allí tenían dos hermanas que llevaban el apellido de Urosas, cuyo nombre quedó a la calle" [Capmani y Montpalau]. Es calle de una sola cuadra, corta, oscura y quieta, que hemos recorrido buscando en vano algún dato que nos permitiera ubicar entre las construcciones aquella en que habitó Alarcón (p. 295). 

   
 
He dicho al principio que este libro de Margarita Peña es una de las mayores aportaciones contemporáneas a la historiografía de la literatura mexicana, y así es, en efecto. Juan Ruiz de Alarcón, más que ningún otro escritor, más que Sor Juana incluso, se convirtió en la piedra de toque de la literatura mexicana. No fue gratuito que su revaloración se iniciara con los románticos y, muy especialmente, con nuestros románticos, que lo rescataban del menosprecio con que fue tratado por sus contemporáneos y luego por los barrocos y los neoclásicos. La centenaria polémica sobre su "mexicanidad", obedecía, en realidad, a la voluntad de constituirnos una literatura propia,que tendría en él a su más alto heraldo. Era una forma necesaria de crear nuestro abolengo literario, y, por ello, reconocíamos nuestro carácter en él, en sus claroscuros, en su cortesía, en su sensibilidad, en su "tono menor" -para recordar a Henríquez Ureña-, se hacía necesario que fuera nuestro antecesor, y tanto más porque fuera tan maltratado, y tan envidiado, por sus rivales peninsulares. Él guardaría en su pecho deforme y reservado, la íntima satisfacción de ser admirado y hasta amado por el público femenino, como ninguno de sus apuestos competidores lo fuera. Por todo ello y más, Alarcón se convirtió en el símbolo de nuestra literatura. El libro de Margarita Peña bien podría intitularse de Fortuna crítica de Juan Ruiz de Alarcón, para usar una fórmula consagrada por la filología clásica. Su título, empero, es más explícito y más modesto, lo que enaltece todavía más a su autora.  

No me resta sino felicitar muy sinceramente a Margarita Peña, e invitarlos a ustedes a la lectura de este libro riquísimo, erudito, iluminador y, sobre todo, amable.•  

Notas  

1 Leopoldo Carranco Cardaso, Juan Ruiz de Alarcón, el suriano mexicano vencedor de su propio destino (1974). 

* Jorge Ruedas de la Serna es especialista en literatura mexicana de la Colonia y literatura brasileña. Fue agregado cultural en la embajada mexicana en Brasil. Uno de sus temas de estudio es la Arcadia mexicana en el siglo XVIII y su equivalente en Brasil.