Reencuentro con Shelley

* Jaime Augusto Shelley

Dice Paul Valéry: “el primer verso lo escribe Dios”. Como vengo de una estirpe de panteístas y feroces militantes del “ateísmo como una forma de las bellas artes”, consideraré lo dicho por el colega a la luz más benévola posible, buscando lo que nos une y no lo que nos separa. Si Dios es esa energía inaprehensible, ese delicioso quebradero de cabeza de los filósofos que llamamos azar, magna deidad de lo imprevisto que lleva cualquier razonamiento (lógico, certero) de vuelta al reino de la incertidumbre, sin mediación de nada, háganme un hueco, pónganme en la lista.

Si Dios, en otra parte, reina en el universo de los que no saben, no entienden, no quieren saber, no quieren entender, y prodiga sus cuidados a los enfermos de tontera, a los imbéciles de profesión, a los defensores del castellano o cosa parecida, no cuenten conmigo.

Decía el maestro Eduardo Nicol, con aquella su apostura y clara dicción, para remarcar la calidad del azar en los negocios del hombre —es decir, en los asuntos de la guerra— (cito de memoria), que, viniendo los aviones fascistas sobre la ciudad de Barcelona a descargar sus bombas, mientras una muchedumbre medrosa corría a refugiarse, los locos anarquistas se servían una copa más de vino en las terrazas del café, lanzando grandes gritos (cuando uno tiene miedo lanza grandes gritos) al populacho que ya se metía en los edificios, bajo los autobuses o se plegaba en un rincón de la avenida con rosarios y oraciones a todas las potestades posibles; y, sí, caían las bombas y mataban mujeres y niños bajo los autobuses, a señores de alcurnia en los edificios, mientras esos locos, soberbios, sentados en las terrazas de los cafés, resultaban indemnes, en mitad de sus cánticos revolucionarios.

Entonces, ¿hay un Dios para cada uno? ¿Alguien que se ajusta a las necesidades y requisitos del momento?

Cumplo hoy, aquí, entre ustedes, un milagro de supervivencia, no carente de sombras.  A veces ni seguro estoy de ser yo mismo. Es decir, haber muerto, algunas veces, sólo para resucitar; sí, pero sin respuestas. He ido y he vuelto transitando caminos oscuros con la sola luz que me ampara: la del amor transitorio de algunos que, como yo, se siguen preguntando qué pasó, cuándo, dónde: y ése ha sido mi trabajo, arduo, constante y, en gran medida, estéril. Porque veo cómo las buenas personas corren a refugiarse, con ánimos de salvarse, bajo las ruedas de los autobuses, cómo elevan plegarias, cómo no abren un libro; buscando santificarse mecánicamente, del lado de aquello que justamente acabará destruyéndoles como sociedad y como individuos.

Decía que el primer verso, entonces, lo escribe el azar. Y el azar no es otra cosa que ese cúmulo de cosas incumplidas, irrazonables, insospechadas, que llamamos vida.

* Ponencia presentada el 25 de noviembre de 1993, en el salón 009 de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Editado en La edad de los silencios, México, UNAM (Textos de Difusión Cultural. Serie Diagonal), 1999, pp. 84-88.

 

 
 
Y algunas de esas buenas personas creen que la vida les pertenece. Y no, dice el azar. No. La vida es como la tierra, el aire, el agua, el fuego, un bien común —no de la especie humana solamente, compréndase—, parte de la naturaleza de este planeta, en sí mismo bastante fuera de orden en el universo, por sus características que llamaremos si no abe-rrantes sí, al menos, disímbolas.

Se conforma, pues, la buena gente, con su fracción de tránsito: y, ¿no se le ocurre volver la cabeza y echar una mirada al pasado? Hablo para los más, carne de mi tiempo y mi circunstancia. ¿Cuántos muertos y cuántos nacimientos? Estos grotescos hacinamientos de seres sin destino, sin razón de ser, bestias de carga académica o manual, al servicio de un aparato corrupto, inoperante, medroso: ¿es éste el resultado del amor, de la dedicación de un puñado de personas? ¿No podría Dios dedicarse a otras funciones más conducentes que la meditación y la elaboración del primer verso?

No, no caigamos en el sarcasmo. Es evidente que Valéry hablaba desde una realidad distinta a la nuestra. En otro tiempo también. Y seguramente con más dinero en el bolsillo. ¿Y qué, esa entidad inaprehensible, que es Dios, en su infinita sabiduría, sabrá por qué debe golpear a un pueblo, castigarlo, por su enorme belleza, su dulzura… y su incapacidad para alcanzar el derecho a gobernarse?

   
Las buenas gentes consideran normal que una casta de advenedizos, criollos, eurocentrados, ahora anglificados e inmersos en la recolonización que llamamos, para vergüenza nuestra, ya cotidianamente, posmodernidad decida, en este país, mayoritariamente de indios desindianizados, qué será lo mejor para ellos y su casta. Mientras las buenas gentes y aquellos que quieren ser como ellos, los muchísimos menos, millones de pobres diablos, que nacen y mueren, manipulados por la negligencia, la estadística y la bondad del sistema; que viven en la caverna de Platón (sin saberlo), reproduciendo modelos extintos, cumpliendo su papel asignado de esclavos, rogándole a un Dios que no escucha; o escucha, pero no hace caso… porque Dios está escribiendo el primer verso de un poema que, sin duda, le conseguirá el Premio Nobel.

No, no era eso de lo que quería hablarles hoy. Se me enciman las ideas y las emociones. Les pido me disculpen. Es que hace 25 años, aquí mismo, en el 009, nos sentamos, una tarde, José Revueltas, un pobre muchacho de provincia que ya perdió su alma (y por eso no voy a decir su nombre), Sergio Mondragón y yo, deseosos, en el mejor de los casos, de detener la estupidez y el miedo. Convocamos esa tarde a la creación de la Asamblea Permanente de Escritores y Artistas, en apoyo a las demandas estudiantiles que, como dijo aquí, espléndidamente, hace unas semanas, el maestro Adolfo Sánchez Vázquez, no eran revolucionarias ni populares ni estudiantiles. ¿Qué eran, entonces? Hay interpretaciones múltiples. Aceptemos, sólo, las honestas.

Ése no era el principio para  Revueltas, que venía a reproducir el modelo de aquellas jornadas de la Liga de Intelectuales y Artistas en defensa de la República Española, en los años treinta. Tampoco lo era para mí, que venía de un campo más modesto, apenas iniciado el final de los cincuenta. Cumplimos un papel responsable con los estudiantes, la Universidad y con la sociedad en su conjunto. Pedimos legalidad y justicia en un momento en que era indispensable que esa parte olvidada de nuestra patria tomara cuerpo social y se expresara. Luego, ya se sabe, llegaron los oportunistas; los protagonistas heroicos, a posteriori: no es importante. Se logró destruir mucho y lo que no, fue comprado. No es importante. Pasó antes. Y siguió pasando después. La medición, como lo pretenden algunos usufructuarios, no es el 68; ése apenas es un mojón en el largo proceso de castración y basura. ¿Quieren cifras? El 48, sin actas, porque se trataba de organizaciones y militantes de izquierda; el 58, sin actas y sin memoria, porque se trataba de minúsculas organizaciones de izquierda y masas de obreros. El 61, 63, 65. No me quiero alargar. El 68 es el juego peligroso de un gobierno que se vuelve contra su propia clase. Las respuestas, hoy, 25 años después, siguen siendo clasemedieras. El 71, que reafirmó la decisión del sistema a ejercer, hipócritamente, su feroz respuesta al ejercicio de la democracia. El 88, con una desvergonzada violación de la voluntad popular, sin actas; han sido quemadas, sin que nadie diga nada. Nunca sabremos hasta dónde el fraude y la impostura, ni tampoco a favor de quién.

Dios no estaba aquí. Eso es seguro. O bien, Dios opera con otros mecanismos, más sutiles, a más largo plazo. ¿Fue Dios quien hizo que “se cayera el sistema”?

Magia, azar, Dios. Démosle cualquier nombre; iba yo a decir que cuando viene a mente el primer verso, todo está ya dicho. El poeta, es decir, el que hace poesía, no versos, no el que repite recetas numeradas; el creador, el hijo del hombre, como solía decir Revueltas en sus humoradas, trae consigo su cauda de experiencias vitales, que si lo son, esto es, vitales, tocan tanto el uno mismo como a todos los demás; haciendo la salvedad, claro, de los perros guardianes que no piensan o sienten, si no es bajo órdenes precisas; los loros, que ni piensan ni sienten, sino solamente se divierten a expensas de los humanos; los monos que, primos cercanos, viendo el destino deparado a los negros y a los indios, prefieren, dicen algunos autores, mejor hacerse pendejos; y los pingüinos que, cuenta Anatole France, fueron avasallados por los curas para formar, en el transcurso de los tiempos, el mundo occidental como ahora lo conocemos: turistas, putas, taxistas y meseros, pilares imprescindibles de nuestras economías.

Mi primer verso, debo declarar, entonces, no proviene, aunque mucho me gustaría (por aquello de descargar la responsabilidad), de Dios. Proviene, si debe, de mi Dios, que es mi infancia. Es una larga cadena de amor, de esclavitud al amor. Querer decirle a mi gente qué veo, oigo y siento; para decirles que veo, oigo y siento de la misma manera, aunque se lo voy a decir de distinta forma; que es la misma, de lejos; colectiva. Que lo que ellos no se oyen entre sí, yo lo voy a reunir en un solo canto y a dejarlo allí, suavemente, para que caminando un día lo encuentren, entre las piedras y el ruido, y sepan que es suyo;  no de Dios.

* Jaime Augusto Shelley (ciudad de México, 1937) es poeta, guionista de cine y dramaturgo. Estudió filosofía y letras en la Universidad Nacional Autónoma de México y antropología en la Universidad Veracruzana. Fue becario del Centro Mexicano de Escritores (1961-1962). Perteneció al grupo de poetas La Espiga Amotinada. Entre sus libros destacan La gran escala, Hierofante, Himno a la impaciencia, Por definición, Victoria, Girasol de urgencias, Horas ciegas, El abuso del poder, La gran revolución, Ávidos rebaños y Estaba escrito.