La vida de un infame.
Hitler según Kershaw
*Ariel Rodríguez Kuri.
I

Vieja y permanente aspiración la de reunir la historia de la sociedad, el conflicto y la dominación política con la biografía. Ciertamente no se ha tratado nunca de un ejercicio académico. Identificar lo que es necesario, lo que es contingente, pero reconocer asimismo el papel de la voluntad, del alma desbocada en busca de sus propios fines, de aquellos destinos autoimpuestos, es una de las empresas intelectuales más extraordinarias a la que puede aspirar un historiador. El siglo XX posee, sobre todo en su primera mitad, retos inmensos en este sentido. Preguntar cuánto debe Hitler a la sociedad, cuánto a las casualidades y la buena fortuna y cuánto a la fiereza y a las patologías de su carácter es asomarse a los abismos del mundo moderno, plagado éste de tumbas sin nombre.

Ian Kershaw ha escrito, en dos volúmenes, un libro endemoniado. Su I Hitler. 1889-1936. Hubris y II Hitler. 1936-1945. Némesis (Nueva York, W. W. Norton and Company, 2000) es una obra maestra de la biografía, entendida ésta como el arte del montaje, el discernimiento y el ritmo. Kershaw demuestra a plenitud que el trabajo del historiador no depende sólo de las fuentes pero tampoco de la interpretación imprudente y desbocada. La explicación debe dominar —juzgo yo, después de leer a Kershaw— sobre la mera transcripción o glosa del documento y sobre el espíritu ensayístico, que —libre y narcisista como es— se ha vuelto una plaga en la investigación histórica. Kershaw ha escrito sus dos volúmenes a partir de una investigación exhaustiva, lo que significa, creo yo, básicamente una relectura de documentos —en archivos repartidos por toda Europa o ya publicados— y de la historiografía disponible. Es cierto que hay novedades documentales de las que se beneficia su estudio, y en gran medida. Una de las más importantes es nada menos que el diario de Joseph Goebbels, que alguien rescató en un sótano de alguna dependencia de la extinta Unión Soviética.

El gran mérito de la obra de Kershaw es el equilibrio que guarda entre el ritmo del conflicto sociopolítico en Alemania y las pulsiones de poder de Hitler. Pero éste, como Kershaw repite más de una vez, no es intercambiable (I, XXVII). No habría habido un nazismo como el que hubo sin Hitler. Su estilo como líder, como gobernante, como dirigente político, generó una dinámica quizá sin parangón en el mundo moderno: una lealtad casi absoluta de la sociedad y de la elite política de tal naturaleza que sus subordinados acabaron por "adivinarle" el pensamiento. Para Kershaw una explicación fundamental en la manera como funcionaba el Tercer Reich estuvo en la dinámica de "Working Towards the Führer" (I, pp. 529 y ss). Primero en la vida partidaria y luego en el gobierno —a partir de enero de 1933—, el nazismo se convirtió en una competencia entre los subordinados de Hitler por ejecutar sus órdenes, por implementar sus políticas, sin que necesariamente hubiese una instrucción explícita, escrita digamos. Su libro, sus discursos, sus charlas informales se convirtieron en una matriz no sólo ideológica sino plenamente operativa. Así empieza a resolver Kershaw el ya viejo problema historiográfico de la inexistencia de unas órdenes o instrucciones explícitas para el asesinato masivo de judíos o polacos o enfermos crónicos. El Holocausto no fue el producto de un oficio, con fecha, asunto y número de expediente. No fue tampoco sólo un crimen —inmenso, incalculable— de Estado. El Holocausto fue verdaderamente una situación histórica —en el sentido heideggeriano del término.

Pero no hay exoneración posible. Hitler insinuó, y luego exigió la matanza. No lo insinuó un día. Lo hizo cientos, quizá miles de veces, desde principios de la década de los años veinte. De ahí que el "Working Towards the Führer" otorgue al nazismo su dimensión político-cultural más desquiciante. Había un programa internalizado por el círculo más íntimo de Hitler pero también por vulgares policías, por los militantes del Partido, por los sa y ss, por la policía móvil, por los ciudadanos. Con la derrota de los polacos en el otoño de 1939 o con la invasión a la Unión Soviética en el verano de 1941 la matriz ideológica y genocida del nacionalsocialismo pudo afianzarse y germinar, y aun desbordarse para inventar nuevas modalidades de sujeción, humillación, explotación y aniquilamiento. Las tierras conquistadas en Polonia, los países bálticos, Ucrania, el Cáucaso y en la vieja Rusia representaron para los nazis algo así como la tierra prometida del prejuicio y el odio. La guerra en el frente oriental es quizá la más feroz que recuerde la humanidad. Rápido supo Alemania que no había regreso imaginable, cuando se habían vivido días y semanas de dos, diez o veinte mil asesinatos de niños, ancianos, mujeres, enfermos. Aquella locura de sangre y terror no fue una desviación sino la culminación de un razonamiento y un estado de ánimo. Hitler imaginó su pastoral, con cientos de miles de colonos habitando los nuevos territorios conquistados. Para nadie era un secreto que la tierra que surtiría de trigo y petróleo a una Alemania ávida, tendría que estar "limpia". 
 

 
 

II

Buena parte de la historia de Hitler en la década de los años veinte, sobre todo después de purgar su benigna condena como resultado del intento golpista en el affaire de la cervecería, es la de un hombre que representa una fuerza política menor en el espectro político nacional. Una fuerza política menor, sí, pero ideológica y políticamente inamovible en sus relaciones con el sistema republicano. En este aspecto no hay táctica en los nazis, salvo, por ejemplo, denunciar y bloquear el régimen parlamentario, nunca suficientemente enraizado en la imaginación política alemana. Ese maximalismo estaba a la espera, al acecho: la hiperinflación de principios de los veinte no fue suficiente para acercarlos al poder. Tampoco la ocupación francesa del Ruhr. Sólo la devastación que trajo a Alemania la crisis de 1929 —ya lo sabemos— abrió para los nazis la puerta del gobierno. Ésa fue una profecía autocumplida. Con la pérdida de empleos, la quiebra de los talleres, fábricas y bancos, con la asfixia de las granjas, se enjuició también a la República de Weimar. El mensaje de los nazis era que la promesa del desastre estaba implícita en el modelo político republicano que sustituyó a la monarquía guillermina.

Seamos justos con la historia política alemana: los ciudadanos nunca le dieron un voto mayoritario a los nazis en ninguna de las elecciones libres, es decir, en ninguna de las elecciones donde concurrieron los partidos y alianzas políticas de Weimar. Sin embargo, en uno de los saltos más espectaculares que ningún partido político haya experimentado, los nazis pasaron de un modesto 2.6% de los votos totales en 1928 a un 18.3% en las elecciones adelantadas de septiembre de 1930 (en unos comicios que, a juicio de Kershaw, pudieron perfectamente evitarse, a no ser por la profunda irresponsabilidad del presidente Hinderburg, obsesionado por la formación de una mayoría de gobierno sin los socialdemócratas). Al calor de la crisis y el pesimismo cósmico que caía sobre los alemanes, también los comunistas obtuvieron ganancias electorales significativas al capturar poco más del 13% de los votos. Los socialdemócratas se conservaron como el partido mayoritario. Pero los partidos burgueses de centro y de derecha fueron los grandes perdedores de aquella jornada. Alguno de ellos (el dnvp) pasó de un 20% a un magro 7% (I, p. 334).

En 1932, después de las elecciones regionales en Prusia y Bavaria, donde los nazis se convirtieron en el partido más importante con más del 30% de los votos, Goebbels pudo escribir en su diario: "el sistema se está colapsando... ¡a votar, a votar!" (I, p. 367). Por muy poco y Goebbels yerra en su optimismo. En las elecciones (otra vez adelantadas) de octubre de 1932 ("las últimas completamente libres en la Alemania de Weimar") los nazis retrocedieron de un 37.4% en julio de ese año a un 33.1%. Si bien respecto de 1930 las ganancias eran notorias, hacia 1932 el todo y nada que siempre fascinó a Hitler estaba dando de sí. El centro político y los comunistas estaban en plena recuperación electoral, y la imagen misma de Hitler estaba declinando, al menos si se mide su popularidad en términos de los resultados electorales (I, p. 390).

Hitler fue investido como canciller del Riech el 30 de enero de 1933, justamente cuando los nacionalsocialistas habían alcanzado su techo electoral y empezaba su declive. La hipótesis de Kershaw es inquietante: Hitler no era intercambiable, pero tampoco era inevitable. La historia palaciega de los tres o cuatro meses previos al nombramiento de Hitler muestra los titubeos, las dudas y los errores de cálculo del bloque de la derecha respecto de la significación política e histórica de Hitler, ese cabo austriaco. Kershaw no exonera a la izquierda (sindicalistas, socialdemócratas y comunistas), pero coloca su responsabilidad en otro plano; al menos la izquierda combatió y resistió a Hitler en la calle y en las urnas. La derecha (el amplio y para entonces desfigurado espectro del nacionalismo y los conservadores ideológicos) creyó que manejaría a Hitler, creyó que su nombramiento era provisional, creyó que era el hombre para hacer el trabajo sucio —la mismísima proscripción de la izquierda, la instauración de una salida emergente para gobernar por decreto (I, p. 423 y ss).

El biógrafo trabaja con un tiempo que es continuo. Las imágenes aisladas, dislocadas de realidades más complejas, nada aportan a un entendimiento más profundo del alma de un hombre y de los sustentos materiales e ideológicos de un régimen. Porque de los primeros meses y años del gobierno nazi podemos recordar el incendio del parlamento, ese accidente de la historia que permitió a los nazis adelantar la agenda de la represión generalizada y decretar la proscripción de los opositores. Kershaw expone y analiza estos acontecimientos, y nos recuerda que el periodo 1934-1938 sería vivido por los alemanes como algo parecido a los años dorados del nazismo: recuperación económica, estabilidad política y un cierto lenguaje en las relaciones con las potencias europeas (especialmente Inglaterra, Francia y, en menor medida, Polonia) que permitían vislumbrar una paz continental. Al mismo tiempo, sin embargo, algo más dramático se fraguaba: la economía alemana se enfrentaba al dilema de los "cañones o la mantequilla", es decir, al dilema de dirigir la inversión hacia al rearme y la economía de guerra o a la producción de bienes básicos; la relativa estabilidad política interna del régimen ocultaba la progresiva radicalización política e ideológica frente al "problema judío", en un fenómeno que Kershaw analiza de manera magistral: ese juego de espejos entre el ala radical del partido nazi y un Hitler que fingía mediar entre las facciones, pero que instintivamente sabía —y los otros sabían también— que él era el más radical de todos; el equilibrio europeo, en fin, que irremediablemente se dirigía al desastre después del acercamiento ítalo-alemán y de la tragedia de España (II, pp. 3-60).
 

 
 

III

Usted no invitaría a Hitler a cenar. Monotemático, narcisista, aburrido, barbero e inculto, sólo se hallaba en ambiente cuando era el centro de atención, cuando sus monólogos, que usaban la coartada de una tertulia, podían extenderse de forma indefinida. (Es sintomático que Hitler no gustaba de asistir a las bodas. No podía competir con los novios como el centro de atención.) Pero Kershaw encuentra de cualquier manera a un Hitler que asiste a comidas, cenas y brindis donde no desperdicia la oportunidad de hablar y hablar a quien tuviera la paciencia de escucharlo. Uno debe sorprenderse de todas aquellas horas invertidas por Hitler en esa suerte de socialización política de bajo perfil y costo, y de un impacto quizá no del todo deleznable. Ya desde la segunda mitad de los años veinte, cuando su partido es todavía políticamente insignificante, acepta como rutina invitaciones de banqueros, industriales, periodistas, artistas. Kershaw se apoya en algunos de estos testimonios y dibuja la figura de un Hitler obviamente ambicioso, desclasado por decirlo así, al que algunos toman en serio, pero otros no.

¿Infancia es destino? A saber. Kershaw opta por desdramatizar la historia personal de Hitler, aunque es verdad que repara en su enemistad, quizás odio, para con su padre. Kershaw recuerda además su deseo frustrado de ser artista. Pero no hay evidencia para explicar a Hitler desde una psicopatología (sexual, por ejemplo). Kershaw confiesa que es prácticamente imposible saber nada significativo de la vida amorosa y sexual del matón. Hay más leyenda y especulación sobre sus perversiones que evidencia discutible. Su soltería y la compulsión por esconder a sus amantes del escrutinio público e incluso de la mirada curiosa de su círculo íntimo, obedecería más a su narcisismo y al performance del dictador. Tengo para mí que resulta más inquietante la vacuidad y banalidad de los bajos instintos sexuales de Hitler, según los presenta Kershaw. Hitler —creo yo— fue un macho asexuado, el más catastrófico de todos: no enfrenta jamás el fin, el límite humano, del acto, del coito; el deseo no tiene fin, la ambición tampoco.

Un tratamiento magistral ha hecho Kershaw de la ausencia de cualquier sentido de disciplina personal en el joven Hiler. Este rasgo nunca lo abandonará, ya no digamos como dirigente de esa banda de golpeadores callejeros que eran los nazis en los veinte, sino luego como jefe de Estado e incluso como comandante supremo de los ejércitos alemanes. Holgazán como nadie, nunca comenzaba su día antes de las 11 o 12 del día. Jamás desarrolló ninguna rutina de escritorio y ningún hábito relacionado con el trabajo en equipo. Ni como jefe de partido ni como jefe de Estado gustaba de las reuniones de Comité o de Consejo de Ministros: odiaba las otras voces. La última sesión de Consejo de Ministros del Reich se llevó a cabo en 1938. Ni en la hora de la victoria (Polonia, Francia) ni en la de la derrota y la catástrofe (Stalingrado, Kursk, Normandía, Berlín) tuvo a bien el señor Hitler convocar al gobierno de Alemania para analizar los hechos y tomar decisiones. La victoria era su victoria; la derrota, su derrota.

Buena parte del éxito político de Hitler en su camino al poder se explica, según Kershaw, en un profundo instinto antiburocrático. Salvo en la parafernalia de los actos públicos, Hitler detestaba las formas, los procedimientos a los que se supone está obligado un político y más aún un jefe de Estado. El gobierno de Hitler en Alemania niega todas las mitologías sobre el orden y la sistematicidad del espíritu germano. Hitler hizo pedazos la estructura de ministerios estatales que los nazis heredaron de la República de Weimar. Su procedimiento favorito fue la creación de comisiones especiales sobre abastecimiento, precios, rearme, carreteras, sin olvidar las infames comisiones para la reubicación de la población en las zonas ocupadas en el este. Dentro de la tragedia humana y material que el nazismo significa, esto parece pecata minuta. No lo es en absoluto. El asalto de Hitler a la civilización —creo yo— adquirió también la forma de un asalto al Estado como forma racional de gobierno y como administrador del conflicto político. Contra lo que algunas visiones bobaliconas y sumamente irresponsables postulan en la actualidad, el Estado —sí, el Estado— puede ser un obstáculo para los infames.

Hitler ha sido el político más chantajista que recuerda la historia moderna. Como dirigente del partido y luego del Estado, exigió siempre que los juramentos de lealtad fueran primero a su persona y luego al partido o al Estado. Hasta la alta oficialidad del ejército alemán, tan prusiana y orgullosa como presumía ser, cayó en el garlito: después de 1938 nunca supieron distinguir entre sus deberes para con Alemania y sus deberes para con Hitler. Sólo así se explica que, salvo unos pocos oficiales, la mayor parte del alto mando alemán permaneciera fiel a Hitler después de Stalingrado, Kursk y Normandía.

El instinto antiburocrático de Hitler y su recurso al chantaje se mezclaban de manera perversa con otra característica: la del jugador de póker que siempre apostaba al todo o nada. La técnica era primitiva, pero eficaz en ciertas condiciones: sin detenerse a pensar en la fuerza real que él representaba (ya sea en votos o en capacidad de fuego), maximizaba todas sus demandas, apoyado en sus incondicionales y, cuando los tuvo a la mano, en todos los recursos publicitarios imaginables para la época. Así, forzaba decisiones favorables que no correspondían a su fuerza política o militar. Bluff y más bluff. Así lo hizo en el putsh de la cervecería; así, en las disputas por la conducción del partido antes de su ascensión a la Cancillería; así también en la forma en que manipuló el bloque de las fuerzas conservadoras a fines de 1932 y en enero de 1933 para alcanzar la investidura de canciller. Ese mismo procedimiento —esa mezcla de arrojo, irresponsabilidad, chantaje e histrionismo— lo repitió en situaciones donde se arriesgaba la paz europea y el mismo futuro de Alemania. Un caso dramático pero no único fue la recuperación de los territorios desmilitarizados al oeste del Rhin: la ocupación la ordenó Hitler con una fuerza militar pequeña, que no habría resistido ni unas horas el contraataque francés, pero en medio de un gran despliegue publicitario y a partir de un cálculo de la debilidad y el poco deseo de resistir y pelear de los franceses y aun de los ingleses. "Las 48 horas más tensas de mi vida", dijo alguna vez Hitler, con ese sentido profundo de histrionismo (I, p. 586). La técnica la repitió en la anexión de los Sudetes y de Austria, y aun en los primeros momentos de la guerra contra Polonia. La paz de Munich fue la claudicación frente al actor. No debe descontarse un hecho fundamental: ya desde la crisis de Checoslovaquia el alto mando alemán estaba sumamente alarmado por la posibilidad de una guerra con Francia e Inglaterra, ciertamente no por razones humanitarias, sino porque el ritmo del rearme y el aprovisionamiento de materias primas estratégicas no permitían pensar todavía en una guerra prolongada. Para la tecnocracia nazi y el alto mando alemán, el momento indicado para incendiar Europa estaba en algún punto entre 1942 y 1944.

Para Kershaw la más descomunal de todas las apuestas fue la Operación Barbarrosa, ese plan apocalíptico para destruir a la Unión Soviética, a los comisarios y a la gente común. Contra un cierto revisionismo que se perfila ya en la historiografía contemporánea, Kershaw muestra lo que se jugó en Europa en ese frente desquiciante que iba del Báltico al Mar Negro: todo. Desde junio de 1941 las escalas de la historia europea y universal se modificaron de manera irremediable. El 22 de junio de 1941 tres millones de soldados alemanes, unos tres mil 600 tanques, unos 600 mil vehículos motorizados y otros 600 mil caballos, siete mil piezas de artillería y dos mil 500 aviones de combate avanzaron sobre la Unión Soviética. La superioridad en la capacidad de fuego del ejército rojo (tres millones de hombres, unos 15 mil tanques, 34 mil piezas de artillería y unos ocho mil aviones de combate) fue anulada y luego arrasada por la sorpresa, la intensidad y la precisión del embate alemán (II, p. 395). Las cifras de muertos, heridos y desaparecidos, las de prisioneros y las pérdidas materiales alcanzaron niveles bíblicos. Hacia fines de junio y principios de julio los soviéticos habían perdido unos siete mil 500 aviones y más de la mitad de las 160 divisiones del ejército soviético habían desaparecido o estaban severamente disminuidas. Sólo en el cerco de Byalystok y Minsk unos 320 mil soldados fueron hechos prisioneros por los alemanes en julio, pero esta cifra representa apenas la mitad de los soldados tomados por los alemanes en Kiev y luego en las afueras de Moscú en septiembre y octubre del mismo año. 
 

 
 

Hitler era un político de grandes intuiciones y de respuestas tácticas sorprendentes. Sabía poco o nada de estrategia, ese arte de combinar en el tiempo los recursos disponibles con las metas deseadas. Su indisciplina personal, esa incapacidad de ir más allá de sus intuiciones por medio de la reflexión y el cálculo o, por decirlo de otra forma, esa compulsión por apostar al todo o nada, y su enorme capacidad para odiar, harían de su conducción de la guerra en el frente oriental una pesadilla para el alto mando alemán, para los generales, para los oficiales y para los soldados. Cuando le preguntaron, nunca aceptó que las fuerzas alemanas hicieran retiradas tácticas. De hecho, su participación cada día más intensa en la conducción de la guerra en la Unión Soviética ha llevado a algunos historiadores (que siguen aquí muy de cerca el argumento de posguerra de varios de los generales nazis) a sostener que sin la intervención de Hilter, la guerra en el frente oriental hubiese tenido otro destino. Kershaw descree de esta posibilidad. Uno de los elementos definitivos en el balance de la Operación Barbarrosa, sostiene Kershaw, fue el cálculo equivocado de parte de la inteligencia alemana sobre la verdadera fuerza del ejército soviético. A pesar de la pérdida masiva de tanques, aviones y artillería, y de las bajas que experimentó entre junio y diciembre de 1941, el ejército soviético mostró una capacidad para reorganizarse, resistir y contratacar que en sí misma es uno de los fenómenos más extraordinarios del siglo xx, una epopeya de tal magnitud que su crónica exige no sé si un nuevo Tucídides o un nuevo Shakespeare —no son muchos los pueblos que han enfrentado algo similar al dilema Hitler o Stalin.

Metido hasta el cogote en la jaula rusa, la vida de Hitler en su refugio en Prusia oriental o en el búnker berlinés cambió de tono. En una biografía no existen los paréntesis, y en la de Hitler el silencio era casi impensable; su compulsión oratoria buscaba sustituir el mundo con las palabras. Las pláticas de sobremesa después de la cena o a la hora del té lo mismo se referían a sus planes arquitectónicos para Berlín, que a la puñalada en la espalda de noviembre de 1918, que a las taras genéticas o culturales de los judíos, que a la música de Wagner. Esos monólogos eran parte inseparable de la vida del dictador. Cuando la guerra prometía, aquellas jornadas podían entretener a su círculo más íntimo (el equipo de secretarias, sus asistentes de las tres armas del ejército, a los jefes y miembros del estado mayor) y a los invitados especiales: comandantes traídos del frente, ministros de Estado, miembros prominentes del partido o embajadores amigos. Cuando la guerra parecía a cualquiera con sentido común una causa perdida, las peroratas se convirtieron en un verdadero suplicio.

IV

Haya sido en Kursk, con el fracaso de la Operación Citadel en el verano de 1943 y la pérdida definitiva de la iniciativa militar en el frente oriental; haya sido en las Ardenas, con el fracaso de la contraofensiva en el frente occidental, en el invierno de 1944-45, un día Alemania supo (esto es, sus gobernantes, sus estados mayores, sus ejércitos, tal vez la gente común) que la guerra estaba perdida. ¿Cuándo lo supo Hitler? No hay testimonio claro que provenga de su círculo íntimo. Nadie quiere ser el último muerto de una guerra, pero entre enero y mayo de 1945 los últimos muertos de una guerra sumaron decenas, quizá cientos de miles. La defensa de Berlín es un monumento al desprecio por la vida humana. No es difícil entender que la defensa desesperada, agónica y torpe de la capital alemana estaba inspirada en el pavor a los rusos. Pero cuando Kershaw esboza apenas el sufrimiento de los pobladores, de los niños y viejos defendiendo lo que quedaba de la ciudad contra los tanques y la infantería soviéticas, y los contrasta con las comedias patéticas que se desarrollaban en el refugio de Hitler, lo que se desnuda, lo que se muestra con la más grande brutalidad, es el tamaño de las ilusiones humanas.

 
 
   

Imaginemos a Hitler vociferando a fines de abril porque un ejército exhausto y casi inexistente no acude a romper el cerco soviético, y luego culpando a los generales y al estado mayor por ineptos y traidores. Tratemos de visualizar a un Goering despidiéndose en forma apresurada de Hitler en el búnker para dirigirse al sur a organizar la defensa del Reich con una fuerza aérea que —todo mundo lo sabía— había sido destruida el invierno anterior por ingleses y estadunidenses en las Ardenas. Pensemos en el mismísimo Himmler enviando mensajes a los ingleses a través de los suecos para rendir el frente occidental pero, eso sí, con la promesa de mantener el esfuerzo bélico ante los soviéticos (que en ese momento cañoneaban el centro de Berlín), y cambiando el nombre del partido nazi para que encabezara el gobierno de la posguerra. Imaginemos, otra vez, a Hitler dictando su testamento político, donde denuncia ante la historia la responsabilidad de los judíos en la hecatombe. De la vívida reconstrucción que hace Kershaw de aquellos días en aquella cueva, uno sólo se queda con el aroma a almendras del cianuro.

Alguna vez escribió Emile M. Cioran (a propósito de Hitler, justamente) que el suicidio es un derecho de las personas, pero que hay suicidios inmorales. Ese cabo austriaco, ese viejo por siempre estéril, ese quijote demente que asesinó a todos los sanchos que se cruzaron por su vida, ¿qué ocultó con su muerte? Nada. Un hombre sin secretos, un hombre como Hitler, es un infame.•

*Ariel Rodríguez Kuri es profesor-investigador de la UAM Azcapotzalco en el área de Estudios Urbanos. Doctor en historia por El Colegio de México, miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel II. Entre sus libros se encuentran: La experiencia olvidada, el ayuntamiento de la ciudad de México, que obtuvo el premio de la investigación uam en 1997; con Carlos Illades compiló Instituciones y ciudad: ocho estudios históricos sobre la ciudad de México. En la actualidad se encuentra en una estancia académica en el Centro de Estudios México-Estados Unidos de la Universidad de California, en San Diego.