Universidad y humanismo
*Francisco Piñón Gaytán

 Hablar de universidad y humanismo es tratar un tema importante de la creación y recreación de la cultura. Es, además, incluir en él otra cuestión importante: el problema de la formación y educación humanas. Por esta razón el tema que hoy nos ocupa, universidad y humanismo, es, y debe ser, el gran tema de nuestro tiempo.

Ni la creación de cultura ni el o los conceptos de humanismo han nacido con la universidad. Cierto. Pero es en ella, y en sus orígenes, en donde podemos encontrar sus mejores raíces. La Universitas Studiorum, el Ars humaniora, el Ars et litterae del humanismo renacentista no hubiera sido posible sin el fenómeno histórico de la institución universitaria.

Pero al mismo tiempo la universidad, la de ayer y la de hoy, con sus límites y riquezas, con todas sus potencialidades, no hubiera sido posible —o no lo es hoy— sin el aporte cultural de los diversos humanismos.

Las universidades están situadas en Estados determinados. Pero también en los Estados existen gobiernos determinados, con una orientación política definida, con un determinado proyecto burocrático, con un uso concreto de su "fuerza", con una específica planeación en el terreno de la educación.

Hablemos, pues, de la relación entre la universidad, rectora de la vida intelectual, y de los gobiernos, responsables de la vida social. Es lo mismo que hablar de la relación entre los intelectuales, cuyo trabajo esencial es la creación (en todos los órdenes) y, por consiguiente, el uso de su conciencia crítica y, por otro lado, los gobernantes, cuyo trabajo específico es tratar de aterrizar un determinado proyecto político, con instrumentos concretos, en situaciones concretas. Son dos ocupaciones diferentes, que no se pueden mezclar, por lo menos en el mismo tiempo cronológico. El poder quita la libertad que el intelectual necesita, si es que quiere ser un auténtico intelectual. No necesariamente debe oponerse al poder, siempre y en todo momento, pero sí debe, el intelectual, permanecer lejos del poder."Es muy diferente pensar a mandar", dijo uno de nuestros grandes intelectuales y poetas mexicanos, Octavio Paz. Y es, a mi juicio, la posición que debe tener la universidad. La sociedad debe saber, recordemos a K. Jaspers, que "en algún sitio" y "en algún lugar" se da una "libre" investigación, una libre creación artística, filosófica, económica, política.

Hablamos del intelectual en sentido tradicional, no del concepto gramsciano de intelectual orgánico. Ni siquiera hablamos de aquellos intelectuales, profesionalmente críticos, que todo sistema tiene y que todo partido subalterno prepara. Hablamos de ese individuo, producto de la cultura occidental, que quiere usar sus capacidades intelectuales al puro servicio de la verdad, en cuanto esto es posible. Aunque sabemos, por otra parte, que perseguir la pura objetividad abriga a una determinada posición ideológica. Sin embargo, debemos admitir que existen, aunque sean ya bichos raros, esa especie de ejemplares: los que intentan descubrir o investigar los fenómenos históricos, sociales, naturales, por amor a la verdad, aunque ellos no puedan escapar de tener una determinada posición filosófico-política.

El intelectual, que investiga y crea, que analiza y sintetiza, no puede, en el mismo tiempo, comprometerse en la dirección y realización de un proyecto político concreto. Lejos del poder se notan mejor las perspectivas sociales, se valoran mejor las capacidades humanas, se está en la única actitud psicológica para afrontar el análisis de los fenómenos humanos. 

El intelectual —escribe Octavio Paz— dice lo que ve y lo que oye; es el testigo y vocero de su tiempo. De ahí el carácter, a un tiempo íntimo y contradictorio, de sus relaciones con el poder público. Si el intelectual calla ante los abusos y los crímenes de los poderosos, traiciona su condición y traiciona a sus lectores y oyentes; a su vez, el gobierno tiene la obligación, dentro de ciertos límites, de garantizar la libre expresión de las críticas, incluso de aquellas que los gobernantes juzguen equívocas o sin fundamento.1
El intelectual tiene su propia misión. Y esa (en la aceptación que estamos tomando) no es la de qué intelectual gobernará. Maquiavelo escribió sus mejores obras lejos del poder de los Medici, Gramsci escribió sus Cuadernos en la soledad de una cárcel, Platón su República y sus Leyes tras sus fracasos como reformador político ante los dos Dionisios. Si Kant, Hegel o Descartes hubiesen tenido el poder, el mundo no hubiera conocido, ciertamente, la Crítica de la razón pura ni la Fenomenología del espíritu ni el Discurso del método. De sobra conocemos la lucha de la inteligencia en contra de los detentadores del poder. 

Kant, primer filósofo moderno que ocupó una cátedra universitaria, supo muy bien lo que fue enfrentarse al rey Federico Guillermo II cuando éste le conminó a no abusar de su filosofía. En 1793, a raíz de una publicación de Kant que originó la ira del rey y de su ministro de enseñanza, el filósofo contestó que: "el retractarse y renegar de sus convicciones sería vil; en cambio, el callar, en caso como el presente, es un deber de súbdito. Y si todo lo que se diga debe ser verdad, ello no quiere decir que sea un deber manifestar públicamente toda la verdad".2 Elegante y prudente contestación de alguien que sabía los límites del poder y los alcances de su filosofía. 

El intelectual, avezado en las ciencias del espíritu y en echar a volar la imaginación o descubrir los secretos de la naturaleza, sabe que sus armas deben ser diferentes a las del príncipe, su obligación directa no es conciliar intereses, o edificar ciudades o dar directamente el alimento a los pueblos, sino lanzar las ideas para que lo anterior sea posible. Debe preparar el porvenir con la crítica del presente. Crear y desarrollar las herramientas para que los hombres coman, sueñen, descansen, progresen, cambien o revolucionen sistemas. 

Los intelectuales —vuelve a escribir Octavio Paz— aman a las ideas por sobre todas las cosas. Las aman en sus formas más perfectas y cristalizadas; como seres de proposiciones enlazadas, es decir, como sistemas cerrados. Por esto, cuando llegan al poder, pretenden implantar sus hermosas geometrías. Pero la realidad es, por naturaleza, irregular y rebelde a las simetrías racionales. El intelectual no ceja ante la resistencia de la realidad y se empeña en reducirla: la corta y la recorta. Así nace el terror. El amor a las abstracciones es amor a la perfección, mientras que el amor a los hombres es paciencia y compasión ante lo inacabado y lo imperfecto. El intelectual en el poder sacrifica los hombres a las ideas; el gobernante piadoso prefiere los hombres a los esquemas. Los orígenes del terror moderno son intelectuales: la guillotina fue para Robespierre y Saint-Just un silogismo irrefutable.3
Pero, por otro lado, no podemos comparar a los intelectuales con la universidad. Ni al Estado con el gobierno, ni a los intelectuales con la sociedad civil. La universidad es una institución, y como tal tiene sus propias reglas que la sociología no las ofrece. Además, justo es reconocer, ni todos ni los mejores intelectuales escribieron sus obras en las universidades. Pero su labor fue altamente universitaria. Por eso, en parte, su misión es la misma. Es una labor del espíritu que analiza el presente en orden a preparar el porvenir. Es una investigación creadora que no debe estar atenta al "estilo" personal de gobernar, sino a desentrañar y explicar y aprovechar los secretos de la naturaleza. Por eso el Estado debe proteger y cuidar a sus intelectuales y a sus instituciones universitarias. Es la única posibilidad de sobrevivencia.

Ernesto Lavisse, uno de los fundadores de la moderna universidad de Francia, en 1871 escribía: "Nuestras modernas universidades se diferencian de las de la Edad Media en el principio diametralmente opuesto que las inspira: ésta sometía todas las ciencias a la teología; nosotros, a la libertad".4 Lo que, tal vez y en parte, pudo ser cierto en su tiempo, hoy, en el fenómeno universitario, aunque en teoría así sea, el elemento de la libertad (para investigar, crear, difundir la cultura) no es uno de sus rostros universales.

Al depender las universidades —muchas de ellas— financieramente de sus gobiernos, tienen encima el ojo supervisor del gobernante en turno; a veces no sólo para vigilar burocráticamente o por la legislación los diversos presupuestos, sino para sancionar y, a veces, controlar los rumbos filosófico-políticos de sus instituciones. Sabemos que esas vigilancias no son gratuitas y que los poderes gubernamentales tienen sus mecanismos de supervivencia. Sabemos que es difícil no alimentar al monstruo de poder que toda sociedad lleva dentro. Sin embargo, la universidad, cualquiera que ésta sea, y en cualquier sistema que se encuentre, si pretende seguir siendo universitas, debe pugnar por adquirir, conservar y consolidar sus fueros. Y los gobiernos saben que la libertad que deben garantizar es la presea más hermosa y útil —a la larga— para la reproducción equilibrada y sana de toda sociedad. 

América Latina, en particular, tiene un deber para con sus universidades. No siempre —casi nunca— tienen el clima propicio para nacer y desarrollarse. Les pesa, sí, la cultura occidental universitaria que las empuja a ir perfilando un ideal, pero también les molesta un pasado histórico azaroso, conflictivo, sangriento y un presente que no se ha definido sino por la incertidumbre, la dependencia, la manipulación. América Latina tiene su historia y toda una gama de culturas que, la han hecho marginarse de la economía del progreso o aceptar de manera frecuente ideologías alienantes que le roban su ser, su lenguaje, tradiciones, hábitos, costumbres, folclor, y con esto socavan su identidad nacional. Esa historia abigarrada de lenguajes, dialectos, tradiciones y ese inmenso y rico patrimonio cultural se nos ha ido perdiendo. Todo está en peligro. Y ninguna justificación podemos aducir para no defendernos. Ningún mito, aunque sea el del progreso científico, puede usarse para matar nuestras tradiciones. Debemos ciertamente discernir lo bueno del pasado para conservarlo. Debemos también aprovechar los avances del progreso. Pero éste tiene que servir para liberar, no para suicidarnos.

Nuestras universidades tienen ante sí el reto histórico que no puede soslayarse. Es un reto de lo mejor del espíritu. Es un reto cultural que nos empujar a estudiar nuestras culturas, nuestras sociedades, a partir de sus necesidades, materiales y espirituales, a partir de los valores nacionales, de sus culturas indígenas, frente al reto de una modernidad cada día más amenazante y cautivadora.

Pero la universidad ha cambiado de horizontes. Ya no son los ideales humanísticos los que rigen sus destinos. Se ha especializado, tecnologizado, globalizado. Ni la educación liberal de Newman ni la ciencia en el ideal de la universidad alemana ni la idea de cultura en la filosofía de Ortega y Gasset, configuran el prototipo de esencia de nuestras universidades modernas. Su guerra mundial es la economía. El centro de gravedad lo constituye ahora la formación de profesionales y de especialistas. La filosofía de Comte ha desplazado a las de Platón y Aristóteles. La profesionalización es ahora su palabra mágica. Tal vez es cierto lo que dijera M. Scheler, que la universidad se ha transformado en una "escuela profesional, pero con mala conciencia".5

En este punto son sumamente claros los análisis del filósofo italiano Antonio Gramsci, quien apunta la tendencia de la sociedad moderna a abolir "todo tipo de escuela" desinteresada (no inmediatamente interesada) y "formativa" y que la deja para aquellos "que no tienen que pensar en prepararse un futuro profesional". Para Gramsci inclusive el esquema clásico de que "la escuela profesional es para las clases instrumentales, y la clásica para las clases dominantes y para los intelectuales", ya ha pasado de moda.6 La nueva sociedad industrial ha tenido necesidad de crear su particular y nuevo tipo de intelectuales. 

 
 
 
 
 
 
 
 
   
Toda actividad práctica tiende a crearse una escuela especializada propia, del mismo modo que toda actividad intelectual tiende a crearse propios círculos de cultura, que asumen la función de instituciones posescolares especializadas en organizar las condiciones en que sea posible mantenerse al corriente de los progresos que se verifican en el propio campo científico.7
Esta profesionalización no se debe a un cambio cultural nacido en la misma universidad. Es la sociedad la que ha cambiado. No es posible el otium cum dignitate de tiempos pasados. Tampoco es posible la educación abstracta, aquella que hablaba de valores eternos para individuos eternos. Hoy el hombre, y la ciencia, está situado en sistemas concretos, en profesiones concretas, en un mundo con ciertas y específicas necesidades materiales y espirituales. El mundo, es cierto, se ha ensanchado desde los puntos de vista geográfico y político, pero también culturalmente se ha especializado.

Este es el reto de la universidad. Por una parte, debe responder a una realidad ya dada. Debe educar para la profesionalización, para la especialización. Pero sin olvidar que ese hombre que educa ejercerá su profesión en un mundo sumamente complejo desde el punto de vista ideológico, que no ha nacido ayer.

He aquí la necesidad de volver de nuevo al viejo —y siempre renovado— concepto de humanismo integral e integrador. Humanismo que sepa unir lo último de la técnica, de los recientes fenómenos de la economía y la comunicación, y lo antiguo de la concepción unitaria, en donde el hombre obtendrá su identidad.•

*Francisco Piñón Gaytán es profesor-investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa. Estudió las licenciaturas en filosofía en la Universidad Gregoriana, en Roma, y en filosofía y letras en Montezuma College, usa. Doctor en ciencias sociales, con especialidad en filosofía política, por la Universidad Internacional de Santo Tomás, de Roma. Es presidente del Centro de Estudios Sociales Antonio Gramsci de México. 
 Notas

1 En fragmentos del libro de Julio Scherer, Los presidentes, México, Grijalbo, en La Jornada Semanal, núm. 6, 1986, p.2.

2 En Ernst Cassirer, Kant, vida y doctrina, México, fce, 1948, p. 438.

3 Los presidentes, op. cit., p. 3.

4 Citado en J. Catiello, p. 47.

5Lester Smith, Education in Great Britain, Londres, Penguin Books, 1957, p. 89.

6Antonio Gramsci, La alternativa pedagógica, Barcelona, Fontamara, 1981, p. 118.

7Ibid., p. 119.