La recepción: diversas proposiciones
* Lillian von der Walde
Me propongo discutir varias —de las muchas— posibilidades de análisis que se derivan de un concepto frecuentemente empleado en la investigación literaria: "la recepción". No parto de las muy interesantes teorías que, sobre el tema, se han planteado a lo largo del siglo xx, y es que si bien considero indispensable se piense y se teorice sobre el fenómeno literario, los postulados de la mayoría de éstas no proceden del estudio concreto de la literatura medieval, hecho que no pocas veces provoca, en palabras de Dagenais, una confusión de prioridades y "an odd and distorting anchronism" ("A Reader's Response", 262). Por tanto, mi exposición proviene de la experiencia propia, esto es, de los problemas que me han surgido en mis intentos por comprender una obra o un género literario particulares.

Quizá la primera acepción que venga a la mente al hablar de "recepción" remita al público que consume una determinada creación —en nuestro caso, literaria. Y, no sin razón, se ha dicho que éste se halla prefigurado en la obra misma; estamos, pues, ante la idea del "lector implícito".

No obstante, el asunto puede complicarse considerablemente —y tal vez ello forme parte de la fascinación por su estudio. Es posible abrir el concepto de "lector implícito" para dar cuenta de la pervivencia de receptores al paso de los siglos; pero, entonces, el concepto poco sirve para explicarnos al lector o, más precisamente, al escucha que un texto revela o que se tenía en mente a la hora de la escritura. En mi práctica cotidiana, y según son mis intereses, he preferido la segunda y limitada opción, pero aun así los problemas surgen por doquier. ¿Cuál es, por ejemplo, la recepción implícita del Libro de buen amor o del Poema de mio Cid? ¿Cuál la del género sentimental de los siglos xv y xvi? Y empiezo por este último. 

Resulta sencillo decir que, en virtud de los tratamientos estilístico y semántico, las novelas sentimentales se dirigen a personas de los estamentos nobiliario o de la alta burguesía, y que éstos, en efecto, las consumían; sin embargo, hay documentación que prueba que Fernando de Rojas —que no pertenecía ni a uno ni a otro— era lector del género, y basta estudiar Celestina en este sentido, para corroborarlo.2 De hecho, no sólo la cultura universitaria está presente en varios textos sentimentales,3 sino que hay autores del género que claramente se asocian con ese ámbito y que, además, lo consumen. Por otra parte, hay que considerar el inicio de la imprenta—cuya productividad fue notable—4 que forzosamente nos remite a un público amplio. También, debe agregarse la inmensa variedad de datos fehacientes que muestra que las novelas sentimentales fueron auténticos best sellers. Y un problema más a tener en cuenta, que no abordaré por ahora, es la consideración del género sexual de los receptores al momento de la escritura. En síntesis, la deducción frecuente del supuesto "receptor implícito" ha de matizarse, pues se trata de un fenómeno complejo. Analizarlo de esta suerte facilitará, sin embargo, no sólo la explicación de las particularidades de las obras, sino también el mismo desarrollo del género sentimental.

En el caso del Poema de mio Cid hemos imaginado, fundamentalmente en virtud del estilo y del dominio ejercido por ciertos postulados neotradicionalistas, que estaba destinado a la plaza, a cualquier lugar donde hubiese una congregación popular. Pero quizás informen otra cosa los documentos coetáneos, que son una fuente más segura si hablamos de recepción. Si nos acercamos a las Siete partidas de Alfonso X, es posible leer que los caballeros "acostu<n>bra<n> [...] q<u>ando comia<n> q<ue> les leyese<n> las estorias delos gra<n>des fechos d<e>[ ]armas" o que no querían "q<ue> los iuglares q<ue> no dixiese<n> a<n>te ellos otros ca<n>tares sino de gesta: o q<ue> fablasen en fecho de armas" (Partida II, Título 21, Ley 20, ff. 116r. y 116v.). Por tanto, a partir de éste, como de otros textos medievales, lo que debe pensarse es que ciertamente los caballeros formaban parte del público del Poema de mio Cid, y ello coincide en mucho con la descodificación de la obra o, para ser más precisa, con la propia: en virtud de los temas que trata y de otros elementos varios, deduzco que el receptor implícito que se privilegia pertenece al estamento nobiliario —sin bien hay aspectos atractivos también para otros públicos (el estilo y la fábula para el hombre común, la teoría política para el intelectual o el consejero —por mencionar sólo algunos elementos).

La mutiplicidad de la recepción implícita asimismo se presenta en el Libro de buen amor, de allí que muchos investigadores, en relación con un fragmento encontrado, hayan dicho que perteneció a un juglar (Menéndez Pidal, 146 y 166-167; Lida de Malkiel, Two Spanish Masterpieces, 33; Valbuena Pratt, 214-215; Joset [aparato crítico], 206 nota 547), mientras que Alan Deyermond afirma algo muy diferente: lo fue de un predicador para su uso en el sermón popular ("Juglar's Repertoire"). Y es que el Libro da para todos, por lo que resulta saludable decir que tal fue su objeto (al vuelo comento que pocas obras como ésta, antes del siglo xv, toman tanto en cuenta, y de manera explícita, a la recepción femenina). Es, pues, difícil proponer cuál es la recepción que privilegia el autor implícito, pero un hecho cierto es que un público culto clerical sería el que entendería mejor todos los juegos del Arcipreste (Gybbon Mony-penny, 18).5 Estamos, entonces, ante una creación dirigida a todos, pero que establece grados de recepción —por llamarlos de algún modo. El autor implícito condiciona descodificaciones diferentes, unas más profundas que otras, según sean los diversos sectores del público receptor. Y no estoy en la llamada "teoría de la recepción", donde se sobrentiende que toda obra posibilita muy variadas interpretaciones en función de quien sea quien la lee o —para la Edad Media— la escucha.

Y ya que mencioné la teoría de la recepción, cabe indicar que si bien es innegable que todo texto literario provoca muy variadas respuestas o interpretaciones en función de los propios sistemas de valores del receptor y de la época en la que vive, esto no quiere decir —aunque sea, por desgracia, frecuente— que los críticos nos debamos permitir la libertad de la descodificación personal, pues lo que hacemos entonces es hablar de nosotros y no de una obra particular. Me interesa, por tanto, subrayar la obligación del especialista de poner verdaderos límites a su "recepción"; esto es, apegarse a lo que realmente aparece en la composición que se trate, mediante una lectura sumamente cuidadosa y el análisis, obviamente, de la recepción de la época en la que fue escrita y copiada. Lo contrario resulta en interpretaciones que no sirven para gran cosa.

Alejarse de una determinada obra sea por una teorización específica, por descuido, por hacer uso de nuestra propia libertad interpretativa o, incluso, por el mismo conocimiento de la literatura del periodo, conduce —simplemente— a la no aprehensión del texto concreto que pretendemos estudiar.

Pongo varios ejemplos: los medievalistas sabemos que un lugar común en el arte medieval es que a las muchachas las recluyan en torres, y si nos dejamos llevar por tal conocimiento a expensas de la lectura puntillosa, pueden presentarse errores como creer que la princesa, en Grisel y Mirabella de Juan de Flores, es encerrada en tal edificio, y de allí derivar que el autor eligió un elemento arquitectónico simbólico, representación del falo, para revelar el desco pecaminoso del rey (Brownlee, "Language and Incest").6 Pero en la obra, si bien el amante emplea una "escala" para ver a la princesa, nada se dice de la existencia de torre alguna; simplemente, a la letra se expone que la muchacha fue recluida por su padre en "un lugar apartado". No hay más; y si no hay torre menos, aún, falo (y no sirve para demostrar que el padre efectivamente tenía deseos insanos).7 Creo con firmeza que por ningún motivo el crítico, en virtud de su libertad receptiva, debe "completar" al autor, volverse una suerte de coautor. 

Y un ejemplo más, en el que quien hace el análisis aplica —tal vez involuntariamente— ciertos postulados de la teoría de la recepción. Observa en el episodio del "robredo" de Corpes del Poema de mio Cid la promoción de "crudos contrastes en tecnicolor" mediante las gotas de sangre que caen sobre "the shining gold brocade and red damask tunic" (Dyer, 170). Pero nada de esto hay en la obra, pues en ella únicamente se habla de sangre sobre camisas y "çiclatones" (fol. 55v., 2739 y 2744).8 No puedo sino reiterar que es obligación del especialista intentar comprender lo que en un texto se pretende expresar, y ello conlleva una suerte de lucha contra la propia libertad de recepción. Esto, por lo menos, garantiza se reduzca la inevitable transformación surgida en virtud de la lectura, y permite se verifique una situación no tan alejada del ideal comunicativo.

Y otro fenómeno a evitar por parte del crítico, que es un receptor muy particular: el anacronismo. Nada se entiende de la literatura medieval si se piensa, como lo hizo Gili y Gaya en relación con las obras de Diego de San Pedro, que es una lástima su retoricisimo (22-23); los receptores contemporáneos de San Pedro precisamente apreciaban esa forma "antinatural" (según visión posterior) de expresarse. El investigador de la literatura debe entender por qué una obra surgió en la época y, en su caso, gustó tanto en ella, y no privilegiar el sistema o teorizaciones de la propia. Por eso, en ocasiones, puede parecernos ridículo Menéndez y Pelayo con su crítica decimonónica que condena todo lo que considera inmoral y anticatólico; por eso resultan tan precarios muchos análisis que parten de postulados ajenos a los periodos históricos donde suceden los fenómenos literarios — así la perspectiva marxista, psicoanalítica, y otras. 

Cayó en mis manos, para dictamen, un estudio de una feminista furibunda que hace del Arcipreste de Hita un misógino consumado, cuando es evidente para cualquier medievalista que se precie de serlo, que al autor implícito mucho le agradaban las mujeres. En fin, este corte de estudios denuestan que los individuos del medioevo no cumplan con los patrones de conducta o con los modelos artísticos que los críticos avalan, pero que son ajenos a la época que se investiga. De ésta, en realidad, nada dicen, y en muy poco o nada se avanza en el conocimiento de los porqués de anteriores estéticas, de anteriores visiones del mundo.

Ahora bien, no obstante que conscientemente intentemos pensar como gente de otra época, habrá asuntos que no comprendamos claramente: ¿las audiencias del siglo xv se habrán reído cuando el protagonista de Grimalte y Gradisa saca a Pánfilo de la cueva, pues hace vida salvaje, con los perros que llevó para su búsqueda? (163-164). Esta parte de la fábula final parece, en verdad, risible; pero sólo podremos interpretar de esta suerte si documentamos algo sobre la manera en que el público del momento recibía este pequeño episodio o uno semejante. Es más, tendremos que documentar muchos elementos que pueden parecernos serios cuando eran en verdad jocosos, pues, como indica Dorothy Severin, nuestro criterio de lo humorístico ha cambiado a lo largo de los siglos y "what was then considered to be amusing or hilarious may now seem cruel and at times unbearable" ("Humour", 276). ¿Y qué podemos decir de los discursos elípticos o de referencias a aspectos que, por ser de todos conocidos en el momento en que se hizo la obra, no presentan mayor explicación?

En fin, es tarea del estudioso de la literatura de los tiempos pasados luchar contra los propios criterios estéticos, éticos, sociales, etcétera, contra nuestra propia visión del mundo; sin embargo, no es tarea fácil. Basta pensar que hay obras que han permanecido en el olvido por contraponerse demasiado a lo que son los intereses críticos.9 Y si esto es así para el especialista, qué será para la recepción que no lo es. Y aquí incorporo otro problema: la recepción, de una u otra forma, se entiende como fenómeno sincrónico. Con justicia puede afirmarse que hay obras que prevalecen a lo largo del tiempo, pero ello, pienso, no tiene que ver con ese carácter "universal" y casi eterno que cierta crítica idealista ha querido ver para las obras maestras. No, el gusto continuado por una obra (cosa que es bastante excepcional) está en función de la permanencia, si bien con modificaciones, de determinadas conceptuaciones artísticas, éticas, ideológicas, etcétera. La diacronía no es más que el paso de sincronías. El Retrato de la lozana andaluza surge y se lee en el xvi, pero se le delega al olvido por siglos y siglos—no sólo por el receptor común (para usar una abstracción), sino también por el especializado. Ya bien entrada la pasada centuria, los investigadores literarios le redescubren y le valoran. Evidentemente hay algo en nuestra cultura que posibilita el aprecio; algo que no hubo en épocas anteriores. Por eso dije que la recepción se entiende en la sincronía: remite, incluso a pesar de nosotros, a muchos criterios culturales del mundo en el que se consume determinada elaboración artística. Aunque, como he afirmado, pienso que esto es lo que debemos enfrentar y reducir.

Ya que se habla del salto de siglos en el tema de la recepción de una determinada obra, parecería disfuncional el concepto limitado de "lector implícito" (el coetáneo a la obra, que se descubre en el texto y que, en su caso, es una suerte de elección autorial). Es obvio que yo no soy la "lectora implícita" del Libro de buen amor, pues el autor implícito —llamémosle Juan Ruiz— ni siquiera me pudo prever. No obstante, leo y releo el Libro con muchísimo placer —además de la pasión intelectual. La salida más fácil, si deseo mantener el concepto de "lector" implícito en ciertos límites, es hacer una precisión: la recepción desborda al texto en sí o desborda al autor. El concepto abierto remitiría a que aún comparto o entiendo muchas o varias de las características del lector implicito coetáneo al Arcipreste (en el sentido limitado del concepto) y, por ende, soy —aunque suene paradójico— tan lectora implícita como lo fue el ser humano del siglo XIV.

Otro aspecto que me resulta del todo atrayente en relación con el concepto de "recepción" va por caminos muy diferentes. Lo llamo, muy arbitrariamente, "la recepción como elemento de construcción artística". Los genéricamente conocidos como teóricos de la recepción mucho han escrito sobre la participación del receptor en una obra literaria: en la lectura lineal (que se despliega en el tiempo, y no puede ser de otra manera), el lector va descodificando la obra, la modifica y reestructura según la información que va adquiriendo hasta que tiene el todo; cuando así se requiere, incluso la completa (por la inevitable libertad interpretativa, su lectura es ciertamente particular). Pero poco se ha dicho de lo que a mí me interesa. Pienso, por ejemplo, en Sendebar. Aquí, hay al inicio un marco narrativo que informa a los receptores de toda verdad de los hechos; estamos, pues, por encima del rey,10 quien no lo sabe, y que habrá de juzgar y tomar una decisión grave. Esta información previa condiciona de manera definitiva nuestra descodificación posterior; así, por ejemplo —y a ello dediqué un artículo ("El discurso inapropiado")—, entendemos exactamente al revés lo dicho por la voz femenina —cosa que no hace el rey. El inicio ha obligado a ello, y los receptores simplemente cumplimos. En otras palabras, se nos usa para entender ciertos discursos de una determinada manera (la pretendida en el texto mismo según es la visión del mundo que de éste se desprende), aunque en la obra, y por motivos de verosimilitud, desarrollo de la trama y tensión dramática, tales discursos expongan exactamente lo contrario de lo que descodificamos.11

El caso opuesto, y del que mucho se ha hablado, lo encontramos en el Libro de buen amor, que contiene ambigüedades que manifiestamente forman parte de la intentio autorial (de no haberlo querido así, el autor implícito pudo haber sido muy claro). De hecho, en el libro se obliga a que la descodificación de ciertos pasajes, versos, palabras, etcétera, recaiga en sus receptores (quienes habrán de cerrar el discurso según la propia condición personal, según sean —para usar el famoso ejemplo— "griegos" o "romanos"). Dicho sea de paso, muy consciente estoy de la discusión si la obra es didáctica o no. Evidentemente tomo partido: una construcción ambigua, que deja mucho lugar a la diversidad interpretativa, no es el mejor camino para expresar una idea. Los propósitos constructivos eran otros; precisamente, jugar con la polisemia (y que juguemos todos).

Tener en cuenta el concepto de recepción a la hora del análisis puede resultar en interpretaciones sustentables o en hipótesis plausibles. Varios hemos abordado la estructura de las novelas sentimentales mediante el estudio del empleo de la teoría literaria de la época: la retórica. Sin embargo, la herramienta no explica del todo por qué son tan breves los segmentos que conforman las intervenciones de los personajes o del narrador. Ahora bien, si consideramos la lectura en voz alta para un público amplio, constituido, digamos, por miembros del estamento nobiliario que gustan de diversos entretenimientos colectivos, nada impide decir que la estructura de la novela sentimental facilitaba el reparto de personajes entre individuos de un grupo, esto es, la brevedad de los segmentos también puede estar en función de una suerte de representabilidad: que hombres y mujeres, quienes asumían a distintos personajes, leyeran los segmentos correspondientes frente a una audiencia. 

Esta hipótesis, desde luego, tiene que documentarse con algún relato proveniente de un texto coetáneo, pero sin duda se sostiene. Y es que, además —aunque sin reparar propiamente en la estructura a la que me refiero—, hay quienes han notado que las novelas sentimentales y otras semejantes presentan elementos que permiten pensar en su representabilidad (Gwara, "A New Epithalamial Allegory"; Perugini, "Introducción"). ¿Qué objeto tienen las series de composiciones poéticas en La señora Gracisla? Yo, como mejor me lo explico, es que fueron hechas para su lectura en público por diferentes voces en un cuasi-espectáculo de salón (se sabe que fue pasatiempo cortesano la lectura pública de composiciones poéticas).

Muchos otros aspectos adquieren una razón coherente si se piensa en la recepción de carne y hueso contemporánea a las obras. Es conocida la existencia de debates cortesanos sobre temas como el amor o la calidad femenina, etcétera. ¿Por qué, entonces, no pensar que determinadas ambigüedades en la novela sentimental son intencionales, esto es, que cumplen el propósito de dejar abierta la cuestión para su posterior discusión colectiva? (Perugini,12; Walde, Amor e ilegalidad, 38) —esto sería una forma de proveer un esparcimiento más.

Como se ha venido observando, tener en cuenta el polifacético concepto de "recepción" nos conduce a notar, con mayor eficacia quizá, los juegos literarios, la técnica o la construcción del texto que analizamos. Evidencia, por ejemplo, la asociación de dos planos diferentes y ficticios en Triunfo de Amor, de Juan de Flores: el de la supuesta realidad de las destinatarias (y galanes que también leen el tratado) y el de la supuesta realidad de la fábula contada. Y es que la obra se dirige a las damas españolas —que se hallan fuera de la historia que será narrada—, y concluye con ese mismo marco "real" que hace relación a las destinatarias, quienes reciben la orden de la nueva ley de Amor de la fábula. Y otro ejemplo del mismo autor: ¿a quién se dirige Grimalte y Gradisa? A sus lectores o escuchas, y esto se descodifica forzosamente así a pesar de que hay una destinataria ficticia —según pretendí demostrarlo en otro lugar ("De ejemplos", 195-197). Dicho sea de paso, el análisis de este pequeño seguimiento de la recepción me permitió, en buena medida, explicar la estructura de la obra.

Hay que hacer notar, como otro tema relacionado con el concepto de "recepción", que lo que se observa en un texto se halla condicionado, en determinada medida, por el público al que fue destinado al momento de su elaboración; de allí la necesidad de estudiar a esa recepción (si no la podemos precisar con cierta exactitud, por lo menos la del periodo en que se inserta la creación): los usos y costumbres, los sistema de valores, etcétera. Así, podremos juzgar la obra con mayor claridad, e incluso notar si ésta presenta posiciones novedosas o inquietantes con respecto a esa recepción. Y en dado caso de que nos hallemos ante una copia posterior, quizás esto nos ayude a interpretar los cambios observados en función de la nueva recepción —a la que, igualmente, tendremos que estudiar. 

El asunto también puede presentar mayores honduras. Piénsese que lo que nos interesa es una obra del siglo XIII, y que sólo la disponemos en una copia del XV (y un muy importante número de manuscritos provienen de ese siglo). ¿Qué recepción ha condicionado el texto que poseemos? ¿Cómo afecta esto nuestras deducciones de la recepción implícita que se descubre en la obra? Un dato que quizás ayude, y que nos recuerda Funes (192), es la relativa estabilidad de los textos. Entonces, tal vez efectivamente podemos hablar, con ayuda del análisis del contexto en el que surgió la creación, de una obra del XIII, y a la vez afirmar que en el XV perviven o se han actualizado una serie de aspectos —similares o alterados— que posibilitan que la obra aún sea significativa (no en balde la copia), y explicar cuáles son igualmente a partir del contexto.

Muchas de las variaciones o innovaciones dentro de un género literario se explican bien en función de la dependencia de las obras con los nuevos grupos de receptores. ¿Cómo entender, por ejemplo, los elementos que distinguen a Qüestión de amor de las otras novelas que la precedieron? Pienso que, en su mayoría, tienen que ver con el hecho de que se destina a un público cortesano que ya no es del XV, sino del XVI; que en ciertos aspectos es algo más vacuo que el anterior, que disfruta mucho de un género, la égloga, que ya ha adquirido carta de naturalización (de allí la incorporación de una en la obra), etcétera. Ahora bien, el problema es delimitar con determinada certeza cuáles fueron esos gustos de época. Y para ello en algo ayudan los datos que podamos recabar sobre la difusión de los textos, que es punto frecuentemente olvidado en el análisis literario. Incluso hay obras cuya popularidad fue notable, a juzgar porque aparecen en innumerables manuscritos o impresos, según sea el caso, pero que permanecen en el olvido por considerarlas, nosotros, los críticos, menores o de poca monta.

Pero una cosa es la determinación de los intereses y gustos de una época, y otra saber cómo se descodificaban lo que se escuchaba o leía. Centrado exclusivamente en la Edad Media, Dagenais propone variar la perspectiva que fija el análisis en el concepto de "autor", sin que éste —señala al paso en pocas ocasiones— se descarte del todo (The Ethics, 24; "A Reader's Response", 265).12 Expone, pues, lo fructífero que puede ser el estudio de, por así llamarla, la incidencia de la lectura individual medieval en los manuscritos que, según es su planteamiento, se basa en una suerte de respuesta "ética". En síntesis, él propone investigar los errores, los comentarios y demás huellas que han dejado los copistas y otros posibles (aquí sí) lectores.13 Si se restan sus muy radicales posiciones, su planteamiento es importante en cuanto que ayuda a comprender una obra, más a las claras, dentro de su época. Pero, no hay que olvidar que lo que interesa es entender un texto en concreto y, en su caso, la intentio autorial (por desgracia, cada vez más desprestigiada en los estudios medievales), y no las descodificaciones particulares (que no dejan de ser sólo eso).14

También las compilaciones pueden ser informativas, pues en ciertas oportunidades enmarcan al texto en una temática general, lo que en alguna medida puede decirnos la forma como se estaba comprendiendo la obra en cuestión.15 Saco a colación, asimismo, el caso opuesto: dos obras de Juan de Segura que originalmente iban juntas (Proceso de cartas de amores y Quexa y aviso contra amor) se llegaron a imprimir por separado (Alonso Martín et al., xl), hecho que indica que al menos algunos receptores las entendían como pertenecientes a géneros distintos.

Hay otras formas de atender la recepción del pasado de una obra del pasado. Me refiero a las opiniones o juicios que determinada creación provoca y que se registran en otros textos (caso notable es la Continuación de "Cárcel de Amor" de Nicolás Núñez). Me refiero, también, y por poner como ejemplo a Celestina, a los maledicientes que aduce Rojas en sus preliminares, que de manera indirecta indican que no necesariamente se veía la Comedia o Tragicomedia con los propósitos edificantes que el autor pretende defender en dichos liminares; a muchas de las continuaciones celestinescas, que de alguna manera muestran lo mismo según es su contenido; a la supuesta solicitud de alargamiento "en el processo de su deleyte destos amantes" (Rojas, 202-203); al aprovechamiento intertextual en creaciones no propiamente celestinescas; a hechos como la existencia de censores inquisitoriales a quienes se les tiene que enviar mensajes sobre las bondades morales de la obra (posible caso del "comentador" anónimo de la Comedia), etcétera, etcétera. Todas estas recepciones no hacen sino reflejar la multiplicidad interpretativa de Celestina (la Comedia y la Tragicomedia), y obviamente previenen al investigador a la hora del análisis. Tomar en cuenta esta recepción real obliga a que no nos casemos tan fácilmente con interpretaciones que han resultado exitosas en el siglo XX. ¿Es, en verdad, Celestina, la obra trágicamente pesimista, es más, nihilista, que observa Gilman (La España; "Introducción") e innumerables seguidores? ¿Es en verdad el texto didáctico cristiano que entiende Morón (Sentido y forma)? ¿Es una disquisición universitaria más sobre los males del amor pasional? La descodificación cercana a la obra iba, muy comúnmente, por otros sentidos, y quizá nosotros —los críticos—, por no considerarla, no estamos entendiendo a Celestina en un momento histórico distinto al nuestro, que es lo que pretendemos, sino a Celestina en la época que vivimos, y en versión particular.

En páginas anteriores dejé pendiente el punto que asocia audiencia y género sexual, en cuanto un condicionamiento más a la hora de la elaboración literaria. En otras palabras, hay que considerar que un discurso contendrá determinadas particularidades en función no sólo de las características ideológicas, sociales y económicas del público al que se destina, sino también en virtud de la conformación de éste: infantil,16 de hombres, de mujeres o mixto. El tema, sin duda, ilumina nuestro análisis, aunque ello no quiere decir que lo haga siempre en lo que respecta a nuestra comprensión de los textos. Hay ocasiones en que obtendremos más problemas que soluciones; sin embargo, esto es positivo: nos libera de esas "falsas" certezas a las que somos tan dados y que conducen, en última instancia, a interpretaciones "cerradas", pero erróneas.

En el campo que ha ocupado mayormente mi atención —literatura y contexto social del siglo xv— es un hecho la activa participación de las audiencias femeninas en el ámbito, digamos, de la corte.17 En tanto que son consumidoras importantes de la literatura, deben estar presentes, de alguna manera, en ciertos tipos de obras o géneros. A veces, incluso, lo están de forma muy explícita, como se evidencia en innumerables prólogos —por mencionar sólo un aspecto.

Ahora bien, si es factible que la perspectiva de las mujeres18 se encuentre incorporada en muchos textos del Cuatrocientos, no es fácil descubrir en éstos qué es lo propiamente femenino. Y traigo a colación un documento en el que forzosamente tal perspectiva debió tomarse en cuenta, pues al parecer fue escrito por encargo de la reina María: el Tratado en defensa de virtuosas mujeres, de Diego de Valera. Lo que en éste se aprecia es la valoración "oficial" de lo femenino, expresado en términos positivos,19 pero no una diferenciación funcional de género sexual. Más bien, el Tratado posibilita comentar sobre la recepción, y no tanto al revés: muchas mujeres —podemos deducir— tendían a pensar lo mismo que muchos hombres en lo que respecta a la estricta moral femenina, o dicho en otros términos, la cultura oficial masculina había sido bien introyectada por mujeres. Entonces, quizá revelen más otras obras, y mayormente las que contienen posiciones misóginas junto con otras pro-femeninas. 

No obstante, enfrentamos otros problemas: la visión favorecedora de la mujer no revela particularidades del género sexual femenino, pues hombres la comparten. O bien, ¿qué resolución de la historia de Cárcel de Amor, la de San Pedro o la de Núñez, es la que agrada al público femenino? Ante las dudas que nos surgen, no nos queda sino recurrir a otras huellas documentales de ese contexto específico de recepción para hallar diferencias significativas, porque lo que no puede pensarse es que no las hubo, como si los seres humanos de entonces no se vieran afectados por los condicionamientos culturales provenientes de la pertenencia a un género sexual —tal como, ahora, los hay. Si no hubiese habido diferencias ostensibles de género sexual, no se explica que muchos escritores de novela sentimental hagan referencia a la opinión femenina; no se entiende que Flores haya elegido explotar en Grisel y Mirabella la oposición hombres/mujeres o decidido elaborar un irónico episodio final de Triunfo de
Amor a partir del tratamiento del cambio de conductas amorosas entre mujeres y hombres.

 
 
 
 
 
 
 
 
   
No puedo dejar de mencionar, ya para concluir, el hecho más radical de la literatura del medioevo: su recepción era, fundamentalmente, aural. Y debo decir que poco es lo que se ha hecho para avanzar en este sentido, al menos en lo que se refiere a la literatura culta del ámbito hispánico.20 Es lógico pensar que la interpretación o descodificación debió estar condicionada por la pronuntiatio, y quizás en un grado muy significativo; por ejemplo, en un trabajo que hice sobre el estilo de Juan de Flores ("Notas")21 localicé, v. gr., infinidad de recursos que marcan los diversos estados de ánimo; sin embargo, no encontré diferencias estilísticas significativas entre las distintas voces. La distinción, pongamos por caso, entre personajes masculinos y femeninos, debió recaer forzosamente en quien leía el discurso o estaba dada, en la hipótesis que arriba aduje, por el reparto de voces en una lectura pública compartida. 

Ahora bien, el problema grave es que tenemos escasísimas evidencias de la actio,22 por lo que nuestras deducciones tienen que hacerse en dependencia, casi exclusiva, de los textos mismos. En resumen, si queremos entender la recepción de una obra en su momento, y con ello interpretarla con relativa corrección, es fuerza dedicarnos a investigar este punto a partir de información documental coetánea y, sobre todo, de las significativas marcas de oralidad que encontremos en ella —con ayuda, digamos, no sólo de la retórica o poética de la época, sino también de los conocimientos que brindan las investigaciones de la ciencia lingüística, así como de los importantes estudios y de las herramientas de que nos han provisto los oralistas (quienes, por desgracia, han permanecido un tanto ajenos a la literatura culta).23•

*Lillian von der Walde es profesora-investigadora de la Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa. Este ensayo se tomó del libro Propuestas teórico-metodológicas para el estudio de la literatura hispánica medieval (México, UNAM/UAM, 2003 (Publicaciones de Medievalia, 27), 522 pp.), del cual fue editora. 
 Notas

1 El origen de este artículo se encuentra en la exposición crítica que hice, por amable invitación del editor de La corónica, George D. Greenia, al "Critical Cluster Manuscript Culture in Medieval Spain".

2 Menciono sólo unas cuantas investigaciones: F. Castro Guisasola (Observaciones), Ma. R. Lida de Malkiel (La originalidad artística), L. M. Vicente ("El lamento de Pleberio"), D. S. Severin ("From the Lamentations"), Ma. E. Lacarra ("La parodia") y L. von der Walde ("Grisel y Mirabella").

3 P. Cátedra (Amor y pedagogía).

4 Ma. D. Gómez Mollera menciona la efervescencia de la producción impresa ya a fines del siglo xv (151).

5 Como nota al margen asociada al tema de la recepción indico que si queremos ser tan buenos receptores como los clérigos a los que el Libro distingue, y con ello interpretarlo mejor, los críticos debemos tener una información similar a la que poseían aquéllos. Perdemos mucho del disfrute estético e intelectual si desconocemos, por poner un ejemplo, las creaciones con las que el Libro se relaciona intertextualmente. Perdemos mucho si desconocemos el contexto social del periodo, al creer que una lectura "inmanente" basta. Podemos, simplemente, comprender muy poco y analizar muy erróneamente.

6 La investigadora, que en muchas ocasiones tiene interpretaciones brillantes, obliga a la desconfianza por descuidos semejantes: al resumir el argumento de Grimalte y Gradisa asevera que ésta le promete matrimonio a su pretendiente ("The Counterfeit Muse", 123), hecho que es falso.

7 Véase el artículo de A. Deyermond ("Notes on Sentimental Romance").

8 Utilizo la edición con transcripción paleográfica de José Manuel Ruiz Asencio, versión de César Hernández Alonso, y edición facsimilar (2a. ed., Burgos, 1988).

9Algo semejante afirma J. E. Varey cuando habla de la dramaturgia de Calderón de la Barca: fue a partir del romanticismo que la crítica insiste en la "preeminencia de los dramas serios" del escritor. "Pero antes de aquella época fueron las piezas cómicas y los autos sacramentales los que gozaban de una popularidad duradera con el público de los teatros comerciales" (165).

10 Y de los consejeros. Es un caso de "ironía dramática", según definición de D. H. Green (250-286).

11 Es muy frecuente encontrar estrategias de este tipo, sobre todo en los textos cuya construcción pretende ser "cerrada" (también colaboran a ello, y de manera importante, los prólogos).

12 Aunque, en realidad, mucho ataca el paradigma autorial. Una interesantísma crítica a su posición, entre las muchas que han salido publicadas, es la de L. Funes ("Escritura y lectura"). 

13Zumthor, años antes, ya había hablado de la importancia del copista (La lettre et la voix, 79). 

14 Insisto en que hay que estar prevenidos de los sesgos que pueden provenir, por poner un solo ejemplo, del hecho de que el copista o el comentarista no sea el destinatario "real" de una obra (sus anotaciones nos hablan más de la época que de la creación que analizamos).

15 Desde luego, hay que ser cuidadosos, ya que hay compilaciones que simplemente reúnen creaciones sin un eje distinguible que las relacione.

16J. Gwara ha interpretado muchas de las particularidades de La señora Gracisla a partir de la recepción a la que piensa fue destinada. Y lanza una hipótesis interesante: para él, estaríamos frente a la primera muestra de literatura culta infantil en el mundo hispánico (240-243).

17Y no son sólo escuchas, sino que adquieren libros y los leen en privado, como bien ha documentado B. Weissberger (175-176).

18Perspectiva de género, que hace posible hablar de un conjunto.

19Véanse trabajos como el de Ma. I. Montoya Ramírez ("Observaciones") o el de R. Walthaus ("`Gender"').

20He de destacar las contribuciones de Gustavo Illades, escuchadas en diversos congresos, en relación con Celestina, o el conocimiento que tengo de otras disquisiciones sobre la oralidad (por ejemplo, las de D. Wright).

21Que tendría que haber cubierto este importantísimo aspecto de la recepción aural.

22Habría convenciones diversas. Por otra parte, puede intuirse que no cualquier persona tenía una competencia suficiente o que, por el contrario, manipulase lo leído. Esto acentuaria la brecha entre el texto escrito y el pronunciado, lo que incidiría en la descodificación de los oyentes. También otro elemento de "ruido" en la comunicación —según el término técnico— lo pudo haber sido el mismo ambiente colectivo, que se prestaría a interrupciones, distracciones, etcétera.

23Y esta literatura, tan oral como la popular, obviamente comparte innumerables recursos (y no sólo estilísticos).• 
 

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