BEBER UN CÁLIZ
(1965-2005)

Gabriel Ríos

Si en su época de militante marxista e intelectual de izquierda, Jean-Francois Lyotard no aportó mucho, menos al final de sus días cuando envió misivas a San Agustín. El filósofo para mi gusto se estaba burlando de la obsolescencia de su propia escritura, del hastío que le provocó su mejor libro, La condición posmoderna, del cúmulo de alabanzas recibidas, de la fanfarronería de sus adeptos e incluso de sus editores, caso concreto de la prestigiada editorial Losada que en la contraportada nos hace tragarnos el cuento de un Lyotard confesándose con Agustín.

No es nada raro que en el encuentro previo con la huesuda figuras seminales como el psiconalista Carl Jung le pidiera a la virgen María, madre de Cristo, sus bendiciones. Es curioso, pero en México, aunque parezca increíble otro hombre insigne, ejemplar por sus buenas relaciones y no precisamente con personajes honestos, probos, sino más bien con prepotentes y asesinos, de los pocos se decía que se preciaba de vivir del periodismo y de la literatura, adorado por generaciones de cronistas, de los que sí saben de los chirridos del diablo, se llamara Ricardo Garibay.

En el capítulo intitulado “Lápiz”, del libro La confesión de Agustín, de Lyotard, el pensador desahuciado por la leucemia vuelve a explicarnos de la simulación de sus plegarias, de lo más ficticias y extraviadas, pero más que nada por el uso perverso que se hace de la palabra. En Beber un cáliz es patética esa comedia de la compasión que se insufla en el testimonio del “polígrafo”, quien festejaría los cuarenta años de la publicación del Premio Mazatlán de Literatura 1965.
Gabriel Ríos es escritor. Sus colaboraciones han aparecido en los suplementos La Jornada Semanal (La Jornada) y El Ángel (Reforma), así como en la extinta revista Equis.

Escuchemos, porque las confesiones según Lyotard tienen que ser orales, ya que por escrito quedan fuera de tiempo. A Garibay lo oímos lloriqueando por sus padres sufridos y el indoloro sentimiento al verlos hundirse día a día hacia la muerte. El intelecto corrigiendo sus menosprecios y errores; su finalidad no es otra cosa que la intrascendencia de lo poético, del salmo, de algunas realidades como las Confesiones de San Agustín, el retratista más cuadrado, la lectura de horror obligada para niños y adolescentes. Agustín pudiese ser calificado como estúpido, como consecuencia de decir que el mal es ella, la privación del bien, la mujer, la nada.

Precisamente decía Agustín que su Dios en un principio, es decir casi a la mitad del libro era un fantasma hueco, lo que le serviría a Garibay para describir, buenísimo para eso de las mudanzas, colgar cuadros, dibujar a su padre moribundo de cuerpo huesudo, rostro largo, ojos hondos. ¿No es ahí cuando se le ocurre besarlo, encima del odio, temor y servilismo?

Si en la década de los sesenta es cierto que el llanto me cegó al leer Beber un cáliz y por ahí dejé unas marcas en el libro, frases como lo invisible de Dios, alguna otra línea perdida de Agustín, un subrayado: “el rostro de la fuerza y la cólera, el ceño y la melena del mal”, e incluso pensaba en el canto que se refiere a la bendición del justo, cuando primero fue convertido en impío. De la misma manera recreaba la inteligencia de Garibay, tan enorme que había descubierto mi angustia.

Los males que fueron causados por nuestros padres tenemos que considerarlos, decía Ricardo Garibay, pues siempre hace falta algo sombrío y sólido que nos cobije. Ese hombre-testimonio como San Agustín en su tiempo, el idioma le serviría como pensamiento cristiano. Al clásico de las letras mexicanas lo convirtieron sus “críticos” en algo así como el resucitado, el que conserva su persona oscura de tirano toda la vida. Ese ser desgraciado que a los setenta años se arrepentiría para volver a la inocencia, según él, desbordaba gérmenes de fascismo.•