Textos votivos

* Leandro Arellano

Amor de tantos días se reconcentra ahora
Jorge Guillén
Arco iris de seda

Año con año se nos acumulan y se convierten en una masa y un remordimiento. Todos, en algún momento, nos preguntamos qué hacer con ellas, cuando la seda se rae o su uso, por años, acaba por cansarnos. Los asiáticos tienen la alternativa del cuello tipo oriental, cómodo y simple, que Nheru y Mao reivindicaron con orgullo; árabes y musulmanes los caftanes, que las hacen innecesarias. Sin embargo, en la civilización europea, de la que somos herederos, son indispensables. Son parte ineludible de la vestimenta moderna, de lo que ni siquiera la gente sencilla se sustrae en las celebraciones sociales. Forman parte del uniforme de trabajo de burócratas y funcionarios, financieros y comerciantes, maestros y líderes obreros, altos ejecutivos y humildes ujieres. Aunque provienen de los Balcanes, el alambique italiano las cultivó y puso de moda, como ese pueblo hace con casi todo lo que toca: la base de sus pastas consiste en los tallarines que cargó Marco Polo en uno de sus viajes a China, y de los tomates de La Última Tule que se llevaron de regreso las primeras carabelas. La tendencia actual a uniformar el mundo, ha hecho entrar en guerra a la seda con las fibras químicas. Es una batalla desleal entre la naturaleza y los mercaderes del dinero. Todavía no sabemos quién obtendrá la victoria.

Muy alejada de la formalidad y apostura de la caballería croata, las hay, sin embargo, de todos tipos, tonos, colores, diseños y mezclas. Para el cuello grueso y casi inexistente del abonero, que sudoroso se debate por montarse al pesero cada mañana, o para los cabos largos y vampirescos que nadan en camisas de talla mayor, y que, irreprochables, inician su jornada a las ocho en punto en los pisos inferiores de la Secretaría de Hacienda. Aunque distantes de combinarse con el traje del día, las de los gerentes de Pemex tienen que ser de Hermes. Un caso aparte lo constituyen las lengüetillas, casi siempre serias, que se atan los jefes de las oficinas de correos, los gerentes de restaurantes con pretensiones y los choferes de la ADO –los de la ruta del Valle del Mezquital están dispensados. La policía y el ejército las usan marciales y despuntadas. En cuadros y viejos daguerrotipos, vemos que nuestros abuelos usaban lazos y corbatines menos ostentosos, pero de igual recaudo para la vanidad.

En nuestro cumpleaños, en Navidad o año nuevo, es casi seguro que recibamos una nueva, de parientes, amigos o familiares. Ahí comienza el dilema, porque ante un regalo no tenemos ninguna potestad. Resignados, debemos mostrar gratitud con una sonrisa amable, por el esperpento carmesí con figurillas de elefantes o caracoles con destellos apastelados, o el desatino de barras y figurines en verde, negro y dorado, que hemos recibido. Cierto margen nos queda claro cuando nosotros mismos podemos elegirlas. Ya en este terreno, cada uno atiende su gusto. Aquí alcanzamos la opción de alejarnos del disfraz colectivo y ampararnos en nuestra naturaleza. Nuestro vestido se funde con nuestro carácter.

Moños y lazos para smokings y jackets son sofisticaciones y están fuera de nuestra perspectiva, aunque los yupis y la aristocracia de vez en cuando los desempolven. No obstante su paulatina retirada de las plazas, los fistoles y pisacorbatas conservan todavía una fila de adeptos. Nosotros creemos que su inutilidad es evidente. Los primeros aprisionan gratuitamente los contornos dispuestos de la camisa, haciéndole perder su caída natural y las últimas, en franco desuso ya, sólo acentúan las barrigas típicas de muchos compatriotas.

El mismo color no se lleva con todos de igual modo. Por las mañanas deberíamos conjurar a una deidad helena para que ilumine nuestra elección. Frente al espejo, yo invoco el arte de la inmensa Safo para que el nudo de la mía no demerite la armonía indiciada. Así, que cada uno se ate su corbata favorita y siga, con amor, su ruta.

La nueva casta

Un nuevo linaje ha aparecido entre nosotros y gana cada vez mayor terreno. No proceden de alguna constelación lejana, ni son producto de un naufragio intergaláctico. No provienen de las profundidades del Océano. No los arrojó el Bóreas ni fueron empujados por el Noto. Si se les observa con cuidado, parecen seres de lo más normales. Aunque de aspecto humano, son seres especiales. Casi nada les sorprende y todo saben. Tienen aspecto respetable y pueden ser buenos padres de familia. No los distingue de nosotros el tono de la piel, el aspecto de una etnia diferente, ni un idioma extraño. Tampoco son privilegio nacional: los hay en casi todos los países. Son serios y formales, más que nada, y beben vino con mesura. Se divorcian llegada la ocasión. Su actitud es la de la mayor autoridad en la materia. Son vehementes pero muy civilizados. Tienen opiniones sobre todo y las más de las veces la última palabra, con cuya bondad esperan convencer a los lectores. Si son varones, procuran mantener la barba o usar lociones caras; si mujeres, perfumes penetrantes, engendradores de jaquecas. Visten con propiedad y sus modales son irreprochables. Entre ellos se reconocen de inmediato, forman una como secreta cofradía. Tienden a mantener su columna en algún diario o revista. Su curriculum deslumbra: posgrados, doctorados, dos o tres idiomas –ni latín ni griego, desde luego. Sus afirmaciones tienen tono de oráculo antiguo; son los augures modernos. No es difícil ubicarlos; sus nombres resplandecen en los catálogos de cada vez más editoriales. No traducen ni antologan. Sin remordimiento relegan a los autores verdaderos al índice y a la letra diminuta. No los confunda lector y cuídese de ellos: se trata de ¡los compiladores!…

    
Oda pedestre

Es difícil imaginar que Unamuno casi impuso una moda entre la bohemia de la Rive Gauche durante los dolorosos años de su destierro en París. Con su figura de búho –como lo describe Alfonso Reyes– con aquellas gafas, aquel sombrero en punta, aquella barba en collar, aquel traje negro, aquel cuello de pastor protestante, aquella chaqueta sin solapas que no daba sitio a la corbata, atraía la mirada de todos. Pero al gran militante del pensamiento, que creía que todo hombre lleva fuera todo lo que tiene dentro, sólo podía imitársele en la superficie. Porque nuestra apariencia es única e irrepetible: ella es la que nos revela, la que nos individualiza.

Si en algún espacio público, en un asiento recatado, observamos con esmero, va a llamar nuestra atención el esperpéntico tinte rubio del pelo de la señora muy morena que camina lentamente, enfundada en esa vestimenta chillona que se ha puesto de moda y que orondamente llaman  pants; o el bigotito, la chamarra de cuero y el copete envaselinado del señor que pasea a la familia el fin de semana. El medio kilo de colorete que se ha emplastado en la cara la mujer alta y delgada, desnutrida por el abuso de la dieta para conservar la figura. La ropa ajustada y entreabierta del cincuentón con aires de galán. Pero hay algo, por sobre todo, que atraerá nuestro cuidado: los zapatos.

“Tacones de piloncillo” llamaba una de mis tías a los que usaban los Pachucos. Era el tiempo en que las mujeres calzaban los afilados tacones llamados estiletes. Hoy predominan las plataformas embusteras, tacones barrocos, formas caprichosas y otros extravíos. Nuestra fantasía infantil quedó asombrada con la zapatilla de La Cenicienta. Cada vez menos se recuerda el tacón de Nikita Krushev, que atronó en medio de la somnolienta diplomacia; o los famosos seiscientos pares de la esposa de un no muy antiguo dictador asiático. Son zapatos notorios ciertamente. No sabemos si los ingleses, cuya propensión por la manufactura de enciclopedias, historias, compendios, manuales, y similares es incurable, han editado ya un registro sobre esa parte de nuestra vestimenta. Lo seguro es que hace dos mil quinientos años, los amigos de Sócrates le reprendían por su costumbre de andar descalzo. Las películas de los sesenta muestran a las falanges romanas con altas sandalias de correas cruzadas y los pies de los vikingos envueltos en pieles más o menos trabajadas.

Al punto de elección entramos a terreno franco, donde nuestro gusto y libertad son derroteros. No sólo los grandes apellidos de Milán dictan la moda. Los jóvenes prefieren la comodidad y entereza de los botines; gente de virtud dudosa, las botas norteñas con punta de metal; la alta burocracia enfunda sus pies con marcas dispendiosas y confusas. Los potentados y magnates acostumbran agujetas. Sólo la injusticia mantiene el uso del huarache. En el hogar no hay alternativa: las pantunflas o los suecos. De mi niñez recuerdo el uso de unos troncos de hule y cuero que llamaban matarranas. Por su comodidad, los tenis reclaman sitio aparte, pero conllevan un gran riesgo: descubre, mejor que ningún otro, las eminencias del dedo gordo del pie izquierdo, callos, juanetes y conexos.

Sobreviven muy pocas ancianas chinas a quienes en su infancia se las torturó para mantener el pie pequeño, símbolo de distinción y gracia. El otro extremo lo enarbola el pie titánico de las americanas y el lucimiento transparente de las mínimas sandalias indias. Casi todas las mexicanas calzan del veinticuatro desparramado. El magno Ovidio recomienda a los varones que no vaguen sus pies en calzado ancho y pide a las mujeres que el pie deforme se oculte bajo un zapato blanco. Hasta el austero Epicteto enseñó, para evitar los excesos, que no se recurra a exotismos, sino tan sólo a un zapato cómodo, ajustado y durable.

Como otros muchos oficios, el del bolero –vocablo derivado de la bola de cebo que usaban nuestros bisabuelos el siglo pasado para el aseo de calzado– también está amenazado de extinción, por el uso cada vez mayor del lustre sintético. Lo cierto es que quien no limpie su calzado, advertirá que muchas puertas se le niegan. Los aspirantes a Don Juan quedan advertidos: hay mujeres que rechazan varones honorables, si el aspecto de sus zapatos es disforme o lastimoso; y asimismo hombres que rehusan damas calzadas con garfios, cofres o chalupas. Y que no se olvide: nuestros zapatos son “siempre reveladores cuando alguien quiere usurpar un nivel social superior”. Onetti díxit.
* Leandro Arellano (Apaseo, Guanajuato, 1952) es diplomático de carrera. Hizo estudios de derecho en la Universidad nacional Autónoma de México. Actualmente es embajador en Kenia. Ésta es su primera publicación literaria. Prepara otros “Textos votivos” y un libro de relatos.