Infanticidio

* Peter Turrini

Nota del periódico: Una mujer de 26 años de edad de una familia acomodada, mató en la casa de sus padres a su hija de diez días. No se conocen más detalles del hecho. Se supone que se trata de un acto de confusión psíquica.

Ella: Para mí, nada es natural. Observo cómo actúan los demás. Me muevo como si caminase. Hablo como se habla. Mi única posibilidad es la de imitar todo; de otro modo, no existiría. Cada nueva persona significa una amenaza para mí, porque primero debo aprender a ser como ella. A veces, cuando entro a una tienda y la vendedora me hace una pregunta, no tengo respuesta. Entonces me entra un miedo terrible, y salgo corriendo. A menudo camino con los ojos cerrados, fingiendo ser extranjera. Siempre tengo miedo de que alguien se percate, al aproximarse, de que soy transparente, de cristal. Me encantaría cubrirme de pintura de la cabeza a los pies. Con todos los colores.

Hay momentos en que me siento fuerte e imagino cuántas cosas haré. Lo pienso todo: lo que diré, lo que dirán los otros, mis reacciones. Antes analizo meticulosamente cada situación. En esos instantes, por lo menos en teoría, yo soy yo. Pero cuando llega el momento, fracaso. La menor nimiedad me descontrola. Después dedico horas enteras a meditar sobre lo que me falló.

Estoy sentada en mi cuarto. Mis manos se congelan: no puedo moverlas. Afuera es verano. Me imagino como los coches que atraviesan el polvo, y pienso en lo vívido que es todo aquello. Quisiera poner mis manos sobre la ventana y asir las voces que se estrellan contra ella. Pero me invade el mismo miedo de siempre, miedo a que se me escapen, a que se me escurran entre los dedos, temor a que todo se transforme, a que todo se pierda y que nada permanezca.

Mi cuerpo entero desaparece. Quiero decir, simplemente se desvanece. Mis hombros se vuelven ligeros, y mi cara se duplica, se triplica. Tengo la sensación de que todo se suelta, mis brazos de mis brazos, mi cuerpo de mi cuerpo. Debería haber algo que me contenga. Tengo que encontrar algo que se quede, que me sujete. Debe ser algo que me aplaste, que me apague, que me vuelva a la vida.

El juez: Acusada, levántese. El tribunal le acusa del homicidio de su hija de diez días, de haberla estrangulado y ahogado hasta que la asfixia le ocasionó la muerte. ¿Cómo se declara ante esta acusación?

Ella: Estaba bañando a mi hija. De pronto empecé a apretar su cuello. La mantuve debajo del agua por mucho tiempo. Después de un rato el cuerpecito empezó a flotar. ¡Se volvió tan parecido al de mi muñeca!

El juez: Acusada, ¿qué formación escolar tiene usted?

Ella: Todos los días intentaba mantener los ojos cerrados el mayor tiempo posible, aunque ya hubiera despertado desde hacía mucho. Después de comer me sentaba al piano y empezaba con los ejercicios. Al cabo de una o dos horas mis dedos se acalambraban. Me estaba congelando. Saqué el libro de medicina de mi padre y empecé a masturbarme con unos cuchillos. Antes había cubierto con nailon las empuñaduras. Cuando escuchaba pasos en el pasillo, tocaba algunos acordes en el piano. Mi madre vivía en el piso de arriba, y casi siempre estaba enferma. Aunque teníamos servicio, a veces ella bajaba a recoger o limpiar algo. Yo solía pasar horas frente al piano, sin moverme. En las tardes, cuando mi padre llegaba a la casa, apenas atravesaba la puerta me decía: "tocas de maravilla, mi amor."

El juez: ¿Por qué se fue usted de la casa de sus padres?

Ella: Éramos tres hijas, pero mi padre siempre me prefirió a mí. Para él, yo era especial. Probablemente eso se debió a que todo lo que él hacía, a mí me gustaba: se movía con tal naturalidad, sabía tantas cosas... yo solamente tenía que imitarlo. Sin él, yo jamás habría podido responder nada. Me daba miedo equivocarme.

El primer día de verano, cuando el asfalto empieza a ablandarse y el olor a gasolina circula por el pueblo, los viejos indios se posan al pie de la montaña. Se ponen sus vestimentas viejas y empiezan a subir. En el camino tocan canciones con sus flautas, melodías de tiempos inmemoriales. Al llegar a la cumbre, entierran sus instrumentos. Cuando regresan al pueblo se tornan de nuevo en lo que son: empleados de gasolineras, baratilleros, peones, fonderos. Una sola vez al año son lo que eran antaño: indios, amigos y siervos de los dioses.

Cada vez que tengo las manos húmedas y se desencadenan mis problemas respiratorios, me acuerdo de esta historia. Él me la leía a menudo. Era nuestra historia.

El padre: ¿Por qué saliste de la casa, sin avisarme, para ir a meterte a un departamento ajeno y con alguien desconocido? Me preocupé terriblemente por ti, hija mía, y te busqué por todas partes.

Ella: ¿Padre, sabes que aquí, con este hombre, con este desconocido, supe por primera vez lo que significa no tener miedo de todo? ¿Miedo de decir algo equivocado? Hasta entonces, todo había sido una equivocación. Todo lo que tú me habías dicho. Apenas pisaba la calle y ya nada era cierto. En la academia todos pensaban que yo era rara. ¿Sabes, cómo me llamaban? "La distinta". Aprendí a sentir asco por ti. Me entrené para vomitar cuando vi tus pelos en el baño. Evocaba la manera en que engendraste, y hundía mi vientre contra los azulejos fríos. Tenía que deshacerme de ti, ¿entiendes? Nadie quiere saber nuestra historia.

Esa historia no es cierta. Simplemente no es verdad.

Desde que me salí de la casa, no he vuelto a la academia. Paso todo el día en el departamento de mi novio y arreglo todo lo que él necesita. Leo los libros que él lee para comprobarle mi interés por su carrera. Es tan bello poder existir para alguien. Los días se pasan con tanta tranquilidad cuando uno sabe lo que tiene que hacer, lo que es lo debido.

Durante esa época tuve unos sueños horribles. Soñaba que mi padre se me acercaba y me tiraba. Yo caía, quebrándome en mil pedazos. O me atravesaba con una espada que entraba por la vagina y salía por mi cráneo. Sé que estos sueños se relacionan con mi pasado, pero siempre reprimí las asociaciones. No quería darme cuenta.

Mi novio me consolaba. Me parecía tan serio e inteligente. Como si nada lo pudiera conmover. Siempre tuve la certeza de que él sabía de la vida. Sabrá qué es bueno para mí.

El novio: Al principio ella hizo todo lo que yo quería. Era realmente atroz. Daba la impresión de esmerarse denodadamente en no cometer ningún error. Tampoco en la cama. Hasta que un día me di cuenta de que todo era fingido.

Ella: No es cierto. Sólo necesito tiempo. Tienes que darme tiempo. Una mujer no puede ir tan de prisa. ¡Es tan bello cuando estás contento!

(Se ríe.)

Etcétera. Sé que he dicho muchas tonterías, pero tienes que perdonarme. ¿Te imaginas lo que significa estar constantemente equivocada respecto a los propios sentimientos? ¿Qué todo eso sólo es información almacenada en la cabeza? ¡Sí! Sabía cómo se debe amar. Lo sabía por ti, y por los libros y las revistas. Pero yo me sentí como si fuera una de las ilustraciones de tus libros sobre sexualidad.

Al principio me imaginé que sentía algo, porque se supone que se debe de sentir algo. Pero todos mis orgasmos fueron fingidos... ¡Él se esforzaba tanto! Naturalmente eso también fue un error. Simple y llanamente: nunca le he atinado.

El novio: Di lo que tú quieres. Por lo menos una vez dime qué es lo que a ti te gusta.

Ella: Me gusta todo de ti. La manera como te mueves, lo que dices, todo.

Me agoté. Cuando hacíamos el amor yo le acariciaba ciertas partes y, un día, me dijo que eso no le gustaba mucho. Pensé que me moría. Mis manos, de repente, estaban vacías.

Todo se volvió problema. Cada cosa, cada detalle. A veces no le preparaba la cena, esperando que él me lo reclamara. Que hubiera un pleito. Era como en mi casa: hacía todo esperando que alguien lo aprobara o lo reprobara. Nunca aprendí a hacer algo siguiendo mis propios criterios.

El juez: Acusada, ¿considera usted que tuvo una infancia feliz?

Ella: En realidad fue completamente normal. Nunca hubo golpes o palabras discordantes. Siempre se dirigían a mí con dulzura diciendo, "por favor, haz esto, si no, ya no te vamos a querer"... Yo siempre traté de que mis vestidos estuvieran limpios y de que mi comportamiento fuera decente. Trataba de complacerlos, de demostrarles que los quería de verdad.

Creía que lo correcto era hacer lo mismo que ellos. Una vez, en mi cuarto, jugué a la cocinita. Mientras jugaba, sentí ganas de derramar todo. Empiezo a embarrar todo. En mi cuerpo. En mi cara. En todos lados. De repente entra mi madre y empieza a gritar.

El juez: Dígame, ¿cuándo pensó por primera vez en matar a su hija?

  
  
Ella: Mi cabeza se parece a un cuarto blanco vacío, regado con color. Trato de rasgar el color con mis uñas, pero no son filosas, y me duele.

Nuevos colores salpican las paredes, si me detengo, y los colores se vuelven más agresivos. Las palabras explotan, y los movimientos revientan. Siento que no estoy viva en absoluto.

El novio: Lo del niño, pensé, será la solución. Ella tendrá una tarea, estará ocupada y meditará menos sobre sí misma.

Ella: Me sentí extinguida y feliz. Inmensamente feliz. Era algo que podía mostrar, de lo que podía hablar. Si en la calle me miraba un hombre, me hubiera gustado arrancarme el vestido y pedirle que contemplara a mi hijo, no a mí. Creía que era la primera madre en el mundo. Todos deberían verlo. Quería enseñarlo. Por todos lados. Él me decía a menudo, no exageres, muchas mujeres se embarazan. No sabes qué felicidad me produjo esta frase. Todos los seres humanos me parecían tan similares. Y yo me parecía a ellos.

Me olvidé de mí y de él. Sólo el niño era importante. Me imaginaba cómo yo iba a morir en el parto. Esta idea me hizo tan feliz que empecé a llorar.

Mi cuerpo se abrió en miles de heridas sangrantes. Mis manos tiraban de la carne, el aire irrumpió, como el aliento después de un desmayo. Las arterias se llenaron. Mi vientre era todo el mundo, y mi cuerpo se precipitaba sobre él.

El juez: Acusada, ¿es cierto que intentó abortar?

Ella: Cuando me enteré de mi embarazo le pedí que no tuvieramos relaciones. Pero después de unas semanas sí sucedió. Mientras que él hizo lo que quiso, todo estaba bien. Pero después me pidió que le besara abajo, y de repente, todo fue como antes. Me preocupé de hacer todo bien. De nuevo, yo estaba mal. Vi a una mujer embarazada. Se alejó corriendo cuando quería tocarla. Gritó cuando pronuncié su nombre.

Mi hijo será un monstruo. Se me cae de los calzones, y no me doy cuenta. Estoy terriblemente avergonzada. Unas personas se congregan. Miran a mi hijo que se parece a una rana que crece sin cesar. Apagan sus cigarrillos en su panza y se ríen.

El novio: ¿Sabes cuánta alegría siento por el niño? ¡Ni puedo decirte, cuánta! Es mi hijo. Mi hijo.

Ella: Sí. Sí. Sí. Sí. Es tu hijo. Me lo sé de memoria. Todo me lo sé de memoria. Qué se hace en el tercer mes. Qué se hace en el cuarto mes. No se deben cargar cosas pesadas. No se deben comer cosas picantes. Aprendí mi rol con tanta dedicación que quiero algo a cambio. Dame dinero, y te llevo a tu hijo. Sangriento y enrollado en papel periódico.

Después, eternas discusiones. Al final teníamos una explicación para todo. De donde venían mis caprichos. Porqué estoy feliz. Porqué estoy infeliz. Porqué quiero tener al niño. Porqué no lo quiero tener. Él sabe mucho de psicología y me explicó todo. Era lógico lo que él decía, pero yo no lo sentía. Sus ideas yacían en mi cabeza como clavos sueltos. Cada intento de una respuesta mía, me sacaba la sangre de las sienes.

Es terrible tener miedo a pensar. Hice sólo cosas que él podía explicarme. Produje sensaciones por comando. Empecé pleitos sin razón y sabía, desde antes, que él lo arreglaría muy razonable.

   
¿Por qué no puedo ser lo que quiero ser? Practico todas las figuras, pero no me pertenecen y me dejan cuando quieren. Las personas atraviesan mi cuerpo con sus miradas y no lo puedo tapar, porque todo lo que toco, se vuelve transparente. Tengo que encontrar algo que me llene, que me sujete. Tengo que hacer algo que permanezca, que me atrape. Debe ser algo que me aplaste, que me apague, que me vuelva a la vida.

El juez: Acusada, usted dejó al padre de su hija. ¿Por qué?

Ella: Porque éramos dos robots que nos lamíamos el hierro el uno al otro.

Alquilé el primer cuarto que encontré. La casa estaba sucia, y el departamento olía a insecticida. Tenía miedo de buscar a un médico, y quería hacerlo yo misma. Lo mejor es quinina. Si eso no funciona, inténtelo con lejía de jabón. Debe ser caliente, inyectada tres veces. Si necesita un enema, dígamelo. Y lo de las agujas para tejer, eso déjelo, se puede comprobar en el hospital. Si viene la hemorragia, hábleme.

Los pasos de los vecinos retumban en los pasillos. La lámpara baila en círculo, y las moscas tragan su luz. El techo es húmedo, las paredes verdes. A través de las ventanas miran soldados, aquellos como de guerras antiguas, como en un cuadro colgado encima del escritorio de mi padre. Todas las personas se imitan. A los hombres les gusta que se les rasque la espalda. Les gusta que alguien juegue con sus testículos. Me gustaría saber qué es lo que a mí me gusta. Si mi hijo nace, yo moriré. Mi padre caminará detrás del ataúd, terriblemente enojado. Tengo puesto mi vestido color turquesa y sonrío. Si me lo pide, puede entrar a mi ataúd. Lo acaricio. Se quita la cara y me besa. De repente, toda la gente grita y nos señala. Los coches nos arrollan y le cortan esta cosa. La envuelvo, pero un policía la quiere. Es mía, es mía. Por la calle se acerca de repente un desconocido y dice: "No le crea nada a mi hija, esta cosa es mía." Me la quita de la mano y me tumba.

El juez: ¿Usted consultó a varios médicos?

Ella: Sí. Pero no funcionó. Uno hablaba sólo del negocio. Usted paga, y yo corro con el riesgo. Pero para este riesgo, es muy poco lo que paga, señorita. Ahora acuéstese en esta silla, señorita, y abra bien sus hermosas piernas, y después viene el señor doctor, y usted le tratará con amabilidad. Etcétera. Si no era dinero o cohabitación, hablaban de Dios y de la moral y de la masa genética. Pero la mayoría simplemente tenía miedo.

En realidad, nunca consulté a ningún médico, lo que dije lo sé porque me lo contaron. Ya en el camino al consultorio tenía problemas respiratorios. En el pasillo pensé en lo que iba a decir. Pero nunca llegué.

El juez: ¿Usted regresó a la casa de sus padres?

Ella: Mi padre dijo que me contrataba al mejor médico, y que me daba los cuartos en el piso superior.

El padre: El primer día del verano, cuando el asfalto empieza a ablandarse y el olor a gasolina circula por el pueblo, los viejos indios se posan al pie de la montaña.

Ella: Se ponen sus vestimentas viejas y empiezan a subir.

El padre: En el camino tocan canciones, melodías de tiempos inmemoriales.

Ella: Al llegar a la cumbre, entierran sus instrumentos.

El padre: Cuando regresan al pueblo se tornan de nuevo en lo que son: empleados de gasolineras, baratilleros, peones, fonderos.

Ella: Pero una vez al año, el primer día del verano, son lo que fueron antaño: indios, amigos y siervos de los dioses.

Estaba de regreso en casa. Traté de convencerme de que sólo era por un tiempo. Necesito a este médico. Necesito el dinero para el aborto. Mi padre hará todo esto por mí, y después me marcharé.

Lo siento, señorita, pero ya está en el cuarto mes. Ya no lo puedo hacer. Su cara se parecía a un puercoespín. Tomé las tijeras y corté las puntas. La sangre salió de las púas. Sobre su bata blanca. Sobre el piso. Unté este líquido en todos lados. En mi cuerpo. En mi cara. En la alfombra. En todos lados. Y después llega mi madre y empieza a gritar.

Párenlo, párenlo. Ya se mueve. A veces siento como un líquido blanco sale del ombligo. El niño tiene una trompeta y escupe constantemente este líquido blanco. Todo está mojado. Las manos. Las nubes. Las casas. Las personas.

En mi cuarto todo era igual. Casi siempre estaba en cama y leía. Principalmente los libros que me trajo mi padre. Sobre el embarazo y el parto. Mientras leía, me di cuenta de que mis ideas estaban en otra parte.

Tu aliento abre mi boca. Tu saliva corre hacia mi garganta. Tus dientes trituran mi voz. Tus dedos perforan mi cuello. Tu lengua quema mi piel. Mi vientre. Mi cabello. Mis hombros. Mis muslos. Rómpeme. Córtame. Muéleme. Tritúrame. Aplástame. Machácame.

Siempre tenía la sensación de ser violada. Era un miedo que me causaba alegría.

Mi madre había empezado a tejer ropa para el bebé. Me hubiera encantado perforar su cuello con las agujas. Todos sabían qué era lo indicado para mí. Mucha tranquilidad. Nada de alteraciones. Y amor.

Mi novio me visitaba de vez en cuando. Dijo haber conocido a unas muchachas, pero que no había sido nada serio. Que yo era la única para él. En la cama olía a baba seca porque yo tenía flojera de levantarme.

¿Qué es una mujer? Si pongo mi mano entre las piernas, siento un hoyo. Todo lo que el mundo produjo, es masculino. Nunca aprendimos a ser femeninas. Siento alegría si un hombre la comparte conmigo. Sólo me río si él lo ve. Estoy infeliz si él me hace sentir infeliz. Mi felicidad depende de su voluntad de hacerme feliz. Sus amigos son mis amigos. Si él no existiese, nadie se preocuparía por mí. Si me cuenta de otras mujeres, siento miedo. Intento ser como ellas, es decir, como él lo quiere.

¿Qué es una mujer? Cada respuesta a esta pregunta es masculina. Mi padre siempre habló del secreto de la mujer. Los hombres nos interpretan como ellos quieren. Un enigma. Una puta. Una niña. Una dama. Si oyes estas interpretaciones el tiempo suficiente, las crees. Te llenan. Ser una hija. Ser una mujer. Ser una madre. Soy como musgo. Las ranas depositan su hueva en mi cabello. La nieve cubre todo.

Pero no es cierto. Soy de carne y hueso. Sacaré la hueva del cabello, y mi sangre se derramará por la nieve. Este torrente me traerá al mundo. Me ahogará, me extinguirá, me hará sentir viva.

Todo era como antes. Cuando me bañaba, entraba mi padre y me lavaba la espalda. Sus dedos llegaron a mi vientre y dijo: "¿Cómo está nuestro primogénito?" Sus dedos me parecían cuchillos peludos, y sentía muchas ganas de cubrirlos con nailon.

En mi relación con él, todo siempre era puro. Hablamos de muchas cosas bellas.

Cuando empecé con la masturbación, me sentí culpable con él. Creía que robaba algo de la belleza que él me regalaba. En aquel entonces empecé a odiar y amar mi cuerpo. Todo sucedió al mismo tiempo, y sin embargo parecía que una máquina cortara en pedazos una unidad.

El juez: Poco después del nacimiento de su hija, usted intentó cortarse las venas.

Ella: No me acuerdo del parto. Debe haber sido un hospital caro, porque las monjas hablaban sobre la maternidad como si un santo estuviese en el vientre.

Sí. Puedo acordarme de la lámpara encima de la mesa de operaciones. Se veía como la luna cuando empieza a hervir.

Claras gotas ardientes caían sobre mis hombros. Mi cuerpo entero estaba caliente y húmedo.

Me muestran a la hija. Me recuerda las fotos en los libros. Alguna vez ya experimenté todo eso.

Tengo que hacer lo que yo jamás había hecho. Debe ser único, fuerte y bello. Provocará que el mundo respire y que yo grite. Será una tormenta que nadie puede explicarse. Tendrá un color olvidado. Todo nacerá de nuevo. Todo sonará como la primera melodía. Como un sonido. Se parecerá a mí.

Tengo sed y lleno el vaso con sangre. Tengo hambre y lleno el cuarto con carne. Empiezo a parecerme a mí misma.

Será el primer momento de mi vida. Mis manos tocan mi cuerpo, lo comprenden. Puedo caminar. Puedo mirar. Puedo sentir. Puedo hablar. Puedo oír. Puedo reír.

Dejé de observarme.

El juez: Acusada, ¿se siente culpable?

Ella: Estaba bañando a mi hija. De pronto empecé a apretar su cuello. La mantuve debajo del agua por mucho tiempo. Después de un rato el cuerpecito empezó a flotar. ¡Se volvió tan parecido al de mi muñeca! La saqué del agua, la sostuve en alto y grité. Mamá. Mamá. Mamá. Mamá. Mamá. Después entra mi madre y empieza a gritar.

El juez: Acusada, escuche la condena.

* Peter Turrini nació en 1943 en St. Margarethen, Carinthia (Austria). Su primer obra teatral Rozznjogd (1967) causó sensación y escándalo tanto en Austria como en Alemania. Turrini introdujo la vida de las clases sociales bajas en el escenario, usando el dialecto y el lenguaje popular. Siguieron los dramas Sauschlachten (1971), un desenmascaramiento de la vida rural y campesina, e Infanticidio (1972) que publicamos en esta ocasión. Turrini dice sobre esta obra que le interesa la cotidianeidad de la represión, la catástrofe normal, las relaciones que funcionan hasta terminar en un asesinato.

Traducción de Christine Hüttinger
Agradezco las observaciones que Emoé de la Parra hizo sobre mi traducción.

Christine Huttinger (Zalsburgo, Austria, 1955) estudió letras alemanas e historia en la Universidad de Zalsburgo. Tiene doctorado en historia. Ha publicado traducciones de literatura austriaca y artículos especializados en diversas revistas. En 1993 publico Contrabando de imágenes, libro de crítica literaria, en la UAM-Azcapotzalco.